Cotidianidades…
No pasábamos de los diez años, cuando mi hermano y yo nos retamos para imaginar qué era lo peor que podría haber dentro de una caja. Éramos unos niños del siglo pasado, en esa época hasta los delincuentes actuaban con cierto pudor, y nosotros, viviendo en un entorno pacífico, más que pensar que en objetos capaces de provocar horror, especulábamos con hechizos, maldiciones o plagas desconocidas.
El juego duró varios meses, quizá años, y cuando comencé a crear literatura infantil, recuperé esa anécdota para escribir una historia que se llama “La caja en la estación”, la cuál es parte del libro “Ábrase en noches de tormenta”.
La anécdota principal del cuento es bastante sencilla: una señora llega con una caja extraña a una estación de tren, advirtiendo a quien se le acerque que nunca nadie debe ver el interior. A parte de ella, sólo una persona más ve el contenido. De esa manera se le requiere al lector que participe en la historia, pues debe imaginar qué hay ahí adentro.
El final abierto no les ha gustado a muchos de mis jóvenes lectores, quienes se han acercado a exigirme les aclare qué había ahí, y si bien algunos se despiden elucubrando la probable respuesta, otros se alejan molestos, preguntándose por qué hay seudo escritores que se ponen a escribir cuentos, si luego no van a ser capaces de terminarlos.
Hace poco fui invitado a una escuela primaria donde alumnos y alumnas de quinto grado son consumados lectores. Habían trabajado con mi libro y varios de ellos también sufrieron por el final abierto. La profesora atrapó al aire la inquietud y los retó a construir su propia caja, así como a proponer qué podía ser ese contenido tan temible que nadie debería ver.
Esa mañana tuve el honor de abrir las veintisiete cajas y el privilegio de sorprenderme con cada una de ellas. Hubo quien, por ejemplo, colocó monedas de chocolate, collares, aretes y anillos dorados, los cuales representaban la máxima riqueza universal. Pero entre el tesoro también había una serpiente de oro, cuyo veneno provocaba la ambición sin límites.
Un niño abrió una caja de zapatos para mostrarme los principales males que el ser humano le ha provocado a la humanidad. En las paredes había pegado fotos de las guerras mundiales, de los incendios en Australia, del mar contaminado y también una ilustración apocalíptica de cómo terminaría el planeta si se desatara la tercera guerra.
Otra niña colocó dentro de un huacal un álbum con fotos de niños pequeños. Ella asumía que dentro de la caja en la estación estaban los momentos más dolorosos y tristes vividos por algunos adultos en su infancia, y precisamente por ser tan terribles y hasta vergonzosos, no querían que nadie los viera nunca.
A su lado, una chica me mostró un frasco precioso con un contenido rosa, brillante. Era el elíxir de la impunidad.
—Eso no debe tenerlo nadie nunca —me dijo la niña—. Pues quien lo posea, tarde o temprano terminará haciéndole daño a todos bajo la certeza de que no lo alcanzará ningún castigo.
Hubo cajas con pesadillas, con insectos y animales ponzoñosos, otra tenía la intención de iluminar —o quizá deslumbrar— por medio de la insoportable verdad, y también hubo una caja con todos los temores que llega a sentir un niño, nada más que su dueña, incapaz de tolerar sólo lo malo, decidió plantar sobre la tapa un árbol que en cada rama llevaba el antídoto a cada mal.
Fue una mañana espléndida que me iluminó la semana, pues me dejó la certeza de que, efectivamente, los niños y las niñas están informados de cuanto ocurre a su alrededor, saben hacia dónde debería virar el timón y, sobre todo, ya están construyendo mentalmente el mundo que desean habitar, muy alejado del entorno de violencia en el cual, gracias a los adultos, están creciendo.
Hasta la próxima.
Fotografía: kaboompic.com
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