Por qué leer
Una perspectiva utilitarista y a ras de suelo
Hace unos días tuve la oportunidad de visitar la telesecundaria de una comunidad indígena de los Altos de Chiapas. El pueblo se llama Yutniotik, la lengua materna es el tsotsil[1], y la gran mayoría de los niños adquiere sus primeros conocimientos de español al entrar a la escuela. Llegamos ahí para presentar la reedición de uno de mis libros dirigido al público infantil.
Varios alumnos hombres se ofrecieron para realizar una lectura de mi texto en voz alta. A cada uno se le obsequiaba un libro. Al final, cuando ya quedaban menos de la mitad de los libros por regalar, debimos frenar la participación masculina: a partir de ese momento únicamente podían participar las mujeres. Sólo las más jóvenes en ese patio se atrevieron a levantar la mano.
Curiosamente, los estudiantes de mayor edad fueron quienes más tartamudearon al leer, y me quedó la duda de si realmente estaban comprendiendo la historia. Sin embargo, fueron esos mismos alumnos quienes más interés mostraron por otros libros que llevé en una caja, e incluso me convencieron de dejarles un título que les resultaba interesante: “Te amo mil”.
Las mujeres otra vez estaban lejos y no hubo manera de lograr que se acercaran. Sólo una de ellas susurró unas palabras en tsotsil, que de inmediato tradujo un chico a mi lado:
—Dice que ellas también lo quieren.
Esa chica, en representación de las demás, se acercó con pasos arrastrados y la mirada baja a recibir el libro “para las mujeres”.
—Quizá no debería dejar sus libros —dijo ella en un arranque de sinceridad— ¿Qué caso tiene leer?
Una moto escandalosa interrumpió la conversación. Desde que llegamos, unas dos horas antes, era el primer vehículo que pasaba por ahí. Apenas terminó el ruido le contesté:
—Les traigo libros porque leer nos ayudará a transformar la realidad.
Entonces les leí el fragmento de un libro mío, en el que una chica, espada en mano, lucha contra seres de la mitología griega.
Al final les pregunté a las mujeres qué les había llamado la atención.
—Que una niña sea tan poderosa —dijeron tres, una respuesta que también fue repetida por algunos hombres.
También coincidieron en que una historia leída sin tartamudeos, aun cuando fuera en español, les resultaba mucho más fácil de comprender. Juntos concluimos que, para leer de manera fluida, no había más que ejercitarse, precisamente, leyendo. Ese fue el primer punto que establecimos en común: Hay que leer para aprender a leer correctamente y entender lo que leemos.
La siguiente pregunta que les hice a estos chicos fue sobre los escenarios. Dijeron varios que sí habían logrado imaginarlos y que no había ningún lugar así cerca de donde ellos vivían. Otro trajo a colación la lectura anterior, que hablaba sobre la selva y no sobre un espacio inventado, y dijo que preferiría visitar ese lugar real. Esa participación me permitió plantear un segundo punto: Leemos para viajar a mundos reales y ficticios, y aún para conocer cómo viven y se comportan personas distintas a nosotros, sin tener que movernos de nuestra casa.
Tuve menos suerte ante la pregunta de si habían aprendido una nueva palabra. No las conocían todas, pero no recordaban una que pudiera servirnos como ejemplo. No obstante, y producto de la casualidad, mientras la traductora me presentaba en tsotsil, entendí que no todos recordaban cómo decir el número once en su lengua (desde hace un par de generaciones los números los aprenden en español), así que tomé ese caso para mostrarles que, si no conociéramos números arriba del diez, no costaría mucho explicar que alguien tiene veintisiete ovejas o cuatrocientos mangos. Incluso sería complicado imaginar cualquier cosa que tuviera una cantidad superior a diez. Y nadie puede aspirar a construir o tener lo que no puede nombrar e imaginar.
Así llegamos a un tercer punto: Leemos para imaginar el mundo que queremos, y para tener las palabras para nombrarlo.
Entonces di un salto al vacío.
Ofrecí algo que no sé si pueda ser totalmente cierto, aunque encerraba en su concepción, al menos, una esperanza.
Les dije que cuando podemos nombrar e imaginar algo distinto, estamos sembrando las semillas para transformar nuestra realidad y construirla de acuerdo con nuestros deseos, necesidades e intereses. Y si bien imaginar y desear no es suficiente, es también leyendo distintos libros y textos que encontraremos las rutas, las herramientas, las técnicas, para que ese cambio ocurra.
Es decir: Leemos para transformar el mundo, o al menos, para transformar nuestro mundo.
Luis Antonio Rincón García
[1] Es una lengua de origen maya que intenté aprender hace ya casi una década, pero me resultó harto difícil incluso por su pronunciación. Sin embargo, apoyándome en el contexto, a veces puedo entender algunas conversaciones.
Fotografía: Connor Danylenko

- Absenta
- Alejandro Aldana Sellschopp
- Antonio Florido
- Bibiana López
- Cajón de rubores
- Cotidianidades
- Damaris Disner
- David Andrade
- Erik García Briones
- Escritor invitado
- Filosofía
- Guiño a la pared
- Héctor Cortés Mandujano
- Ilse Ibarra Bauman
- Ilse Ibarra Baumann
- Jorge Abarca
- Líneas de desnudo
- Lufloro Panadero
- Luis Antonio Rincón García
- Luis Flores Romero
- Luz Helena Horita Pérez
- Manuel Pérez Petit
- Manuel Pérez-Petit
- Maria Gabriela López
- Miguel Ángel Carballo
- Nota rimada
- Paso de Fuego
- Poesía
- Polvo del camino
- Rafael Corzo Espinosa
- Roger Octavio Gómez Espinosa
- Sin categoría
- Teoría en pocos minutos
- Trabajo en alturas
- Universo breve
- Voces ensortijadas