Trabajo en alturas. 8. Las formas de la nube en el desierto. Roger Octavio Gómez

Las formas de la nube en el desierto
Literatura de no-ficción

Por Roger Octavio Gómez Espinosa

…Cada arabesco del caleidoscopio.

Cada remordimiento y cada lágrima.

Se precisaron todas esas cosas

para que nuestras manos se encontraran.

Jorge Luis Borges, en «Las causas»
Primero fue caos, luego calor, polvo sobre polvo hasta volverme roca. El agua, los vientos, la mar agitada. Cataclismos interminables, y yo vuelto polvo de nuevo. Playas. Entonces la vida latiendo y la muerte. Incontables días y noches. Tanto tiempo como granos de mi materia en el lecho marino que me albergaba. La tierra crujiendo y creando montañas. De la mar al continente. Cada ser que se posó sobre mí y mis infinitas hermanas parecía inmortal y vivía como si la muerte no existiera. Hasta que la muerte reclamaba su turno y volvían a nosotros hasta volverse polvo, otra vez.  
	Entonces llegaron ellos. Hombres se hicieron llamar. Seres increíbles, fabulosos, semidioses pensé, hasta notar que superaban en estupidez a todos los seres que los antecedieron. Amansadores de la noche, pretendían deslumbrar al mismo sol. Inquietos, impacientes, seres que parecían no percibir que su paso era efímero, ni el abismo en el que el universo entero caía. Se inventaron dioses y orígenes para apaciguar sus temores, poblaron la tierra y en honor a sus dioses y orígenes se empeñaron en acelerar su paso por la vida. 

Decían los hombres que en la luna llegan a parar los objetos perdidos. Cuando pasó aquello pensé que estaba, por fin, perdida. Esto no es la luna, me dije. Estoy extraviada y no parece ser lo mejor que me haya pasado. Sucede que no tengo posibilidades de controlar eso que llaman destino, fui hecha para una función única y mi función, por supuesto, no era la de perderme. Por eso me alegré cuando surqué los aires y me sentí libre de los hombres que me habían colocado en aquel artefacto con el que detonaron la pólvora que me arrojó al aire. 

Fueron los hombres los que me fundieron en fuego, porque aprendieron a controlarlo. Aprendían tanto y tan poco a la vez. Entonces conocí la quietud, una quietud inaudita. Me volvieron vidrio templado. Magnifico, transparente, irrompible decían. 

No puedo decir que sintiera, no, pero hay algo análogo a eso: percibía. Una comunión, una conexión, quizá al grado del misticismo, con otros de mi dominio, taxonómicamente hablando. Ni siquiera de mi clase, sino en el grado más amplio. Podía percibir, por ejemplo, las vibraciones de un piano en las antípodas de mi posición, que tampoco era la luna. Y también al grano de arena que flotaba en el viento jugando a ser nube en el desierto y a los que conformaban al cristal que, sobre mí, preguntaba.

A ella la conocí cuando me llevaron a las salas de aquel castillo. Oscura y silenciosa, posada en una tela de seda blanca, emanaba una tristeza profunda. No es que habláramos como lo hacían las criaturas humanas, no podemos hacerlo de esa manera. Emanábamos sentidos, significados, energía, quizá, al ritmo de nuestras partículas; no podría explicarlo en el limitado lenguaje de los hombres. Y yo preguntaba: ¿qué eres? De seguro algún artefacto humano, pero: ¿con qué sentido te construyeron así? Y ella, respondía: tristeza.

Por entonces yo estaba en un lugar luminoso, sobre un cojín forrado de seda, protegida por un cristal que preguntaba, preguntaba mientras me observaba como lo hacían los curiosos que acudían a verme. 

Era una roca afilada de plomo, simple y de apariencia inofensiva, no parecía tampoco eso que ellos llamaban obra de arte. La curiosidad con que la observaban los visitantes me hacía percibir que no era un objeto cualquiera. Algo debía trasmitirles que yo no entendía. Traslúcido como entonces era, permitía el paso de la luz y de las miradas de los curiosos que llegaban a aquel lugar llamado Museo a la Memoria.
 	 
Soy una bala, dicen ellos, respondí al cristal un día. Estos seres que en la mentira fundan su razón de ser dicen que soy  la bala que comenzó una gran guerra. No fui yo, no lo fui. Fueron ellos, ellos que amaban matar. Ellos que me convirtieron en piedra arrojadiza para matar. Matar. Matar. Qué palabra era esa. No conocía la vida y, sin embargo, sabía que matar sin razones era, ¿o es?, una tontería. Tontos quienes me arrojaron sobre aquel hombre del que conocí sus entrañas y del que percibí su miedo y del que noté cómo cada una de sus animadas células se apagaba. Ese amasijo de agua y carbono animado se volvía inerte, como yo. Por la herida se le escapaba el aire y, con él, su vida. Tontos también quienes crearon más balas para matar a más hombres, mujeres, niños, animales, bosques, paz. Quienes crearon la venganza. Tontos quienes hicieron de mí un objeto de adoración y no uno de advertencia.

Ellos hablaban, inventaron lenguajes y concibieron ideas magníficas para tratar de preservar un legado a sus generaciones futuras. ¿Habrá quien entienda por qué digo que son estúpidos? “Generaciones futuras”, como si creyeran que fueran a existir por siempre. Bueno, a lo mejor en verdad, a costa de autosugestión, lo creían. Lo cierto es que eran diferentes, tenían fantasías con el futuro, cosa que sus ancestros desconocían, pero sus miras eran muy cortas.
“Esto que se ve tras este cristal blindado”, decían, “es la bala que comenzó la primera guerra mundial”. 

La muerte era tan simple, tan callada, tan silenciosa ¿porque la amaban si también la temían? Incluso, la negaban. Pero, ¿acaso yo era muerte? Quizá la guadaña de una muerte artificial. Porque pretendían también prevalecer por lo artificial. Sabores, aromas, colores, hasta felicidad; artificios cada uno. Incluso fantaseaban con vidas artificiales. Las guerras, otro invento sin sentido como tantas cosas que hacían, les causaba ambivalencias hipócritas, por un lado se declaraban arrepentidos de sus guerras y catástrofes infligidas contra sí mismos, pero por otro sentían orgullo y hacían lo posible por repetirlas.
 
Saber aquello me hizo entender la tristeza que emanaba mi oscura compañera. Millones se habían inmolado. Porque había habido una primera guerra mundial pero también una segunda y no se detuvieron ahí. Entre iguales se despedazaban. Y tampoco, se detuvieron ahí. Amenazaban con auto-aniquilarse. Y, por supuesto, no se detuvieron ahí.
En mis arenas vueltas cristal habían partículas elementales de los seres que por acá habían pasado, cierto, pero cuánto aspiraba entonces lograr que uno sólo de mis átomos conocieran el ánima que se movía en los seres vivientes. Me parecía tan bello percibir que existían los florecimientos que no entendía por qué ellos se empeñaban en regresar tan pronto a la muerte.

El vidrio pregunta. Pregunto. El vidrio insiste. ¿Es un piano lo que en algún lugar cae al vacío? Sus cuerdas suenan por vez última mezcladas con el ulular de muchas sirenas. Sirenas de miedo. Llanto. Han revivido sus viejas rencillas. Nunca las han olvidado. Qué inventarán los hombres para justificar estas nuevas matanzas. Dirán que otra bala perdida. Esta vez parece ser más terrible. Resplandores intensos iluminan los cielos. Opacan al sol. Cada molécula mía se separa. Salta la bala desde el cojín de seda que se incendia en un instante. Vuelo en pedazos, como él que era cristal “irrompible”. Fuego, luego caos, entonces calor, tanto que plomo y cristal nos fundimos en una sola roca. Silencio… Silencio… Ya no hay días. Vuelve el rumor de los vientos, la mar agitada. Ella y yo vueltos polvo de nuevo. Infinitos días. Incontables como las arenas en las que reposan nuestras partículas… Nos hemos vuelto sólida roca, de nuevo… Algo se posa sobre mí… sobre nosotros…  pulsiones, por fin… vida. Una que nunca sabrá que alguna vez hubo días, generaciones, ponientes o causas.
Fotografía: Juventino Sánchez

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