Líneas de desnudo. 30. El oficio de editar IV. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 30

El oficio de editar IV
Por Manuel Pérez-Petit

Plantearse en serio como objetivo el conocimiento del oficio es un buen primer paso para ser llegar a ser un día editor.  Como venimos viendo, no es tarea sencilla y, además, supone, por una parte, un conocimiento teórico y, por la otra, un conocimiento práctico. Y qué decir que también implica una formación continua. En nada de esto este oficio se diferencia de cualquier otro, pues todos conllevan aprendizaje de toda índole y actualización permanente. ¿Qué pensaríamos de un médico, un economista o un fontanero si no hiciera lo mismo? Tan de perogrullo resulta que no merece la pena abundar en ello. Pero, entonces, ¿dónde está la particularidad del oficio del editor? Nos ponemos en las manos del médico en un acto de fe convencido, lo mismo que en las manos de nuestro contable o cuando acudimos a un fontanero. Sabemos lo que nos dará y eso nos transmite una seguridad suficiente como para categorizar su trabajo. Si no funcionara, siempre podemos buscar una segunda opinión, tan de moda en este mundo del todo vale, a veces para buscar excusas, a veces por no querer aceptar la realidad, a veces porque pensamos que sabemos más que el propio profesional o porque ideas prejuiciosas nos inundan la cabeza.
            ¿Y el editor?, ¿dónde se nos queda? En realidad nos trae sin cuidado. Con lo que el editor ha sido en la historia… Quién lo ha visto y quién lo ve. Generador de un producto residual en la cadena de consumo que, además, cobra más valor por la mercadotecnia y la publicidad que por la literatura en sí misma, el del editor es, hoy por hoy, un paria en la tierra de los oficios. Podríamos tener la tentación de caer en el romanticismo –¡qué horror!– y dotar al individuo que adopta este trabajo de un aura de misionero con sus ráfagas de luces y todo, e imaginarlo como ser transfigurado en el monte carmelo de la fertilidad, alimentándose de raíces y bayas silvestres o de las limosnas de los viandantes que, siendo escritores o no, vean en él a un eremita predicador en el desierto que dedique su vida a la oración –o sea, a decir a la gente que lea– y al sacrificio –la condena de nunca prosperar aunque difunda obras maestras–. Para eso, es mejor ser un escritor “maldito” –tan de moda aún, por otra parte–, oler a alcohol y a falta de higiene personal, llevar a cuestas las pulgas de una mala vida que al final tiene éxito hasta con las mujeres, y más aún si se autopublica en fotocopias “obras maestras” incontestables.
            A colación de todo esto, hoy quisiera detenerme en esa milonga de las campañas de promoción de la lectura. ¿De verdad se creen que es función del editor promover que la gente lea? O ustedes o yo, uno de ambos, ha perdido el último tornillo que le quedaba en la cabeza o vamos mal en todos los sentidos. A ver, hablando en serio: lo que tiene que promover el editor no es la lectura, sino que se vendan los libros que publica. Y la razón es sencilla: De la precariedad de la vida del editor depende su condición ética. Un editor que pasa hambre no puede ser un buen editor, del mismo modo que un editor sin principios éticos y morales no puede ser un buen editor. Lo demás es romanticismo de kiosko, lo más barato que puede encontrarse en los anaqueles de una profesión que, a pasos agigantados, va perdiendo su sentido conforme avanza el calendario y la tontez del mundo.
            El editor es un instrumento al servicio de la obra literaria. Pone, pues, todos los medios a su alcance, empezando por su aptitud y conocimientos, en favor de una obra que es de otro. En ese sentido, sí tiene este oficio un cierto halo de ejercicio de donación, filantropía, altruismo o generosidad sin medida, en la medida en que el editor se niega a sí mismo, aunque no es menos cierto que si el editor fuera lo que debiera ser no encontraría satisfacción real en ello –como suele ocurrir– sino en las ventas –la rentabilidad– de los libros que edita. Pero no, la mayor parte de los editores promueven de manera esencial la lectura –que es cosa de libreros, por ejemplo, o de bibliotecarios–, cayendo en la trampa que con mucha dulzura y convicción se pone a sí mismo. 
            De manera particular yo creo que sobran todas esas campañas públicas de fomento a la lectura, que hoy por hoy tienen un protagonismo directamente proporcional a su fracaso en la consecución de sus objetivos. ¿Qué es eso de leer 20 minutos al día? ¿Equivale a que uno debería cepillarse los dientes tres veces o comer cinco o dormir siete horas o hacer deporte? La solemne tontería de ese tipo de promociones institucionales tiene una justificación objetivable: sirven para gastar presupuesto público –o sea, aportado por todos y cada uno de nosotros con nuestros impuestos–, y así cubrir el presupuesto público, que es estupendo que lo haya, aunque yo me pregunto: ¿No tendría más sentido emplear ese presupuesto público en apoyar, subvencionar, promover y alentar proyectos de la sociedad civil –esto es, de la gente–, programas de empresas, editoriales, iniciativas de servicios culturales, asociaciones civiles…,  que sí fomentan, y no solo la lectura, sino la escritura y el libro, el desarrollo comunitarios, la vida de las personas?
            Visten mucho en las campañas institucionales los prescriptores, personalidades famosas –a veces incluso por su incultura– que por su fácil identificación por cualquiera –”artistas”, futbolistas, periodistas...– hacen bonitos los carteles –y cuestan al erario público un pastizal– diciéndole a la gente que lea…, y teniendo en realidad el mismo efecto que los truculentos anuncios de enfermedades pavorosas y fulminantes en las cajetillas de tabaco: ni nadie lee un minuto más por aquellas campañas ni nadie fuma un cigarrillo menos por éstas. Sin embargo, si ese presupuesto “cultural” se empleara en nuestras naciones para ayudar a proyectos como, sin ir más lejos, éste de Letras, ideaYvoz, o el de Kolaval, igual la gente sí leería, y hasta puede que fumara menos. Y no me digan que barro para casa, porque la verdad es que con tanta campaña pública de lectura inútil se me queda cara de tonto.
            En efecto, han conseguido inocularnos el suero de la tontez crónica. El editor en lugar de vender libros promueve que se lea –que no está mal, pero no es lo suyo–, poniendo esto por delante de lo otro y, por tanto, desvirtuando en cierto modo su trabajo y su proyección de futuro. Me dirán que ambas cosas van de la mano, pero en la próxima entrega de esta serie de El oficio de editor les demostraré que no. El ingeniero que promueve la lectura se las ve y se las desea tanto por la incomprensión de sus en su mayoría cuadriculados colegas como por lo costoso de mantener un proyecto de fomento a la lectura de esta envergadura y naturaleza, dado que no reditúa –ni mucho ni poco–, si solo nos atuviéremos a la cuenta de resultados. El inexistente hoy por hoy lector, mientras, se deja llevar por los dorados cabellos de la prescriptora –famosa por su papel estelar en la telenovela de moda o por ser la madre de los hijos de un famoso cantante, qué sé yo– de que lea para seguir sin saber siquiera qué es un libro… Y es que así estamos todos: tontos de capirote.
            Si no, que me lo digan a mí. Ayer por la mañana salí a comprar café, pues justo se me estaba acabando el que me quedaba. Como editor que soy –y, por lo mismo, pobre, dadas las circunstancias, que sobrevivir ya es mérito–, siempre suelo mirar precios y comparar unos productos con otros de la misma especie. Sin embargo, me detuve en la etiqueta de un frasco que tenía impresa una fotografía de un personaje: nada menos que Diego Lainez, gran promesa del fútbol mexicano y, sobre todo –para mí–, estrella futbolística emergente de mi equipo del alma, el Real Betis Balompié, que esta temporada va como un cohete con el objetivo de clasificarse en la liga española para competiciones europeas –olé–. Por su manera de sujetar la taza, este joven deportista e ídolo no me pareció muy cafetero, pero a mí me dio igual. Tontuno que soy de algún modo por contagio del aire respirable general, compré ese café, sin mirar el precio. Y no está nada mal, menos mal. En esto me he sentido afortunado, porque la cosa está como para fiarse de las campañas de mercadotecnia, que nos lavan la cabeza al punto de que a muchos editores les importa más que se lea que que se vendan sus libros.
   
Fotografía:  "Etiqueta del frasco de café que compré esta mañana (detalle)". ©M. P.-P., 2021

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 29. Distopía X: Un mundo mejor. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 29

Distopía X: Un mundo mejor
Por Manuel Pérez-Petit

Cuenta que te cuenta y aún con el peligro de convertir esta nueva entrega de mi serie acerca de la distopía en una novela-río –lo cual sería como obtener todas las papeletas del sorteo de un naufragio–, me lanzo a la aventura de reflexionar acerca de algo muy de nuestros días, tan pobres en buena literatura y tan ricos en mala vida, pese a que a veces parezca lo contrario, lo cual es una contradicción pues fue siempre ésta –la mala vida, en el buen sentido– la generadora de aquella –la buena literatura, al fin fruto de la vida vivida–, y esto me hace pensar una vez más y reafirmarme en el pensamiento de que vivimos un mundo peor, de manera independiente a la nueva realidad de la Era distópica que ya nos atrapó.
            Ya veníamos viviendo en un mundo peor y todo estaba siendo sometido aunque fuera al mercado, en que el egoísmo ya era la razón de ser de cada cual, en que mirábamos cada vez más y veíamos cada vez menos, en que los muertos paseaban por la calle y la depresión asentaba sus reales en nuestras vidas sin ni siquiera darnos cuenta. Un mundo vigilado, de la desconfianza, del dolor, del suicidio, de la autodestrucción, del ruido, del horror al vacío, del pánico al silencio. Un mundo en que se confundía al más agresivo con el más fuerte y en el que cada día tenían menos cabida los resistentes, que ni son fuertes ni son agresivos pero estaban desde siempre abocados a sufrir golpes por sistema –y lo sé por experiencia–. Un mundo de granito y acero inoxidable, árido y frío, de apariencia indestructible, de fuegos fatuos, lleno de emociones descontroladas. Un mundo que daba miedo. No loco sino desquiciado, esquizo e imprevisible. No puede sorprender, pues, que los de arriba aprovechen la pandemia para hacer su faena maestra.
                Un mundo en que todo el mundo escribía, por ejemplo, al punto en que era mejor no decirle a nadie que tú también lo hacías... De golpe acabo de recordar ahora una publicación de mi amigo Luis Bugarini de septiembre de 2016 en su blog “Asidero” de la revista mexicana Nexos, titulada “El auge del palabrero”, y de la que saco una cita literal: “Como nunca antes había sucedido, ahora la condición de escritor se otorga con apenas méritos”... En efecto, todo el que escribe líneas cortas es poeta y el que hace parrafadas es narrador –o lo que es peor: novelista–. Todo ingenioso tiene frases memorables que escribir y compartir con los demás, para que le aplaudan. Hay quien dice sin pudor que tiene fans... Oigan, que no. Que esto es un oficio, y nada fácil, por cierto. Que hay mucha gente con libros publicados que no son escritores, que no pueden serlo, que están a años luz de la posibilidad de convertirse en ello. Y pasa lo mismo con el periodismo. Por definición es periodista –y pactemos con la realidad– todo aquel que es contratado por un medio de comunicación. Pero eso no le hace periodista, como tampoco lo son los que aprovechan, que son mayoría, las redes sociales para dar “noticias”. Por esa misma razón, periodistas somos todos y, por tanto, carece de sentido el periodismo. Ser periodista, como ser escritor, no es fácil. Hay que tener disciplina, rigor, autocrítica… Sin embargo, la frivolidad se instaló ya hace mucho, a lo que parece de forma muy enraizada, en nuestras vidas, y estamos en una época como ninguna otra de la consagración del todo vale, elevada ya a la enésima potencia con la distopía que nos tiene en la burbuja, y por la que cobra especial y urgente relevancia la necesidad del verdadero arte y la verdadera literatura o el periodismo de verdad, tan grave cuestión que quizá por ello la vemos prescindible. Y creo de verdad que lo que falta en el mundo es imaginación, espíritu, valentía, capacidad de amar y conciencia, elementos sin los cuales no podremos llegar a ningún sitio pero que son los primeros que solemos tirar a la basura.  
            La verdad resulta incómoda o incluso nos parece más defecto que virtud. Sin conciencia –esto es, sin ella–, hacer lo que a cada uno nos venga en gana es muy fácil, sin tener en cuenta nada ni a nadie. Así, todos vamos a lo nuestro, sin importarnos en absoluto ninguna otra consideración ni límite. Y en esa tesitura, ganancia para pescadores: resulta que alguien, en nombre de un “bien superior”, nos pone los grilletes. 
            A la hora de transformar en positivo el estatuto de las cosas no se trata de aplicar una mala e insana interpretación de la solidaridad, esa palabra tan mal usada y tan vaciada de contenido y de tantas connotaciones hermosas como tiene. Lo primero que falta en el mundo es amor. En el incremento de nuestra capacidad de amar, de transmitir la luz, de hacerlo empezando por amarnos a nosotros mismos –que es otra cuestión fuera de moda y confusa–, estará la virtud más revolucionaria que pueda nadie imaginarse, la antesala de la fertilidad y la superación de este mundo nuevo espantoso que nos cerca. Claro que si consideramos esto una solemne tontería llegamos a donde estamos y, zas, lo que nos entra es ganas de morirnos –y hayh muchas maneras de hacerlo–, otra gigantesca consecuencia de lo que hay, porque tener ganas de morirse es, en realidad, un nuevo acto de soberbia, y como bien sabemos, la soberbia es el principio de la infelicidad.
            No seguiré por la vía filosófica. Al final lo que hay que hacer es pedagogía. El caso es que si nos amamos a nosotros mismos y alcanzamos la humildad tendremos la capacidad real de ver el mundo, y amarlo, y a través de ello ser sensibles a la realidad, observarla, analizarla, verla y transformarla. Deberíamos olvidarnos de posturas de rebeldía sin fundamento, tales como sentirse al margen de la sociedad, pues es un contrasentido, y nadie encuentra la libertad negando su condición de ciudadano. Y ahí es en donde entran en juego la imaginación, el espíritu y la valentía, teniendo conciencia de que los grandes esfuerzos son buenos si están acompañados de pequeños y cotidianos esfuerzos, si vivimos con plenitud y afrontamos el reto, sabiendo a ciencia cierta que no hay reto imposible por mucho que lo parezca. Para ello solo habría que apelar a la imaginación, a la capacidad de saber que la vida existe –y hasta en nosotros mismos, miren por dónde– y que nos invita a transformar el mundo, un mundo que no nos agrada y ante el que nos sentimos rebeldes, porque hoy se nos presenta carente de sentido y de esperanza. 
            Y como no hay nada peor que un mundo triste que niegue la esperanza, creo con sinceridad que nos deberíamos preguntar qué hacer, ¿sentarnos a oírnos a nosotros mismos?, ¿lamentarnos acaso y no hacer nada porque creemos que nada es posible? Espero que no. La observación de la sociedad actual nos invita a comprometernos aún más, a olvidar el miedo al fracaso y a pensar en positivo, porque solo triunfa el que se lo propone. Yo no sé ustedes, pero yo pienso hacerlo, y para ello me propongo, verbigracia, desterrar de mi vocabulario las palabras que suenen a desidia, a fracaso, a falta de ilusión o a ver el vaso medio vacío. 
            Si no, la novela-río en que puede convertirse nuestra vida se desbordará antes de llegar al mar, y el naufragio –que puede ser bonito verlo en películas pero que en la vida real es horripilante– nos apresará, y todo ello será la consagración de una realidad deleznable: estaremos viviendo de forma definitiva en un mundo peor sin solución posible. Un mundo ennegrecido con apenas sombras.
Fotografía:  "Un mundo ennegrecido con apenas sombras". ©M. P.-P., 2009

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 28. Distopía IX: “Yo soy tu padre”. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 21

Distopía IX: “Yo soy tu padre”
Por Manuel Pérez-Petit

Cierto es que el año p. 1 d.p., en éste su discurrir como cuchillo en mantequilla en nuestras existencias hacia la perdición de la Era distópica que se adueña de nosotros con la misma sutileza con que el canciller Palpatine se adueñó del joven padawan de jedi Anakin Skywalker, de alma, vida y corazón, todo lo ha trastornado como por ensalmo, generando un desconcierto sin precedentes en la historia. Pero hoy no hablaré de ello.
            Cierto es que hubo otras pandemias y catástrofes con anterioridad, y desde siempre, que generaron caos y luego reconversiones, transformaciones y radicalizaciones de todo tipo, pero no lo es menos que una vez pasada la tormenta todo volvió a ser igual, y así una y otra vez hasta nuestros días. Sin embargo, en este artículo no abordaré tampoco este asunto.
            Cierto es que esta pandemia de la tercera década del siglo XXI es, a lo que vemos, diferente a todas las anteriores, en esencia y en trascendencia. Ha venido para quedarse –qué duda cabe– y los poderosos del mundo han tomado, con agilidad de cancerbero mítico, la sartén por el mango de nuestras existencias, incluso como nunca antes, para ahogarnos en su bilis venenosa, aunque este tema lo dejaré para otro día.
            Cierto es que en mi Líneas de desnudo del pasado 5 de febrero, titulado “Distopía VI:  La nueva Era (1)” defendía que la Era distópica “es una regresión gigantesca para la Humanidad”, y añadía que de “más de doscientos años”, porque de algún modo nos regresa a la sociedad estamental y de control imperante desde la baja edad media hasta el siglo XVIII, y cierto es que si bien aquellas monarquías absolutas lo controlaban todo no sabían quién era cada cual –y en el fondo les daba lo mismo–, y, sin embargo, ahora, saben de todos y cada uno no solo fe de vida y penales sino si hasta si tenemos, por ejemplo, una incipiente caries en la parte interna del segundo molar superior permanente del lado izquierdo, pero no lo saben por la ficha del dentista –pues lo saben antes de que éste la certifique e incluso antes de que a uno le duela– sino por el chip que nos implantan –y hasta lo harán de manera física, y si no al tiempo– para saber, anclados a sus poltronas de poder en oscuros despachos con olor a azufre aunque muy desinfectados, quién es quién y cómo manejarlo por completo en la arácnida sociedad diseñada de manera oportuna en la que ejercen un control omnímodo del universo, cuestión que vengo abordando pero acerca de la cual hoy pido disculpas por no abordar.
            Cierto es que hoy ya hemos certificado por decreto la muerte real de la libertad en aras de un “bien común” abstracto y demagógico pero oportuno a sus intereses y de una nueva “libertad” en que controlan no solo nuestros pensamientos e intenciones sino hasta si nos hemos hecho recta o torcida la raya a la izquierda al peinarnos el cabello esta mañana, y lo hacen sin pudor, con luz y taquígrafos y sin necesidad de ponernos una pistola en la cabeza. Y hoy, de todos modos, tampoco me apetece hablar de esto.
            Cierto es que ya hemos certificado por decreto la abolición real de la persona mediante la potenciación interesada de conceptos tales como los de individuo o número –que ya se están imponiendo–, y que no tardará mucho en inaugurarse un mundo feliz para regocijo y solaz de unos pocos y el ordenamiento “eficiente” de todos los demás, nuevos parias de la tierra con códigos de barra y vigilancia continua, de lo que en esta ocasión me abstengo de hacer comentario alguno.
            Cierto es que el lado oscuro, el reverso tenebroso, es “más rápido, más fácil, más seductor”, como el maestro Yoda le dijo a Luke durante el entrenamiento de éste en el planeta Dagobah, y no lo es menos que los dirigentes del mundo no solo han caído en él –estaban más predispuestos que el Chavo del ocho a transgredir las normas, poniendo caras de tonto, dicho sea con todo el respeto al Chavo del ocho– sino que hasta los funcionarios intermedios del sistema se apuntan a ello en masa, pletóricos de alegría, pues el nuevo estatuto de las cosas así lo prescribe. Y a qué decirles que no comentaré esta realidad en la presente entrega.
            Cierto es que ya hemos certificado por decreto la muerte real de la democracia a manos del nuevo totalitarismo que ejerce de facto ya el gobierno –y los gobiernos– de la nueva sociedad, los nuevos monarcas absolutos, el nuevo estamento de los jefes del mundo, con su estrategia grabada en piedra ya de palo y zanahoria... , y, ahíto de dolor como me encuentro, tampoco quiero enfrentar esta materia en estas líneas... 
…
            Y lo cierto es que, entre mis tareas, mi arrastrar la bola de dolor que estoy hecho –solo por el hecho de ser persona y creer en la libertad– por los calendarios más duros que recuerdo de mi vida, mi torpe y escabroso atravesar el desierto que me toca –y en realidad nos toca a todos– y mi levantarme en cada momento con el alma llena de ciática –doblados por el espinazo como andamos–, ya ni recuerdo de lo que de verdad quería hablar en este artículo, pero lo que sé es que toca armarse de esperanza y amor y fe –lo cual es un trabajo hercúleo en esta tesitura en que todo es frío como el acero y difuso como niebla londinense– si no queremos vernos cara a cara con la nueva realidad –que son los nuevos dirigentes, nuestro smartphone, nuestras píldoras diarias de autocontrol y soma, ...– y ésta nos diga, mientras nos vence con su sable de luz de las tinieblas, con voz de ultratumba –lo cual sería ya nuestra perdición–: “Estás derrotado. Resistir es inútil. No te dejes derrotar como lo hizo Obi-Wan... No hay escapatoria. No me obligues a destruirte... Todavía no te has dado cuenta de tu importancia. Solo has empezado a descubrir tu poder. Únete a mí y yo completaré tu entrenamiento. Combinando nuestras fuerzas, podemos acabar con esta beligerancia, y poner orden... Yo soy tu padre... Juntos dominaremos el mundo como padre e hijo. Ven conmigo. Es el único camino...”

 
   
Fotografía:  ©M. P.-P., 2009

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 27. El elegido 3: Anakin Skywalker, víctima de sí mismo. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 27

El elegido 3: Anakin Skywalker, víctima de sí mismo
Por Manuel Pérez-Petit

“Aprender a liberarte de aquello que, precisamente, perder temes” fue el consejo que el maestro Yoda le dio al joven Anakin Skywalker, no en vano el miedo siempre ha sido una puerta al lado oscuro de la Fuerza. El joven padawan –aprendiz, para los legos en la materia– del maestro jedi Obi-Wan Kenobi se había enamorado en secreto de Padmé Amidala, a quien conoció siendo niño en Tatooine, en el límite exterior, desconocido hasta entonces y famoso en el futuro –y no solo por sus dos lunas–, su planeta de origen. Cuando la conoció le preguntó si era un ángel. Tiempos difíciles aquellos, pero muchos más complejos los que tuvieron lugar durante las guerras Clon, cuando surgió, contraviniendo las normas jedi –que prohíben de manera expresa apegarse a nadie–, el amor incontenible entre Padmé y Anakin, que se casaron en secreto en el planeta Naboo. 
            Después llegó lo inevitable, la otrora reina de Naboo –una monarquía no hereditaria sino electiva– y, en ese momento, representante de su propio planeta en el Senado de la República intergaláctica, queda en estado de buena esperanza. Anakin se enteró de la noticia a su regreso de una misión con su maestro en la que habían rescatado con gran riesgo al canciller Palpatine de las garras del conde Dooku, muerto en ese lance a manos del propio Anakin. Sin embargo, en lugar de dar lugar a la felicidad que suele provocar una noticia de tal calibre, esto generó en el joven pesadillas y ansiedades que le llevaron a consultar al maestro Yoda.
            Por entonces, hace mucho tiempo, en una galaxia lejana, muy lejana, se vivía una cruenta guerra civil que luego desembocaría en el terrible primer Imperio intergaláctico, maquinado por Lord Sith Sidious, cuya identidad en ese momento no se había desvelado y hasta se dudaba de su existencia, pues los jedi vivían convencidos de que los sith habían sido exterminados hace mil años, aunque eran conscientes de que en el proceso guerracivilista el enemigo eran gentes –no se puede decir personas porque había fauna de todo tipo y hasta cyborgs– que se habían pasado al lado oscuro. 
            Anakin era hijo de Shmi Skywalker, una esclava de origen desconocido que había sido llevada al planeta Tatooine y era propiedad de un comerciante de chatarra llamado Watto, espécimen de una raza de seres alados originarios de Toldaría y llamados toydarianos. Su concepción está envuelta en el misterio, pues Shmi afirmaba que Anakin no tenía padre. El niño creció y desarrolló una gran inteligencia y una notable vivacidad, al punto de estar construyendo en sus ratos libres sin la menor ayuda un androide de protocolo al que llamó C-3PO, capaz de dominar seis millones de formas de comunicación. 
            Cuando contaba con 9 años de edad conoció a Padmé. En aquel tiempo era esclavo, como su madre, de Watto. La entonces reina se encontraba huyendo de Naboo, que había sido invadida por la Federación de Comercio, acompañada de un reducido séquito personal, el maestro jedi Qui-Gon Jinn y su padawan Obi-Wan Kenobi y el droide astromecánico R2-D2. Por una avería en su nave, tuvieron que detenerse en Tatooine. Los jedi se dispusieron a ir a buscar las piezas que necesitaban con el droide y Padmé, en principio una doncella de la reina pero en realidad la reina misma de incógnito, pues, como ella dijo después, utilizaba señuelos que se hacían pasar por ella como medida de protección personal.
            Después de varias peripecias, los jedi obtuvieron la libertad de Anakin, y con más razón al descubrir que el niño poseía una cantidad nunca vista antes en sus células de midiclorianos, criaturas microscópicas simbióticas gracias a las cuales se puede entender los designios de la Fuerza y hasta es posible que dé la vida... Qui-Gon Jinn se llevó consigo al niño, con la promesa de convertirlo en un jedi, y cuando lo presentó al Consejo Jedi surgió entre sus integrantes la duda de que pudiera tratarse de el elegido. La leyenda contaba que un día un jedi llegaría para dar equilibrio a la Fuerza… 
            Así comenzó Anakin su entrenamiento como futuro caballero jedi, a manos de Obi-Wan, quien lo tuvo bajo su tutela durante diez años, al término de los cuales tuvo lugar su reencuentro con Padmé. Que no se vieran antes no se explica en esta saga que en realidad es un western en el que en lugar de fusiles winchester se usan sables de luz y en lugar de con revólveres se resuelven las batallas con pistolas de agua que disparan rayos. El reencuentro de Padmé y Anakin coincidió con una creciente amistad de éste con el canciller Palpatine, quien con mucha habilidad va consiguiendo de manera paulatina manipularlo. A eso ayuda la impulsividad y la falta de autocontrol –sobre todo en lo que se refiere la ira, la demora y la frustración– del joven todavía padawan, que le lleva a infringir en numerosas ocasiones –sin confesar incluso– las normas de los jedi, como todas las derivadas de la ira –que no son pocas en su caso– o, sin ir más lejos, la de enamorarse y apegarse a alguien, y en esto no tuvo medida, llegando a contraer matrimonio con su amada. 
            Palpatine lo nombró su representante en el Consejo Jedi, convirtiéndose en el miembro más joven de la historia del mismo, pero no obtuvo el reconocimiento de maestro, lo cual le produjo una fuerte frustración, con la que comenzó en realidad su viaje al lado oscuro. Sus pesadillas, que eran acerca de la muerte de Padmé fueron acrecentándose, a partir de lo cual se convirtió en su obsesión salvar la viuda de su esposa, cuestión que el canciller le prometió si seguía sus consejos, entre los cuales se encontraban enseñanzas sith. Poco después, el propio Palpatine se manifestó como Lord Sith Sidous, y aunque Anakin lo comunicó al Consejo, ya era tarde para él. Cuando fueron a detener al canciller, actuó a favor de él y se sometió a su enseñanza, siendo rebautizado como Lord Darth Vader. Ayudó entonces a su nuevo maestro a ejecutar la orden 66, que consistía en el exterminio absoluto de los jedi, de lo cual solo escaparon el maestro Yoda y Obi-Wan Kenobi. Una vez activada y en ejecución la orden, Anakin acudió al Templo jedi, donde vivían y aprendían las enseñanzas jedi numerosos niños, y los asesinó a todos, tal y como descubrieron poco después Yoda y Obi-Wan, cuando se reagruparon para analizar la situación.    
            El canciller Palpatine declaró en el Senado la ley marcial y la transformación de la República en el Imperio y se autonombró emperador. Poco después, Padmé supo de la deriva de Anakin, lo que la sumió en una gran tristeza, y viajó al planeta volcánico Mustafar, buscándolo. Su embarazo estaba muy avanzado, pese a lo cual discutieron y Anakin la agredió, dejándola inconsciente. En la nave en que ella fue en su búsqueda viajaba también de incógnito Obi-Wan, que se enfrentó en un duelo con sables de luz al que había sido hasta hace poco su aprendiz, venciéndolo, tras lo que llevó a Padmé a la base secreta de asteroides Polis Massa, en donde ella dió a luz gemelos a los que puso por nombre Luke y Leia, muriendo en el parto. Modificaron su cuerpo para que pareciera que seguía embarazada al momento de su muerte y Yoda y Obi-Wan decidieron separar a los niños. Leia fue adoptada por el senador Organa en el planeta Alderaan y Luke, llevado a Tatooine, donde sería criado por el hermanastro de Anakin, Owen Lars, y su esposa. 
            El emperador rescató a Anakin, ya Lord Vader, que había quedado malherido de su duelo con Obi-Wan, y lo sometió a una curación tecnológica espantosa, convirtiéndolo en un cyborg. Cuando se repuso, Vader preguntó por Padmé y recibió por respuesta que él mismo la había matado en un ataque de ira, lo que terminó de rematar su conversión profunda al lado oscuro.
            Es el caso de Anakin Skywalker, una víctima de sí mismo, de sus miedos, de sus heridas... Un elegido por causas biológicas, por lo que su naturaleza era inevitable, aunque si no lo hubieran descubierto los jedi en Tatooine en su día igual hubiera pasado desapercibido a la historia. Sin embargo, se lo llevaron en la esperanza de que fuera aquel al que se refería la leyenda, y, más tarde, sus limitaciones personales y su inmadurez le llevaron a elegir un camino no previsto en la leyenda del elegido que debía llevar el equilibrio a la Fuerza. Pero el apellido Skywalker y su árbol genealógico posterior dará mucho que hablar. Es cosa del destino, ese fatalismo en el que muchos creen, negando de paso la libertad, pues todo comenzó con una profecía acerca de la cual el maestro Yoda dijo en otro momento: “que mal interpretada pudo haber sido”.
 Máscara de Lord Darth Vader
Fotografía:  Máscara que impuso el emperador a Anakin Skywalker, ya convertido en Lord Darth Vader, en la intervención a la que lo sometió por las graves heridas derivadas del duelo que éste mantuvo con Obi-Wan Kenobi en el planeta volcánico Mustafar (la imagen es de dominio público).

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 26. El oficio de editar III. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 26

El oficio de editar III
Por Manuel Pérez-Petit

Igual que todo cabe en los libros, todo cabe en nuestra cabeza, en la de todos y cada uno. Otra cosa es que lo ejercitemos, que si no lo hacemos tampoco pasa nada. No estoy aquí para prescribir, menos mal. Pero la vida sigue su curso, y no podemos clavarnos solo en lo que nos acucia.
            Hablemos hoy de racionalidad, que es el atributo cognitivo en que se enmarca y desarrolla la capacidad de pensar, evaluar, entender y actuar de todos y cada uno. No debe confundirse con la inteligencia. Hay personas muy inteligentes que no tienen capacidad alguna de raciocinio. Doctores tiene la iglesia, como suele decirse, y no abundaré en temas que son más propios de científicos que de humanistas, dos cosas que no deberían tampoco confundirse, como ya deberíamos tener asumida la diferenciación de la trinidad información-conocimiento-sabiduría, aunque sea de manera intuitiva. La lógica, por su parte, además de una disciplina de la filosofía, es, por decirlo de algún modo, la forma en que se expresa la racionalidad de cada uno en cada uno. Por lo general, la mayoría de nosotros utilizamos la lógica racional –reconozco que en esta afirmación soy generoso–, que conforma lo que llamamos sentido común, mediante lo cual decidimos qué tiene sentido o qué no lo tiene. Pero con solo el uso de la lógica racional no se puede de ningún modo ser editor, pues hacen falta muchas más herramientas cognitivas e intelectivas para ejercer este oficio tan antiguo y complejo.
            Igual que se dice que todo está en los libros –y yo lo creo–, todo está en nuestra cabeza –así, dicho literal–. Otra cosa es sacar de nuestras mentes todo lo que se puede sacar. Nuestras capacidades cognitivas e intelectivas pueden entrenarse y desarrollarse. El ejercicio de la memoria –no confundir con la memorística, fruto de la capacidad de memorizar–, por ejemplo, se puede trabajar al punto de que todos tenemos capacidad de reconstruir nuestras propias historias de vida, incluso por encima de los recuerdos, los cuales, por lo general, vienen a distorsionar nuestra memoria, por cuanto son siempre subjetivos, en tanto la memoria es identitaria, y, por eso, tiende más hacia la objetividad. Es en nuestras capacidades cognitivas –relacionadas con el conocimiento– e intelectivas –relacionadas con el entendimiento– donde radica la clave. Un editor debe ejercitar y desarrollar ambas. 
            Para comprenderlo, debemos seguir abundando en los niveles superiores de la lógica, una vez visto que el nivel básico –el racional– no es suficiente. Si ascendemos por la escala, nos encontraremos con la lógica analógica, que nos permite poner en relación una cosa con otra. Es lo que conocemos por analogía, en realidad también un método simple de deducción que nos permite, por ejemplo, separar las obras literarias por géneros, no solo por narrativa, poesía, teatro…, sino por novela histórica, policíaca, de amor… Está bien poder poner en relación una obra literaria con otra y así tener un método, una categorización, pero esto es a todas luces insuficiente para ser editor, lo cual nos obliga a subir un nivel más en el desarrollo de la lógica: la silogística, mediante la cual se puede poner en relación una cosa con otra y sacar una conclusión, de carácter deductivo. Este nivel de la lógica no es tan simple como los anteriores, pero tampoco habilita a una persona para el oficio de editor, lo que nos obliga a acudir aún a un nivel superior: la lógica heurística, que nos pone en la situación no ya de relacionar una cosa con otra sino de conocerlas –comprenderlas– a fondo y establecer un debate. La heurística, conocida como ciencia del descubrimiento, permite resolver problemas y desarrollar la creatividad. Es el único nivel de la lógica en que puede moverse un editor, que, en el marco de la pragmática lingüística, debe interesarse en la interpretación de cada obra, por ejemplo, y su contexto, entendido éste en su conjunto –como situación, según dirían los expertos–, teniendo en cuenta los factores extraliterarios que condicionan al autor en cuanto hacedor de una obra, esto es, a todos los factores que no son en sentido estricto formales. Es en este nivel, ya digo, del desarrollo cognitivo e intelectivo en el que solo se puede ser de verdad editor. 
            Y esto no es teoría.  Es más, en la posibilidad de abrir las capacidades cognitivas e intelectivas a mucho más de lo habitual está la clave del desarrollo real y efectivo de este oficio desconocido que es el de editor. A ello se puede llegar con dinámicas, juegos, estrategias tendentes, en primer lugar, a romper las barreras mentales que, por motivos culturales y/o educacionales, se llevan, por decirlo de algún modo, “de fábrica”. En esa línea, se tendría que poder responder rápido a preguntas que nos rompen los esquemas. Y para empezar con ello no conozco nada mejor ni más adecuado que una obra de Gianni Rodari (1920-1980), escritor, pedagogo y periodista italiano, “Gramática de la fantasía”, subtitulada “Introducción al arte de contar historias”, publicada en 1973 por cierto por uno de los más notables editores de todos los tiempos, Einaudi. En “Gramática de la fantasía”, un ensayo pedagógico dirigido a docentes, padres y animadores, según sus propias palabras, para quien cree que es necesario que la imaginación tenga su lugar en la educación, para quien confía en la imaginación infantil, para quien conoce el poder de liberación que puede tener la palabra, Rodari exprime las posibilidades de la inventiva a través, en efecto, de la palabra, para lo cual comienza con romper las estructuras lógicas del lenguaje, que es en los términos en que se mueve la mente de las personas, y pasa del “qué pasaría si...” a proponer retorcimientos de la lógica en forma de ejercicios de lo que podríamos llamar “gimnasia intelectiva”, con técnicas hoy ya tan populares como la de “el binomio fantástico” –tomar dos palabras en nada relacionadas entre sí para inventar la manera de relacionarlas–, la “ensalada de cuentos” –mezclando cuentos tradicionales en uno solo– o “los cuentos al revés”.... Técnicas todas ellas eficaces, y lo digo también por experiencia, en la tarea de cualquier creador y, por ende, de cualquier editor, que debe tener las mismas condiciones que un autor y editar su obra sin intervenirla.
            Toda mente es maravillosa, pero toda mente ejercitada es incontenible. Si la mente del editor no es incontenible, no podrá ser nunca un buen editor.

   
Fotografía:  Portada de la primera edición de "Gramatica de la fantasía": GIANNI RODARI, Grammatica della fantasia. Introduzione all’arte di inventare storie. Giulio Einaudi editore, Torino, 1973 (prima edizione).

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 25. Hombre-Voluntad. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 25

Hombre-Voluntad
Por Manuel Pérez-Petit

La lucha de Manuel es como la de Sísifo: eterna, ciega, 
absurda, pero inmanente a su forma de entender el caos.
Antonio Florido

Vaya por delante mi agradecimiento a mi muy querido amigo, el escritor de Carmona –lo cual ya es un grado– Antonio Florido, quien, estoy seguro que motivado por su aprecio personal, tuvo a bien escribir acerca de mí, y, a colación de mi artículo publicado en Letras, ideaYvoz el pasado día 16 de febrero, titulado Vivir es amar, hasta en dos medios digitales españoles (periodistadigital.com y elcorreodeespana.com), se descolgó con una reproducción de mi ya mencionado texto como percha para una reflexión en que me define como Hombre-Voluntad. Y, en efecto, lo soy, como también es cierto que no pocas veces a lo largo de los años he querido mandar a la voluntad a freír gárgaras, reconozco que fracasando en cada intento.
            Voluntad de vivir, voluntad de amar, hasta convertirme en una especie de ejemplo del arquetipo –si es que existe, que, si no, debería existir– del que no se rinde nunca, dotado de ese tipo de constancia que nunca ceja en su o sus empeños, y cae cuesta abajo una y otra vez, y una y otra vez vuelve a levantarse y sube, sometido en todo caso siempre a las limitaciones de la racionalidad y el sentido común, cuestiones con las siempre estoy en disputa y que estoy seguro que no juegan limpio conmigo, con lo importante que es eso que llaman fair play, pero también a una fuerza interior y una visión del mundo  en la que nada es imposible –y acaso al ser diferente genera controversia–. Que conste que yo sí juego limpio, que siempre jugué limpio con todas y cada una de mis cosas, aunque tampoco es menos cierto que siempre tuve facilidad de hacer amigos de esos que, a las primeras de cambio, no te perdonan un estornudo, pero también a construir amistades de verdad, cimentadas en el conocimiento y el reconocimiento mutuos, que – ésas sí– siempre van conmigo. En definitiva, un tenaz, acaso algo torpe, que no malo, y puede que autolesivo en cierto modo; eso creo que soy en parte, con todos los matices que se quieran poner. 
            En una ocasión, un viejo amigo me dijo que yo tenía miedo al triunfo, y puede que algunas veces haya sido cierto. Mi tío Antonio, que en paz descanse, al que dediqué mi Líneas de desnudo del sábado pasado, me dijo varias veces, hace años, que no me metiera más a crear empresas, y ya ven cómo me ha ido por no haberle hecho caso. Me falta colmillo, por ejemplo, y la capacidad de decir no, y me sobran muchos síes, por no abundar en el asunto, pero, en líneas generales, acepto de buen grado mi deriva. Entre las muchas cosas que me aportó mi tío, aprendí a pactar con la realidad, pero una cosa es la teoría y otra la vida, y mira que me puso ejemplos. Aún así, a estas alturas del campeonato de mi existencia, pacto de manera decente con lo que me toca. Adquirí también, por otras vías, la capacidad de vivir cada momento como si fuera el primero y el último, lo cual es compatible con una visión que vaya más allá, mucho más allá, de lo inmediato. Soy de los que piensan que cada uno se busca lo que tiene. No le echo la culpa a nadie de nada, aunque me hayan fallado –yo también fallo en muchas ocasiones–, pues si ese alguien me falló fue porque yo, y solo yo, lo puse en la posición de hacerlo. Soy el único responsable de todos los errores cometidos por todas las personas en que he confiado a lo largo de mi camino, incluido yo mismo, y atribuyo los méritos acumulados siempre a los demás. No me gusta el escaparate, prefiero las bambalinas, y mi tendencia es a lamerme heridas en silencio y oculto y a ponerme mi dosis de Jean Paul Gaultier para salir a la calle, aunque se me esté cayendo el mundo encima. De todos modos, si eso ocurriera –que el mundo se me cayera encima– lo que habría que hacer es volver a levantar el mundo. ¿Dónde está el problema? Debo confesar, de todos modos, que poseo una clave que me lo da todo: la fe. Soy persona de fe, aunque en la práctica a veces pueda disimularlo. Me criaron en la fe, y vivo convencido de que la fe está en la base de mi capacidad. Y creo en los milagros, que son fruto solo de la voluntad, de la fe y del amor.
            Varios amables lectores han coincidido en estos días en sugerirme que siga escribiendo de amor. Que sí, que están muy bien mis series de la distopía, el elegido y tal, pero que en el mundo lo que hace falta es amor, y que, por lo visto, yo lo hago bonito. Sin embargo, más que en el amor creo en la voluntad. Amo, sobre todo debido a mi fe, que no puede darse sin amor. En mi capacidad de amar está también la base de mi resistencia. Creo, en cualquier caso, que la combinación buena está en unir el ejercicio de la voluntad y la capacidad de amar. 
            Dando en el clavo que más duele, dice Antonio en su artículo: “A lo que nos enfrentamos día a día en este indeseable mundo donde pareciera que el amar y el vivir estuviesen prohibidos”, y es que lo están, y no digamos Dios o los valores buenos –la honestidad, entre ellos, pero también la compasión, la integridad, el respeto, la empatía, la responsabilidad, la solidaridad, el perdón, la gratitud...–, que no es que estén de facto prohibidos, es que están desprestigiados y hasta denostados por la mayoría. Dice Antonio más adelante –y es el epígrafe con que he iniciado este Líneas de desnudo–: “La lucha de Manuel es como la de Sísifo: eterna, ciega, absurda, pero inmanente a su forma de entender el caos”. A Sísifo, hijo de Eolo y Enareta, marido de Mérope, posible padre de Odiseo –Ulises– con Anticlea, que luego fue esposa de Laertes, rey de Corinto, lo conocemos de primera mano por Homero. ¿Podría yo compararme con Sísifo? Con el personaje, imposible, pues tenía fama de ser astuto y sabio, condiciones que creo que no me alumbran en exceso. ¿Por su castigo? Ahí sí soy Sísifo. En el inframundo, en que Ares lo puso bajo su custodia, Sísifo fue obligado a cumplir su famoso castigo ejemplar:  empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, piedra que antes de llegar a la cima siempre rodaba hacia abajo, por lo que debía empezar de nuevo desde el principio una y otra vez, tal y como se cuenta en La Odisea, que no especifica la causa de tamaño castigo, aunque sí nos cuenta la habilidad que tuvo Sísifo para poder salir del inframundo, lugar al que al final se negó a regresar, muriendo de viejo en su casa. Y en esto último ya sí creo que me parezco algo a Sísifo, aunque no tanto como Heráclito, el protagonista de La lluvia en las hojas del platanar, novela de mi querido editor en este espacio de Letras, ideaYvoz, Roger Octavio Gómez Espinosa, que volvió del otro mundo para cumplir nada menos que su proyecto de amar... 
            En lo del castigo, desde luego parece el mío, pero yo no lo llamaría castigo, aunque sí acierta de pleno Antonio en que mi lucha tiene mucho de ciega y absurda pero “inmanente a su [mi] forma de entender el caos”, como cuando remata: “Tal vez el secreto que nuestro autor [yo] nos oculta es que este caos, además de simbolizar un esperpento ondulado, como lo previó Inclán en Luces de Bohemia, se nos presenta como la salvación para levantarte cada mañana y seguir con la eterna roca del mito”.
            Tengo claro que la piedra que me toca empujar, porque me toca empujarla, no podrá nunca conmigo. Es cuestión de voluntad, de amor... y de fe.
 __________
Nota del autor
Valga esta desnudez expresada aquí como celebración de mis simbólicas “bodas de plata” –mi artículo 25– en Letras, ideaYvoz, con gratitud y sin que sirva de precedente.
 
   
 ©Viviana Castillo, 2011.
Fotografía:  15 de abril de 2011. Manuel Pérez-Petit leyendo poemas de su libro Creo en los milagros. Antología personal 1985-2009 (Morvoz, 2011) en la celebración del Día Internacional del Libro en Tlalnepantla de Baz, Estado de México, en un acto organizado por la Casa del Poeta José Emilio Pacheco. Fotografía: ©Viviana Castillo.

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 24. El elegido 2: Frodo, el tonto. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 24

El elegido 2: Frodo, el tonto
Por Manuel Pérez-Petit

Necesitamos arquetipos, pues con ellos nos entendemos mejor. El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) incide en ello, otorgando a la voz ‘arquetipo’ nada menos que cinco definiciones, de las cuales se puede sacar un denominador común: un arquetipo es, de manera elemental, un modelo, tal y como indica en la primera definición: “Modelo original y primario en un arte u otra cosa”, aunque también matiza en las demás. Dice, por ejemplo, que es un “Punto de partida de una tradición textual”.
            Visto lo visto hasta el momento, podríamos concluir que un arquetipo es un elemento de ficción, pero nada más lejos de la realidad si seguimos consultando el DRAE. Para el ámbito de la psicología reserva hasta dos acepciones. Dice, primero, que es “Representación que se considera modelo de cualquier manifestación de la realidad”, y en la cuarta afirma: “Imágenes o esquemas congénitos con valor simbólico que forman parte del inconsciente colectivo”. Y hay que llegar a la quinta (“Tipo soberano y eterno que sirve de ejemplar y modelo al entendimiento y a la voluntad humanos”) para completar el cuadro y darme por completo la razón en la frase con la que he comenzado esta nueva entrega de mi Líneas de desnudo, esta vez perteneciente a la serie “El elegido”: Los arquetipos sirven para entendernos.
            Hay muchos arquetipos, pero aquí nos ocupa el del elegido. Un elegido no es un héroe y tampoco un redentor dotado de fuerza y capacidad fuera de lo normal. Al contrario, se trata de una persona corriente que, incluso, tiene mayores limitaciones que los demás. Veíamos el caso de Neo, en Matrix, un pirata informático en una sociedad controlada al que no le cuadran las cosas y busca respuestas para entender mejor lo que ocurre, tarea en la que descubre su misión, y hoy quisiera detenerme en el caso de Frodo Bolsón, al que cariñosamente llamo el tonto más tonto que pueda uno imaginarse. Porque lo es.
            Así que Bilbo se va y, aconsejado por el mago Gandalf, le deja a su sobrino Frodo el anillo que le ganara con acertijos a Gollum en la cueva de las montañas Nubladas, hace años, cuando formaba parte de la expedición de los enanos que iban a luchar por recuperar Erebor, como se cuenta en El Hobbit. Así arranca El señor de los anillos, obra cumbre de J. R. R. Tolkien, publicada en 1954 y llamada a convertirse desde el primer día en un clásico. Se trata de un anillo misterioso y mágico cuya importancia no tardará en conocerse: es el anillo único, forjado por Sauron, el señor oscuro, en Mordor, en los fuegos del monte del Destino, para dominar la tierra. El señor de los anillos es la historia de la destrucción del anillo único. Frodo lo lleva a Rivendel, donde tendrá lugar el Concilio de Elrond, en el que se decide –no sin arduos debates– que el anillo debe ser destruido en el mismo lugar en que fue creado, pues, además, es indestructible por cualquier otra vía. Nadie puede quedárselo dado que el anillo, que tiene voluntad propia, busca regresar a su dueño originario, y, por si fuera poco, tiene el poder de envilecer a quien lo posea. Como en principio parece el más inmune al poder del anillo de todos los presentes, se le encarga a Frodo la tarea y se constituye una cofradía o hermandad compuesta de ocho integrantes, representantes de distintas razas y pueblos, denominada “La comunidad del anillo”, que parte hacia Mordor a cumplir la encomienda. Lo demás, lo deberían conocer todos, no por las películas –que tampoco están mal, pero no cuentan de verdad la historia– sino por la lectura de este cuento largo maravilloso al que todos llaman novela, aunque para mí tiene más de lo primero que de lo segundo, sobre todo si nos atenemos al perfil de los personajes, siendo la mayoría de ellos planos –y arquetípicos en algunos casos–, y en el que, dicho sea de paso, el héroe no es de ningún modo Frodo. Pero aquí no estamos hablando de héroes sino de elegidos. A Frodo le toca como a cualquiera de nosotros nos puede tocar la cagadita de un pájaro echando una tarde de domingo en una terraza cualquiera. En su simpleza, a Frodo le engaña todo hijo de vecino. Pocos personajes he conocido en mis lecturas tan influenciables como este joven hobbit de La Comarca, al que, como es lógico, el anillo seduce y tortura, sin prisa y sin pausa, con una eficacia demoledora y terrible. Menos mal que siempre está con él Samsagaz Gamyi, un hobbit bueno y leal, que cuida de él y observa con agudeza todo lo que está pasando. Es su escudero en las duras y en las maduras. Sin él, la historia hubiera sido distinta, porque si hubiéramos dependido de Frodo estaríamos listos. Y me ahorro contar la de veces que Sam salva a Frodo.
            Al llegar al final de su camino, quedando solo como asunto arrojar el anillo a los fuegos, va Frodo y dice que no, que se lo queda, y Gollum, que los ha estado siguiendo en secreto a fin de recuperar su “tesoro”, se lanza sobre él y forcejea, consiguiendo arrancarle el anillo a Frodo de un mordisco en el que se lleva también el dedo del hobbit, pero en su festejo por haber conseguido lo que buscaba, se tropieza y cae al fuego, convirtiéndose de este modo en el ejecutor inconsciente del mandato del Concilio de Elrond. ¿Han visto ustedes un final más tonto alguna vez? No me hablen de la condición humana. Frodo no es humano, no me sirve que me digan que los seres humanos son débiles. Lo de Frodo no es debilidad, es tontez, y de la importante. Cierto es que a Frodo lo eligieron por simple, lo cual en apariencia le hacía menos vulnerable al poder del anillo que cualquier otro, como también lo es que Frodo fracasó en su misión. Sin Samsagaz no hubiera llegado a su destino, y cuando llegó se declaró poseído. Menos mal que estaba Gollum –un ser tampoco dotado de una inteligencia extrema–, casi tan tonto como él, que se cae en donde no debería celebrando haber conseguido su objetivo.
            Personaje plano y previsible como tablero de ajedrez, inadecuado como ninguno para la misión que se le encarga, dotado de una torpeza paradigmática al punto de que ni siquiera genera simpatía, en todo caso es, pues, Frodo, el más básico, limitado y tonto de los ejemplos del arquetipo de elegido, pero un buen personaje para la historia que se nos cuenta, un cuento para niños que debe tener como tal, peripecias, enredo y tropezones. Simple y funcional, un arquetipo con el que ni siquiera merecería la pena entenderse.
   
Fotografía:  Dibujo original de 'El señor de los anillos' (Ilustración: J.R.R. Tolkien). Donado en 2008 por Julian Blackwell, presidente de la cadena británica de librerías Blackwell, a la biblioteca de la Universidad de Oxford (Reino Unido). Fuente: https://www.elmundo.es/elmundo/2008/03/07/cultura/1204898375.html

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 23. El sobrino del diablo. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 23

El sobrino del diablo
Por Manuel Pérez-Petit

                     A la memoria de mi tío Antonio Petit Caro*

Me gusta redactar mis Líneas de desnudo justo el día antes de su publicación. Debo confesar que el cierre diario siempre fue mi debilidad y mi predilección, y aún con el riesgo que pudiera conllevar siempre hago lo mismo. Es una herencia de mi oficio de periodista, que tuve el honor de desarrollar, hace muchos años, en varias redacciones de periódicos en España y México.
          Ayer me encontraba en plena redacción de una nueva entrega de mi serie El elegido, dedicada esta vez a Frodo Bolsón, sobrino de Bilbo y portador del anillo en El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, cuando desde Sevilla me llamó mi madre para comunicarme una noticia que no por esperada era y es brutal para mí.
          —Manolo, tengo malas noticias…
          —Dime, mamá, sin preámbulos.
          —Es que me lo acaban de decir.
          —Pero dime ya –en realidad, yo ya sabía a qué se estaba refiriendo.
          —Tu tío Antonio ha muerto esta tarde.
          Colgué. A qué decir que al momento fui yo quien la llamó y continuamos conversando por un rato.
          De entrada, les voy a pedir disculpas por la naturaleza personal del presente texto, pero la verdad es que no podía no hacerlo. Bien. Desconozco si conocen la expresión de ser sobrino del diablo. Frodo y yo tenemos en común serlo –en su caso– o haberlo sido –en el mío–. Se dice que uno es sobrino del diablo cuando su tío es soltero, hasta donde sé. Y durante años, para mi tío Antonio yo fui un sobrino del diablo, y hasta de este modo se refería a mí.
          El escritor británico C. S. Lewis (1898-1963) publicó en 1942 el libro del que deviene tal expresión: “Cartas de un diablo a su sobrino” –dedicado, por cierto, a J. R. R. Tolkien–: recopilación de treinta y un artículos en forma de carta publicados en un diario inglés en los meses precedentes, escritas por un viejo y pérfido demonio, de nombre Escrutopo, a su sobrino Orugario, imberbe aún en las tareas que le correspondían como diablo. Se trata de una apología de las virtudes cristianas escrita en forma de sátira, de muy recomendable lectura, en la que el anciano Escrutopo imagina el infierno en el siglo XX: una gigantesca burocracia capaz de hacer el mal mejor que nunca… ¿No les suena? A mí, sí, desde luego, pues es uno de los factores principales de la nueva Era distópica que acaba de comenzar y se implanta a velocidad extrema ya desde este mismo p. año 1 (d.p.), en el que –y no es casualidad– acaba de fallecer el maestro "diablo" del que fui y seguiré siendo sobrino.
          Las cartas son lecciones que el anciano imparte al joven a fin de prepararlo para su tarea: cada ser humano es una potencial víctima –a la que denomina “el paciente”– que hay que sumir en el sumo mal a fin de conseguir su condenación y poder devorarlo y tomar posesión de su alma y su voluntad. Si el diablo en cuestión fracasa en la misión, el diablo viejo tendrá que intervenir y hacer él su tarea.
          Pero “Cartas de un diablo a su sobrino” no se queda en lecciones teóricas. La víctima objeto de la misión de Orugario es un londinense, a quien, por supuesto, hay que debilitar su fe. Se supone que si el joven diablo consigue que no practique valores o virtudes va a tener ganada buena parte de la batalla, dado el supuesto de que un acto bueno refuerza una virtud. Para ello, debe llevar a su paciente al terreno de las tentaciones, de promover en él la indolencia, la gula, la promiscuidad y/o la venganza, y conducirlo por una ruta gradual, casi sin que se dé cuenta, hasta que sea irreversible su perdición. Todo ello era posible merced tanto a la debilidad como a la influenciabilidad de los seres humanos. C. S. Lewis, conocido sobre todo esta obra y por “Las crónicas de Narnia”, por ejemplo, y de quien yo recomendaría, de igual modo, su ensayo “La abolición del hombre”, tenía la intención con esta compilación de epístolas de resaltar las virtudes humanas como vía para no llegar al pecado, poniéndolas aún en mayor valor por las tentaciones que cada persona debe soportar. 
          Mi tío Antonio fue así conmigo, y de nadie aprendí como de él, y aunque no tanto como hubiera debido sí lo bastante como ser buena persona y mejor profesional. Periodista de carrera y profesión, fue director del diario vizcaíno La Gaceta del Norte, hoy ya extinto, y fundó en Bilbao, España, con otros compañeros de profesión, la primera agencia española regional de noticias, VascoPress, que dirigió durante cerca de 20 años. En 1999 se trasladó a vivir a Madrid en que fue director de comunicación y relaciones externas de Unesa, la patronal eléctrica española, hasta 2010, fecha de su jubilación. En 1987 había sido nombrado presidente de la Asociación de Periodistas de Vizcaya, y en 1993 de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), máximo órgano colegiado de los periodistas españoles. Bajo su presidencia fue creado el código deontológico de la profesión en España, siendo fundador y vocal del Comité de Quejas y Deontología de la FAPE durante años. A lo largo de su vida obtuvo muchos premios literarios y reconocimientos profesionales. Fue autor de media docena de libros. Gran amante de la tauromaquia, ámbito en que es reconocido como autoridad, gozó en general de un gran prestigio profesional.
          Ya me gustaría a mí tener muchas más cosas en común con él de las que al final tengo, pero entre las que sí teníamos estaba habernos formado como periodistas en la misma casa de estudios: la Universidad de Navarra, que es algo que marca, como sabrán los que conocen dicha institución, así como la fe –la suya más fuerte y estable que la mía, desde luego; un modelo para mí–, y el amor a la profesión, que ambos ejercimos –salvando las distancias, pues él era un profesional excepcional– con verdadera pasión. Con todo, nada de lo anterior es en realidad importante si no puedo destacar lo que fue –y seguirá siendo– para mí: el "diablo" mayor y sabio que a mí –su sobrino escuincle– me dio las claves principales para entender el mundo. Durante años ambos nos buscábamos y lo cierto es que muchas veces no respondí a sus expectativas acerca de mí. Él me ayudó en vida más –mucho más– de lo razonable, y yo lo necesitaba de manera sistemática por cuanto que sin su presencia en mi vida me sentía huérfano. Aunque se casó con mi querida tía Charo y tuvo cuatro hijos, para mí fue siempre como Escrutopo para Orugario. 
          Le debo casi todo, por eso le dedico este espacio. Fue mi modelo, mi guía, mi maestro, y quedarán para mí sus correcciones fraternales, muchas, que muchas veces dolían, y no poco. Podría escribir ahora algo así como las cartas de Antonio a su sobrino, pero mi testimonio profesional y de vida son más elocuentes en la mayor parte de los casos. Tardé en aprender y nunca aprendí del todo de su magisterio lleno de vida y sabiduría. Podría volverme de golpe hernandiano, y escribir, por ejemplo, que se me ha muerto como del rayo –lo cual es cierto, por otra parte– o aquello de que con él tanto quería…, pero también sé que dándome igual lo que piense cualquiera siempre seguirá conmigo. Y lo que sé es que sin sus lecciones y su benéfica y potente presencia en mi vida yo no estaría ahora aquí. Y casi ni siquiera sería yo.

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Nota de autor *
Publico este Líneas de desnudo en su homenaje. Escritor y periodista, nació en Sevilla en 1943, murió en Madrid en 2021. Sus restos volverán a Sevilla a descansar para siempre.
   
«Cartas de un diablo a su sobrino», de C. S. Lewis. 1942.
Fotografía:  Ejemplar con sobrecubierta de la primera edición de "Cartas de un diablo a su sobrino", de C. S. Lewis. Geoffrey Bles publisher, 1942.

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 22. El oficio de editar II. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 22

El oficio de editar II
Por Manuel Pérez-Petit
Lo venía hablando ayer mismo con un compañero de Kolaval. Todo el mundo cree que es escritor y todo el mundo cree que puede ser editor, y el caso es que todos los procesos históricos suponen una transformación fruto de lo cual llegamos a nuestro presente, el que nos toque, y las cosas no son tan fáciles como parecen. Esa evolución o complejización del proceso da en que hoy el editor tiene mucha menos importancia que nunca. Por el diletantismo imperante –pues todos creen creer que pueden ser editores–, por la desaparición del rigor –causado por el todo vale tan propio del legado de la Revolución francesa– o por la proliferación de la formación –todo el mundo recibe cursos sin parar como si ello les capacitara para formarse en profesión alguna o para poder presentarse ante posibles empleadores con un perfil cada vez más amplio, olvidando que el que vale para todo, en realidad, no vale para nada–. Decía un autor, José Joaquín León, gran periodista y editor de prensa, en un leve debate que se suscitó en el foro que tenemos de autores de nuestro modesto aunque ambicioso proyecto editorial: “Salvemos al editor, en trance de extinción”. Y en otra conversación –la primera a la que me refería en este artículo–, David Hidalgo, compañero desde España entre otras en las tareas editoriales de nuestra casa, me preguntaba: “¿Puede ser considerado el editor un superhéroe altruista de la cultura que lleva a cabo su labor (justiciero de los textos) en las sombras?”, a lo que yo contesté: “El editor, poéticamente hablando, es una especie de Indiana Jones del talento y, sobre todo, de la obra literaria, que puede ser hecha con el talento pero más que nada está hecha de voluntad y rigor”. Continuaron los debates, por lo que decidí adelantar en varios días esta segunda entrega de El oficio de editor. Luego, en nota de autor aparte, les anunciaré mi nuevo plan de publicación, una vez mi editor, Roger Octavio Gómez Espinosa, me lo ha aprobado. Sin embargo, el debate con David prosiguió, al punto de que le dije: “No se puede ser editor si se tiene mentalidad de funcionario. El editor es un emprendedor, alguien que rompe sus barreras mentales y es capaz de abrirse a lo inesperado…”
          Debo reconocer que me sorprendieron, y de manera grata, los diversos frentes de debate abiertos a colación de mi artículo de este martes, por estas y otras vías que no desglosaré acá para no agotar mi espacio disponible y entrar en materia a fondo, y lo cierto es que mientras el editor fue un gran motor del cambio en el mundo occidental durante el XVIII y el XIX hoy es un productor de objetos residuales en la cadena de consumo. Cuando no se entienden las Cortes de Cádiz de 1812 sin los doscientos periódicos que hubo en el proceso constitutivo gaditano, en una ciudad chiquitita, bien chiquitita; cuando no se entiende la gran literatura del siglo XVIII sin la prensa, porque Gulliver de Swift es una crónica parlamentaria, no una novela; cuando no se entiende el concepto de libelo sedicioso y los impresores los escribían y difundían en forma de panfletos periódicos tendenciosos para promover cambios en la sociedad, a fin de salvar la censura del sistema…, cuando no se conoce esto ni se comprende no nos puede sorprender –pues fue una constante en la historia– que, en la nueva sociedad que surgió tras la Revolución francesa, la censura fuera igual o peor que en la sociedad estamental previa, resultando además que el editor pasó de ser un protagonista del cambio social a convertirse en un elemento extraño e incómodo, pues acostumbrado ya a ser resistencia con mucha dificultad aceptaba el nuevo control. 
          A mí me recuerda aquello a Platón, en que la poesía se quedó al margen de la sociedad en Occidente, y, por tanto, ningún trabajo creativo o fruto del libre pensamiento tendría cabida en el concepto social por cuanto rompe con los esquemas que se pueden establecer como convencionales. Y así, a partir del siglo XIX, el concepto de artista romántico, que hace lo que quiere y rompe si quiere, supone una gran transformación y también un gran elemento de confusión, en el sentido de que altera el canon imperante. En nuestro tiempo –esto es, en los últimos dos siglos– el talento es un gran mal. Hasta finales del siglo XVIII se podía encauzar muy bien, pero ya a finales del XIX se convirtió en algo de libre disposición, pudiendo cada cual desarrollarlo a su mejor entender y surgiendo, en consecuencia, los problemas.  Yo he conocido mucho talento que no sirve para nada, muchas personas que tienen muchas ideas pero no desarrollan ninguna.  Y hoy el talento, en efecto, no sirve para nada. Es una fuente brutal de frustración, pues hay que tener una madurez personal muy sólida para poder manejarlo. Podríamos, no es menos cierto, analizar esta cuestión del talento, y es posible que lo haga en alguna de mis próximas entregas, pero a mi entender es, de entrada, un terrible mal de nuestro tiempo, y dejo aquí mi reflexión, para que no me digan que me encanta hacer amigos, no sin dejar de indicar que este problema es también hijo de la Revolución francesa, a su vez legataria, en última instancia, de Platón.
Cuando todo el mundo cree que puede hacer de todo, la mediocridad, o sea, la negación del talento, se sienta en el trono de la pirámide social. Su origen está en Platón, desde luego, y pasa por Santo Tomás de Aquino cuando a éste se le ocurrió sistematizar todo el conocimiento y, por si fuera poco, ponerlo al servicio de la fe, pues a partir de ahí surgió el debate en el barro del pensamiento que nos ha traído estos lodos de nuestro tiempo. Apenas un siglo después, Guillermo de Ockham lo revisó y –ojo al dato– negó la teoría de los Universales, que era aquello que sostenía y daba coherencia al pensamiento tomista, dando pie, un siglo después, a la Reforma protestante, rompimiento de la unidad de pensamiento de Europa, centro del universo incontestable de aquel tiempo.  No es casualidad que, también poco más de un siglo más tarde, surgieran dos figuras fundamentales para entender lo que hoy ocurre: John Locke y Thomas Hobbes. Es este último el que en su obra Leviatán escribe: “el hombre es un lobo para el hombre”, y sentencia que la sociedad es una “guerra de todos contra todos”, a partir de lo cual establece un orden social basado en celdas, en el que la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro, marcando el origen de la sociedad de solitarios que hoy existe.  
          Pareciera que estamos hablando de filosofía, pero estamos hablando de cosas reales.  De filósofos aferrados a la realidad que dictan la norma social. Hoy, sin embargo, un filósofo escribe algo y solo queda en el plano de los intelectuales. No sabemos qué pasará dentro de un siglo, pero es terrible lo del Leviatán, porque Thomas Hobbes diseña la sociedad que tenemos hoy, y aunque hay debates que revisan esto y dicen que la libertad de uno no termina donde empieza la libertad del otro, que nuestra sociedad no tendría que ser de solitarios, pues la libertad de uno termina donde empieza el deber que tiene uno de respetar la libertad del otro –si establecemos una secuencia lógica de que un derecho conlleva una obligación–, estos no dejan de ser pensamientos. Válgame dios de corregir a Thomas Hobbes, pero lo cierto es que está en el origen de la Revolución francesa, y en el de que a partir de cierto momento de la historia –finales del XVIII-principios del XIX– el concepto del artista y de las profesiones cambiara por completo y uno ya pudiera hacer lo que le diera la gana.  
Hoy por hoy todo el mundo escribe en una hiperinflación que tiene que ver con la confusión que nos invade.  No es lo mismo ser original que creativo.  Muchas veces nos basamos en nuestra capacidad de tener ocurrencias con las que escribir un libro que ofrecer a un editor… Y mi conclusión como tal es que el ochenta por ciento de la gente que escribe no sabe escribir. No es capaz, por ejemplo, de concebir una frase con sujeto, verbo y predicado. En fin. También hablaba hace un par de días de los diccionarios, que nacieron al calor de toda esa época convulsa.  Los diccionarios son el instrumento elemental tanto del escritor como del editor, pero nos encontramos con que la inmensa mayoría no los usa.
          ¿Cómo se separa hoy la función de editor de la del escritor? ¿Hasta qué punto, desde el ámbito profesional y/o moral, un editor tiene el poder o el permiso para entrar un poco, invadir un poco, lo que es la faceta de la obra creada por el  escritor o son compartimentos totalmente aparte? Bueno, son oficios diferentes. Normalmente un editor no debe ser escritor.  Hay una incompatibilidad de base. Otra cosa es que el editor pueda tener a otro editor para sus obras, porque la cuestión es que no puede editarse a sí mismo. Es mi caso, y funciona. Hay editores, desde luego, que son escritores. Los grandes editores de la historia, y un día hablaremos de varios de los más significativos, por ejemplo, no eran autores, o lo eran en secreto. El Impresor tampoco lo era, o, en todo caso, lo era de libelos que solían cocinarse en las trastiendas de las imprentas, en tertulias sediciosas con los autores de referencia de su casa. Pero el que es escritor tiene un texto que ha hecho con esfuerzo y rigor y voluntad y que pone en manos de un editor, de un productor de libros, y empieza a trabajar con él. Aquí no hay teoría, para la teoría se apunta uno a uno de esos cursos de formación que al final no sirven para nada. El editor tiene que tener suficiente cabeza para entender aquello sobre lo que no está de acuerdo, sin ir más lejos, y poder llevarlo a buen puerto.  No importa el gusto del editor sino la pertinencia del texto que está trabajando con el propio autor, que sea lo que tiene que ser. Lee en voz alta, pues la literatura entra por el oído y no por los ojos, y avanza con una lectura analítica a fin de dejar el texto en condiciones de ser reproducido, fino, lo cual es capital.
          (... Continuará…)

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Nota del autor
Sí, ya sé que hoy no es martes 2 de marzo, fecha para la que anuncié mi segunda entrega de El oficio de editor, pero, como he dicho, el debate suscitado antes de ayer me ha llevado a seguir en ello. Debo anunciar que esta semana habrá artículo mío, además de hoy, jueves, el sábado 25, y que a partir de la próxima semana, mi Líneas de desnudo en Letras, ideaYvoz aparecerán lunes, miércoles, viernes y domingo, no teniendo día fijo para ninguna de mis líneas. 
Fotografía: Portada del libro Leviathan, de Thomas Hobbes. 1651. La frase latina que aparece en la parte superior ("Non est potestas super terram quae comparetur ei", que se puede traducir como "No hay poder sobre la Tierra que se le compare") es una cita del Libro de Job. (La imagen es de dominio público)

Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 21. El oficio de editar I. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 21

El oficio de editar I
Por Manuel Pérez-Petit

Debo confesar que me encanta ser editor. Me permite dedicarme a los demás y a sus cosas, y, además, me separa de mi obra de tal forma que ésta mejora y crece por sí sola en todos los sentidos, pues por el mismo ejercicio de la profesión que ejerzo vive desprovista de toda ambición. Y es en esa libertad y plenitud en la que existe la posibilidad de que algún día yo sea capaz de escribir algo reconocible y bueno, que será también el momento en que deje de escribir, que es la actividad, junto a la leer, a la que he dedicado más tiempo a lo largo de mi vida.
            El oficio de editor no se adquiere con un grado académico. Como en el periodístico, uno tiene que tener madera, por lo que en realidad no es “culpable” –y enfatizo haber puesto esta palabra entre comillas– de ser editor o periodista, sino que ha optado por serlo y, con mayor o menor grado de realismo, podrá llevar a cabo tal misión con suma, escasa o nula plenitud. Podría darse el caso de que alguien tuviera unos conocimientos técnicos extraordinarios y una capacitación fuera de toda duda y no pudiera ejercer de verdad ninguna de ambas profesiones, las cuales, de algún modo, van de la mano.
            El oficio de editor es complejo y desconocido, y hay que adquirirlo, desde luego, pero si no se tiene ese no sé qué que algunos llaman madera y otros olfato o califican con epítetos parecidos, y que se mueve en terrenos más cercanos a lo intuitivo que a lo racional, no se podrá nunca ejercer la profesión con el relieve que esta amerita y requiere, dada su trascendencia en la sociedad. Un error muy común es creer que ser editor es leer. O conocer a un diseñador o diseñar uno mismo y enviar a una imprenta un texto más o menos maquetado para que se hagan ejemplares. Lejos de eso, la función del editor es canalizar el proceso completo de puesta a disposición del lector de un texto, sea este narrativo, poético o visual. Y para ello debe tomar decisiones, pues en última instancia tiene en sus manos un material que debe convertir en objeto de consumo, pero sin olvidar que el libro hoy está a la cola en la lista de las preferencias de cualquier consumidor. Y eso no es fácil. 
            El trabajo del editor es muy cercano al del amanuense, que se niega a sí mismo para que brille el texto y no él. Es más, debe negarse a sí mismo al punto de estar por encima de sus gustos, preferencias y hasta sentimientos. Si no por criterios formados por encima de su propia estructura de pensamiento, el editor es alguien que tiene que tener mucha flexibilidad mental, aperturas de miras y capacidad de aprendizaje. Debe investigar, por ejemplo, y tratar el texto como propio y, a la vez, de su peor enemigo –o lo que es lo mismo, con amor y desapego–, debiendo fijar en su tarea incontables elementos que darán en un producto fino por el que merecerá la pena su trabajo, y es por ello que el editor debe ser una persona ilustrada y dotada de una capacidad lógica superior a la racional –que todo se entrena– y ser capaz de ser heurístico, esto es, de comprender a fondo dos cuestiones, enfrentarlas y generar un debate, que es el grado máximo de la lógica para la que las personas estamos capacitados, al menos hasta donde hemos descubierto, pues nuestra capacidad intelectiva es muy superior a la que en realidad desarrollamos. Su objetivo: negarse a sí mismo la capacidad de brillar para que brille el texto y, de paso, su autor. En ello juega un papel fundamental esa intuición que no se aprende sino de la que uno está en cierto modo dotado, aunque puede aprehenderse: la corazonada, la apuesta irracional, el corazón que uno le pone con cabeza a lo que hace para saber al golpe si sí o si no debe tomar una decisión respecto de una obra o, incluso, de un autor. Ser editor es como estar predispuesto a enamorarse a cada golpe de vista, en cada esquina, a vivir en el alambre, a jugársela, a apostar sin marcar las cartas, en un ejercicio que tiene tanto de aventurero como de sensatez… 
            No hay que ser muy perspicaz para llegar a la conclusión de que el editor es muy poco útil a la sociedad hoy en día, aunque no siempre fue así. A lo largo de la historia, ciertos roles –como el del editor o el periodista– han ido evolucionando y modificándose, en función del desarrollo de la tecnología y al calor del cambio de las mentalidades. Se trata, por lo general, de procesos lentos que en muy escasos momentos de la historia se han acelerado. Como en el caso del oficio del editor, tan antiguo como el lenguaje, pues ya éste, desde su origen primero, incluso el de señales o sonidos cuando aún el ser humano no era capaz de articular palabras ni establecer códigos complejos, era de manera constante modificado en aras de una eficiencia funcional, esto es, era editado. En un estado adánico no era necesario editar nada, pues todo era perfecto, pero cuando el hombre descubrió su miserabilidad y su limitación, asistió al nacimiento de la comunicación y de la necesidad de ponerse de acuerdo. Toda comunicación era elemental y tenía una función práctica, pero desde su origen necesitó de una corrección continua. De este modo, también surgió la tradición oral, en que toda narración se vio de manera paulatina transformada mediante continuas ediciones hasta que un día alguien la hizo por primera vez “canónica”, editándola, y esta vez por escrito, en ejemplares únicos que no mucho después fueron replicados y, en consecuencia, vueltos a editar. Y así, una vez tras otra hasta la baja Edad Media, en que al borde de la época que conocemos como Renacimiento, en Alemania, a mediados del siglo XV, un tal Gutenberg dio respuesta a la creciente necesidad de reproducción de los libros. Hasta entonces, el autor, anónimo por naturaleza en cuanto múltiple, era el editor de su propia obra, al fin y al cabo colectiva, con criterios más objetivables que subjetivos. La revolución “editorial” que supuso la imprenta de tipos móviles indujo a una transformación muy potente de la sociedad, pues permitió una inédita hasta entonces difusión y popularización de las ideas, los textos literarios o no y la cultura sin parangón, pasando a ser el impresor el editor de los textos, estatuto que perduraría por casi cuatrocientos años, no en vano el impresor tenía el medio para producir ejemplares en “masa”.
            Hasta finales de la Ilustración y el inicio de la Revolución francesa, ya en el último cuarto del siglo XVIII, el mundo era muy fácil de entender. Cualquier oficio tenía aprendices, oficiales y maestros. Uno hacía un proceso mediante el cual se convertía en maestro que a su vez tenía aprendices y oficiales, y formaba maestros... Toda expresión artística, por otra parte, contaba una historia y se llevaba a cabo por encargo de un benefactor, de alguien que la patrocinaba y/o la compraba: un miembro de la iglesia, de la aristocracia o de cualquier estamento de poder.  Todo el mundo nacía, además, sabiendo qué posición le correspondía en la sociedad. 
            Así, hasta la primera mitad del siglo XIX el editor no tenía conflicto a la hora de ser definido, porque el editor era el productor.  El autor llegaba a un impresor, alguien que tenía la imprenta, y le daba su texto, y éste lo componía, letra a letra en la caja de impresión, una especie de bandeja que luego entintaba y por la que pasaba, con su prensa, los pliegos de papel, en que quedaba impreso el resultado final de su trabajo. De ahí nació la expresión “a pie de imprenta”, referida a la labor de supervisión del último paso productivo del proceso editorial. Y como hasta la Revolución industrial era en la práctica la misma máquina que inventó Gutenberg, se generó, consolidó y evolucionó un oficio que cada día se iba pareciendo más a lo que hoy conocemos como el oficio de editar, acompañado en todo momento por un intenso proceso filosófico que puso las bases y fundamentó la tarea. 
            Durante el siglo XVIII, además, con las ideas de la Ilustración, surgió un concepto nuevo –en realidad antiguo, pero ahora con conciencia de serlo–, la burguesía, que tenía su origen en los pequeños artesanos que habían florecido en épocas medievales en las ciudades y se habían ido agrupando en gremios y, a su vez, reuniéndose por especialidades en los mismos barrios o vías, a los que dieron en llamar burgos. Esta es la razón por la que en muchas urbes antiguas de Europa, aunque también en América, existen calles con nombres de oficios, lo cual tiene que ver con que en otros tiempos si no en esas mismas vialidades en sus alrededores se reunían, por ejemplo, los toneleros, los ebanistas, los comerciantes de especias, los plateros, o, sin ir más lejos, los impresores. Pero todo cambió de manera radical durante ese famoso siglo XVIII, que dio lugar a la Revolución francesa, a partir de la cual ya de una manera efectiva cualquiera, con independencia de su posición social inicial podía evolucionar en la escala de la sociedad, lo cual se debe al crecimiento continuo de la burguesía durante esa centuria, que, desde sus albores, dio de qué hablar. En 1702 nace en Londres el primer periódico diario de la historia, The Daily Courant, merced al cual el impresor se convirtió también en el origen –de algún modo el proto empresario– de la comunicación. Teniendo a partir de ahí los impresores un renovado protagonismo se convirtieron, con la evolución y la transformación social y económica, en los impulsores de un nuevo concepto de empresa que cristalizaría cerca de doscientos años más tarde en lo que hoy conocemos como medios de comunicación.   
            La Revolución francesa, el gran hito de la época, es consecuencia en parte de todo ello. Hijo suyo en la práctica es el concepto de las convenciones, en que a partir de entonces hemos estado obligados a entendernos de una manera más racional –y a qué negarlo, más artificial que nunca–. Sin embargo, este acontecimiento histórico surgió porque durante todo el siglo XVIII el estado francés se había dedicado a vivir de espaldas a la realidad emitiendo enormes cantidades de deuda pública, al punto de llevar al estado al borde de la quiebra. En paralelo, la burguesía continuó creciendo y consolidándose como el poder de la economía real, y al ver que su estatus estaba cada vez más en peligro, dio un golpe de estado. Todo lo demás son visiones románticas.  La Revolución francesa, pues, se debe a la quiebra del estado francés y a la pujanza de la burguesía, que si no hubiera removido las instituciones establecidas se hubiera ido a la quiebra también. En ese desarrollo de la burguesía está la base de la posterior revolución industrial, así como la del desarrollo del capitalismo, en la que tenemos que enmarcar el hecho de que el editor pasara a ser, a partir de entonces, ya no un proto sino un auténtico empresario. 
            Una de las consecuencias positivas de todo ello fue la necesidad de sistematizarlo todo y, en consecuencia, verbigracia, crear diccionarios, pero este es un asunto del que hablaré como de otros más de fondo en mi Lineas de desnudo del próximo martes día 2 de marzo, titulado –por no ser más original– El oficio de editor II –y a saber cuánto dura la serie–, pues en lo sucesivo los martes dedicaré mi espacio en Letras, ideaYvoz a este oficio que muchos creen conocer y poco conocen de verdad.

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Nota del autor
Y hasta puede que le solicite a mi amable editor en este medio, el bueno de Roger Octavio Gómez Espinosa la ampliación de el espacio que me tiene asignado de los tres artículos que publico a la semana a cuatro. Que Dios nos pille confesaos.
 
   
 “Imprenta francesa del siglo XVI. Bibliothèque Nationale de France, Département des manuscrits, Paris (la imagen es de dominio público”)
Fotografía:  “Imprenta francesa del siglo XVI. Bibliothèque Nationale de France, Département des manuscrits, Paris (la imagen es de dominio público”) 2009”

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.