Voces ensortijadas 176. Amor propio. María Gabriela López Suárez

                             Amor propio
                     María Gabriela López Suárez


Martina se asomó a contemplar la Luna llena que comenzaba a hacerse notar en esa tarde cercana al verano. Mientras la observaba recordó la importancia de amarse y disfrutar cada instante en la vida. Como una especie de historias fueron apareciendo imágenes de ella en su infancia y adolescencia; de pequeña poco le gustaba su nombre, le daba una sensación de desagrado, lo asociaba a que era un nombre de niño. En la escuela había sido molestada con eso, las bromas habían sido desagradables para ella. Y a eso  le sumaba el que su complexión era robusta y de alta estatura para la edad promedio de la niñez. En casa pocas veces se atrevió a decir esa incomodidad, se encerraba en su mundo, con sus miedos e inseguridades.

Pocas veces le gustaba mirarse al espejo, huía de sí misma, como una manera de evitar encontrarse con ella. Fueron pasando los años y en la adolescencia la aceptación a ella se hizo un tanto más distante. La influencia de los estereotipos que solía marcar la moda divulgada a través de sus compañeras, compañeros y reforzada por los medios de comunicación le fueron haciendo que deseara ser como una de las tantas imágenes de los personajes que eran el ícono del momento. El no lograrlo la  hacía sentir un tanto frustrada. 

En la universidad hizo buenas migas con Tamara y Juan, eran el trío que iba de un lado a otro, en las actividades académicas, tertulias, fiestas y paseos. Sus amistades la respetaban tal como era, ahí Martina se sentía segura, en confianza. En una de las tantas pláticas escuchó que Tamara mencionó la importancia del amor propio, del respeto, la aprobación, el apapacho y la seguridad en una misma.  Martina se quedó atenta a la escucha, expresó sus dudas y comenzó a indagar más sobre el tema, se fue dando cuenta que ella necesitaba reforzar mucho esa parte y lo compartió con sus amistades. Juan le dijo que nunca era tarde para poder ayudarse y que ahí estaban para apoyarle. 

La etapa universitaria halló no solo otro sentido para Martina sino también para su interacción con más personas, en su vida cotidiana e incluso con su propia familia. Siempre estaría agradecida con Tamara de haber sacado la plática del tema sobre el amor propio, dos palabras que aparentemente podían sonar a un poco de ego, sin embargo, tienen elementos decisivos en la vida de cada persona.

—Quien se ama y se aprueba tal como es puede disfrutar mejor cada momento, siente seguridad y confianza, se respeta, se cuida y se valora —había compartido alguna vez en las charlas con su familia. 

Regresó al presente. La luz del atardecer se había ocultado, la Luna se apreciaba con un tono cobrizo, esto le daba una hermosa vista a la noche, acompañada del coro de los grillos.

—¡Tía Martina, tía Martina! Ya es hora de que leamos —era la voz de Alberto, su sobrino de siete años, a quien Martina había comenzado a leerle un par de noches atrás El libro salvaje del autor Juan Villoro.

—Vaya, vaya Beto, qué puntual eres, es cierto, ya es hora, a ver dime, ¿cuál es el último apartado que leímos ayer? —preguntó Martina.

—Está bien fácil, el tío Tito —respondió de inmediato el niño.

—Además de puntual tienes muy buena memoria, hoy leeremos el apartado Libros que cambian de lugar —dijo Martina atenta a la mirada de Alberto que estaba ansioso por iniciar la lectura; echó una última vista a la ventana, se despidió de la Luna, su rostro dibujó una sonrisa, agradeciendo el amor propio en su vida.
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Sobre la autora:

Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 175. Alzar la vista al cielo. María Gabriela López Suárez

Fotografía: MGLS

Alzar la vista al cielo
María Gabriela López Suárez

Priscila iba de regreso a casa. Había tenido una jornada laboral ardua que le provocó tensión en el cuello. Se despidió de sus colegas del trabajo y se dirigió a la estación del transporte público.

—Ahora que llegue a casa me daré un masaje, vaya que lo necesito —dijo para sí, mientras subía al microbús y se acomodaba en un lugar cerca de la ventana.

El trayecto se le hizo un poco largo, el tráfico abonó a eso. Decidió escuchar Blues, así se relajaría un poco. La música le permitió despejar su mente y ser una buena compañera camino a casa. Pidió la parada, bajó y caminó alrededor de tres calles. 

—¡Al fin en casa! —expresó al abrir el portón de la entrada  y sentir el aroma a romero y lavanda que estaban en el pequeño jardín que formaba parte de su hogar. El olor a naturaleza era uno de sus preferidos. Escuchó el trinar de los pájaros que solían llegar a los árboles de las casas vecinas, cuyas ramas se lograban percibir desde su hogar. Se sintió afortunada.

Decidió prepararse un té de romero, le vendría bien. Fue hasta donde estaba la maceta con la planta de romero, cortó cuidadosamente unas ramitas y se dirigió a la cocina. Luego fue a su cuarto a buscar algún aceite esencial para dar masaje al cuello, la molestia había disminuido pero persistía. Encontró un aceite de menta, era ideal.

Su té de romero tenía un aroma muy agradable y el sabor era delicioso. Salió para degustarlo sentada en un pequeño banco de madera que tenía alrededor de sus macetas. Le dio un par de sorbos. Luego se colocó unas gotas de aceite sobre la palma de las manos, las frotó y comenzó a masajear el cuello, al tiempo que respiraba profundamente. Justo en ese instante, recordó una recomendación que le había dado su amiga Lucia,

—Cuando te sientas estresada, alza la vista al cielo, el universo siempre nos brinda regalos, solo hay que identificarlos.

Terminó de realizar el masaje, movió ligeramente el cuello hacia ambos lados. Tomó nuevamente la taza para continuar degustando el té y después alzar la vista al cielo. Se quedó contemplando el paisaje, el cielo tenía un tono azul claro bellamente decorado por nubes, se veían como tipo pinceladas de diversas formas cuyo fondo tenía un ligero toque dorado que le daban los rayos del sol. Alcanzó a distinguir a varios zopilotes que realizaban una especie de danza, se fueron elevando hasta que los perdió de vista.

—¡Qué razón tienes Luci! —dijo en voz alta, al tiempo que se percató que el sol se iba ocultando. Poco a poco sintió que el cuello estaba menos tenso y el corazón muy agradecido por el paisaje de esa tarde.



 
Fotografía: MGLS
Fotografía: María Gabriel López Suárez

Sobre la autora:

Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 174. La alfombra roja. María Gabriela López Suárez

La alfombra roja
María Gabriela López Suárez

Ese sábado, después de haber platicado con su familia, Eréndira se apuntó para ser quien fuera a comprar el arreglo floral que le pondrían a la tía Bertha, en memoria de su tercer aniversario de fallecida. Rebeca y María, sus pequeñas sobrinas de 8 y 10 años, insistieron para ir con ella. 

—Niñas, esta ocasión no iré en el coche, sino caminando. Les advierto que afuera hay mucho, pero mucho calor —enfatizó Eréndira tratando de convencer a sus sobrinas de quedarse en casa.

—No importa tía Ere, me pongo mi súper gorra de Totoro que me cubre del sol —señaló Rebeca mientras corría a buscar la gorra. 

María no se quiso quedar atrás y fue tras su hermana. Regresó antes que Rebeca trayendo consigo un sombrero de paraguas portátil con el estampado de una de las escenas de la caricatura de Mi vecino Totoro.

—Tía Ere, ya estoy preparada, ahora viene Rebe.

El rostro de Eréndira manifestó gesto de asombro, en el fondo quería reír, recordó las veces que ella hizo algo así con tal de acompañar a alguien de su familia. 

—Bueno, bueno, vamos a ver qué dicen su mamá y papá, vayan a pedir permiso.

Finalmente, las tres salieron a la calle. Eréndira se colocó un sombrerito de palma, sus gafas y por si las dudas, se llevó un bote con suero preparado. El clima marcaba casi los 32 grados. Decidió que se fueran por los andadores donde había árboles y la sombra les vendría muy bien.

Comenzaron la travesía, Eréndira observó el bello paisaje que había en cada andador. Invitó a Rebeca y María que se fijaran en cada detalle. La mayor parte de los árboles que les rodeaban eran de Flamboyán, estaban en su esplendor, con las ramas llenas de flores en tonos rojo y naranja. Era como una especie de arcos que les daban paso al ir caminando.

—Miren en las jardineras, son los pétalos de las flores, qué bonito se ve —señaló María.

—¡Wow! ¡Parece una alfombra roja! —exclamó Rebeca.

Siguieron caminando hasta llegar a la florería. Entre las tres eligieron el arreglo para la tía Bertha. Optaron por un arreglo grande, bellamente decorado con gerberas de diversos colores y hortensias, alegre, como diría la tía Bertha.

Para el regreso a casa tomaron la misma ruta.  María y Rebeca tenían sed. Hicieron una pausa en el camino y se sentaron en una banquita, bajo un árbol frondoso. Eréndira les dio de beber el suero, mientras descansaba de cargar el arreglo. Una parvada de loros las deleitó con su algarabía. Las niñas alzaban la vista tratando de identificar en qué parte estaban los loros, mientras Eréndira observaba lo bello del paisaje, cómo los pétalos en el piso creaban una atmósfera tan hermosa.

—Ya estamos listas tía Ere —dijo Rebe mientras se colocaba nuevamente la gorra.

—¿Tía Ere, me prestas tu sombrero y yo te doy el mío? —preguntó María, a lo que Eréndira asintió. 
María se colocó el sombrero y Eréndira hizo lo propio,  ajustándolo bien a su cabeza para luego tomar el arreglo floral. Emprendieron el camino a casa, dejando atrás el paisaje sonoro de los loros y con la alfombra roja delante, para su deleite.
 
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Sobre la autora:

Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 173. K’unk’un. María Gabriela López Suárez

K’unk’un
María Gabriela López Suárez

Elba estaba sumamente estresada, ese miércoles se le habían juntado varias cosas por la tarde, entregar los reportes de fin de mes que le encomendaron en su trabajo y que estaba terminando de integrar; llevar a clase de dibujo a su sobrina Pamela; encargar el pastel de cumpleaños de su tío Salvador y pasar por un vestido a la tintorería. 

Intentó hacer un repaso, ¿en qué momento se le habían empalmado las actividades? Todas eran importantes de llevar a cabo. Mientras preparaba la comida hizo el esfuerzo para calmarse y respirar, 

—¡Tú puedes, tú puedes! —se repetía a sí misma.

Como una especie de reflexión se le vino a la mente la frase que solía decirle su maestra de lengua Tseltal cuando percibía que Elba se desesperaba al no comprender tan rápido la lengua de estudio:

—K’unk’un Elba, mok ma’me x-elmaj awot’an (Despacio Elba, que tu corazón se relaje).

A lo anterior le sumó recordar la ocasión en que bordaba con mucho cuidado un dibujo, que regalaría a su esposo Maximiliano, la hilasa se enredó y lejos de ponerse nerviosa,  ella se observó revisando con detalle cómo deshacer el nudo sin que la costura, que tanto tiempo le había llevado avanzar, se lastimara. La actividad resultó con éxito y la calma había sido un elemento clave.
 
El aroma de las hierbas de olor que agregó a la pasta que preparaba la hizo volver al presente, reservó la salsa roja y los champiñones que había cortado en trocitos para incorporarlo todo al final. En eso estaba cuando escuchó que Maximiliano llegaba a casa.

—¡Hola Elbita! ¿Qué tal tu día amor? ¡Mmm, huele delicioso! —señaló Maximiliano, mientras se acercaba a saludar a Elba.

—¡Hola Max! ¡Qué bueno que llegaste! Ya está la comida. ¿Me ayudas a preparar agua de limón con hierbabuena y cortar pan en trozos?

Mientras Maximiliano realizaba la encomienda, Elba le comentó cómo le había ido en ese miércoles y de sus pendientes, él se ofreció a ayudarle para que ella pudiera avanzar. El rostro de Elba dibujó una gran sonrisa, siguieron conversando y procedieron a degustar la comida. En la mente de Elba asomó de nuevo la frase  K’unk’un Elba, mok ma’me x-elmaj awot’an. Justo ahora sentía el corazón relajado.


 
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Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 172. Sin temor a las alturas. María Gabriela López Suárez

Sin temor a las alturas
María Gabriela López Suárez


Mónica recibió la buena noticia que el examen que aplicó para una plaza laboral vacante había sido aprobado. El puesto de diseñadora gráfica era para ella. Llamó a su familia para compartir el motivo de su alegría. Decidió que cuando le fuera posible festejaría ese logro. 

Su encomienda laboral le implicaba mudarse de ciudad, Mónica tenía ahora una nueva tarea, la búsqueda de vivienda. Estaba consciente que tendría que invertirle paciencia a esa búsqueda, lo bueno es que tenía el tiempo necesario. Iniciaría en su puesto justo dentro de cuatro semanas.

En la cena comentó con su familia sobre su mudanza y la necesidad de encontrar una vivienda lo más cerca de su trabajo. Eso le permitiría ahorrar tiempo y gastos en el transporte. Roberta, su mamá, se acordó que tenía unas amistades en esa ciudad, les preguntaría si conocían de algún departamento pequeño que rentaran por la zona del trabajo de Mónica. Joaquín, su papá, dijo que ahora con las facilidades en internet sin duda encontrarían varias opciones. Miriam, su hermana menor no dudó en decir que ella se apuntaba a acompañar a Mónica en la búsqueda de vivienda, siempre y cuando fuera en fin de semana para no faltar a clases.

Finalmente, entre toda esa búsqueda de opciones Mónica tuvo de dónde elegir. El fin de semana fue con su familia para conocer la opción que le parecía más viable. La colonia en que se ubicaba el departamento estaba aproximadamente a media hora de la empresa donde trabajaría Mónica, esto si lo hacía caminando; a diez minutos en transporte público y a quince minutos en bicicleta. El costo de la renta incluía servicios de agua, luz e internet. El departamento tenía cerca un mercado, supermercado, farmacias, tortillerías, cafeterías, restaurantes, hasta un pequeño parque muy pintoresco con mucha vegetación.

Todo iba bien hasta que llegaron al espacio por el que Mónica se había decidido. Una señora de nombre Blanca les atendió. El departamento se ubicaba en el piso número 10, el penúltimo piso del edificio. Cuando llegaron Mónica no daba crédito a no haberse fijado en ese gran detalle. Ella solía temer a las alturas. Roberta y Joaquín le animaron a vencer ese miedo, sería un gran reto, valdría la pena. Miriam les observaba sin animarse a decir algo, ella también tenía cierto desencanto por las alturas.
 
Por fin lograron que Mónica subiera a ver el departamento, el espacio era pequeño pero confortable, muy bien iluminado y la vista era un deleite. Roberta y Joaquín revisaron que todo estuviera en condiciones seguras, la decisión final la tendría Mónica. 

La mente de Mónica estaba en un dilema, de pronto, se le vino a la memoria, la imagen de una tarde en que entró al gallinero que tenía su tía Lupita. Alzó la vista y observó que en los árboles, de ramas delgadas, estaban muy bien sostenidas varias gallinas, entre ellas una gallina coquena. Le preguntó a la tía Lupita si no se caían, ella respondió que no, que dormían ahí y que ellas elegían ese espacio.

—¿Entonces Moni, qué has decidido por el departamento? —preguntó Roberta, la señora Blanca está esperando la respuesta.

Mónica regresó al presente, sintió la mirada de su familia y de la señora Blanca. Su rostro dibujó una sonrisa:

—Me quedó con él, sin temor a las alturas —dijo en un tono seguro. Mientras tanto su familia se acercaba a felicitarla y abrazarla.
 
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Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 171. Que no sople el viento. María Gabriela López Suárez

Que no sople el viento

Que no sople el viento
María Gabriela López Suárez


Como todos los sábados Margarita despertó después de las 7,30 de la mañana. Junto con su familia se daba el regalo de dormir otro rato más, para compensar el madrugar que tenían de lunes a viernes. Recordó que ese sábado les tocaba comprar cosas para la despensa, irían al mercado. 

No tuvo necesidad de despertar a Gonzalo, su esposo, quien había sido el segundo en levantarse de la cama. Solo faltaba por despertar Lidia, su hija de ocho años. Aún no daba señales de haber abandonado su cama. Margarita decidió que la dejaría dormir un rato más, mientras Gonzalo preparaba licuado para que no se fueran en ayunas y ella tomaba un baño. 

Antes de las 9 de la mañana la familia ya estaba lista para ir por el mandado. Margarita fue la conductora para ese día. Gonzalo propuso que desayunaran en el mercado, en el puesto de doña Esperanza. La señora vendía atole de guayaba y arroz con leche, tamales de anís, de piña con coco y de fiesta, como solían llamar a los de mole. La propuesta de Gonzalo fue aceptada.

En el mercado se organizaron para surtir la lista de productos a comprar, de manera que pudieran aprovechar más el tiempo. Luego se fueron con doña Esperanza, ordenaron lo que desayunarían y escucharon que algunos clientes comentaban su preocupación porque en las faldas del cerro que rodeaba a la ciudad había varios incendios difíciles de sofocar.

Margarita comentó que justo ese día no había prendido la radio, normalmente la escuchaba apenas se despertaba, era su compañera mientras hacía las faenas en la cocina.

Entre Gonzalo y ella comenzaron a externar la tristeza que les daba por la situación que estaba pasando el cerro, cada árbol o especie animal que moría representaba un impacto para el medio ambiente y por lo tanto, para la vida.  Deseaban que las personas que tenían la tarea de apagar el fuego salieran con bien y que el fuego cesara. Lidia escuchaba la conversación sin comentar nada, su rostro estaba atento a la conversación de su mamá y papá. Ambos externaron su interés en poder ayudar de alguna manera. Doña Esperanza alcanzó a escucharles y les dijo que algunos grupos de personas se estaban organizando para recolectar agua, víveres y herramientas para quienes tenían la ardua encomienda de apagar los incendios. Sin dudarlo le pidieron los datos, pasaron a comprar algunas botellas con agua, ese sería su granito de arena para apoyar.

Mientras se dirigían a entregar las botellas, Margarita y Gonzalo seguían platicando de la situación y les angustió más que de pronto se comenzaron a sentir unas ráfagas de viento que, en otro momento, habrían sido bienvenidas pero ahora en esa situación representaba la posibilidad de que el fuego se propagara con mayor rapidez. Lidia seguía escuchando con atención, sin decir alguna palabra. Llegaron al punto de encuentro para dejar las botellas con agua. Margarita volteó a ver qué hacía Lidia, era raro que estuviera callada. Le hizo una señal a Gonzalo. Para sorpresa de ambos el rostro de Lidia tenía los ojos cerrados, y Margarita alcanzó a escuchar que intentaba decir algo. 

—¿Te sientes bien Lidia? —preguntó Margarita en un tono asustado.

Sin abrir los ojos Lidia le respondió, 

—Me dio tristeza lo de ese gran incendio, y lo que dicen ustedes del viento. Yo  también quiero apoyar y estoy intentando que el viento me escuche y deje de soplar. 

Las miradas de Gonzalo y Margarita se encontraron, ella sintió un nudo en la garganta. Gonzalo la tomó de la mano y se volvió hacia Lidia, ¿hija nos dejas ayudarte a esa petición?

Lidia continuaba con los ojos cerrados.

—Sí, si nos juntamos los tres el viento nos podrá escuchar mejor. Repitan conmigo, que no sople el viento, que no sople el viento, que no sople el viento.

Margarita cerró los ojos intentando enunciar la frase mientras sentía rodar las lágrimas en sus mejillas.
 
Que no sople el viento
Ilustración: MGLS

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Voces ensortijadas 170. Fluir como el río. María Gabriela López Suárez

Fluir como el río
María Gabriela López Suárez


Rosenda había tenido un día complicado, eso le había generado estar dispersa en sus actividades laborales y le resultaba poco grato, no se sentía a gusto. Clara, su colega y una de sus amistades de toda la vida, con quien coincidía compartiendo espacio laboral le aconsejó que no se tomara las cosas tan a pecho.

—No te aflijas tanto por las cosas Rosenda, todo tiene solución. Recuerda que mientras uno tiene más ruido en la mente, menos se concentra. Ya casi es hora de salir, podrás irte a descansar a casa y disfrutar a tu familia.

—Gracias por tus palabras Clara, espero sentirme mejor. 

Se despidieron y regresaron a sus oficinas. 

Llegada la hora de salida Rosenda apagó la computadora, la desconectó y verificó que el regulador también estuviera apagado. En la empresa donde trabajaba era una recomendación especial a todo el personal que hicieran ahorro de la energía eléctrica.

Esa vez más que nunca agradeció que para ir a su casa solo debía caminar alrededor de cinco cuadras. Cuando estuvo en su domicilio sintió un gran alivio, el recibimiento de las flores que tenía en sus macetas le dio una sensación de paz. Federico, su esposo, aún no había llegado con Ariadna su hija. Era miércoles y solía llevarla a clases de dibujo. Revisó el reloj, eran las 5,20 pm. Decidió que los esperaría un rato más para que en familia decidieran qué cenarían.
Se colocó sus sandalias, se recogió el cabello en una coleta y se sentó frente a donde podía apreciar sus macetas con flores de geranios. Las observó atentamente, disfrutaba los colores de cada una, en tonos rojo, rosa, blanco. Todas le gustaban mucho. 

Recordó el mensaje de Clara, la sugerencia de dejar la aflicción a un lado. Mientras dedicaba su atención a las flores, se le vino a la mente una de las imágenes más bellas que tenía guardada en su memoria y en su corazón, el paisaje del fluir constante de un río. En un paseo que realizó se le quedó grabada una escena que la impresionó, la imagen era una parte del río, donde unas piedras formaban una pequeña caída de agua y como efecto, de manera incesante, se creaba una especie de espuma blanca que desaparecía y de inmediato se formaba nuevamente. 

Qué razón tenía Clara, pensó para sí. Justo lo que Rosenda necesitaba era permitirse fluir como el río, como esa imagen que le había cautivado cuando la tuvo frente a ella. Cerró los ojos, intentó recuperar el paisaje sonoro que acompañaba a la imagen. Primero cerró sus ojos fuerte, fuerte y luego se acordó del fluir del agua, así que los fue relajando y comenzó a respirar de manera consciente, intentando concentrarse para evocar el sonido del agua. Se fue sintiendo más relajada. Pudo escuchar su respiración, se quedó un momento consigo misma. Se sentía mucho mejor, su corazón y mente se habían conectado. Rosenda dibujó una sonrisa, aún permanecía con los ojos cerrados. 

Los murmullos cercanos a casa la trajeron de nuevo al presente, eran Ariadna y Federico que ya estaban de vuelta. 
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Sobre la autora:

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Voces ensortijadas 169. El sobreviviente. María Gabriela López Suárez

El sobreviviente
María Gabriela López Suárez


Ese martes Tamara decidió ir a buscar el par de sandalias que tanto quería. Era un día muy caluroso,  por lo que no demoró en salir de casa. Se dirigió rumbo al mercado, le gustaba pasar por los puestos donde vendían productos de ixtle. Se podía pasar mucho rato viendo la diversidad de cosas que tenían en ese pasillo. Casi siempre salía comprando algo, para ella o para alguien de su familia. Recordaba siempre a la tía Bertha, era una amante de esos productos y artesanías, quizá ella le había heredado eso. Para no perder la costumbre Tamara terminó comprando un cepillo redondo para el cabello, le encantó desde que lo vio.

Se apresuró para ir en busca de sus sandalias, tenía que regresar a más tardar al mediodía porque había quedado de ir a comer con su familia y no quería que se le hiciera tarde. Después de ir a tres zapaterías, por fin encontró las sandalias en el modelo que deseaba, en tono color marrón y con unos detalles en forma de flores muy discretas.

Salió con dirección a su casa, de pronto, se quedó observando la calle que estaba frente a  ella. En la esquina un terreno con extensión grande donde antes estuvo un edificio muy antiguo que luego demolieron, parecía ocupado. Ahora fungía como un estacionamiento rústico, sin techo, eso no es lo que llamó la atención de Tamara sino que el único árbol que sobrevivió a lo que antes había en el lugar podría desaparecer si decidían construir en ese espacio. El solo pensarlo le provocó una especie de tristeza. Recordó las veces que había pasado cerca del árbol y lo había saludado. Solía expresarle que le daba gusto que permaneciera ahí. Era uno de los árboles endémicos en la ciudad, quizá era de edad mediana porque su tamaño no era tan grande; conforme pasaba el tiempo esos árboles parecían extinguirse sin que casi nadie lo tuviera en cuenta.

Cada que caminaba por donde estaba el árbol, agradecía su presencia porque le brindaba un poco de sombra, sobre todo en días soleados como ese martes. Sin dudarlo caminó rumbo a la calle y se quedó contemplando el árbol, como si quisiera tener una conversación con él. Se puso bajo el árbol y le agradeció la oportunidad de tenerlo cerca, las veces que había alegrado la vida de quienes caminaban por ahí y se sentían confortados con su sombra, con el danzar de sus ramas en los días de intenso viento. Casi como un susurro le dijo:

—Eres el sobreviviente de lo que antes hubo en este espacio, te deseo larga vida y que permanezcas mucho tiempo alegrando esta calle. 

Acarició parte del tronco y algunas ramas, las que pudo alcanzar, respiró profundo. Se le vino a la mente lo que solía decirle su tío Carlos, siempre que se pueda hay que hablarle a los árboles, ellos nos escuchan y agradecen que les tengamos cariño. Dirigió sus pasos a casa, estaba a buen tiempo de llegar  para la comida.
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Maria Gabriela López Suárez

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Voces ensortijadas 168. El silbido del viento. María Gabriela López Suárez

El silbido del viento
María Gabriela López Suárez


La ciudad se percibía tranquila, el periodo vacacional le daba un respiro al incesante cotidiano lleno de ajetreo y prisas. Iracema se percató de eso al no escuchar el ir y venir de los coches y del transporte público, el ruido del claxon y el inconfundible acelerar de motocicilistas que continuamente llegaba hasta su casa.

—¡Qué apacible atmósfera se percibe hoy! Tenía rato de no disfrutar este ambiente —dijo para sí.

Se entrajinó en algunos menesteres pendientes en la cocina, en la temporada de la Semana Santa en la familia de Iracema tenían la tradición de preparar dulce de garbanzo. Esa tarde iracema y su familia habían quedado de ir a casa de la tía Lourdes para compartir la cena. Ella había quedado de llevar el postre, dulce de garbanzo. Así que terminó de lavar el garbanzo previamente hervido y lavado; lo preparó con canela, un poco de azúcar y panela para que fuera tomando sabor.

Llamó a Jeremías y Tobías, sus hijos, para que le ayudaran a lavar los recipientes en que llevaría el garbanzo. Un poco a regañadientes llegaron e hicieron la labor encomendada para luego escabullirse y continuar jugando dominó.

Iracema estuvo pendiente que el dulce quedará bien cocido y con caldito, sin olvidar una de las principales recomendaciones, evitar agregar agua fría para que el garbanzo no se pasmara. Es decir, tomará una consistencia dura, sinónimo de haberlo echado a perder. Una vez cocinado el dulce de garbanzo, llevó la olla al patio para que se enfriara.

Después de colocar la olla sobre una mesita, se sentó un rato y se detuvo a contemplar de nuevo el paisaje sonoro, sin la bulla de coches. Observó la luz de la tarde, era sumamente bella. En el patio, la hojarasca que se mecía al compás del suave oleaje del viento que la empujaba llegaba a formar pequeños remolinos. Iracema respiró profundo, como en un cuarto plano alcanzó a escuchar las risas de sus hijos, seguro que se la estaban pasando bien, aunque no tardaría en llegar el reclamo de alguno de los dos al perder en la partida de dominó.

El paisaje de la tarde trajo a la memoria de Iracema  las tertulias en familia cuando era niña. Algo que disfrutaba era escuchar las anécdotas de la abuelita o el abuelito y qué decir de las experiencias que compartia el tío Panchito, tenía un estilo peculiar de narrar las historias y de lo chusco que le había sucedido. El silbido del viento la hizo volver al presente. Iracema revisó su reloj, ya era hora que se fueran arreglando para ir a casa de la tía Lourdes; el dulce de garbanzo ya estaba preparado y el viento había sido el mejor aliado para enfriarlo.

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Sobre la autora:

Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.

Voces ensortijadas 167. Bienvenida a la primavera. María Gabriela López Suárez

Bienvenida a la primavera
María Gabriela López Suárez


Se acercaba el periodo vacacional de la Semana Santa, Roberta esperaba con ansias unos días de descanso. Felipe, su esposo, la había invitado a que fueran a visitar a sus tías Conchita y Luisa que vivían en un pueblo ubicado a unas 3 horas y media de la ciudad. La idea de estar en contacto con el campo le hacía mucha ilusión a Roberta.
          Finalmente llegó la fecha esperada. Felipe compró chocolate con cardamomo para obsequiarle a las tías, había recordado que era una de sus bebidas favoritas. Roberta preparó pan de cazueleja para compartirles.
          Salieron de casa con previa revisión de que el coche estuviera en buenas condiciones para viajar en carretera. El paisaje que les acompañó en el camino a su destino fue una bella tarde soleada, de esas que arrullan e invitan a tomar una siesta. El clima caluroso se dejaba sentir. Cuando salieron de la ciudad el clima se sintió más agradable, un airecillo fresco acarició el rostro y cabello de Roberta.
           En su trayecto, mientras conducía, Felipe le fue comentando a Roberta algunas anécdotas de su infancia y adolescencia en compañía de las tías Conchita y Luisa. La casa donde vivían guardaba una serie de gratas nomemorias. Felipe era tan buen narrador que Roberta disfrutaba de la charla, escuchaba con atención y se imaginaba las historias.
         —Felipe debías ser cuentacuentos porque describes con tanto detalle lo que pasó que casi siento que estoy en el lugar de los hechos.
          —Y eso que no me viste cuando la tía Luisa me enseñó a hacer unos guiñoles con retazos de tela, era para la presentación de un cuento que, por cierto, terminó relatando ella porque me dio pena hablar en público.
          Ambos sonrieron y Roberta preguntó,
          —¿Ya estamos cerca del pueblo? Tiene rato que no veníamos pero hay ciertos elementos que voy recordando.
          —Tienes buena memoria, así es, llegaremos como en  media hora.
          Hicieron una pausa en la charla. Roberta observó que el camino se iluminaba con los rayos de la Luna que estaba cercana a su etapa de Luna llena. Se deleitó con la vista hacia la bóveda celeste, las estrellas titilaban decorando el cielo. Agradeció la ausencia de tantas luces como las que había en la ciudad. Alcanzó a percibir uno de sus paisajes sonoros favoritos, el canto de los grillos. Ese canto se había ido perdiendo en la ciudad y cada que Roberta tenía la oportunidad  lo disfrutaba. Percibió que la noche tenía un aroma distinto, el olor a naturaleza se hacía presente, no solo por estar en el pueblo de las tías sino también porque estaban en una de sus épocas favoritas del año. Ese viaje era una bella forma de dar la bienvenida a la primavera.
         El sonido del celular de Felipe se dejó escuchar, era la tía Conchita que preguntaba si ya estaban por llegar a casa, les estaban esperando para cenar.


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Sobre la autora:

Maria Gabriela López Suárez

Doctora en Estudios Regionales por la Universidad Autónoma de Chiapas y Doctora en Dirección y Planificación del Turismo por la Universidad de Alicante. Docente investigadora en la Universidad Intercultural de Chiapas (UNICH). Es integrante  de la Red Internacional de Investigadores en Turismo, Desarrollo y Sustentabilidad (RITURDES), del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), del Colectivo Fotográfico Tragameluz y del Colectivo Reminiscencia, este último aborda el tema de los feminicidios. Desde 2008 colabora en diferentes medios en Chiapas. Fue corresponsal en Chiapas de la Agencia Informativa Conacyt. Actualmente es productora del programa radiofónico de la UNICH, Los Colores de la Voz; colabora también en la Red de Comunicadores Boca de Polen. A.C.