Cajón de rubores. 39. Crónicas 17. Antonio Florido

Crónicas (17)
Vacío 
Por Antonio Florido

                                                                   
                    VACÍO




[De que el Presidente lo supo, de eso se trata el asunto. El hombre aislado siempre fue consciente de que el barco se le hundía. Sí, eso que ocurrió el 11 del 73. Desastre de La Moneda en La Moneda misma. La prensa mundial habló. Palabras del Presidente. Heroicidad del Presidente. Todo era un revoltijo, y los demás con los puños encrespados.]
              En el último estertor del año. La democracia colapsó. A partir de ahí un pecio en las profundidades de la memoria del pueblo. Decían que era una de las más estables. Augusta, afirmaban otros. Hubo una corriente de aire infestado de la cordillera, las cabezas se hicieron daño y la gente comenzó a pedir y pedir, hasta lo que nunca fue suyo, a manotazos, querían la vida resuelta, que todas sus ocurrencias fuesen atendidas como Dios manda, eso pedían. 
               Las torres paralelas habían sido derribadas. Cayeron en una garganta de nubes y la noticia circuló de un lado a otro del mundo. Yo estaba trabajando. Movía los muebles. Era mi casa, la mudanza en el interior, mi niña pequeña jugaba a lo suyo y mi mujer faenaba lo que podía. De pronto sonó la voz en la pantalla y me detuve. Fue un silencio hueco, como si se tratase de un vacío en el estrecho corredor de nuestro piso. Era para el caso. Sólo salió eso, pero se llevó todo el día y parte de la noche y de nuevo todo el día y así no sé cuántos. El mundo estaba cambiando. Me dio mucho miedo por la celeridad con la que sucedían los acontecimientos porque yo vivía en la burbuja de la evanescencia. Me tomó de traviesa, una cosa rara. La América se retorcía. Era una tragedia de la que nos iríamos enterando en lo sucesivo, esto sólo era el comienzo, que la caída sería larga, hasta de años.
               La Moneda fue antes, me atravesó un recuerdo espadado. También cayó. Parecía que alguien nos estuviera maldiciendo. Un anticipo de lo que se nos venía encima. Septiembre, siempre en septiembre. Cosa de locos. De ahí que me dio en apoyarme en la voz de los malditos. Reivindico el derecho a la locura. Ser de más. Inevitablemente. Partir la cuadratura, en una convulsión de cada día. Recordar, como la única herramienta que destruye el conocimiento y lo embota. Se resiste el arte de crear, por eso hace falta el delirio, la enajenación más exasperante. 
                La prensa latinoamericana se hizo eco. Un hombre ha perdido la cabeza. Y con ese hombre otros muchos hombres que lo siguieron por la angostura, hacia la capital, con armas en los brazos; iban cargados esos hombres de ilusiones y esperpentos, donde el ser dejó de ser y se transformó en algo telúrico, como el oráculo que alza la voz de los dioses y comunica al mundo la valía del Presidente. Llegó el espejismo hasta la colina. Salió de su Casa de gobierno y el hombre se iba preguntando si el amigo estaría a salvo, sin saber que ese mismo amigo le había traicionado, pero él lo seguía creyendo, como un bebito que se impone a los años que ya cumplió de por mucho. 
               ¿Cómo estará, le habrá pasado algo?, y continuaba limpiando las legañas de sus ojos adormilados que únicamente veían el altivo gesto de entender que todo iba funcionando. 
                El colapso y la dictadura, una constante en el devenir de la historia de tantos países del sur. 
Soy un hombre bueno.
                Un hombre loco. Un incomprendido al que nadie entiende.
                Llegó al palacio presidencial, saludó marcialmente con una sonrisa en la cara, entró a su despacho, tomó la botella, bebió hasta la línea baja de la etiqueta, no quiso detenerse hasta que las entendederas se le fueron abriendo y algo le dijo que ya era suficiente, que esa sería la última botella de su vida. La miraba con los aspavientos de un enloquecido que se cree el salvador de la comuna. Luego comenzó a recordar las cifras que esos desafortunados le colocaban por delante todos los días. 
               [Me engañan, esos malditos la tienen conmigo y me embaucan para que el pueblo me ignore, para que les asalte el odio encerrado de tanto]. 
               Sobre la mesa un informe abierto. Colapso socialista, inflación, todo por las nubes, violencia en las miradas y componendas. 
               [Yo no trabajé para esto. Nunca lo quise. Sólo buscaba otro camino para alcanzar al horizonte y tumbarlo. Deseaba reparar la historia de los pobres, devolverles algo que les fue robado. Muchos con la canción de que debo cambiar el rumbo, que esto no se aguanta. ¡Qué saben ellos de lo que uno sabe!]
               Los periódicos mundiales llamaron héroe al Presidente. Páginas de colores fuertes, rojos de celofán y azules extendidos, amarillos chillones, enceguecedoras imágenes de la rabia asesinada, la furia del pueblo, del individuo pobre que aspira llevar un pedazo de pan a su casa. Daba igual hablar de ideologías. Habían muerto encarnadas en un símbolo de gafas con rebordes negros. El mundo se quedó con la cara ancha, pensaban en las prefecturas que no se debe tratar a nadie de esta manera. Todos se pusieron de acuerdo en difundir las imágenes de un cuerpo sin alma, balaceado sin misericordia, levantaron las palabras en invectivas, así quedaron enterradas las ocurrencias a la verita del Mapocho.

Vacío
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 38. Crónicas 16. Antonio Florido

Crónicas (16)
Milicos
Por Antonio Florido

                                                                   
MILICOS



El 9, ese fue el día.
          ―No Teo, eso no puede suceder. Aunque tu amigo lo haya confirmado, conozco al Chicho. Es un tipo bueno. Un poco infantil, pero de buenas intenciones. En la facultad siempre era el primero en defender a los más pobres. Lo sé muy bien, estuve con él, codo con codo. A veces, Teo, nos pasábamos un poco, sobre todo el Chicho, que le gustaba la charanga.
         Le tomaba el brazo, me lo llevaba, le hacía dormir, eso era todo, luego me iba.
         ―La cosa se ha puesto fea, padre. Mi amigo me lo ha asegurado.  Tened cuidado, por eso vine volando. 
         Me costó la vida. Pensaba en ti, en todos. Quiero encontraros vivos, decía. Y manejaba con el nervio sobre el volante, desde Santiago.
«Puede que mañana tenga que venir a detenerte. Vete.»
         Pero mi padre, militante socialista y médico, muy amigo del Presidente, no podía creer lo que yo le decía y aseguraba que su amigo no dejaría que eso pasara. Tenía mutilados los ojos. No veía.
         Cuando se trata de amigos uno debe humillarse, perder la compostura en los silencios, cobijarse en las sombras de un atardecer cualquiera. Mensajes como conceptos muertos, amores sin vida. Así fueron las palabras de Teo en la mañana del valle.
         El 11, a dos cuadras del palacio de gobierno, la ECA, allí me acerqué. Estaba intranquilo por el dolor de la duda que no me dejaba. La duda terrible, la de mi vida larga. Comenzaron las explosiones. Eran hilos de trueno sobre las nubes de la ciudad, de parte a parte. No daba tiempo a nada. Ni siquiera logré percibir el nombre de los bombarderos. Antenas de comunicaciones, rayos del cielo. Luego la Casa, que me lo dijeron mucho más tarde. Cayeron como granizo sobre la siega. Ruido sobre los oídos, cascotes como cuchillos afilados, muros henchidos de miedo, tejados mirando hacia abajo, hombres gritando como gritaron el 10 del 10, niños corriendo por las aceras grises y cuadradas.
          La Moneda cayó por el centro. Balcón y puerta de entrada, nubes grises en la cubierta, hombres amortajados en el interior. Ráfagas de acá y allá. Muchos milicos se apostaron detrás de los bancos, paredes caladas de caquis ametrallados, jóvenes que disparaban por vez primera, madres que lloraban por primera vez.
          Corrí a la casa de Loreto y María. Estaban con la cabeza baja. Lloraban. Se abrazaban sin saber por qué, como los niños atemorizados por el hombre del saco y la noche negra, por el silencio azul y la blanca ausencia. 
           La radio hablaba sin parar con una voz metálica. Una frecuencia era suficiente cuando lo que se tiene que decir es poca cosa. Repetir frases y angustias. Nada. El mediodía en lo alto. Los aparatos seguían lanzando obuses sobre el palacio. Como simples postales arrojaban hierros panzones sin porqué, ningún fundamento en las tiras caídas. Ya no quedaba más que la ficción de estar vivos. Un triste decoro.
           Los compañeros fueron muriendo. Luchaban por su Presidente. Por el orgullo de un país encerrado en sus casas. La vida se les acabó. Olí la pena angostada en la expansión expresarse. De ahí superó por años esa pena, dolor del alma, lamento del campesino cuando le llueve sobre la mies amarilla, rubia, alta, sedienta de manos. 
          Tuve que salir a la ECA. La radio me llamaba desde la otra parte de la ciudad, Santiago hermosa, Santiago sola, Santiago cobre dorado.
          Abracé a mis hijas, miré a mi esposa, recordamos aquellos tiempos, cuando nos arrullábamos en el espeso aire de la sala. Pero ya no tenía hijas, ni esposa, ni calma, ni sala. Había sido un sueño que dormí junto a la tapia. Allí esperé escondido a que el miedo se fuera, como se iban los edificios, las calles, los desesperados que huían al campo. 
          El empleado de servicios lucía un uniforme de la Fuera Aérea.
          En el rostro asomaba una sonrisa de suficiencia. Cierto arrumaco de orgullo. Me había atrapado y le brillaba la calaña en la misma cara.
          «Mandamos nosotros, oiga. Que las cosas cambiaron».
Una expresión anormal en el susodicho, altiva gracia sobre los hombros. El aviador no estaba seguro de lo que decía. El bravo dudaba.
Me llevaron a una oficina. Había doce compañeros del trabajo. Militantes de la UP. Nos introdujeron en un furgón envasado y comenzamos un desequilibrio loco por las calles de la ciudad.
          Fue la primera vez que sucedió. Insisto, la primera vez. Nunca había observado Santiago, mi querida Santiago, por un agujero de mierda. Intuía sin cesar sus colores y sonidos, pasábamos una vez y otra por los mismos lugares. Querían desorientarnos. Estaba claro.
          La casona a la que llegamos era antigua. De varias piezas. Jamás la habíamos visto. Tal vez estaba en la periferia, así como escondida. En ella no pudimos comunicarnos. Los fusiles apuntaban la salida de palabras, por si acaso nos hacíamos los distraídos y alguno se iba de la lengua. Pero éramos unos desdichados en una tesitura desconocida. Nadie se atrevió, por supuesto. Todavía la sorpresa en nosotros era joven. Y el recuerdo de cuando entonces. Los pensamientos encerrados volaban hacia nuestras familias. Días por delante sin saber hasta cuándo. Eso duele.
           Bajaron colchonetas y frazadas. Las echaron al suelo. «¡Ahí tienen, arréglense!» Había gritado un arrejuntado. Nos aseamos como bien pudimos. Malamente. Groseramente, con nervios. Uno se puso a fregar el suelo y los enseres con el cloro que trajeron. Dos baños para trece muertos. Mala risa. Sobraba. 
          Me interrogaron por mucho tiempo. Los investigadores iban cambiando, pero yo era el mismo. Nadie reparaba, pero yo era el mismo, no cambiaba.
           Siempre de pie, oiga.
           Siempre serio.
           Siempre asustado, con las muñecas grilladas.
          «¿Dónde las armas? ¿Quiénes son sus líderes?
          » ¡Nombres, nombres!
          » ¿Cuándo se llevará a cabo el Plan Z?»  
          Llevábamos dos días sin dormir. Uno tras otro en la sala de las preguntas. Nos hacíamos las necesidades encima. Todo. Créanme. No nos dejaban. Nos trataban como a verdaderos animales, insisto, necesito que ustedes me crean.
           Al tercer día sacaron a Carlos, Ernesto y Juan, era recién amanecido. No sabíamos a qué, adónde, con qué sentido. Los compañeros se quedaron mirando y supe escuchar el sonido de la montaña que lloraba mansamente. Nunca volvimos a saber nada. Les robé la memoria, los recuerdos, las alegrías.
           La cordillera comenzó a pintarse de un encarnado terroso y la gente de Santiago la miraba y se pasaba los dedos por la frente y los hombros, pechos de angustia en los rezos del día. Ninguno nos dio una explicación, aunque nosotros lo averiguamos pronto, que se llevaban a los compañeros, se los llevaban.
           Quise matar los recuerdos de mi familia. Deseaba morir lentamente, por mi única causa, que a ellos no les daría el gusto de reír por este hombre calmo y bueno.
          Me acostumbré a no dormir en las noches quietas.
          A cualquier hora entraba un milico. Me sacaba a culatazos. El investigador se frotaba los ojos. El sueño le podía. Reía malévolamente. Preguntaba lo apuntado en un papel. Después volvía a leerlo. Temía que le pudiese la desesperación. No quería morir así. Preguntaba y mostraba su fusil, lo colocaba encima de la mesa, lo acariciaba con un paño blanco, hablaba sin palabras, sólo gestos de burla y orines bajo la mesa, en los perniles. 
           Pasaron tres meses en la casona.
           Santiago y su revuelo. No podía oír en la distancia. Sólo el olor a campo, pájaros en los cercanos predios, cánticos en las ramas rotas, horizonte azul para mi gusto, cárdenas peñas a la deriva, colinas blancas en largo fuste, frío añil, miedo seco, sed de amor...
         ―¡Salga!
         Dos milicos me empujaron hasta el cuarto, me obligaron a recoger mis pertenencias. Iba a no sé dónde.
         (La imaginación humana es delicada y frágil. Agresiva a veces; a veces muestra su energía y profundidad, su poder para transformar el mundo. Mundo en arte. En belleza toda. Siempre supe que para alcanzar la virtud hay que caminar por la senda de la pasión. La luz al final. Pasos cansinos y pacientes. Boca alegre que llega al fin. Creo que esto es la intimidad solidificada, por lo único que merece la pena vivir. Y ellos obsesionados en derribar esta silueta íntima y sobrecogedora, en la ignorancia de creer que hay lo que no se puede, en desconocer lo que uno guarda).
            Estaba muy nervioso. Me despedí de mis compañeros. 
            Un hasta siempre cosido en los labios. Caminé por el pasillo extenso. Puertas, ventanas, escritorios claros, veladuras de angustia en mi garganta. Me llevaban.
            En la puerta de la casona mi jefe esperaba. Hacía sol de quejumbre, radiaba el suelo, quemaba. Era un hombre bueno. Nos habíamos cosido con el cariño de años. Don Joaquín era su nombre. Podía haber sido otro, porque todos los nombres son sólo uno. Pero era don Joaquín. A saber.
Sonrió.
          «Han venido a por usted. ¡Salga!»
           El oficial quedó contrahecho. Me devolvió mis enseres, me agaché y los colgué de mi hombro, luego agarré el brazo de mi jefe y salimos. No me volví. Me alejé con el pensamiento de ellos. Lleno de ansia fui caminando. Una camioneta de la ECA estaba aparcada sobre la junta de la acera.
            ―¿Quién ha sido?
            ―El de Chiloé. Ya sabe. Oficial. Un hijo de mala madre. Asegura que ahora mandan ellos. Va presumiendo. ¡Serán…!
            ―¿Cuántos?
           ―Doce. Los conocemos a todos. La ECA entera, casi.
           ―Tengo que llamar. Sus familias esperan algo. Ya me cuentas en el camino.
           ―Le voy diciendo. Como perros. Sí, don Joaquín, como verdaderos delincuentes. Algunos no aguantarán demasiado. Se lo aseguro. Los he visto. Caen al suelo como viejos. Los milicos se apuran, levantan los cuerpos, les dan agua y comida, mala. Como perros callejeros, digo.
          ―¿Y qué? ¿Cómo?
          ―Psicología. Ya usted supone. Ataques sin avisar. A cualquier hora. Días hablando. No se cansan de preguntar. Me refiero a lo de la Z. Yo no sé nada. Usted me conoce. En verdad, nadie. Pero ellos que sí, que habláramos. Detalles. Sólo querían detalles. Y las armas. Como si fuésemos un ejército. Querían las armas. ¡Serán!
           ―¿Preguntaron por alguien?
           ―Por todos. Los nombres de cada uno. Sobre todo, de los cabecillas. También de sus familias. Direcciones, tiempos del Plan. Tienen miedo. Desconfían hasta de su sombra. Les tiemblan las barbillas. Lo noté, era evidente. Aterrados como niños. Les preocupa los componentes de la oposición. Yo me quedé callado, no crea. Que se las avíen. Después las constantes amenazas. Que matarían a los nuestros. A nosotros mismos. Fusilamientos, eso decían, de eso hablaban, figúrese. No nos dejaban dormir. Te llamaban a cualquier hora.
          ―¿A ti?
          ―A varios. Yo fui tres veces. Nos colocaban a medianoche. En fila horizontal, paralela a la pared del patio. Desfilaban como gallos. Pasos cuadrados. Canciones tristes. El oficial daba las órdenes. El azul lechoso de la luna en los rostros. La última forma clavada en la tintura de los ojos. Para recordar en el más allá. La noche clara. Inmensa. Inabarcable. Y un candor hermoso en el fondo negro.
          ―Despiadados estos milicos de mierda. Trabajan con la debilidad.  Nos quebramos pronto. Nuestro punto débil. Ellos entienden de psicología. 
           ―Yo pensaba en mi familia, don Joaquín. Mi padre, mis hijos. Dispararon al tiempo. Un ruido en la cabeza, en la pared varios desconchones, calichas confrontadas en el suelo, polvo en las narices, miedo, piernas que se doblan y sucumben, orina suelta, manchas en los pantalones, agravios y temblor, dientes sobre los dientes, lloros, gritos, corazón que late y late… Así nos trataron. Por tres veces. Tras la primera no había modo de descansar. Llegaba la noche y contaba. Rezaba lo que sabía y contaba. Contaba el tiempo, la estela por la ventana, el corrido fugaz de las estrellas. Cielo indiferente. Humo en los ojos. Oía los pasos de los vigilantes. Alguno paraba, encendía la mecha. Creía que tocaba la suerte de alguien. 
          ―No te preocupes, hombre. Te necesito, por eso logré que te soltaran. Ahora estate tranquilo. Déjate de bobadas. No hagas tonteras y obedece. Lo dice tu Juaco.
          ―¿Y?
          ―Vas al sur. Un algo lejos. Olvídate de esto. Me quedo en Santiago. Debo seguir con la ECA. Es nuestro pan. Tú te largas al sur. Hasta que diga.
          Quedé en un espacio misterioso. El pozo hondo de mi alma. No supe hablar. La boca sellada, el corazón en las manos, en la mente el recuerdo. Mi familia, ¿cuándo?
          Juaco lo imaginó. Torció la cara. Dijo que podría despedirme de los míos. Poca cosa. Lo suficiente. Luego con el hato bajando por la costa, lejos, hasta la isla, hasta que el camino se canse.
          ―Ya te aclararé, pero eres el único que sabes. Comprenderás a tu tiempo. Ahora irás a tus hijas, Santiago, retén en la memoria las calles y olores, todo. Puedes bajar a Curicó. Tus padres esperan ver la camioneta.  Les llamé. Me hablaron a golpes. Eso se sabe. Te anoto los detalles en este papel. Guarda, lee, quema. No me metas en más.
           Los días sucesivos fueron pasando por mi vida como los pueblitos camino del sur. Coyhaique me esperaba. Me despedí de los míos. Llevaba prisa. Juaco me apremió. Anda largo, dijo. Tomé la camioneta con los dedos aprestados. Sostuve el sueño por mucho tiempo. Aunque el cansancio me podía, volteé el camino como pude. Paré en varias ocasiones, sin embargo. Talca, Linares, Chillán, Los Ángeles, Temuco, varias miradas al este para ensoñar con los nevados de mi infancia. Recé por los míos. Cuando traspuse Osorno y Puerto Montt iba deshecho. Allí me achiqué junto a la mar escondida, aguas azules, rizosas espumas, magia en las veladuras de las barcas navegando. Descansé los huesos.
           Los mismos arrestos me arrebataron. Tuve que seguir el camino.
En la ciudad esperaban a Teo. Debía cerrar los tratos. Había que comer. Alcancé el puerto alto. Desde la cima, el valle. Aysén es grande y plana. Por los picos asoman nieves, pero muy al fondo, lejos de todo, tras el horizonte. Soñé con viajar hasta ellos, separarme de los milicos, comprender por qué los hombres hacen lo que hacen, por qué se sufre. 
          Quise caminar por la Patagonia.
          El cerro me miraba.
          McKay. Rocoso y sordo. Atravesado por senderos negros, blancos, amarillos, grises. Abarca la ciudad.
          Yergue su estatura en forma escalonada. Altivo, presuntuoso, como las montañas que se van muriendo. Hacia el sur todo acaba.
Andes chiquitos, blancos achancados. Busqué en las afueras al río Simpson. Llevaba la consigna de encontrar el Abriga.  Allí el bosque denso y la Cascada de la Virgen. Al día siguiente Dios vería. 
         Es una tierra de frío encalmado siempre. Manso, triste, cala hasta el fondo, traspasa los tejidos, abrigos y camisas, ropa infinita, pero el frío puede, nace en la cordillera chica y baja. La ciudad se agarra a los edificios. Temen las casas. La gente aúlla.
         Si fuera Parapanda llovería a cada instante. Pero es McKay. Su lluvia es tierra, polvo movedizo, seco, muerto.  
Juaco dijo que yo era suficiente. Buen conocedor del género. No podía ser otro. Sólo el Teo, él sabe, déjenlo. A más me desfilé hacia el mercado. Era de mañana y el aire congelaba. Los puestos con las manos encima, trastabillando. La gente encuentra después de horas, revuelven, compran, ríen las argucias. 
         Yo era jefe zonal de la región Aysén. Me atendieron en el interior de una casa de terciopelo. Que qué quería. Eso dijeron. Tomé un poco de café. Me quemé los dedos, no dije nada. 
         Lana. Quiero lana. La mejor. Para don Joaquín, le conocéis. Irá a Santiago para endulzar los hombros de las mujeres. Pusieron buena cara. El trato era corto. Uno por otro, plata y tejido, cargamento en la camioneta, kilómetros esperando por delante, horas, días, piernas estiradas, tacridos de huesos.
         Solté toda la plata. Me dejaron escoger. Era buena, fina, como la seda, ataujía de taracea. Metales nobles y elegantes. Tiernos como el pelo de gato. Hispanoárabes en la ristra de la Patagonia, una miseria de broma. Me llevé la labor fina y reí sin saber por qué. Lo hice largamente. Después lloré, que poca diferencia hay entre una cosa y otra.
         Mi padre estaría vivo, supuse.
         Pagué el hospedaje. Abandoné el apartamento. El Abriga quedó muy atrás. Dejé los cerrados, crueldades por mucho tiempo caladas. Luego me arrebujé tras el volante, solté las piernas, manejé con la paciencia de siempre. 
         En el camino dije lo que antes no dije a nadie.
         En Coyhaique estaba vigilado. Juaco me avisó. Me presentaba al Regimiento en la mañana y en la tarde. Me colocaban los papeles de mala gana. Firmaba con una equis, después el Teo y una raya. Un libro se iba llenando de vigilados opositores, delincuentes de baratija. Era un proscrito, político con algunas, muy pocas libertades. Podía trabajar en mis industrias, una vida normal, sosa y tonta. Así me llevé dos meses. Pero la carretera nunca terminaba. Larga y negra. Una cinta en la llanura, norte de progreso, hacia el Palacio, mis recuerdos, los amigos, la familia, mis hijas y esposa, las calles ocupadas por fusiles encendidos, cielo de ceniza, alto y hueco.
          Dos meses, digo. Luego Santiago. 
          Me despidieron de mi trabajo.
          Tantos años en la ECA…
          Había muerto. La vida me colocó de vendedor en un laboratorio.
          Cada día me vigilaban. Sombras y siluetas, risas y garbos, embusteros compañeros que mandaban. A todas partes iba duplicado. Andaba y me detenía, jugaba como un niño solo. La intranquilidad, el azar de mis días.
          Pedí Curicó. Me dieron una plaza.
          Allí vendí las piedras.
          Las esperanzas.
          Las pesadillas mustias.
          Comunicaba a todos lo de la cosa.
          Me creían. Abrían las bocas y suspiraban. Me seguían creyendo. Algunas madres lloraban por sus hijitos. Otras por sus esposos. Por sus soledades y desiertos.  
          Eso sucedió en el 83.
          ¡Cómo me puede!
          Agosto se presentó duro. Nevó y cayó la tierra. Hablé con mi padre. El hombre era corto, se perdía en los horizontes fecundos. Traté de conversar sobre cosas importantes, y las otras las pegué a mi manera, las fui colando, muy poquito a poco, para oír sus lamentos y viejadas. 
          ―Sabes de lo mío. Los compañeros esperan. Yo soy un viejo. Les hablé de ti. Te conocen la tonsura. Soy socialista. Eres socialista. Son como nosotros. Debes ir. Lucha por tu tierra. 
          Así me habló. De esta guisa sentí que mi viejo me adivinaba. Llamé varias veces. Uno me lo dijo. En la noche. En tal sitio, a tal hora, tomar precauciones.
          De eso, todos.
          La resistencia trabaja en la sombra.
          Me alisté cuando pude, al tiro hecho. Mi viejito era mucho. 
          ―Ellos son hombres. Como tú y yo. Hombres con sus penas. A qué santo, di. Tal vez se equivocaron. La cosa no aclaraba. Cada vez más miseria, más hambre, más locuras.
          ―Son paniaguados. Generales, coroneles, milicos con fusiles. No podemos caminar. Ni dormir. Ir con miedo no es propio. 
          ―Pero son hombres, se podría hablar.
          Olía a pan recién hecho. Harina, levadura, horno y llamas, tiempo en el hueco de la noche. 
           La panadería de un amigo socialista.
           Reuniones. Argucias. Empeños. (Tanto que más).
           Planificar contrapartidas. Acciones de trabajo. 
           Compañeros y familias. Presos. Había que sacarlos como fuera. 
           En Curicó se formó una comisión para defender los derechos humanos. Me ofrecí. Hablábamos de nombres sobre papeles garrapateados. Eran hombres y mujeres, otros casi niños. La voz era de los abogados. Entendían del asunto. Cada noche un caso, una vida, una tragedia del gobierno. Yo escuchaba distraído. Pensé tantas veces en la carretera. Mis tejidos cajoneados. 
          Descubrí algunos momios.
          Sapos que también oían.  
          Soporté mi pensamiento en un decidido acaecer. Quise madurar en el mundo atravesado. No había vuelta atrás. Ni modo alguno. Sólo imaginar que todo nace y sigue. Crear las costuras. Hilvanar conversaciones dispares. Y soñar. Soñar como sueña un loco. Vivir en el manicomio del mundo. Pintar paisajes desordenados. Instaurar un orden nuevo. Quería salir a la madreselva. Nadar en la mitología. Conocer a la Pincoya. La de la historia que me contaban. La sirena, la Pincoya. 
           Bajé en la orillita de la mar. Había un puerto riguroso. Los pescadores voceaban con las manos en tubo. Llamaban a la sirena. Parecían locos. Se notaban solos y perdidos. Las barcas aparecían casi hermanas. Salieron a la mar. Las redes en alto. Giros y giros. Voceaban a la Pincoya. Eso fue en Chiloé. Una isla grande. Lejos y lejos de todos. Pero grande y tierna. La Pincoya va con el Pincoy. Adentran sus aleteos entre ríos y lagos. Hacia el agua suave y dulce de la llanura. Desahogar sus frustraciones. El Pincoy besa a la Pincoya. Las ramas se balancean. Nacen amores en las brisas del atardecer. La luz de las estrellas puja por asomarse. Los chilotas se adormecen en las faldas de sus esposas, los niños en sus madres. Si hay amor habrá peces y mariscos bajo las aguas. Alegría en la oscura fragancia de la madrugada, risas y flores al mediodía, comidas en abundancia. 
          Si hay amor…
          Los pescadores siguen aullando. Miran hacia la costa, olvidan las redes en las cubiertas, escuchan y oran, esperan.
          Si hay amor…
          Me quedé en la mañana. Deseaba ver si había flores en la simulación de esa mitología. Todos abarcaron sus pequeñas canoas. Saltaron a la arena, los pies hundidos, las bocas llenas de esperanza, algarabía sorda. La Pincoya había danzado. El Pincoyo la acariciaba. Era todas las manos del mundo, este Pincoyo. 
         Ella miraba al azul reflejo de la mar. Brazos abiertos. La espalda hacia los pobres. En los pueblitos lloraron mucho. La Pincoya no quiso verles. Así se pudra.
         ―Mal testimonio, niña.
         ―Malo, madrecita.
         ―Habrá necesidad. Padre volverá a morir este día. Dilo a los demás, que lo preparen. La caja basta. Él es chiquito.
          ―Seremos pobres. Desesperados. 
          ―Es el sino, niña. Entiende. Y la Pincoya. Así se muera.
          Una semana de bailes y zarandajas, cantes, risas, llantos.
          ―Niña, los curantos, que ella vea. ¡Corre! 
          Carrocearon hasta la laguna Huelde.
          Cucao asomaba al fondo, disimulaba el horizonte. A la puerta una bella mujer. Blanca. Blanca y rubia. Tintes pintados de bronce. Cabellos de oro y piernas adecuadas. Pez sobre la puerta que les llamaba y llamaba. 
          ―Niña, niñita mía, esta noche silbará. Escucha su canción amorosa. Llama al dizque. Dile que venga. Él espera. Tuya. Serás siempre tuya. De aquí en más.
          Gaviota grande.
          Si hay amor…
          Intuí a Carmen en la distancia. Sonia, la guerrillera. Sin embargo, aún faltaban días. Soñé con ella y con mis hijas. Soñé muchas noches que la seguía, la enamoraba.
          Trabé mis pensamientos con las reuniones en la peña. El Alero del Cantar. Nos acurrucábamos en los silencios y las quijadas de las angustias. Comíamos entre veladas. Cantaban las voces muertas. Mi padre nos acompañaba casi siempre que podía. 
          Carmen, Carmen…

          La belleza existe, naturalmente.
          No la inventamos.
          Es ella. 
          Excelsa, neutra, apasionante e indiferente. 
          Pensar el cielo es puro arte de la virtud.
          Belleza emergente, en idea postulada.
          Necesito una estética que me arrope.
          Idea de la apariencia, donde las cosas, el todo puede.
          Nací en el seno bello. 
          Pienso en ella.
          Carmen, la que conocí mucho más tarde.
          La guerrillera de Los Queñes, la que quiso huir por los caminos. 
          Carmen tras las rejas. Ojerosa y triste, hermosa elocuencia de hablar sin hablar.
          Sólo una mirada y un gesto en la palidez de la celda, una luz en la ventura.
          Creí perder lo que tuve.
          Ella fue.
          Me acogió en los últimos momentos. 

Los sapos y el temor nos removieron. Cada noche en la Peña buscaba en los rincones. Al final de la reunión, hablares y providencias, destinos y gozos. Centro de Curicó, con los cantes, bailadas hermosas. Nos llamaban comunistas. Blandos, inocentes, socialistas del regreso, con las formas que se van por los años. La dictadura nunca entraba en esa Peña. Se unieron folcloristas de todas partes. Santiago, Rancagua, Talca… Maule en valle, eclosión de sentimientos y torturas en pespuntes. Pero ella me llamaba, sí, lo hacía. 
         Carmen, Carmen…
         El 85. De tarde. Las compañeras del partido me dijeron sus secretos. Hay personas atrapadas. Vamos a buscarlas. Ya que se entiende, hice lo propio. Al día siguiente las llevaron al particular. Visitadoras locales. No podían donde las mujeres. Para eso me llamaban.
         La CDH anduvo por las calles de un Curicó silencioso. La cárcel era grande. Llena de mujeres. Hombres en la reserva. Las ventanas daban al cerro. Condell oteaba en la distancia.
          El milico abrió con cierto aire de recelo. Desconfiaba el hombre. Nos perdonaba la vida el niño rancio. Allí abrió los hierros. La mujer sentada levantó la vista. Nos miró con difidencia, puro yeso en la forma. 
          ―No quiero nada. No necesito nada.
          ―Sólo vengo a verla. Hablar de algo. De cómo está. El trato, las comidas, entrevistas si las hay. 
          Se coló entre nosotros un silencio espeso, la claridad de los rostros, una expresión que rompía, y el rumor del miedo que se iba por los valles, las montañas, las orillas de la mar, lejos, lejos.
          Clavó sus ojos en los míos. 
          Me retuvieron las alegorías. Quedó sólo ella. La mujer. El signo del amor en mi talladura. Sus manos temblorosas. Rumió su boca. Habló su cuello cisne.
          Carmen, Carmen…


Milicos
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 37. Crónicas 15. Antonio Florido

Crónicas (15)
La Moneda
Por Antonio Florido

                                                                   

«Después de tanto lo volveré a ver»   
         Así recordó la mujer de la Casa. En Calle Moro, allí sucedió. Hablaba con un papel en la mano. Lo movía hacia la boca, incesantemente. Un pañuelo improvisado en el marco de un hogar argentino, más allá de las cumbres, en Mendoza, en el barrio azul. 
        «Me escondí debajo de la mesa. Me atrapó de improviso. Eso fue después, pasado el mediodía. En la madrugada ya supimos algo. Olimos a la muerte. La alarma pateó en mi cabeza. Estaba en la parte superior, colgada del techo. El aparato vibró como una cigarra. Me lo habían avisado. Si grita, sal corriendo. Y gritó. Tomé el susto por dentro de mi alma, después me lavé bien los ojos, me apeoné como pude.
        » Quise recordar. No estaba sola. La compañera del trabajo andaría dormida. Me preocupé por ella. Salí al pasillo. Abrí la puerta de su cuarto y la encontré arrebujando vestidos y potingues, medias y zapatos. Me miró. Con el gesto serio me regaló su miedo, quizás el mismo miedo que le sobraba. Intenté dimensionar lo que estaba ocurriendo, pero los destrozos comenzaron. 
        » Fue como a las doce. Bien que le digo. 
        » Llevaba varias horas derivando a conocidos y extraños. Me hablaron en hilera, uno a uno. El General de la Marina, luego algunos subsecretarios, amigos particulares, autoridades de todas clases. La última fue Matilde, la mujer de Neftalí, el escribidor. Que qué pasaba. Su voz transmitía una angustia grave. Preguntó por qué había tanto carro y gente en la puerta de su casa. Yo no sabía nada, ni qué decirle, pero poco a poco iba concordando matices, como yo digo. De eso ya hace mucho, más de media vida.
         » Sabe usted que los detalles los guardo aquí. Casi un milagro lo de acordarse de tanto. 
         » Una ya es vieja. En el 11 contaba veintitrés. Poca cosa. Como una niña. Veintitrés y una colegiatura por delante. Pero éramos necesitados y faltaba el sustento. Mi hermano me dio la noticia de que había salido una plaza. Una vacante en la Casa del Presidente. Para llamadas y recados. Así me lo propuso. Ni lo pensé.  
         » Él fue bueno, sabe usted...
         » Le hablo del Presidente. 
         » Quería ayudar a los pobres. Que aprendiésemos cuentas y letras, a leer y escribir. En concreto, sacarnos de la bajura de los hombres y mujeres del campo. En la vida, sabe usted, hay que aspirar a algo, eso me repetía. Tienes que dar lo que tengas. Devolver a la sociedad lo que te fue dado. Para eso te educaron. Él lo supo.
         » Era bueno, digo…
         » En la Casa me enteraba de todo. Que si es así, que si es asao. Puras envidias todas. Fue un hombre nacido en el pueblo, con sus incomodidades. Salió de abajo y amaba al pueblo, siempre lo dijo.»  
          Preparé unas tazas. Necesitaba seguir escuchando los recuerdos de esta joven aviejada. Lo contaba con el sentido del orgullo y un poquito de reconcomio. Había pasado mucho. Se le notaba el sufrimiento. La cojera del alma con las muletas de la esperanza.
         Recuerdo que sus ojos brillaban en la penumbra del cuarto. Emanaba de ella un viento de paz, un brillo luciente. Hablaba rozando las palabras. Hacía muchas pausas. Piensa qué va a decir, intenta recordar, apura la memoria de aquellos días. Tal vez aún le pueda el miedo.
        «Toda mi vida me he llevado mirando hacia atrás. Un joven se cruzó conmigo en el centro de la plaza. No llegó a detenerse, pero me metió el miedo en el cuerpo. Temía que se arrepintiera y me parara. Continué como si nada, pero iba contrahecha. 
        » Muy pronto llegaría, lo sospeché de seguro. Creía estar preparada para cruzar las muñecas en la espalda. Siempre pensé en eso. Soñé muchas noches, pesadillas de que me tomaban presa. Y las violencias. Las torturas que no lograría soportar. Me iría de la lengua. Soy débil, mire usted. Asustadiza. Mujer del campo. Hecha a los amaneceres tranquilos, a escarbar la tierra, a segar, aventar, trabajar como una mula.
         » Lo de los teléfonos me causaba una risa extraña. No era nada. No entendía que sacar e introducir unos cables fuese ninguna tarea. Preguntar quién era, con quién quería hablar. Dar largas a los abanadores. ¡Y me pagaban por ello!
         » Mi hermano trabajaba junto al Presidente. Era su sombra. Como una silueta sobre la pared. Lo protegía. Se sentía muy orgulloso de su trabajo. Decía que siempre estaría dispuesto a dar lo que fuera por su Presidente. Él era así. Sencillo, leal y valiente. Después, mire usted, dio la vida entera. ¡El pobre!»

         La telefonista se llevó los dedos a los ojos. Lloraba con un silencio hermoso, como la gélida neblina cuando se posa sobre los valles. La tomé por la educación y dejé que relajara sus recuerdos. Aproveché y salí. Me apoyé en la baranda, cerré los ojos y olí los frutales, luego paseé la vista por la costa de oriente, anduve por los verdes y enormes prados, por la pampa toda. Alejé mi esperanza y creí divisar Buenos Aires. Pero esa ciudad es grande, se puede descubrir por todas partes. Casas que rebosan, pobrecitos que mendigan, avenidas formidables, cafés donde los entendidos hablan y escriben, sueñan, recapacitan, arreglan el mundo, crean.
        Por encima de la arboleda fulge un reflejo plata.
Es la entrada de la gran masa. La mar que se cuela buscando la tierra. Mar caprichosa. Atrevida estela de puertos, embarcaciones de papel, sombras densas de las almas, grúas empinadas, gritos de fierro.
Todo eso advertía desde mi atalaya, quería llegar a la mar, a la línea bañada, subir a los barcos pesqueros, necesitaba soñar por las calles.
        Y en mí la pura particularidad de la imagen.
        Lo imaginaba.
        Descubrí las palabras muertas, sus sonidos sordos.
        El presidente.
        Era él, él muerto.
        Vivo.
        La sonrisa de siempre, los lentes bien agarrados, su sonrisa evidente en la boca de Elba.
        Sonó un rumor a voz cascada. Miramos alrededor. No había nadie. Pero la voz brotó repetida en la parra, en el verde marrón, las cortezas plantadas sobre la tierra del pueblo. 
        «¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo…»
         «Sí…
         » Esto gritó en sus últimos momentos. Palabras para enmarcar y tenerlas delante. ¡Figúrese!
         » Sin embargo, el pueblo es como es. Ahora lo han olvidado. Muchos se fueron arrepintiendo. Pasaron los tiempos. Llegó la moda de los sabotajes. De vuelos a la mar, en las noches largas y sin esperanzas. Fueron esos tiempos anclados en las mordeduras del pueblo, los desconocidos de la tierra, los pobres desamparados que no tienen nada.    
         » Cuando salió lo festejamos no sé cuántos días. Una esperanza. Pensamos que nos iba a cambiar la vida. Para la gente pobre, sabe usted, era una luz encendida, porque para mí que en esa época había esclavitud. Mucho servicio. De sol a sol. Y nada que llevarse a la boca. 
         » En mi casa ayudábamos al taito. Con el trigo, la cosecha… Esperábamos a que llegara el fin de año para que nos dieran algo. Pero al señorito le convenía que la gente fuera ignorante, que no tuviera estudios, que viviera pisoteada, y el Presidente venía a eso, a cambiarlo todo.
         » Después que alguien me diga que por qué le protegimos. Él lo merecía. Trabajó por mucha gente y la gente iba y le escuchaba y aplaudía sus discursos y le tomaban palmas cuando terminaba. Y en el extranjero también nos respetaba, oiga usted, lo hacía. Hablaba bien de los chilenos, de los trabajadores del valle, de las personas ignorantes que no tuvieron la oportunidad. 
         » Como decía, los bombardeos me pillaron pronto. El primero me asustó muchísimo. Tiré los cables y me escondí debajo de la mesa. Algunos cascotes saltaron del techo y de no sé dónde. Salí a salvo. Hasta que al poco atronó de nuevo, esta vez la puerta de calle quedó bloqueada.  
         » Me acordé de la señora, en dónde estaría. Yo no sé qué ocurrió luego, mire usted. Salí corriendo. Llamé a gritos. Doña Hortensia no aparecía. La busqué por las habitaciones, por los pasillos llenos de polvo y de cristales. Tropecé varias veces y caí. Trozos de pared y espejos, ventanas hechas pedazos. Hasta las cortinas saltaron de sus alcayatas. 
         » Dos compañeros salieron volando. Los recuerdo con nostalgia y cariño, con mucho dolor porque eran jóvenes que sólo cumplían lo que les mandaban. Estaban disparando asomados a una de las ventanas y el helicóptero los fusiló con una llamarada. Ni se dieron cuenta. Así quedaron, echados en el suelo, carbonizados. 
         » Pero esta historia que usted quiere, mire, da mucho largo. Porque sucedieron demasiadas cosas. Malas. Todas malas. Como que mi Luis se me fue y lo creí muerto bajo las vigas rotas de La Moneda. Lo seguí creyendo hasta muchos años más. Como quince, digo. Cuando sacaron el informe de los desenterrados allí, donde todo el mundo sabe. Mi Luis era uno de ellos. Así lo confirmaron las autoridades. Uno de ellos, mire. También le sacaron en una fotografía del periódico. Se lo llevaban varios milicos, él iba delante. Llevaba las manos levantadas, detrás de la nuca, y sus ojos eran ojos de niño, ojos de miedo, de no saber qué sucedería. 
        » Ahí empezó todo. Una vida nueva. Gris o negra, oculta, observando gestos y analizando voluntades, que usted no se imagina. Hasta los vecinos me miraban preguntando quién era esa fulana que había llegado en el momento oportuno, de tan lejos, de la sierra, del país del otro lado, el país estrecho, el lacrimoso, el que chorrea hasta el suelo de los glaciares, donde el frío y los inviernos, sabe usted.  
        » Tuvimos que huir de calle en calle. Una iba como loca. El miedo a ser detenida, a recibir un balazo. Y mientras tanto, mi hermano, que no podía quitar los pensamientos. Su elegancia y años, pocos. 
        » De lo de él me enteré al día siguiente. Lo habían matado. Eso oí por el hablero. No pudimos aguantar y lloramos como bobas porque no nos lo podíamos creer. Decían que se había suicidado, pero no era cierto. Le mataron. Insistían en eso, en que fueron ellos. No quiero pensarlo.
        » Se quedó en el despacho. No quiso salir. Él no era para eso. Le sobraba temple y orgullo, amor hacia el pueblo. Cumplió la palabra. Lo daría todo. Hasta la vida. Todo por su pueblo. Ahora sigo pensando que estuvo mal lo que hicieron, con todo lo que hizo.» 
         Llueve…
         Mansamente, llueve…
         Cae un silencio sobre los tiernos seres de estas tierras húmedas.  Un manto de amor. Soledad en las hojas, en el verde suelo.
         Entra un aire dulce desde el sur.
         Huele a sal. Tal vez el puerto. Pero el puerto está muy lejos.  Será la sal de la historia que me cuenta. 
         La voz de esta joven vieja es grave, sensitiva, la mujer habla. Pronuncia con acento andino, como si hubiese aprendido todos los dialectos. Todas las lenguas, signos y gestos, leyendas y mitos. 
         Para poder confesar sobre las montañas, en las riberas sureñas, en el centro de un valle repetido, escondida bajo la mesa, apurando años en la memoria, para poder llamar a su hermano en la distancia, para seguir con el taito durante la siega, en esos amaneceres fecundos, una mujer que declara que vivió, que lo consigue sin prisas.
         Una joven que busca en los pasillos empolvados.
         Cuadros deshechos, rotos anhelos de esperanzas.
         Sí, la voz suena grave en este silencio de la tarde que se acaba y ella continúa con su pañuelo apretujado entre los dedos y yo pregunto.
Sigo escarbando lo que ocurrió, lo que recuerda en este charco de abras, de acá y allá, junto a Mendoza, en el Bermejo, nombre del barrio que se corre con el verde denso de la humedad que va calando.
         (No se pueden frenar las angustias desbordadas) 
         Ha terminado el café.
         Se sienta y compone.
         Vuelca los dedos coquetos en su melena vieja.
         Plata melena sobre los hombros. Toquilla negra. Tez de café. Aroma a dura piedra hervida. Sobre la taza, labios. Boca en la madurez del servicio. Sufrir para tanto. Para tanto trigo y susto. Para tanto…
         «Mire usted, lo que le decía. Usted vino y pregunta, yo digo. Que algunos empezaron a desabrochar lo que pasó en aquel entonces. Temían la mano del General, sus dedos largos.  
         » Hablaban del compañero con palabras malas. Mire usted que le dieron por que él bebía. Eso. Créalo. Eso decían los muy… Y que iba de calle en calle, por las noches, tras las brujas de Santiago. Y dicen más, sigo. Mi Presidente con fulanas y amantes de pacotilla. No conocieron a doña Hortensia, la señora. Eso es algo evidente. Porque se llevaban el uno para el otro. Y él no soplaba nunca. Lo habría sabido. 
         » De tejemanejes no me pregunte. Yo soy pueblo, campo, hecha de sueño y de sal, noche, lluvia, como la que ahora cae. No sé más. Nunca me interesó, sabe usted. Una no tuvo la ocasión. Llegué y me casé al año. Desde entonces, si usted quiere, ponga lo que sea en ese periódico. Pero sucedió como le digo. Con todo, era realmente bueno. Dicen que demasiado. Que se pasaba. Pero tonto, no. No era tonto. Era médico. Y Presidente. Aunque la envidia es grave. Eso tal vez. Hacer lo que él consiguió. Fijarse las voluntades en el bolsillo, la gente, sus esperanzas, sueños de llegar a lo alto, eso no es malo. El pueblo le escuchaba. La sonrisa delante. La cara altiva. Mire usted, hablaba y no nos enterábamos. Le queríamos a él. Por eso las palabras pasaban, cosa de políticos, pero él nos miraba, se detenía, te daba la mano, hablaba bien de nosotros, hasta entraba en la casa de algún amigo cuando pasaba con la comitiva y en su coche elegante, eso dicen. 
         » Esos detalles ahora no se entienden. 
         » También he escuchado que lo tenían engatusado y que le ponían sus cosas por delante, lo que le gustaba, ya sabe, las francachelas. Yo, mire usted, no me creo nada. Porque lo viví. Estuve en su casa. Trabajé para él y para todos los compatriotas. Una niña. Veintitrés, y una colegiatura por delante. Ahora, mire, hasta el pelo tengo por lo bajo. Me pinto y repaso, miro en el espejo, busco la de antes, la que se fue hace ya mucho, pienso que la vida se me ha ido por esa cuesta, mire usted, la que sale a su espalda. 
         » Si la toma con paciencia, por ahí se baja hasta la pampa, luego continúa andando, por mucho, entienda, continúa por la senda polvorienta, le llega el verde, el amarillo, azul de cielo, blanco puro, nieve, el agua de vez en cuando hasta las corvas, pero usted siga, no se canse ni aqueje. 
         » Si toma por ahí llegará más allá de los campos verdes, cruzará por los árboles afrutados, olerá poco a poco la sal marina, la costa curva, el rumor de las olas al naciente, aire frío del sur en el rostro, lamentos pobres de gentes pobres, y entonces habrá llegado el momento de llorar porque le duelen demasiado los pies, de tanto paso, de tanta calma en las planicies, en las llanuras grandes, sobre la vasta pampa. A la derecha siempre el Paraná que cruje, más allá la cortadura, cresta blanca que te vigila, montaña nieve, pureza en mano. 
        » Perdone si no me explico, que se me fueron las corduras en este pueblo de la sierra, de tanto querer, de tanto pensar y darle al cerebro con las cosas de una, y las de su familia. Lo de mi hermano me dolió, y más que no dijeran por qué fue, qué fue lo que hizo, si él no era malo y aun así lo mataron a balazos. 
         » Pero después de tanto lo volveré a ver»

         Llueve con una tela rota desde el cielo gris. 

La Moneda.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 36. Crónicas 14. Antonio Florido

Crónicas (14)
Los Queñes
Por Antonio Florido

                                                                   


Llevo ya no sé los días con Toribio y Carmen, con otros muchos. Oigo declamar las voces en el teatro. Tonos desesperados. Canciones tristes.  Nostalgias puras en las letras de las naciones.
         Sin embargo, hoy es sábado. Descansaremos. 
         (No soy fácil)
         Llegué para estar un rato, lo justo para entender la indiscutible sonoridad del hombre. Paso casi todo mi tiempo buscando. Pero no me pregunten, por favor. No sé muy bien qué se me arrima a esa angustia por saber. Aún es pronto. 
         De vez en cuando hallo una preciosa perla en el fondo de un pensamiento; en otras ocasiones asumo que mi tarea consiste en la terrible gatea de llegar a lo más alto. Desde allí oteo el panorama, grito, los demás no me oyen. Otros ni siquiera comprenden el garro de este hombre que desea obsesivamente.
         Llueve.
         Siempre llueven mis pensamientos. Casi siempre lentos y calmos.
         Pronto, en la mañana, abro los ojos. Le veo en la distancia, oigo sus pasos sobre la alfombra. Mueve silencioso de acá para allá, abre el grifo de la ducha y siento desde mi cuarto el agua caliente correr hacia el suelo de laca de la bañera, blanca concavidad, ciega doblez de la naturaleza. Luego se lava el rostro hasta la tarde. Llama quedo en la puerta de mi dormitorio. Retiro la tela que me cubre, saludo.
        ―Hoy nos espera la montaña. Si te parece, Tonio, subiremos hasta Los Queñes. Te gustará―dijo. 
        Asentí con la muda voz del poeta. Nos esperan Miguel y Alicia, Carmen…
          El auto es viejo. Ronca cuando le puede una curva, tose en las maniobras. Es como un viejito animal desesperado. Pero Toribio lanza el pie sobre el pequeño cascarón de chapa y el carro vuela cruzando las calles concurridas, las avenidas. Hemos parado unos minutos. Veinte, para qué más, no está lejos. Coloca la goma sobre el receptor de acero, las cifras marcan el precio de la bencina. Me mira sonriente. Ya aclaró sus oídos y su rostro permanece apacible sobre el asiento. Maneja apoyado muy cerca del volante. Controla las medidas del arco, la curva cede, el auto dibuja dos sendas negras sobre el asfalto claro.  
         Desde aquí abajo el valle asoma hasta no acabar, como los dedos de un niño aferrados a una bardilla alta. Una leve subida apunta el cerro, sobre la parte este de Curicó. Luego, más allá, el pueblo va muriendo poco a poco. Las montañas se agarran unas a otras.
¿Será el miedo que las atrapa?
          Carmen, Miguel y Alicia están acabando sus desayunos. Me ven entrar y se levantan. Los tres se acercan y me saludan como si yo fuera alguien. Pero se equivocan. Quizás sólo se trate de un pensamiento loco que les atravesó de parte a parte. Una inquina lisonjera, señal de la vanidad que se escapa. Sin embargo, estos saludos me entristecen, como las únicas visiones de alguien al que nunca más volveré a ver.
         (Millones de voluntades a lo largo de mi vida)
         (Nos hemos parado en un semáforo en rojo. Hemos coincidido en algún recinto extraño, al cruzar las aceras, observando las inútiles rebajas de un escaparate…
         Recuerdo la primera vez.
         Ella echaba en el surtidor. Me quedé serio y quieto. Callé lo que mi boca aullaba. No te veré más. Sólo esta vez, una sola. La imagen fue retenida acaso un instante, suficiente para el recuerdo de toda una vida.
Dicen que somos muchos miles de millones, pero yo no los veo ni les conozco. Tal vez me hayan mentido y los únicos seres sobre la tierra seamos nosotros, los encontradizos, creando un universo de fantasía, con el indisimulado estertor del que muere. 
           Pasó el tiempo y no podía olvidar esa figura de la mujer echando en el surtidor. Quizás haya muerto. O esté cuidando a sus hijos. A lo mejor remonta una altura incomprensible o permanece detrás de mí sin poder observar y reconocer los detalles de aquel día). 
         Nunca sabrás quién está a tu espalda, nunca.
         Los niños miraron heridos por la curiosidad y el miedo. Está loco, este maestro está loco de atar. (Pero lo hacían). 
         Aunque lo intentéis, jamás podréis saber lo que se encuentra a vuestro alrededor. Si vuelves, la figura habrá cambiado de lugar, si te colocas como antes, se habrá marchado. ¡Pero estuvo allí, creedme!
         La sombra corre más que la luz de tu mirada.
         (Así intentaba que entendieran la oculta realidad de las formas) 
         Ahora estamos en la cocina de Carmen. Nos hemos sentado alrededor de la gran mesa. Carmen coloca una taza enorme, la carga hasta que mi mano le indica. Tomo el café con algo de azúcar. Unas pastas, un poco de pan con mantequilla. Luego Miguel me toma la mano, la aprieta, me lanza una terrible carcajada.
         Dice: «Tonio, ¿un matecito?»
         Miguel comienza la liturgia de la preparación. El mate, la bombilla limpia, la yerba dulce, una pizca de yerba amarga, el agua hervida…
         Mientras trabaja sobre su mate me va desplegando el ritual diario.
         ―Esto es así, Tonio. Los argentinos lo usamos a cada momento. 
         Después me aclara la forma correcta de tomar.
         ―Nunca la agarrás por la bombilla, esto es muy importante. ―Esas palabras admonitorias las ha soltado muy serio.   
         Vuelvo a pensar en la figura vieja del Toribio viejo. Aún estoy en la habitación, canturrea bajo la ducha. Sale, sonríe, observa su silueta en el espejo, la toalla a medio cuerpo.
         «Un momentito―dice―y mide la distancia con los dedos. Un momentito de nada. Puedes ir saliendo, Tonio, sí.»  
Toribio quedó afuera. Necesitaba echar un vistazo al auto, el agua, el nivel de aceite, las luces…
         Entra mirando al suelo y se une al grupo de la mesa enorme. Su esposa le sirve un tesito. Nos miramos sin ningún tipo de apoyo emocional.  Miguel continúa con sus explicaciones.
          Tomo la bombilla con mis labios, sorbo. Suena un pequeño arrullo cuando acabo el agua.
         ―¿Ves? Fácil. Ya has mateado. ―Carcajea de nuevo, vuelca el termo sobre el mate, lo llena. 
         ―En mi país se toma en grupo. Lo pasamos de mano en mano, así de sencillo, compartimos a todas horas. 
         En el exterior se adivina el perfil quebrado de las montañas azules y blancas. El aire sopla. Es frío. Quema los rostros con la brisa que baja de la cordillera. La gente camina sola. Especula el mundo. Recuerda cuando era delito salir a la calle. Podían atraparte en un descuido, por nada. Luego sacabas la documentación como si eso fuese algo valioso. Tu vida en un trozo de cartón plastificado. Pero el Estado no sabe de identidades. Sólo busca el silencio prieto. Conversaciones cortadas de cuajo.
         El carabinero ríe. Mira el papelito, después observa al compañero. Cuando te das cuenta estás entre las cuatro paredes. Más solo que por las calles solitarias de una ciudad que sospecha.
          (En unos días todo volverá al principio. Confinados en las casas, obedeciendo los consejos de un estado de alarma que nos tomó el paso. Pero ahora es media mañana y estamos preparados para ir a la cordillera). 
Entramos en el auto. Me dejan el asiento del copiloto, por mi bastón y mi pierna. Vamos saliendo entre comentarios capciosos, llenando el interior con la poesía de las canciones de mi amigo que tararea unas deliciosas fantasías. De vez en cuando miro hacia los amigos argentinos, les hago preguntas. Me responden tranquilos. Hablan de su tierra, más allá de lo que el ojo percibe, tras las montañas chilenas, donde comienzan las estribaciones en una leve bajada, zigzagueante, larga como el eco parido entre los cerros.  
         ―Son dieciocho horas, Tonio. En bus. Se hace largo y pesado. Todas curvas de un lado a otro, hasta que la cosa se va arreglando y se divisan, desde lejos, las cubiertas grises de Rosario, y las brillosas aguas del Paraná, que por ahí navega tranquilo y rumoroso.
        Habla con un deje de nostalgia.
        De su tierra plata.
        Sus costumbres ancestrales.
        El arraigo que a todos nos puede en la vida.
        Como semillas, echamos raíces silenciosas en cada trozo de tierra.  Repartidos por el mundo, hablando el mismo idioma de las emociones humanas, fracasos sucesivos, ansias declaradas, iniciativas de vivir un día más. 
Miguel observa el rostro de Alicia. Toma su mano. Sonríe. Está pidiendo sin palabras el asentimiento de su esposa. Al poco ella atestigua lo que su marido ha dicho. 
         Carmen mira distraída a través de su ventanilla hacia las alturas que lentamente van surgiendo al final de cada curva. Tal vez el recuerdo de su Lily la haya tomado de sorpresa y la busque entre las abras rugientes.
Se ha hecho un silencio de espera. Es hermosa la sierra. A la izquierda juguetea con nosotros un riachuelo de aguas negras. Un poco más adelante, el mismo río chiquito aparece a la derecha, cruza bajo nosotros, esconde sus rizos, asoma por el otro lado. Las tierras andinas son gruesas y grises. Pintan las escorrentías de una sombra diluida. Los árboles van desapareciendo, nosotros trepamos en el interior del auto que gatea. Se aferran las ruedas viejas al asfalto viejo. Vamos lentos.
          ―Un par de horas. ―Dijo Toribio, sin apartar la curva de su frente. 
         A la altura de Los Queñes bajamos a estirar las piernas. Varias casitas asoman. Construcciones de montaña. Viejas y dejadas. Cartones, hojalatas, colores estallando, caras afiladas sobre los viajeros. Un restaurante para los turistas se dibuja al cruzar el puente. Ellos han continuado. Yo me quedé sobre el estrecho barandal. Me tomaron varias fotografías con el valle de fondo, el río, los verdes pastos, las casitas tristes bajo un sol cálido. Hay una calma que se lamenta sobre los rostros de los paseantes. Nadie se atreve a alzar la voz. Únicamente el sonido fragoroso del agua que culea sobre las rocas lisas. La mirada queda atrapada en esta alma natural, en ninguna parte, donde los hombres jamás pensaron ni existieron. El mundo es grande. Las montañas sobrepasan los seis kilómetros. Sobre las nubes blancas y algodonosas, donde el ser se abandona, sólo un azul puro permanece.
          Eternidad en los sentidos.
          Noté llegar la humillación por esta clara evidencia.
          Una mota, un grumo que piensa que piensa, eso soy.
          Miguel me llamó. Era la hora del almuerzo.
          Entramos en un recinto escrito por todas partes. Anuncios de comidas, consejos, menús, manufacturas al costo… Un salón enorme, casi vacío. Una televisión diminuta y lejana sobre la alta pared. Trajeron para los cinco, comimos sin parar de hablar. De todo un poco. La historia de Los Queñes, los hechos de los 70, el transcurrir de la vida desde entonces, la política de un país y del otro, las detenciones injustificadas, el trasiego de los desertores por la parte montañosa donde estábamos, el tiroteo trascendental, la persecución de la revolucionaria… 
         Logré dividir la conciencia a media parte.
         Dos mundos atrevidos. Dos elementos disjuntos. Uno en calma, oyendo la conversación de mis compañeros, las historias nuevas, episodios para recordar como amuletos de un viaje muy extraño; otro para evocar el sentido de la ausencia, en la soledad del uno mismo, abrazado al aire denso y claro. Lo poético y lo salvaje endulzaron el ambiente. Me supe puramente desgarrado, como si estuviera escribiendo una obra en la hondura de la ilusión.
         Imaginaba el comienzo de todo. El título adecuado sobre un texto creciente. Lo haría con las herramientas de la memoria y las impresiones. No deseaba datos concretos. Sólo flujos inmanentes de la naturaleza. Trazos, pinceladas, colores y sonidos. Más allá en el tiempo vendría la ocasión de dibujar una historia compuesta de mil historias distintas. Amenas concavidades de mi cerebro sobre las teclas anhelantes de mi computadora. Saludos con la mano abierta, francos besos en el aire, sonrisas volanderas, poemas y cánticos en la sobremesa, tristes miradas en la penumbra de la noche, un cielo desconocido, la Cruz del Sur en el alto negro, una forma lejana, chiquita, indiferente. Y en medio el lunar que me acompañó desde que salí de casa, con su cara manchada, creciendo orgullosa del otro lado. Luna de allá, la que compartimos en la tintura de un cielo embalsamado.
          (Los cogumelos mágicos)
          La montaña nos sorprendió con una resignación penetrante. Quedaba cerca la frontera con la Argentina. Atravesamos varios cauces que mojaban el asfalto y pasaban al otro lado, donde el río negro baja con estrépito. A la derecha se abrió una manta hermosa. Azul celeste por varios cientos de metros, se extendía a lo largo de la carretera, sobre el arcén y poco más. Eran millones de hongos. Infinitas tonalidades giraban alrededor de ese color más parecido al matiz de la desesperación en un día caluroso de primavera. Los hongos se confundían unos en otros, subían las laderas hasta desaparecer a cierta altura. Aquí no hay árboles. Quedaron atrás, hasta los mil quinientos metros. De ahí en más no son capaces, no se atreven esos frondosos postes de leña ocre y verdes hojas. La paja me entró en los ojos y los toqué. Eran lágrimas chiquitas. Nunca fui capaz de soportar la avalancha de la hermosura. Me vuelvo y disimulo. El apenado detalle de un ser rebelde y débil.
         El aire es más lábil en las alturas. Noté cierta dificultad al respirar. Necesitaba más oxígeno, más alimento, más elixir embriagador.
         Alicia recoge algunas florecillas. 
         La mujer permanece aislada en su soledad, rodeada del azul pálido.  Es una falla en el dulzor de la primavera que va huyendo.
        (Octubre. Aún hace frío)
        Cubre sus hombros con las mangas sueltas del abrigo. Mira alrededor, se le pierde la vista en el anhelo de atraparlo todo.
         Es una tinta indeleble de amor.
         ¡Cómo detener la angustia cuando uno se sabe inerme!
         En las cimas blanquea la nieve. Dice Toribio que esa nieve nunca se va. Incluso en verano continúa la imagen pintada de las copas blancas, sobre los arabescos y rizados de las montañas. Desde Curicó no hay más que salir a la calle y observar la nítida silueta de la cordillera. Como si tus manos se alargaran. Como si llegasen hasta ellas.
          Aquella mañana mi amigo dijo: «Allí detrás está la cordillera. Hoy no se ve. Hay nubes. Quizás llueva, pero luego…» Después tragó sus palabras. Se habían convertido en deseos muertos en el filo de sus labios, deseaba que el amigo viajero descubriera ese amor de la tierra hacia los curicanos. 
           Llegó el olor olvidado a tierra mojada. A lo lejos una sombra cubrió los picos sucesivos y las piedras comenzaron a rodar por la pendiente. Estaba tan lejos que no oíamos el ulular de la tierra. La nieve también caía sobre las rocas rodantes.
           Llovía.
           Sombras inclinadas mostraban el lugar exacto donde el agua escurría de las nubes grises y negras. En pocos minutos esa agua nos alcanzaría como el olor de la tierra primitiva. Nos miramos asustados. Alicia se abrochó el pecho con los brazos. Miguel se escondió en el abrigo. Luís y yo no dejábamos de observar con recelo, prestando el oído al lejano extravío del valle. El sol apuntaba sus tenues azules por detrás de los picos del oeste. Atardecía deprisa. El aliento congelado nos golpeó y tuvimos que bajar con el auto, delante de la tormenta que nos seguía con los remolinos atroces a través de la senda. 
           Descendíamos rápido. Por nada del mundo debíamos quedar a merced de la borrasca. En esta parte es peligroso. Atravesamos los campos transparentes de cogumelos. Toribio conectó el aire caliente. Nos sumergimos en un desmayo apaciguado, nos atrapó el sueño. La tarde se iba. Llegaba la noche alunada por la parte del norte. Y el frío, el viento, las oscuridades, sonidos rocosos, quejidos y lamentos a nuestro alrededor. Aún tenía grabado el azul celeste y brillante y las transparencias y los armónicos dibujos de los troncos y las mismas copas. Creí viva la montaña. La montaña que nos empujaba hacia el valle. La timidez en la roca que sólo quería defender lo suyo, alejar al hombre de su territorio. No era bueno descubrir los secretos de las prominencias en el cerrado sepulcro de su intimidad. Era un fuero distinto y nosotros unos simples turistas de fin de semana. 
          La carretera se convirtió en un lodazal. El auto resbalaba y Toribio aferraba el volante con fuerza. Pasamos de nuevo por Los Queñes y una voz como muerta susurró pidiendo por la vida de la comandante Tamara.
         (Yo no fui, creedme, que así lo digo, lo imploro. Dejad a mi pueblo salvo. Yo no fui, pero estoy dispuesta. Soy La Comandante, desque sentí en la sangre el dolor de las gentes. Lucho por ellos, pero yo no soy mala).  
         Así de chiquito brotó el murmullo entre los zarzales del fondo y los matorrales invisibles. Luego se fue corriendo por la ladera, junto a las aguas del río, negros presentimientos. Recuerdos de varias décadas, eso fue. 
         Toribio nos avisó de que no era bueno escuchar esas voces. No eran reales. Es la montaña, sabed, es ella, que no soporta las aventuras triviales ni los ahogos. 
         Tamara sobre el agua negra.
         Rodrigo sobre el agua negra.
         Carne deshecha y agua y cieno y venganza.
         Fue simple. Lloraban como chiquillos. Soportaron sólo al comienzo, que después el cansancio y el miedo…
         Al día siguiente se conoció. Los expusieron en el altar del orgullo, a esos chilenos sobrantes. Seis vergüenzas con seis nombres. Los escribieron al pueblo. El pueblo los leyó callando. Se cerraron las puertas de casi todas las casas de la ciudad. El frente había fracasado y Los Queñes ya no eran suyos.
         ―Ella avisa. Nos recuerda los miedos de antes. Te lo quise explicar cuando llegamos. Pero se me fue olvidando porque si no olvido, muero. Hay que tener la virtud de perder los recuerdos. Algunos detalles deben irse. Hay que seguir. Hay que vivir como se pueda. 
         No hablamos más.
         Las primeras luces de Curicó aparecieron en la negrura de la noche. Detuvimos el auto a un lado. Había pasado mucho tiempo desde el olor a tierra llorada. 
         Por la carretera caminaba un hombre. Iba solo. Viejo, con las manos a la espalda, la cabeza agachada. Hablaba consigo mismo. Movía los labios y hablaba. A veces se detenía, alzaba la vista, la perdía por el callejón del valle, luego continuaba por la orilla. Pronto supimos que la gente les ve muy a menudo. Son desesperados que huyen a las montañas. Desean acabar con sus vidas. La sociedad les falló, no soportan más y buscan los hongos transparentes y azules y celestes en las alturas. Algunos se llevan varios días y noches caminando hacia las flores. Por el olor se guían. Por la renuncia. Buscan la salida al dolor que les fue atrapando en el avance de la vida. El sinsentido quedó atrás. Sus rostros, dicen, se vuelven claros y sonrientes, como de niños que juegan. Pero es la fragancia. Es ella la que los va llamando. Por eso suben. Buscan la soledad y la posibilidad de terminar con sus angustias. La gente sale a las puertas, ven a esos hombres humillados. No les dicen nada. Rezan y piden que a ellos nunca les pase.
          En los setenta y ochenta había una ristra de cuerpos echados sobre el alquitrán. Llegaba hasta más allá de la posta. Se pudrían y las alimañas arrastraban los restos. Sus familias nunca fueron informadas. Esas gentes llenaban las iglesias. Pedían que sus hombres aparecieran, que alguien les dijera algo. Fueron años así. De hombres contra hombres, ridículo, grotesco. Una caricatura de lo verdadero y útil. Fue cuando el amor comenzó a desaparecer del mundo.
         Me lo dijo la voz de Toribio. También la de Carmen.
         Alicia y Miguel asintieron.

Andes. Estribaciones.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 35. Crónicas 13. Antonio Florido

Crónicas (13)
Leyenda de la niña roja
Por Antonio Florido

Rua dos Douradores, espero desde tanto a Nando, mi amigo. He de contarle una breve historia. Hermosa fragancia. Poética figura en la mañana. La leyenda de un dulzor amargo, si esto se pudiera.
         Aún no he entrado. Sostengo mi cuerpo sobre la pared de la taberna, en lo alto de la cuesta. Miro por la calle hacia abajo, parece que se duerme esta calle de Lisboa, a las orillitas del río, como quien dice. Mientras tanto saco algo y fumo el largo pitillo ceniciento. La gente pasa. Pero, ¡qué saben ellos!
         La mañana amaneció inconcusa y cálida en el sur, con una ligerísima brisa que viene hacia la cara desde el oeste. Brillan los adoquines. Los amo. Amo esta calle escurrida con sus fantasías de piedra, puertas y ventanas desnudas, geranios verdes, azules, rosas...
Chirrían los carriles argentos de metal. Por lo bajo sube el tranvía. Tiembla la cuesta y los fierros gritan. Nando camina. Trae dos horas de retraso, pero sigue con sus pasos cansinos. El tranvía le adelanta. Mi amigo ha quedado quieto un instante. Le gusta el olor a fierro recalentado, dice. El sonido agrio. Los colores huidizos de los rostros y detalles que traspasan.
           Unas nubes han destilado sus algodones por las cornisas abiertas. Entre los tejados asoma la sombra de esta mañana, a comienzos de la verde primavera. En mi tierra ya intenta el azahar, en sus brotes blancos. Y las flores de Pascua encienden y abren, olor a incienso. Así se siente la llegada del tibio renacer del Creador. 
          Una mano abierta.
          La mía espera.
          Nuestras miradas se aprecian junto a la pared de cal.
          Acerco dos sillas hasta la ventana. Nos gusta parar el tiempo mientras la vida hierve. 
          ―Ya puedes, Tonio. Espero largo. Deja que fume y beba. La copa de aguardiente espera fugitiva. Mírala.
          Nunca digo nada antes que mi amigo. Respeto sus silencios. Nos entendemos así, tan frugalmente, como dos desconocidos que se encuentran a cada instante. Nos hemos saludado como si hiciera mil años de ayer. Nos atrae esta forma de empezar. Otro hombre repetido, parecido al de la semana pasada, pero siempre el mismo. Claridad en sus pensamientos y algo de nostalgia en el rostro, bajo el ala mínima que le cubre. 
          ―Eres un hombre o-culto, Nando.
          Me suelta un puñado de silencio y una leve sonrisa, rara, un poco paradójica.  
          Digo:
          ―Oí el sabor de la Añañuca. Es rojo. Es roja si se habla de la pura flor del desierto. Aquí no la encontré, de veras. Es preciso investigar, buscar el saber en otras conciencias. Visité todas las bibliotecas. Leí todos los libros del mundo. Viajé. Rodeé, Nando, la tierra que nos ha visto, la misma que nos duele. La Añañuca nace muy lejos, amigo.  Hay que nadar hasta el otro lado. Escupir la arena pegada a los labios.  Luego caminar como un loco, hasta que sientas las coyundas abiertas.
           Alcancé el norte grande. Así le llaman en esas tierras. Allí un pueblito. Monte Patria. Por el centro se dibuja el Limarí. Un hilillo de agua sorda que baja de las abras. Presto y esperanzado de ser un río. Busqué en vano. Yo agachaba el cuerpo y las tomaba. Flores rojas, me dijeron, rojas y explosivas. Luego me enteré de lo cierto. No es una flor. No era al principio. Me hablaron de la leyenda hermosa de estas tierras. 
          La viejita me tomó de la mano con su mano fría. Anduvimos recodos y calles tiesas, buscaba algo esta mujer pequeña, de rostro acartonado y vivo.
           Monte Patria era Monte Rey, acertó. Me quedé pensando. Sus dedos negros me enseñaron a observar quedamente. Señaló la casa, una pared semi caída. Triste y sola, olvidada. La viejita me aseguró que la niña había nacido en ella, en esa casita hundida por el paso de los siglos. Le pregunté cómo era. Linda, dijo. Como los picos blancos, más linda todavía que los besos hijos de otros besos. Todos la quisieron a su manera. Pero ella andaba y andaba, iba a lo suyo. Algún día aparecerá mi hombre, presumía. Los jóvenes no vivían, no dormían, no respiraban más que el amor vaporoso de esta niña. Los había embrujado. Las mismas casas chicas doblaban sus ventanas para mirar a la niña de las caderas, la de las trenzas largas. Sí, era muy hermosa, digo. Solía pasear por las lomas esas. Llegaba hasta las cimas. Perdía a veces el sentido y le costaba el regreso, cuesta abajo, pero se orientaba por el candor de esos jovenzuelos que la seguían a distancia. Ella pasaba sonriente, los conocía. Eran unos ñatitos simples, enamoradizos.
           Un día dijo, esperaré, aunque se me marchite el cuerpo, esperaré.
           Ese día se perdieron muchas esperanzas. Llovió para contarlo. Fue cuando al Limarí le pusimos río. Desde entonces no para de llorar. Le falta ella, sus andares, sus dedos finos, su cabello. Ya no hubo más reflejos en el agua tonta que bajaba y bajaba. La niña, la Añañuca, se quedó encerrada. Le dio por no salir. Años y años. Será vieja, decían algunos. Sí, vieja y arrugada, sostenían otros. Los españoles rindieron sus fuerzas, buscaron los altos blancos con sus pechos de lata. Y fueron hacia al oeste, a sus barcos, estaban hartos de tanta angustia. Sus familias también esperaban. Le cambiaron el nombre por la rabia. Desde entonces es Monte Patria. Lo nuestro, que nos lo fueron quitando como el sentir de los indios. Ahora es chico. Ya se ve. Y sus callecitas desaparecen en la imagen grande del horizonte. Nadie viene. Sólo usted, un extraño, un ser raro e imaginario, que busca lo que nadie busca, la Añañuca.
            Hijo, una tarde llegó un joven. No se sabe de dónde. Nadie le preguntó. Era apuesto, grande, hermoso. Con el rostro tostado por las caminatas de este sol que quema. Nadie le dijo esta tierra es plata.
           Oro, dijo, yo busco el oro. La plata para los asnos. Sólo amarillo oro para mi descendencia.
           A la mañana siguiente, el pueblo se arrejuntó en la placita. La Añañuca estaba escondida, pero escuchaba al joven, sus pedidos y su garbo. Dicen que de ahí en más el joven le pudo y la niña quedó atrapada entre la risa y el llanto. Eso dicen. Yo soy vieja y esto fue muy antes de mi abuela, quien lo contó a mi mamita. Así me llegó la leyenda. La historia de esta niña linda. 
          Al cabo el joven dejó de hablar. Quedó hecho bronce. La vio desde lejos. La Añañuca será mi mujer, pensó. Nosotros nos miramos como extraños en la única plaza del pueblo. Los niños y hombres formaron una calle vacía y el joven bajó. La Añañuca se tapó los ojos con una venda pudorosa. La vieron entonces fresca, joven, no era una viejita, que supo esperar con respeto. El minero le dijo algo al oído, la tomó por el brazo, se la llevó a otra parte. Luego supimos que fue el río, con su riberita, el único en oír la confesión. Para ella sería todo el oro de la montaña. Luego la besó sin permiso. Ella se dejó y corrió una cinta de vergüenza por las calles del pueblo. Algunos jóvenes no quisieron comer, otros no salieron en los días de sol, la niña había sido ultrajada, pero lo único que sucedió fue un beso y una promesa con los pies desnudos, en el agua clara del Limarí. 
           El joven minero se quedó para los restos a vivir. Ella le consintió. Él se lo juró por los santos de su tierra. Paseaban solos por las tristes aceras a la verita del valle que florecía. Eran tonos rubios y sosos, pero al fin llegarían los encarnados imponentes. Clamarían la triste noticia con la eclosión de sus granas.
           Aún faltaba mucho para eso, niño, oiga usted, lo que le digo.
           Dicen los viejos que el minero salía cada mañana con el cielo cuajado de estrellas. Llegaba pronto a las primeras sendas que se perdían entre las rocas. Buscaba, agachaba el cuerpo, a veces se echaba al suelo y juntaba el oído a la tierra. Ella palpita con el corazón frío. A nadie le cuenta los secretos, ni los españoles, con sus lanzas y aprestos lograron nada. Pero él persistía. Era joven, un loco obcecado.
           He venido de muy lejos y lo encontraré, decía. Mi descendencia será oro puro, como el rey Midas, oro para el mantel y mis aposentos, para mi mujercita hermosa, para mis hijos, mi hogar…
           Muy despacito fueron pasando los días.
           La mina, la mina…
           Ella le tomó el rostro, qué te pasa, le preguntó. Nada, dijo. Pero sí pasaba. Esa noche el joven había tenido un sueño. El duende le señaló el sitio exacto de la grieta por donde asoma el oro. Se obsesionó y abandonó a la niña de las trenzas negras. Se fue del pueblo. Hizo el hato y escaló todas las piedras. Conoció las pisadas y detalles, el color del cielo, las formas de la tierra cuando la holla el hombre. Se conocía todos los secretos de la montaña. Buscaba también al duende de sus sueños. Él le iría guiando. Pero el duende no aparecía. Era listo y pequeño. Rápido y sagaz. En cada roca le adelantaba. Notaba el joven el juego. Un perverso anuncio de que la cosa se iría de madre. Le alcanzaba de vez en cuando una angustia desesperada, un resuello necesario. Entonces apoyaba el cuerpo y se sentaba a contemplar el fracaso, porque eso también tiene su forma. Un desconsuelo por no cumplir con la amada. Pensaba en ella. Soñaba con su carita luna y sus trenzas largas, su cuello cisne y sus pies descalzos. Tocaba la promesa con los dedos de sus sueños y se decía seguir adelante, para eso estoy. 
            La joven no rehusó salir a la calle. Los otros la miraban. Pasaba el tiempo y la espiaban siempre con cierto aire de arrogancia. Los niños se hicieron hombres y los hombres viejos. Mi mamita me lo recordaba a cada instante. Cantaba la canción de la leyenda. Se tomó para arrullar a los bebitos, que así dormían el sueño duende de la montaña.
           Me lo ha prometido, oigan, mi joven cumple. 
           Una mañana la montaña apareció grande y alta, blanca. La veta suspiraba en la tiesura. El joven del río oyó en silencio y el silencio abrió sus labios. Siguió el rastro, callado, quieto y lento. Olió las pisadas de mil veces antes y en un rinconcito verde y ocre, yermo… Allí el hueco con su perfil rocoso. Negro. Rumiaba quedo el agujero de la montaña.
También le vio. Pero el duende volvió a esconderse tras una roca tensa, sonrió levemente.
           Jamás volverían sueños en las noches obsesivas. 
Pasaron varios días y semanas y el joven cavaba la tierra sin un deje de desmayo. Una vez y otra, los dedos rotos, las manos muertas, la tierra salía y el oro, el oro… 
           Afirman que la montaña sólo quería un descanso sordo, una imagen de la codicia sin sentido. El hombre busca el cielo a ciegas, quebrado, mudo, sin pausa, sin contar los años que le pueden y avinagran.
           La promesa estaba en los cantos de sus manos y en la tierra juguetona que de él se burlaba.
           Oro, oro… 
           Volveré, dijo. Eso recuerda la niña hermosa. Volveré en tus noches solas. Te lo prometo. 
           De esta manera, hijo, la Añañuca envejeció. Murió esperando un puñadito de oro y al enamorado que le apalabró el cielo. La enterraron en el ancho verde que sube, el de muy allá, mire. Sólo una crucecita blanca para sus ojos de azabache. La india apagó la risa, el pueblo quedó hecho pueblo, el río llueve. Desde entonces no deja el cielo de volcar los recuerdos de esta historia en el norte grande. Murió de amor. Desengañada. Sola.
           El espejismo se los fue tragando. Como le digo, la gente de Monte Rey la lloró y enterró un día de lluvia, que para el caso. Al otro día, el sol calentó el valle y se llenó de hermosas flores rojas. Es la Añañuca. La Añañuca para los restos, que algunos hablan y mueren sin reconocer que fue la más hermosa de todas. 
           Hijo, esa flor crece hoy hasta Melampó, por allá, mire. Hasta el valle de Quilimarí, le digo, al lado de Piedras Blancas. Cada año, después de que el cielo llora, la pampa se convierte en la voz olorosa y triste de dos enamorados rojos, rojas. Es un desierto. Un desierto florido. 
Me volví buscando el dedo de la viejita, adónde señalaba, de parte a parte, ancho campo, vasto hasta en los ojos. Luego, Nando, la viejita desapareció. Sin otro vuelo en mis entendederas, se fue, como le digo. 
           Fui alejándome del pueblito junto a las aguas frías del Limarí. Necesitaba otro dato para mis apuntes. Me quedaron claros sus ojos ciegos, como de joven. La viejita Añañuca se vistió de un rojo puro.
Se fue disolviendo.
           Nando continuaba oyendo sobre la silla de la ventana. Pensaba.  Dijo, esta historia es triste. Luego siguió fumando. La copa de aguardiente en una mano mansa cansada de escribir. Es una naturaleza honda y extraña. Un tipo singular. Dice que no le gustan los viajes, que el ser no cambia.  Siempre el mismo, imagen reflejada millones de veces, en cada madre y en todos los rincones.
          Es un artista.
          Muestra la necesaria tranquilidad que se requiere. 
          He de mentir.
          Otros en mi memoria, existen. Otros Nandos…
          Aunque sea consciente de lo que digo, sé que miento.
          Otro tú es necesario.

…………………………………………………..

Morir ambas veces. En ocasiones especiales. Pero morir no es trágico. Sólo la llegada del arte que imagina que piensa y que escribe. Una sonámbula experiencia de saberse solo. De comprender el sentido estricto de lo que pienso. 
          No ha sido más que otra breve historia. De lejos. De muy lejos, con los sentimientos comunes, humanos. De poco vale ir si nada cambia. La tristeza y el orgullo. La vanidad de la obra que se yergue, altiva. 
          Nando afirma, vivir para crear. No pido otra cosa. El año de mi nacimiento y de mi muerte. Lo de en medio es sólo mío. Cosa mía.
          Quisiera que me comprendieran. No soy nadie. Ni original ni alto. Tengo ojos en las experiencias. Memoria para atrapar las palabras. Algo de pericia si se tercia, pero nada más. Estuve largo tiempo encerrado en la cochura del hombre, en la sombra propia. Buscaba la manera de salir. Quería otro universo. Lo escribiré, dije. Luego me puse a la tarea, pero exigía un retiro ingrato. Me alejé cuanto pude de los hombres medios. Embarqué muchas veces. Abandoné el paquebote sobre la mar que me llamaba. Las aguas buscaban arte. Subir y bajar. Ser ella misma. Ser yo mismo. Nada. Nadie.
          Compuse para ella una sinfonía dulce y muchos poemas.
          Quise sanar esta herida mía.
          Los demás lo aseguran. Este hombre se nos muere.
          Eso dicen afanosamente.
          Es raro, serio, extraño, desnuda su dignidad, todo le puede. 
          ¡Aléjense de él!
          ¡Aléjense!

Añuñuca.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 34. Crónicas 12. Antonio Florido

Crónicas (12)
Calle desierta
Por Antonio Florido

                  
―Esto venía de antes, Tonio. Me lo dijo un compañero, que me fuera de Valdivia. Pero Valdivia era como mi casa. Mi trabajo estaba allí. Mi vida entera. Sin embargo, escuché que alguien me gritó comunista de mierda. No lo entendí. Ese alguien era un conocido. Trabajábamos juntos y me gritaba. Iba vestido de la aviación, se acercó:
         ―¡Abre el cajón, comunista de mierda, ahora soy yo el que da las órdenes!
          Estábamos en el despacho y me trataban como si hubiese acabado con alguna vida despreciable. Más tarde sonaron ruidos extraños en mi cabeza.
          ―Vete a Santiago, Toribio, hazme caso, sé lo que me digo.
Me lo decía mi amigo el teniente. Estábamos en mi departamento con la noche encendida. Llegó un poco alterado, miraba como un loco. El eco fue sucediendo y seguía sin comprender que la cosa se estaba poniendo fea. Hablábamos bajito, casi musitando un algodón de palabras en los oídos. 
          ―No puedo decirte nada. Eres listo. Sabes que lo de tu gobierno no funciona. Eso de querer alcanzar la felicidad por la vía que nadie entiende. Ya sabes.
           Me quedé callado.
           ¡Pensé tantas cosas!
           Chicho se equivoca. Tenía malas influencias. Pero, ¿acaso? Supuse que sus derroteros ya no le servían.
           Mi amigo no siguió insistiendo.
           Me palmeó suavemente, se fue. 
           La noche era hermosa, fría, tranquila. Septiembre empezaba y todavía había que tomarse los brazos con los brazos, o ponerse algo de invierno.
           Era un viernes, el 7. 
           Por la mañana tomé la camioneta de la empresa y rodé hasta la capital. Mi familia, mis padres. Pero la ciudad funcionaba como si tal. La gente boba continuaba siendo tan boba como antes. A nadie le iba la cosa. Todos transitaban. Marchaban con prisa, caminando por las aceras empedradas, abrigados.
           Las plazas deslumbraban con un paisaje nuevo. Miradas esquivas y codos quebrados…
           ¡Llenas de rocío, las plazas!
           ¡Claros ensueños tristes, penas de rabia! 
           Santiago surgió ante la cordillera diciendo, aquí estoy yo, que me hicieron los hombres para el disfrute. Me emocioné al vivir en las venas de mi querida ciudad.
           No suelo pedir nada, pero esa mañana me salió un rosario del alma, por lo futuro.
           Así me entiendo. Compréndanme.
«Si no te vas, yo mismo te detendré» ―me dijo. 
           El mismo sábado tomé hacia el sur y me acerqué a la ciudad del valle, mi pueblo chiquito. Mis padres estaban bien, mi familia toda.
           Los dos estudiantes eran muy amigos. Lo supe de siempre. A veces, por puro capricho, se detenía frente a la casa. El que manda tiene esas cosas, de parar cien hombres, veinte autos, de oír el silencio si así lo desea. 
           Encontré al médico de los pobres con el rostro serio. Mi padre no era así. Reía. No siempre. Pero a veces le llegaba algo y reía con la furia y la soltura. Sin embargo, dije: «¿Qué pasa?» «Tú mismo» ―respondió. «Vives muy cerca, le conoces. ¿Cuántas veces le dije que lo dejara? Quiero decir ese camino, la deriva imposible. Ahí le tendrás, supongo.»
Comenzó un revuelo. Todos intentaban arreglar el desaguisado. Olían a tedio, a miedo en lata.
            Tomé el teléfono. Hice llamadas como si fuesen las últimas de mi vida.  
            Regresé con él. Me miró un poco asustado, la voz imprecisa.
            ―Quizás no pase nada. El Chicho sabe defenderse y no permitirá…
            Por primera vez mi padre no fue capaz de terminar una frase.  Dudé. Iba envejeciendo. Un viejito con olor a cera. Imaginas que se te está yendo de las manos. Me dio pena. Él entendía de todo. Era imposible quedar sin su silueta allá en el rincón del patio, bajo las hojas. 
Salí al extremo de la calle. Las cuadras de siempre. La plaza y sus falsas acacias gigantes. Una deliciosa fragancia que sólo los hombres impares muerden a dentelladas. Caminé sin rumbo. Al fondo, el cerro. El cementerio a un costado, vacío, sin almas ni huecos. El suelo ajedrezado de Curicó se resistía al capricho terrible de las armas.
           «Mejor el plebiscito, un camino absurdo, lo sé, aunque mejor que nada.» Así lo soltó el viejo.  
          (¡Chicho, convoca, hazlo!)
          Eso masculló en un susurro, como para sí. Muy adentro quedaron esos hilos que pensaban. Pero yo pude oírlos. Soy de su sangre.
           Volví a Santiago. Estaba más tranquilo. La ciudad me recibió con la indiferencia de siempre, desnuda de sentimientos, sucia por encima, polvo acumulado, viento desmayado sobre las mismas torres; pero era mía, toda esa inmundicia me pertenecía, nací allí, en sus aceras colmadas de tristezas, en sus callejones sin salida. La amé como nunca.
           Las cosas que se van se derriten en la cabeza. Te fuerzan a sufrir, a recordar.
           Mi ciudad hermosa… Querían arrebatármela.
           En la empresa todo parecía igual. Los mismos semblantes atontados con sus rostros perdidos hacían lo de siempre. Estrellar oportunidades, olvidar las querencias por una vida en adelante. No sabían. Y otros, empero, ni siquiera eran capaces, con los arrestos acobardados.
           Cruzó la raya del 11. La madrugada. Más frío en la noche. Un compañero llamó. Descolgué, me puse. Dijo que había movimientos. Luego colgó, me dejó así. Nadando en un mar profundo. Me ahogaba. Mi padre no podía equivocarse, era eso, mi padre. Ninguno lo hace, es decir, errar en una afirmación como esa. Suelen ser eternos en confianza y en figura. Eso lo averigüé más tarde, cuando ya no había remedio porque estaba muerto. Me comí los recuerdos de mi viejito, le quise decir tantas cosas, las de su hijo solo, su familia, sus nietos, el mismo amigo horizontal y acribillado. Pero ya no podía. La vida no regresa, simplemente cae entre los dedos, al suelo, y sólo puedes beber la tibia tontura del alma que se quedó en ti. Triste. Triste comedia.
           Vial me lo confirmó. Hubo movimientos, en efecto. Me quedé en la madrugada con un desprecio manchado. Abandoné la oficina, me detendrían. Prendí la radio en el fondo arisco de la sombra. Necesitaba saber. Llovían las noticias. De manera volitiva, vertical en mis oídos, acezantes. Las horas las pasé sentado, oyendo. También cabeceé algún sueño raro, como de piedras que caían sobre el tejado de chapa, en aquel día.
           Me asomé a la ventana.
           Farolas amarillas clareaban las aceras de Santiago. Brillaban, eso es, recuerdo bien ese fulgor candoroso. Y los reflejos. Santiago se repetía como un eco de hombre indefinido. Eso fue antes de romperse las corduras, mucho antes. Faltaban horas y el hablero platicaba de cosas malas. Apagaron las voces de pronto. Quedó una. Una sola. Clara y alta, persuasiva. Era hermosa la voz, y el tono pues tanto así. Como el sollozo de un ñatito que hambrea. Así sonaban ellas, las palabritas asombrosas bajo la luz mortecina…
           …Que se iba yendo, lenta, humillada, en Santiago, la ciudad dormida que despertó con el rayo veloz de los bombardeos.
           Comenzó de esta manera la obradura del arte. Varias estallaron de golpe. En el centro. Yo las veía. Las oía con mis oídos sordos. La prensa exprimió las paredes altas. Todo se levantaba en polvo. Ventanas, molduras, gritos y ayes. Me dio mucha pena el palacio que se moría. Luego la voz se fue tornando hosca. Hablaba lo mismo. Deseaban embaucarnos con que la cosa no era por el pueblo.
           ¡La burguesía!
           ¡Fuera palurdos!
           No sé el tiempo que permanecí frente a la ventana, mirando, con la desidia del que no quiere hacer nada. Era un espectador. La tragedia del Chicho estaría bajo los cascos. El fracaso de un pueblo que lloraba como la forma del Chile, hacia el sur, en una raya delgada, larga. 
            Me llamaron de casa. Era mi madre. Dijo que me requerían. ¡Pero quién, madre, quién! Sólo entendí algo así como la oficina. Luego la línea desapareció. El hilo de mi madrecita se había cortado sin causa aparente. Me volví a sentir denso. Tomé mis ocurrencias y volé a Valdivia.
            Con el viento de cola. Así la camioneta avanzaba sobre los baches de la cortadura.
            Saqué las llaves. No vi a nadie en los pasillos. Abrí y se levantaron. Llevaban el sueño de toda la noche. Yo conocía al funcionario. Era joven, acababa de ingresar a la empresa. Me observó con asco. Podría haber sido mi hijo. Y me miraba con el desprecio de la ignorancia. Y del miedo a no cumplir con lo debido.
           Me esposó a la silla, las manos atrás, en la espalda encorvada. Me supe derrotado, inexpresivo, ausente. No leyó ni se refirió en nada a mis derechos. Sólo insistía en que estaba detenido, y en que callara. Tomaron las llaves, abrieron los cajones de mi mesa, los armarios, sacaron toneladas de papeles, montones. Buscaban algo. Sus manos sobre las letras y sellos. Después, al cabo, me trasladaron a la oficina del fondo. Caminaba por el pasillo con las rodillas anguladas, puertas abiertas a ambos lados, uniformes de la aviación, revoloteo, gritos y quejidos. 
            Mis compañeros estaban parados. Miraban a la pared, a dos palmos. Los reconocí, eran de mi familia. Los quería. Yo sólo fui uno más en la fila abstrusa. Ocho, nueve, diez hombres de pie. Miedo en las espaldas. Ojos cansados. El que llevaba la voz nos golpeó uno a uno. Preguntaba por los papeles. Creo que suponían algo imposible. Pero seguía golpeando. El decoro. Respeto. Una razón constructiva. Sin embargo, la irracionalidad surgió, como del fondo negro de un iceberg de piedra. Era el hombre en estado puro. Una por otra.
            Me convertí en un iconoclasta.
            Quise destrozar las apariencias de esos mandados. 
            Así el día. Imagino las horas. No pude contarlas. El dolor en el cuerpo se confundía con la imagen engañosa del odio. El miedo fue cayendo sobre nosotros. Alguien se desplomó. El cansancio le pudo, la desdicha de lo absurdo. Como la hermosa imagen de ese elemento cuando se la entiende del otro lado. Sí. Es un arma de doble filo. Placer y angustia. Querer salvarse y que alguien te mate. Justificación y desbarro, una mezcla para el ser solitario y mudo.
          La tarde.
          Continuaba el revuelo, la busca. Crecía el malestar entre los aviadores.
           La fila de la pared apenas lograba sostener el peso. Cuando intentaba relajar mis piernas, me golpeaban en los riñones. Debía convertirme en piedra. Aplasté la cara sobre la pared. La apoyaba mansamente. Necesitaba descansar. De nuevo más golpes. Hasta que llegó el grito que taladró la tarde. Me salieron de dentro la rabia y miedo. Era demasiado pronto todavía para que todo acabase.
           ¡Detened el tiempo, deshonrad las locuras de esos milicos! 
           Cuajó la oscuridad. Preguntaban por los dichosos papeles. Pero nadie sabía nada, no entendían. Quedé dormido. No sé cómo, pero lo conseguí. Los aviadores también fueron creando una capa de silencio y de tedio. Supuse que estarían echados sobre el suelo. Doblé el cuello. Vi unos niños con la ignorancia agarrada a la garganta y los cerebros gastados.
           Pasamos el tiempo rumiando el cansino transcurso del turno. Me hice las cosas encima. Todo. La humedad y el hedor nos cobijaron en el centro del mundo. Porque la tierra se había reducido a eso, sólo un puñado de barro sobre los ojos. Soñé con la poesía del horror, cuando se pudre en versos de odio. Poetas del alma, que gritan papel. Letras de olvido, sin nombres, nada. 
            En la mañana se nos volcó un crujido alto. Era el claro del día. Un hilo de carne sin fuerzas. Nos metieron en uno de los camiones. Militares chirriantes. Verdes distintos. Mímesis bella. Temibles razones.
De allí a la calle San Pablo.
          Santiago apareció vacía. La gente echada en el suelo. Abrazados.  Solos. Quietos. Muertos. Aceras llenas de odio y olvido, de unos amores perdidos que necesitaban un abrazo sincero.
         Edificios torcidos.
         Bajamos a las bodegas de un lugar sin nombre. Alguien preguntó hasta cuándo. Le respondieron que no pensáramos. No saldríamos.
Las familias, extraviadas.
           El futuro, ¿dónde?
           Luego nos llegó la noticia de la muerte del Chicho. Por sus risas lo averiguamos. Como un cerdo, decían. Así murió.
           ¡Qué tristeza en el alma, cuántos hombres locos!
           De ahí sólo logré la metáfora de la Angostura, donde las cordilleras se van enamorando. Así es mi Chile de lágrima. Hombre seco y tierno, abrasado y convertido en crema. Pero el mismo en todas partes, en las abras y la costa, de cabo a cabo.
            El chileno es, por decir, un arrebato. Un dolor erguido sobre su sombra. El triste buscador de la indulgencia. Se inclina ante la hermosura, le pide de rodillas, ruega, solloza, sueña…
            ¡Virtud! ―clama.
            ¡Virtud! ―implora.
            Violeta lo cantó en flores. Sones al compás de una cuerda vibrante. Los demás con las barbillas apoyadas en las palmas. Todos oyendo.  Los ojos cerrados en el corralón de la Parra. 
             Éramos comunistas. (Eso decían).
            Comenzaron los insomnios y los interminables interrogatorios. (Me acordé del gulag). Nos preguntaban una vez y otra, como un disco rayado, que dónde los papeles. De qué, por qué lo callábamos.
           La lista. Queremos la lista. Operación Z. Eso queremos. Los nombres. Los hombres. Familias. Direcciones.
           Yo no tenía noticias de esa lista, al parecer, tan importante. Nunca me dijeron nada. Sólo me debía a mi trabajo. 
           (Boudjedra pide agua. Está sobre la duna. Arriba del todo. Gira sobre su eje y busca, huele. Bastaría un leve rumor bajo sus pies. Parece que lo percibe. Se agacha y coloca sus rodillas sobre la arena ardiente. Los ojos se le agrandan. Aparece una ligera sonrisa de esperanza en sus facciones. Suda. Cava y cava. Con las manos abiertas va extrayendo la arena. La echa al lado, arena sobre más arena. Frenético el hombre sediento. Busca agua donde no la hay. 
          ¿Acaso no es absurda la conducta, el ser?
          No era necesario destruir para luego crear.
          Como buscar la utopía. Nunca se llega. Te mueres antes. Antes incluso de comenzar a buscar.
          Te precede el deseo incomprensible, la necesidad formada por otros, la falsa injerencia que solamente ansía torcer el armazón que te dieron. 
          Boudjedra no habla. Nadie está con él. Sólo la naturaleza y su agobio, el sentido excelso de la soledad. Sobrecoge otear su figura, tan pequeña, desde el alto imaginario). 
          Así comenzó todo. 

Calle desierta.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 33. Crónicas 11. Antonio Florido

Diosa griega

Crónicas (11)
Diosa griega
Por Antonio Florido

                  
Lo que te pasó con el camarero, Nando, también lo viví con la novelita de Manuel, mi otro amigo. 
           Me la regaló en el Jaque Mate de su ciudad, en otro tiempo. Habíamos quedado como siempre, para hablar de todo y de nada.
          Trabajó con sutileza la dedicatoria indulgente para este pobre diletante de las ideas. Cincuenta páginas que me mostró entre un desencanto incomprensible y una ilusión de niño fácil entre las cejas. 
            Leí y manoseé el libro. Olí lo que no se podía. Lo ojeé con cierta prisa. Aunque luego la contuve con la esperanza de encontrar el preciso momento para leerla. 
            Manuel siempre llega antes de la hora. Desde lejos veo su silueta inclinada y la mano que le va y viene con pereza, el cigarrillo a medias, fumando. Habla entre líneas. Piensa como si estuviese atrapando los peces de las ideas y no se prodiga en elucubraciones arbitrarias. 
            A estas horas inciertas, Eduardo Dato va cargada de rumores. Un río carnoso convulsiona los sentidos. Gente loca y ausente. Caminan porque no saben hacer otra cosa. Huir de la desesperación se ha convertido en los capitalinos en una primera voluntad. La nostalgia de haber vivido ni la sienten. Tampoco se suelen refugiar en un adelanto de futuro, la esperanza de un motivo. 
           Se ha levantado.
           Palmeamos las espaldas con las huellas rotas de las manos. Una leve sonrisa se confunde y un hola, qué tal, aquí estoy, trabajando. 
            Pedimos. Me ofrece la cajetilla y tomo. Enciende educadamente, con su torso fino. Hay unos momentos deliciosos de silencio. Respiro hondo. Observo el continuo rostro de alguien que se cruza. Luego abundamos en lo mismo. Sé que vamos a tratar del tema recurrente, de cómo van las cosas, a qué te dedicas en estos días, de cuándo vuelves al México de tus amores. Manuel duda. Para en seco el ligero temblor de sus labios. Espera al pensamiento. Dice: «No sé, Tonio, pronto.» Abre la cartera abultada donde guarda sus tesoros. Coloca unos libros en la mesa. «Son de la antigua editorial, la que tuve, ya recuerdas».  Digo: «Sí». Miento para no quedar mal con mi amigo. Manuel edita, escribe libros de poemas y de historias singulares. Usa expresiones poéticas, lindas y ambiciosas. Dice que corrige y corrige. De la última me ofrece su séptima versión.  
           Me pregunta qué escribo, qué pienso. Apuro el primer café de la tarde y el segundo cigarrillo. Él se adelanta por otro. Me gana por la mano, este dichoso filántropo.
            Paramos la conversación.
            Seguimos ensimismados.
            Atraviesa silencioso un tiempito lleno de más peces.
            ―Iré a Chile, ya te dije. Quiero escribir una historia. Sobre aquello, recuerda, lo que sucedió por aquél entonces…
            Manuel asiente y apura también su enésima taza. 
            Me da la tontura de reír. Un pensamiento errático se me ha colado en la mollera.
           ―Tal vez aparezcas en mi historia.
           Manuel enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior, sonríe con malicia.
           ―No hagas eso, Tonio, no merezco tanto.
           ―Háblame de los orígenes de Venus.
           ―Quieres belleza clásica.
           Manuel levantó el brazo, el camarero se acercó.
           ―Por favor, dos buenos vasos de Ideal Estético, con un poquito de Similitud y Sobriedad, al estilo Apolíneo.
           Nos miramos y reímos.
           Pedimos excusas…, que estábamos ya del mundo hasta las narices.
           El joven se arreboló y dio la vuelta confundido por la chanza. 
           La tarde fue volcando las sombras sobre unos rostros descombrados.
           Los edificios comerciales de Eduardo Dato eran tristes.
           ―No se cuida nada en este sitio, nada. 
           ―Pero la doxa es apostólica, no te quejes.
           ―No lo hago. Pero responde algo. ¡Anda!
           ―¿Elementos inquietantes y macabros? La diosa de la belleza; nacía de la espuma de la mar, que a su vez era el esperma de Urano…
          Dejé de echarle cuenta.
          Me bastaba el timbre desgarrado.
          Una voz elocuente que se ignora.
          Aquella tarde no hizo falta nada más. Quedamos serios, un poquito muertos. Encerrados en el hecho de saber de la conciencia.  Era todo. ¿Acaso?
           Me habló su librito de Antea. Era la segunda parte. Una historia breve, pura, coagulada con la densa materia de los anhelos. Sí, un amor imposible que se recuerda de por vida, siempre.
           Todos hemos tenido nuestra Antea, de cualquier forma, en algún lugar oscuro del alma, como la tierra que espera la llegada de los conquistadores, esa es Antea.
           Así está hecha.
           De esperanzas y quiebros.
           De respiraciones alteradas.
           De vidas pensadas para morir en el intento.
           Un sentir que no te inspiras. Buscar hasta debajo de las piedras, abrir el cerebro a dentelladas y salir al monte para gritar el horror de estar solo.
           De sentirte solo.
           De que nadie reconoce el rostro desencajado y la sombra baja que te va matando.

Diosa griega
Diosa griega
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 32. Crónicas 10. Antonio Florido

Crónicas (10)
Toribio en San Isidro
Por Antonio Florido

             TORIBIO EN SAN ISIDRO


                                                      

―El Tatio…
           Un símbolo.
           Las montañas forman una hilera misteriosa. La gente del valle las mira y de noche, al acostarse, piensa en ellas, en las roturas sangrantes de las rocas. También les cantan. Me acordé de la historia que va de boca en boca, como de pico en pico, sobre los viñedos sudorosos.
           Cada cresta es la confesión de una persona que quiso llegar a lo más alto en (de) su vida. Algunos lo consiguieron. Otros, humillados, quedaron a medio camino, solos. En una queja peñascosa, extraviados por la enorme anchura quebrada y negra. Negras, sí, como las alas del cuervo.
           Son personas o lo que cada una representó para el mundo. Seres como los rayos petrificados del sol sobre la tierra.
           Imagen en la que pienso constantemente.
           Ocurrió de un modo muy simple. Estábamos en el fundo, con Félix y muchos otros, en aquello de San Isidro.
           ―Háblame de ellas―dije, viajando muy lejos, hacia el horizonte. Quise decir sobre lo del Tatio.
           Toribio miró a lo largo de su vida, las montañas hablaron susurrando.
           ―Mario, lo que me pides no es poca cosa. Míralas. Míralas y calla. Solamente escucha el sonido de la brisa que va corriendo de cabo a cabo. Son ellas. Sus palabras blancas, como de nieve. Una vez quise subir hasta la más alta. Alquilé una recua de mulas, un arriero, gasté lo que nunca tuve por el empeño de trepar hasta lo alto…
           Mientras contaba la historia de sus montañas, Toribio sonreía con la inocencia de un niño viejo que siempre puede. A veces bajaba la cabeza, sostenía una clave de silencio, esperaba tragando y luego continuaba con la fantasía de la leyenda.
           ―Cada una de ellas es el ego de alguien que quiso más, pero mucho más. Dicen los viejos que otros viejos intentaron subir.  ¡El oro! ¡Allí estaba el oro! ¡Lo más valioso! Pero se equivocaban.  Lo más ansiado era la blanca sustancia de los altos picos. La leche de los Andes. Blanca y dulce. Una cuajada para toda la vida. También cantamos que en los días de niebla esos viejitos lloran y que sus lágrimas bajan hasta los valles. Allá quedaron sus esperanzas. Desde lo alto alzan las voces para que sus hijos no mueran. Los arrieros dejaron de trabajar. Vendieron las mulas. Por eso mi tierra es una tierra sin mulas ni arrieros. Nadie se atreve a subir. La leche de las montañas se fue corriendo desde el norte hasta el confín de la tierra. Dicen que allá abajo no hay tierra. Sólo una coagulada enorme donde los hombres más aguerridos se afanan en cargar sus barcos.     Aseguran también que por mucho afán en el trabajo esos barcos nunca se llenan.
          La leche se va derramando a sus espaldas. Luego sus mujeres sollozan en la noche. De buenas a primeras algo les anuncia que sus hombres desfallecieron en la crema baja de nuestra patria. 
Se fueron acercando algunos invitados. Toribio hablaba, enajenado, con su voz cantora y grave, de la hermosa leyenda de la cremallera que cierra la tierra entre los mares. Mi amigo fue abriendo sus brazos. Se levantó y creó una cadena de versos de su memoria. Eran lindos, como las sinfonías de ese abalorio, bello juego para los hombres que deciden vivir varias veces.
          Mientras cantaba permanecimos en silencio.
          Nos observaba el valle. Una abertura fosforescente en mil colores primaverales.
          Las palabras de Toribio despertaron. Alzó la voz. Giró varias veces. Le hablaba al viento con la emoción que el viento entiende.
          Los copihues florecidos de Temuco, los aromos lechos.
          De eso hablaba con su pelo nieve, mientras con sus brazos acariciaba el aire. Luego los volvía a separar para asir la vasta tierra con las viñas regadas por los llantos de esos rancios.  Entonaba para todos y para nadie.
           De lindas flores en los campos de Malleco.

           Viajó con la emoción en el tren de la cordura y susurró al viento.
           Valdivia, decía, Valdivia…
           Félix, Saldaña, José Antonio, Marambio, Alicia… 
           Cayó sobre nosotros un hermoso vuelo de mil aves rodando.
           Habían oído la canción de Toribio.
           Bajaron de la montaña y volaron, volaron. 
           Coihueco...
           Regalo de caricias…
           Pinos de Nahuelbuta…
           El grupo acompañó el estribillo con una acuosa tonadilla.
           Terminó con las hermosas bajuras de las islas.
           Chiloé
           el ribazo de la mar que golpea
           pescadores que madrugan mar adentro
           la nieve de la Patagonia
           su nieve.
           Se sentó. Quedó callado. Sólo pude distinguir el lamento triste de la cosecha.
           ―El Tatio. La respiración fatigosa de las cumbres. Significa el abuelo que llora. Fíjate, Tonio. Soy un Tatio. Si nos da tiempo subiremos. Está algo lejos. Un par de días. Tomamos un hotelito de pocas lucas. Hay un bus que nos lleva hasta la cumbre. Allí no hay nada. Pero te sientas y escuchas respirar a la montaña. Es hermoso, Tonio, muy hermoso.
         (Nostalghia. Enfermedad incurable. Recordar desde el camino. En otro tiempo. En otro espacio. Querer volver. Repetir el instante. Saborear. Tocar el horizonte. Conformarte con lo poquito que te ha sido dado. Sólo el fenómeno que te limita. El que te ancla. Como el intervalo de donde nadie huye. Huasos de compasión y sufrimiento. De eso tal vez se trate, de una simple comprensión. Yo escarbo. Viajo a lo profundo para entender por qué se sufre. Ellos comen, beben, charlan, ríen, doblan sus cuerpos bajo el tibio sol de esta primavera. Ellos son. Y sobre el banco mudo, mudo como un tronco muerto, pienso en que los días, el tiempo, pasa. En qué será cuando yo no esté. No sientas compasión por mí. ¡Quién la merece! Supe vivir a mi manera. Quise estar, ver, callar, ser el analista de los hombres y el testigo de sus miedos. Los hombres… Los hombres por los que siento com-pasión. Quizás haya nacido en otra época, una isla desierta me sirvió de cobijo.
           Andrei, responde. ¡Responde! ¡Di algo!
           Hoy se pierde todo.
           La ilusión traspasada por la prisa.
           El tiempo apretujado en una mano.
           Por ese todo, los brazos se nos caen.
           ¡Qué mediocridad!)

Los Andes
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 32. Crónicas 9. Antonio Florido

Crónicas (9)
Lisboa
Por Antonio Florido

             LISBOA


―Nando, lo que me cuentas es algo terrible. ¿Cómo puede ser Vasques el dueño de tu tiempo? ¿Un obstáculo, como confiesas amparado en la tragedia de tu existencia?
         (Me has dicho tantas cosas, detalles de una vida sosegada, la calle donde vive tu alma y la otra, más arriba, en el interior de ese cuarto oscuro donde secuestras tu propia manera de comprender el Arte…
          No. No puede ser. Sería una ocurrencia imposible.
          Eres un ser desdoblado, eso me cuentas, Nando.
          El trasiego de tus pasos por este miserable al que llamas Vasques, que podría ser cualquiera, por poner el caso en su sitio, digo. También hoy has fumado y has hablado conmigo como si estuvieses solo en el mundo. Lo único que te falta, querido comandante, permíteme, es que de vez en cuando decidas comprender al otro, al que se sienta frente a ti en este velador de restorán sempiterno. Un poquito vulgar, lo reconozco, donde hablamos de arreglar el mundo que nos tocó y de compendios filosóficos e intangibles. 
         Sólo pido una mirada de desprendimiento, detalle sumiso de un ser como tú, que vivió en mi futuro, al que creí entender que sería acaso yo mismo andando el tiempo.
          Me acuerdo del Escribidor cuando repaso el fondo oscuro y algo apenado de tus ojos, bajo la mascota que no te quitas nunca. Anotas lo que fue y lo que tal vez llegará a ser algún día, para los que vengan, que de esas circunstancias ya te pasaste de largo.
          También soy un siamés sin compañero, Nando). 
          ―Lo del tal Vasques es una metáfora, ¿es que no lo entendiste?
          (Hablas de cosas espantosas, de las imágenes que gasean por encima de nuestras mentes. Sobre el techo de arrebol, como de principios de siglo, flota una nube de saber que tú y yo pretendemos alcanzar, por eso quizás me hables con tus dichosas alegorías. Pero tu vida y la mía son también elementos que ya sucedieron, como ríos que pasan sin descanso, sumisos como todos los ríos de la tierra, con las espumas inclinadas y las aguas perdidas, ya comprendes.
          Logré atraparte entre unas hojas de hueso, casi amarillas por el uso y el despliegue de tantos ratos. Hay una ceguera roja con una franja alta y más roja si cabe, tu nombre en la zona más cara, la figura desolada de un hombre confundido, que confiesa en soledad la ruina de unos días muy vulgares, repetidos un millón de veces, hasta la consunción.
           Buscamos respuestas, pero comprende, Nando, que faltan muchas preguntas.
           Una mesa pintada de un roble perezoso, algunas cuartillas que apenas sirven en estos días, un recuerdo sobre la esquina callada de la propia que se mantiene a la expectativa. Eso es lo que soy. Un recuerdo que no habla, acaso un títere mancillado por unas manos locas y temblorosas.
           Ahora callas. Has logrado disparar tu mirada en la dirección correcta. Te veo con la expresión cansada de un hombre de otro siglo, como aquel del que hablamos algunas veces. Los tres juntos, ¿verdad? ¡Qué buena idea poder pasear con la tranquilidad de que nada ocurre, de que nada existe, de que todo es falso y cierto de alguna forma!
           Vasques de mierda, te coseremos los labios como al comandante).
           ―Es General, Tonio, General ―Nando me había leído el pensamiento.
           ―Te agradezco el apunte, hermano. Lo mismo sucedería sin la etiqueta porque el hombre se mueve por instintos. De la misma manera tomaría el fusil que hay en la mesa y lo acariciaría con la desidia del que conoce su propio destino. General, Comandante o Presidente. Son hombres repetidos. Todos ruines y egoístas.
           ―No todos son egoístas.
           ―De ti para mí, te aclaro que en mi mundo es así. Las cosas han cambiado sobremanera. Tú, en la Rua dos Douradores. Yo, en la parte resignada de Octavio. Lo mismo es, ¿acaso?
            (Lo que alimenta es esta comunión de poder hablar entre nosotros. Es difícil, muy difícil, esto que logramos. Hemos cruzado tierras y tiempos, soledades anchas, páramos y generaciones y, aun así, tenemos la fortuna, la increíble y maravillosa fortuna de saber, de poder entendernos como dos seres enfermos que van muriendo lentamente.)
           ―Maestro, soy Rulfo, Juan.
           ―Usted, como siempre, con esa amabilidad que tanto echamos en falta en estos días. Pero no me llame Jorge Luís. Sólo Jorge, por favor. Ni tampoco maestro. Quisiera ser Juan, como usted. Con esas cuatro letras tan poderosas y breves.
            ¿Dígame, cómo le va, querido amigo?
            Nando intentaba recordar cómo seguía ese tú a tú irrepetible. Pero se enfrentaba a un caso imposible, porque el diálogo vegetaba en su futuro.
            Como Borges, yo también quisiera ser un Pedro de Comala, pero hay empeños e ilusiones absurdas. 
            ―Ahí voy, muriendo, muriendo un poco más cada día…)
            Mi taza dormía hueca sobre la mesa. Sin embargo, moví la cucharilla por un quizás. El café se había enfriado, pero me daba cosa romper el hilo. Pedir uno nuevo, ¡qué ultraje! ¡Un acto subversivo, destruir el presente, lo más valioso!
           Volví la cabeza hacia el espejo de la ventana y dejé que Nando gozara los sorbos significados de su boca. Observé cómo avanzaba, incansable, la ofuscación de mi amigo. Y la carrera (huida) veloz de su armonía.
           Levanté la mano. El mozo se acercó con el diario alucinado. Olí el papel, la tinta húmeda sobre una celulosa trapeada. La portada apareció muda. No había titular ni fotografía de fondo. Tampoco logré adivinar la fecha del periódico. Pasé varias páginas y nada; las olas se fueron desplazando en una sinusoide matemática. Estrías de letras que deberían informar de lo ocurrido en la ciudad en alto, la que estira sus dedos para agarrar un mar que huye. Pero no conseguí encontrar el olor del hueso, ni los dibujos y fotografías en sepia. Eran simples hojas, puras crecidas de la realidad, cuando todo desaparece.
            Muerte en el salón y en el velador.
Tomé otro sorbito de una taza que ya no estaba. No pude ver a mi amigo.
            ¿Dónde estás, Nando?
            ¿Dónde tú, Juan, dime?
            ¿Dónde, Jorge, Jorge Luis, Jorgito del alma?
            Toda la vida persiguiendo una quimera y no la alcanzo. Me hicieron corto y obcecado. Quise investigar, aunque desde siempre me pensé incierto e incapaz para eso. Jamás lograría detener mi pensamiento en una sola idea. Insistiría, quizá, en abandonar a las primeras de cambio. Luego crecí y me atajé por el camino retorcido de los conceptos que nadie piensa. Me sentía a gusto componiendo y diseñando una nueva senda.
             Ser el primero en caminar por donde nadie. 
             ―¿Nando, por qué te paras? ¿Has sentido envidia por lo que dije? ¿Celos? ¡Dime! ¡Habla!
             Mi amigo levantó el rostro serio, enderezó el filo volcado de su mascota, acarició los extremos de su bigotito y comenzó a caminar con sus acostumbrados tanteos de niño.
             La calle se caía. Una poderosa pendiente tiraba de sus adoquinadas aceras. El tranvía escalaba fatigado. Resoplaban sus pulmones de acero. Los pasajeros, medio dormidos, apuntalaban sus cuerpos en los marcos de las ventanas. Pasaron a una velocidad ridícula, como si fuese un viejo chocho sin fuerzas. La rampa nos ayudó. Me arrimé y le tomé del brazo. Bajamos del todo engarzando los pensamientos de por qué nos tocó vivir de esta forma, con la dureza en el cerebro, ese ánimo inconcuso del deseo de crear para nada. 
           Es hermosa la ciudad del mar, con sus riberas crujientes y el roce de la espuma sobre las rocas. Pasó un barco balanceando su espalda. Parecía del pleistoceno. Un monstruo gigantesco que iría hacia adentro de la mar océana. Nos sentamos sobre un granito frío. Desde esa orilla distinguíamos el otro lado, donde las puntas de la desembocadura se van perdiendo. Un poco de niebla bajaba lenta. El puente, con su atrevida distancia, se confundía hasta llegar a desaparecer en el interior de esa densa neblina de la mañana. 
             Miré la juntura entre el mar misterioso y el horizonte quebrado. Se confundía la tierra con el agua. Nosotros también nos esquivábamos como la propia naturaleza.
            (Ideas trocadas en conceptos. Conceptos tomados por creencias, convicciones convertidas en piedras y éstas en dogmas infinitos. Nuestros argumentos horizontales convertidos en fisuras y agujeros insondables, sobre el suelo virgen de la ignorancia, honduras tenebrosas y ocultas a un mundo inmenso de mediocridad)
            ―¿Qué hacemos hoy, nene? El día está un poco desagradable. Puede que llueva y hace mucho viento.
            ―Mejor nos vamos de esta dichosa plaza, tomamos el tren y nos acercamos a Sintra. Lo he visto en el mapa, está cerca. ¿Te parece?
             Me echó uno de sus brazos sobre el hombro, besó mi cuello y fue resbalando su boca hasta alcanzar unos labios deseosos. Éramos unos recién casados, enervados por la rutina del mundo, con sus cadencias impuestas y las modas inútiles de siempre. 
            Me despedí de Nando con todo el dolor de mi pensamiento. Quedó allí sentado con el giro de su cuello. Parecía una figura esculpida en bronce, donde la gente se toma fotografías para tener en casa alguna imagen viva de alguien muerto. Sin embargo, para mí era muy diferente. Nando siempre en mis venas, desasosegando a cada instante. Con su tragedia gris oscura, silueta de hombre pequeño, sabia y astuta mirada, ojos tristes y caminar moribundo.
            Se necesitan personas así.
            El mundo sólo podrá expiar sus pecados con almas tristes y cultas, aunque estas almas yazgan desesperadas sobre las trivialidades más desesperantes.

Fernando Pessoa (Ñisboa, 1888-Ibídem, 1935)
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 31. Crónicas 8. Antonio Florido

Crónicas (8)
Bellavista
Por Antonio Florido

 

       BELLAVISTA


Salimos del Harry’s Bar y caminamos lentos por Ernesto Pinto Lagarrigue. Paramos en seco a la altura del 80, donde había una peña de planta baja, de paredes rojas con molduras en blanco.
         Sobre mediodía.
         Un sol hermoso y tibio. Se estaba bien en camisa. Cruzamos la calle, no demasiado ancha y casi sin tránsito a esa hora. Se dibujó una joven en la puerta, con un cubo. Fregaba un suelo imposible.
         ―¿Ya llegó?
         La chica bajó la cabeza. Toribio se entendía a las mil maravillas. 
        ―¿Entramos?
        Era una especie de tablao flamenco, al estilo chileno, con paredes pintadas al tun tun. Cuadros de toda la saga. Toribio se desarmó y colgó la prenda sobre una silla. Yo le imité. Luego me quedé de pie caminando muy lento por las paredes, deteniéndome de cuando en cuando. Miraba cada una de las fotografías. Eran viejas. Violeta, Hilda, Nicanor…
         Me fui enterando de poquito en poquito. La historia de una leyenda del país vertical. (La primera vez que vi el mapa de Chile me pareció una tierra que lloraba. Ese largo, desde más arriba de Atacama hasta muy abajo, donde la tierra se vuelve blanca, brillosa y fría, parece una lágrima que va cayendo y cayendo).
         Mientras esperábamos la llegada del Nano, la joven nos fue sirviendo unos platos y bebidas. Éramos dos solitarios en un espacio pintado, con varias caras que nos miraban con sombras de desprecio. Sobre las paredes había décimas, canciones escritas a mano… Salpicaban la estancia para que los comensales fuesen comprendiendo que los Parra son y serán siempre eso, los Parra. 
         Me excusé un segundo. Salí a la calle. Me apoyé sobre la pared. El sol se encajonó sobre mi rostro de ojos cerrados. ¡Pensé tantas cosas! Luego fumé con una tranquilidad excesiva. Moto azul con cajonera, apostada a varios metros, con la patacabra que la sostenía. Al lado un tronco que se arrepintió de haber sido árbol y torció el gesto. Subieron sus ramas y hojas con rabia porque ellas sí quisieron ser un árbol plantado en una acera de Chile, por donde nadie pasa en el día. Pero en la noche el mismo tronco torcido sostiene las espaldas jóvenes cargadas de inocencias y esperanzas. Quizás fuese un árbol de noche. 
         Llegó como arrepentido. Lucía una ponchera sobre una camisa blanca. Se arremangó y cruzó sus ojos con los míos. Se extrañaba el Nano. Toribio nos presentó. Fue cuando le vi algunos dientes de oro, en las esquinas profundas de su boca, la mano gruesa y fuerte, una frente amplia y el cabello crespo, con la brillante soltura de la juventud huidiza y el decoro. 
        ―¡Tonio, de España!  ¡Un escritor muy conocido!
        De nuevo se equivocó, pero yo sonreí diluyendo una terrible humillación. 
        Permanecimos de pie. Hablamos de lo que se habla en estos casos. Naderías, halagos, medida de distancias, reconocimiento de olores, intuiciones que salpican las entendederas de los que ya cumplieron algunos años. Nos caímos bien. Me cayó bien el susodicho Nano. Yo ya sabía con quién estaba hablando. Era de la saga. Uno de los de en medio, porque detrás empujan los jovencitos y los de antes ya murieron en sus cajas de pino. 
        ―¡Un segundo, ahora vengo, creo que tengo alguno arriba!
Mientras tanto Toribio se llevaba la cuchara a la boca. Yo analizaba el contenido de la cazuela. Apartaba con el borde de acero, llenaba y bebía. 
         ―¡Un artista, un artista! ¡Y muy considerado en toda la nación!
         Había guirnaldas, cadenetas coloridas, pinturas al fresco con rostros desencajados que intentaban imitar la real apatía de algunas personas que conozco. Sonrisas afectadas y posturas de foto. 
         Estaba rico el caldo. Y la chicha morada. 
         El Nano Parra se acercó a nuestra mesa a toda prisa. Siempre iba de acá para allá como si el espacio fuese a desaparecer. Llevaba un libro en la mano. Me lo tendió, le pasé el bolígrafo con una sonrisa. Dobló la cintura, abrió la portada, luego escribió como un niño muy chico que está aprendiendo. Observé que los dedos le temblaban. Garabateó sobre la hoja hueso. No lo leí al momento. Es de mala educación. Le volví a dar la mano. Le apreté cuanto pude, pero sus cantos no cedieron nada. Después el Nano Parra dejó de existir.  Estaba hecho libro, estrofas, poemas, cantos, sentimientos, voces al son de unos acordes de guitarra, ojos ávidos y bocas medio abiertas…
Letra enorme, enrevesada. Signos dibujados al estilo Cocteau, como suelo decir. Propia de un hombre iletrado o de un idiopático, pero supuse que el Nano no era ni lo uno ni lo otro. Una cosa extraña, pues. 
         “A mi amigo… Con todo cariño. Nano Parra”. En los suspensivos podría haber escrito cualquier nombre, porque todos los nombres son uno sólo, como en aquella novela de Saramago, me acuerdo. Lo de cariño es una suposición porque la línea podría indicar cualquier cosa. Tal vez una nube enfadada en un cielo de ceniza o una ola revoltosa que se cansó de la calma. Un loco que se duerme al son de una nana de amor vespertino. ¡Yo qué sé…! Olí las páginas. A enredadera con un poquito de humedad, en su punto. Letras y letras, marcadas con números romanos. Décimas del Nano. De vez en vez alguna fotografía en blanco y negro, difuminada, con los antiguos matices (si alguna vez los tuvo) desaparecidos, huyendo a la ciudad donde viven todos los colores del mundo. Gente muerta con sonrisas forzadas. Viejos y chicos, medianos. Guitarras sostenidas, vestidos en alto, luciendo el garbo y la altanera costumbre de señalar que aquí estoy yo, un Parra. 
          Todo Chile canta por los rincones las cuecas choras de este hombre que quiso ser poeta en una tierra de poetas. 
          Pagamos la cuenta. Nos fuimos con dos sonrisas agradecidas.  La calle seguía en su sitio, la moto echada, el árbol que deseaba ser árbol me miraba con sus hojas tristes. Volví la cabeza. Eché la última ojeada adonde jamás volvería. Suspiré porque estas despedidas son siempre duras de tragar. El paso ineluctable del tiempo que se achica cada vez más deprisa. Mis manos cierran unos dedos en el afán de retener algo, poquita cosa, un segundo, un color que huye, olores y gente que se cruza conmigo sin decirme nada. 
          El fragor de las aguas negras era dulce y chascoso. Nos echamos sobre la baranda para ver un poco de esa agua que nunca piensa en el avance. Sólo corre y corre, enajenada, buscando el bajo de la tierra, el mar a lo lejos. Sí, el agua quemada del Mapocho corre urgente para encontrar y arrejuntarse con esa otra agua ancha y calma del gran Pacífico.


Nano Parra. (Curacavi, 1937). Cantautor. Chile
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.