Polvo del camino. 122. Los días de Scherezada. Héctor Cortés Mandujano

Evocadas páginas de otro libro/VI
Los días de Scherezada

Héctor Cortés Mandujano

Me saca de quicio con sus historias de topos,

de hormigas, del encantador Merlín, de dragones

peces sin aletas, grifos de roídas alas, cuervos en muda,

leones yacentes, gatos rampantes y otras mil extravagancias.

La noche pasada me tuvo nueve horas por lo menos

enumerando los nombres de los principales demonios y sus adláteres

William Shakespeare, en Enrique IV, primera parte
 
El rey Schahriar estaba harto de ordenar el asesinato de mujeres. Su primera esposa lo había engañado, él lo había descubierto palpablemente, y desde entonces se casaba, poseía a la mujer en turno en la noche de bodas y luego la madrugada marcaba la ejecución de la muchacha desflorada. ¡Qué saqueo del jardín de la belleza! No era óbice que, ni para el sexo ni para la muerte, a ellas no les tomaran consentimiento.
	Era difícil, a veces, deshacerse de la joven de boca dulce; de aquella cuyas caderas parecían una invención prodigiosa; de la otra de pechos opimos; de ésta, la de ahora mismo bajo su cuerpo, de movimientos fantásticos. ¿Quedarse con ella? ¿Y si también lo engañaba? La esposa infiel había fingido amarlo sin dobleces. Maldita sea. 
	—Que la maten.
	Durante un tiempo el rey sintió un especial placer mórbido al saber que este cuerpo fresco, este suave perfume, esta vagina recién estrenada, sería, horas más tarde, no más que un cadáver. Sentía su poder al máximo. Una doncella sacrificada a su sexo, como si ello fuera la máxima distinción, la última puerta. Vienen a mí y luego no les queda más que morir.

El hombre es animal de hábitos: quiere comer a ciertas horas, conversar con amistades, con afinidades electivas, disfrutar del goce erótico en distintas camas, beber líquidos embriagantes, consumir drogas que lo saquen de la cotidianidad, pero quiere, al final, después de todas las actividades crápulas a las que le lleve el desenfreno, llegar al seno amoroso de una mujer que lo quiera y lo conozca más que nadie. Recargar allí su cabeza y en esa almohada soñar que la vida es algo más que un cuerpo que suda, come, traga, hace el amor. El hombre quiere repartir su tiempo en el putero más sucio, de noche, y en el hogar purísimo, de día. Necesita errar por la noche de vicios, pero quiere a la esposa fiel en casa, a la mujer como vestal irrenunciable.
	A eso aspiraba el rey. Por eso, cuando Scherezada se ofreció como su esposa, a sabiendas del fin boreal, el hombre poderoso se relamió los bigotes y sintió el principio de una erección. Una víctima propicia, una mujer que sabía que por retozar un rato a su lado pagaría con la noche eterna. Las mujeres previas lloraban, en ocasiones, mientras él las poseía; o hacían notoria la desesperación por consentirle sus caprichos, por rebajar su dignidad, por lamerlo completamente para salvar la vida. Siempre él las elegía y hasta ahora se encontraba con una voluntaria. 
        —Tal vez sea muy fea, pensó.
	Scherezada tenía unos ojos que parecían cerca de la lágrima, cerca del placer; una boca de labios delgados y unos dientes maravillosos. Su risa era deslumbrante, su voz llena de inflexiones. 20 años. Carne suave y ágil, buena grupa.
	Se celebraron las fiestas recurrentes y el rey la llevó hasta su lecho. Ella le dio un beso apasionado, que lo puso a punto:
	—Bien mío, le dijo entonces, te pido posponer este encuentro que he soñado tantas veces, porque mi hermana menor no puede dormir si yo no le cuento una de las historias que bullen en mi mente.
	El deseo pospuesto se escancia mejor, lo sabía, y accedió a la petición. Entró la adolescente y su ya ahora esposa comenzó con una historia que lo dejó subyugado. Cuántas sugerencias en la voz, qué suavidad de ademanes, cuántos caminos de la historia. No se dio cuenta de la hora, del desvelo. Llegó la madrugada. ¿Cómo matar a esta mujer que era una hipnótica maga de la palabra, y que, además, todavía no poseía? Le otorgó licencia de vida por un día más.
	Lo mismo sucedió con la noche siguiente y la siguiente. A la séptima, luego que se hubo ido la hermanita, el rey, aunque cansado, desnudó a Scherezada y ésta bailó a horcajadas sobre su vientre; mientras la poseía le contó una historia sobre cómo el pene real, transformado en pájaro de encantos, entraba en una cueva donde le esperaban muchos misterios, infinitas aventuras. El rey oía arrobado el relato, mientras empujaba y jadeaba; no quería explotar para no interrumpir lo que la mujer decía en su flexible voz. No pudo más. Se sintió morir. La mujer, al oído, le dijo sibilina:
	—Te esperan mil y una noches mejores que ésta.
	El rey dormía de día. En la noche escuchaba el cuento dicho a la hermana menor, una adolescente menuda y silenciosa, y por las madrugadas gozaba con las historias que esta bruja del lenguaje le contaba sobre sus propios ejercicios eróticos, a los que ya se sabía esclavizado.
	La gente en su demarcación vivía una vida donde no se notaba la presencia de la autoridad, salvo en los casos de delito flagrante. El vértigo imaginativo de Scherezada y su sapiencia en materia de cama tenían al rey en una cápsula de tiempo y espacio donde nada más importaba la historia nocturna y el sexo de madrugada.

Hubo que ocuparse de asuntos oficiales y oyó únicamente la historia nocturna. Renunció al sexo, por un par de días, con la dificultad con la que un alcohólico rechaza la botella que le ofrecen. Comió con su mujer y durante la comida ella le contó la historia del platillo delicioso, de las frutas exóticas y del vino que degustaron al final. 
	En el día siguiente le fabuló sobre el ropaje que vestían y la silla alta desde donde el rey daba órdenes irrevocables. El hombre había tornado casi a la mudez, pues uno de sus vicios era escuchar a esa mujer que parecía ser dueña de las palabras exactas, de la fantasía intensa, del origen inventado de todas las cosas.
	Cuando de nuevo retornaron al sexo, en una madrugada, el rey sintió tal explosión de placer que para pagarlo decidió testar en favor de Scherezada sus bienes materiales, el oro inconmensurable del que era propietario. Pensó varias veces, incluso, que podía morir al tocar el paraíso del orgasmo y que ese era el mejor reinado que hombre alguno pudiera tener.
	En ocasiones, cuando se retiraba a descansar a su rico aposento de almohadones de plumas, perfumes delicados y velos sutiles, Scherezada le cantaba canciones venidas de algún confín desconocido, con una garganta que parecía tener anidadas voces de pájaros prodigiosos. Su mujer le rodeaba, le circundaba en vigilia y sueños, en día y noche.

Pasaron los años. El rey ya no era tan joven y su cuerpo resentía con mayores achaques las desveladas. Se le demandaba más sobre asuntos de estado, algunas rebeliones esporádicas, cuestiones de hacienda. En Scherezada también empezaban a notarse los daños del tiempo. Su voz ya no alcanzaba todos los registros y a veces desafinaba; los cuentos no siempre lograban el suspenso perfecto, el final redondo. El rey ya no estaba tan dispuesto para el sexo y ella, en algunos momentos, parecía perder la compostura. Y llegaba a los gritos, al llanto y a las reclamaciones.
	No fue fácil para el rey llegar a la decisión. Quería paz, quería volver a dormir a pierna suelta, se sentía fatigado, enfadado de tanta cháchara verbal, de tantas demandas sexuales. Quería regresar al tiempo en donde un vaso era sólo un vaso y no una historia interminable. 
Cuando el verdugo levantó la cimitarra, a Scherezada se le ocurrió un magnífico cuento sobre las armas. Y se le quedó atrapado en el cofre del cráneo; en la cabeza, recogida en un cesto de holanes rosas, de donde había brotado un innumerable río de historias locas. Se le enterró con todas las pompas oficiales. 

[En el original de Las mil y una noches, al final, el rey Schahriar y Scherezada siguen casados y han tenido tres hijos. El hermano del rey se casa con la hermana de Scherezada. Todo queda en familia.]

Contactos: hectorcortesm@gmail.com.

Ilustración: HCM




*Sobre el autor:

Héctor Cortés Mandujano

Narrador, dramaturgo y periodista cultural

Finca El Ciprés, Villaflores, Chiapas, 1961.

Sus publicaciones, una amplia colección, abarcan varios géneros: Cuento, dramaturgia, novela, relato, ensayo y varias coautorías. Ha sido antologado en libros y revistas especializadas.

Aunque desde hace varios años se ha abstenido de participar en concursos y convocatorias, tiene varios premios y reconocimientos por su actividad literaria, mencionamos algunos: Premio Puerta 2010 al Mejor Dramaturgo, otorgado por la Asociación de Periodistas Culturales de Chiapas “Trozos de sol”; Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos, con Aún corre sangre por las avenidas (2005); Premio Estatal de Novela Breve Emilio Rabasa, con Vanterros (2004).

Lo puedes seguir en su columna Casa de citas.

Correo electrónico: hectorcortesm@gmail.com

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