Cajón de rubores. 12. La cama de hojas. Antonio Florido

Fisonomía 12 
La cama de hojas

Por Antonio Florido

       


Hablar de la causalidad. Lo que ocurre. Presuroso. Tal vez en nuestras mentes. Es prescindible. Cáustico. Amierdado. Hablar de El Pozo es vivir. Morir. No creer. Sacar los sentimientos. Abriendo el hecho. El suceso. Crujiéndolo. Extrayendo la médula. El tuétano.

Montevideo, 1 de julio de 1909.

El comienzo de todo. La tragedia. La puta en la cama. Y la niña. El filo abierto entre sus piernas. El triángulo donde brilla la tormenta, aún. Onetti. Sólo estoy comenzando. La noche. Oculto a mí mismo. Onetti con los labios pintados de blanco. Un colgajo blanco. Un humo blanco. Unos pulmones negros. La melancolía. Y la discordia entre esto y aquello. También la intemperancia, le puede. Como la indiferencia. Anclada en el corazón. Punzada. Sangrante. Varias historias en una. Pero una sola escritura. Un único nervio. Belleza. Exaltación. Calor derramado por la ventana. Veinte hombres rozando a la puta. Y vemos un hombro rojo. Olor agrio en un patio. Por la excrecencia de la mediocridad. Mugre. Calor. Patio encharcado. Inapetencia en los lugares del reposo. La caja de papeles. La alfombra de hojas. La niña sobre la cama. Los brazos forzados. Pero nada de violación. Onetti solamente fuerza el olvido de lo vulgar. Y lo consigue. Alzando su escritura. Brillando con el cuerpo inclinado. Fumando. Y fumando. Blanco humo en la pieza. Esperando a Lázaro. Existencialismo, pronunció alguien. ¿Existencialismo?, digo yo. ¿Preciosismo? ¿Belleza en la suciedad de la vida? Onetti, Juan Carlos. Y Borges. ¡Qué manera tan absurda de querer desprenderse! ¡Imposible! Le vemos hacia abajo. Le observo. Me observa. Desde lejos. Sus gafas. Sus ojos. Leo. Se ha quedado sin tabaco. Y mañana cumplirá los cuarenta. Dos atrevimientos. Dos estallidos en el aire. Pasea. Y vuelve sobre sus pasos. Entonces escribe. En la noche. Hasta la extenuación. Uruguacho. ¡Qué más podés decir! ¿Cuándo comenzó usted a escribir? ¿De pequeño? No, responde. Yo, de niño, no escribía. Mentía. Fabulaba. Distorsionaba. Retorcía mi realidad. En otra. Más feroz. Más íntima. Diferente. Lejos de la medianía, tan asquerosa. Onetti. Yo no sé escribir, afirma. Sabe que lo sabe. Un dolor. Una parida del mundo. Y habla del hecho y del sueño. Se acuerda de Bunin. Iván. El ruso. Con su frío agarrado al pecho. En su cabaña mísera. Onetti tratando de desnudar su vergüenza ante nadie. Pero nadie existe con el alma limpia. Luego Cordes, el poeta. Volverá por sus fueros. Más adelante. Esperemos. Onetti vive, dice. No se pasa el día imaginando cosas. Claro. Y cuando sobrevuelo sus líneas el desmayo del escritor. Él mismo bajo las luces de los que triunfaron. El fracaso aparece. O ya estaba dentro de su alma. Puede. Pero le importa un corno, afirma. Le entiendo. Eso creo, al menos. ¿Y usted? ¿Acaso leyó usted alguna vez a Onetti? Habla de Hanka, la mujer. Le aburre. Y del amor. Sobre la doble partida del mismo. Maravilloso. Absurdo. Sobre todo cuando se fue. Y lo vemos en la distancia. Fuera de nuestra boca. De nuestra lengua, tal vez. La joven frente a la mujer. Ésta es práctica y hedionda. Cuando pasa los veinte o veinticinco. Cuando se hace mujer. Antes no. Todas iguales. Llega a entender el asco amoroso por las niñas, de los viejos. Y sigo leyendo. Me asalta. Dice: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. Hermoso. Y cierto. ¿No? También nos pone delante los sucesos. Como cáscaras. Vacías. Huecas. Vanas. Apenas para llenarlas de sentimientos. Éstos los únicos sensatos y verdaderos. Lo demás, ¡qué importa!

Onetti, su personaje, esto es, vive con Lázaro. ¿Casual? Una pesadilla. Constantemente le pide los pesos debidos. Pero Lázaro no aparece. La pesadilla recurrente. Como sus sueños. Como su historia. Repetida. En una ciudad, ahora. Luego en otra, quizás. A lo mejor más allá, al fin. Mas siempre lo mismo. La misma. La hermosa joven echada sobre la cama de hojas. No la viola. No le interesa. No siente esa avidez por la carne. Ella escupe en su frente. La saliva resbala. Después se seca, al aire, mientras camina. Igual que lo hace por la pieza. De pared a pared. Sin fin posible. El escritor encerrado. Escribiendo siempre el mismo libro. Con matices. Distinto. Igual. Siempre igual. Hasta el desmayo. Hasta lo no consciente. Una infancia feliz que no quiere recordar. Mayor, de golpe. La redacción. Las noches sobre las cuartillas. Con el oído atento a los teletipos. Europa arde. ¿Arde? Cordes declama su poema. Lo canta. Otro escupitajo a su orgullo. El verso es magnífico. ¡Tanto le duele la estrofa! Le responde con un cuento imaginado. El otro lo toma como una bolsa de cacahuetes. No está a su nivel. Y llega el fracaso. Otra vez el fracaso. Una caja llena de fracasos papelados.

Después de El Pozo estalló la tormenta. Uruguay expectante. Los uruguayos quietos, esperando, leyendo, leyendo. El mundo encogido. Onetti cesa de fumar un instante. Y en ese instante, apenas un suspiro, escribe Tierra de nadie. Después otro cigarro blanco, otro instante. Escribe ahora Los adioses. Fuma de nuevo y dibuja Para una tumba sin nombre. Más tabaco y logra El astillero. Así compuso Onetti una obra sustancial para comprender la literatura actual uruguaya. Juntacadáveres, La muerte y la niña…

Madrid, 30 de mayo de 1994.

Acaba la sinfonía. La cama de hojas continúa en mi mente. En tu mente. En su mente. Inabarcable. Insustituible. Eterna. En ese esbozo vespertino en el que dejó de fumar porque se le hubo, había acabado el tabaco y decidió, en un arranque total, escribir El Pozo.




Retrato de Onetti (¿1972?).  José Montes (Montevideo 1929-Montevideo 2001).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 11. El amor inconcuso. Antonio Florido

Fisonomía 11 
El amor inconcuso

Por Antonio Florido

       


Samuel tiene nueve años. Está jugando. Pasando su tarde con el amigo. El otro es rubio. Y pecoso. Y gordo. Y estúpido. Y arrogante. No todos los gordos son simpáticos. Él no lo es. Y nunca lo será…
         La tarde se ha desmayado sobre las espaldas de los niños. El frío avanza. Samuel arroja la pelota hacia el amigo. Pero cae al suelo. El amigo es torpe de movimientos. Y como lo sabe se enerva. Prefiere jugar a las chapas. Sentados. Así jadea menos. Por las carnes, que le tiemblan. El gordo se mira al espejo. Luego su madre le lava la cara. Con la manopla. Tarda un tiempo. Sus pecas se alejan unas de otras. Y brillan. Parecen rosadas estrellitas en el cielo. La pelota la toma el gordo y la devuelve. Samuel la atrapa al instante. Muchas veces repiten el inútil juego de lanzar y recoger. Samuel lo hace con desgana. Pero no quiere herir a su amigo. Es su único amigo. Ahora le toca de nuevo al gordo. No controla bien el impulso. La pelota sube al cielo. Huye. Se aleja. Se convierte en un punto diminuto. Como un planeta encendido. Al volver no llega al suelo. Quedó en el tejado. Entre dos tejas. Apretada. Sufriendo. Samuel mira al amigo con odio. Con el odio que sólo conocen los niños. El gordo agacha la cabeza. No se despide. Se va. Samuel queda solo. Y triste. Y aburrido. Ahora está sin su pelota. Mira hacia el tejado. Está lejos. O él es aún demasiado pequeño. Como un gusano. O una rata. Piensa en su madre. Y en su padre. Alguno de los dos deberá ayudarle. Pero, quién. Es difícil decidirlo. Su madre estaría dispuesta. Su padre tal vez pusiese mala cara. Un gesto huraño. Al fin se acerca a la baranda. ¡Madre!, llama. Mamá sube deprisa. Al oír el grito se puso en lo peor. ¡Estos niños! Samuel señala con el dedo. La pelota se ha dormido. Ya está cansada de esperar. La madre comprende. Y por dentro sonríe. Hace falta una escalera, dice. Voy a por ella. Samuel se queda solo. Otra vez. El frío avisa. Se le cuela por el cuello. Y llega a su espalda. Se encoge. El tiempo tarda. Casi se detiene. El tiempo es una masa de plastilina. Ahora Samuel se acuerda de su abrigo. Pero lo tiene colgado en su cuarto. Mejor no bajar. Algún pajarillo aventurero podría picotear su pelota. Oye un suspiro, de lejos. Se asoma y ve a su madre. Carga con la escalera. Al ser de hierro, pesa. Al fin llega. El último escalón se comportó como un viejito. Dulce. Tierno. Acolchado. Silencioso. La escalera apoyada sobre la pared. Si tuviese valor subiría. Y su madre quedaría abajo. Muy abajo. Debería ser valiente. Debe ser valiente. Seguro que lo hará. Su madre le pregunta, insegura. Samuel responde con aplomo. No tiene miedo. Ya es casi un hombre. La escalera se agarra a la pared como una sabandija. No quiere volcarse. Se rompería. Y Samuel la coloca como puede. Disimulando, porque le pesa demasiado. Su madre como espectadora. Samuel sube el primer peldaño. Ahora, sin embargo, tiene un problema. El mismo problema de todos los perfeccionistas. Él salió en esto a su padre. Uno de los pies lo ha colocado torcido. Habrá que enderezarlo. Pero si lo intenta puede venir el desequilibrio. Y teme. Y siente más frío que antes. Ha asomado la primera estrella. El filo del horizonte arde, aún. Es hermoso. Su cuerpecito está quieto. Y su madre no respira. Le conoce. Samuel, inténtalo, le dice. Su madre es joven todavía. Samuel es ella. Y ella Samuel. Los dos en uno. El pie derecho tiembla. Busca la derechura. El paralelismo con el pie izquierdo. Sus dedos curvan los lados de la escalera. Abiertos por igual. Formando el mismo espacio entre ellos. ¡La perfección! Han salido otras estrellitas en lo oscuro. Ahora están todas juntas. Un árbol de navidad. Encendido. La mamá le apremia. Y se abrocha el abrigo al cuello. Su hijo no está tan abrigado. Pero la pelota aún en lo alto. Sola. Desconsolada. Triste. Samuel continúa temblando. De miedo. De impotencia. Y de frío. Pero no baja del peldaño. Es tozudo. El gordo estará cenando, piensa. Junto a sus padres. En el calor. Sólo los cobardes no atrapan pelotas embarcadas. Él lo hará. El tiempo pasa. No se detiene. Lo siente en las palpitaciones de su corazón. Persiste en su esfuerzo. Intenta escalar al siguiente peldaño. Sin embargo, duda. ¿Qué pie debería subir primero? ¿El izquierdo? ¿El derecho? Una duda terrible. De su decisión pueden cambiar muchas cosas. Hasta el mundo. La madre sostiene la escalera. La asegura con la fuerza de sus manos. De ello obedece el destino de Samuel. Pero los segundos se desgranan. Y los minutos. Una estrella gira en el cielo. Y arrastra a las demás. El cielo, todo, se retuerce. Hay silencio. La gente cena. Algunos ya duermen. Sobre todo los más pequeños. Mañana hay colegio. Deberán levantarse temprano. La pelota entre dos tejas. Que no cae, la dichosa. Es posible que la pierda. Pero es su pelota. La única que tiene. La quiere. La ama. Pero a su madre también la quiere, piensa. Mas, de otra manera. Más primitiva. Más ideal. Es un amor indefinible. Tántrico. Piensa en su padre. Al que también ama. Aunque de otra forma. Hay muchos amores, se dice. Su padre le sirve de modelo. Intenta imitarle. Se le figura el espejo de la niñez. El padre está abajo. Sentado. Cena. Y ve la tele. Luego recoge lo suyo. Se vuelve a la salita. Y lee. Se acuerda de Samuel. Y de su esposa. Los dos tardan. Algo debe ocurrir. Deja el librito sobre la mesa. Con el piquito de una hoja doblado. Piensa dar una voz para llamarles. Pero decide subir. Es mejor. Así se despejará un poco. Arriba se encuentra con ella. Y con él subido a la escalera. El padre observa la escena. Es extraña. Luego, al mirar al tejado, comprende. Y sonríe. Los esposos se miran en silencio. Hablan sin palabras. El padre se apoya en la baranda. Y mira hacia el oeste. Al cielo rocoso y negro. Luego busca a Orión. Allí está. Con su cinturón ladeado. Y sus cuatro esquinas, que brillan. ¡Cuánta inmensidad! Los dos esperan a Samuel. A que sea el niño quien decida. Sólo una decisión. Pero fundamental. Es importante la espera. Radical en sus vidas. Los esposos se abrazan. Hace frío. La noche con su vahído. La embriaguez de sus vidas. Samuel debe, deberá crecer. Madurar. Vencer. Hacerse hombre. La pelota es ahora la que manda. Desde arriba le llama. Desnuda. Sobria. Aterida. Le sigue llamando. Sólo con su forma. Con su presencia. Solamente le basta con ser. Samuel, sin embargo, quedó quieto. Asustado. Tal vez convertido en piedra. O en sal. O en granito. Duros sus huesos. Sus músculos, tensos. Samuel respira. Piensa en sus padres. Los dos allá abajo, esperando. Los ama con pasión. Sin ellos, ¡qué haría! Samuel tiembla. Su cuerpecito se estremece. ¡Si tuviese el abrigo! ¡Su abrigo! De vez en cuando eleva los ojos. Clava en la pelota su mirada. ¡Qué lejos! Le gustaría tener elásticos sus brazos. Y alargarlos. Pero esa idea sólo es un sueño de niño. O de adulto. Que nadie sabe. El misterio le envuelve. Orión le mira desde la distancia. Betelgeuse alumbra la escena. Tenue. Frágil. Está demasiado lejos. A mil millones de pensamientos de distancia. Un cuadro familiar. En la tesitura. Dentro de poco el cuadro irá cambiando. El frío viste a los esposos. Se abrazan con más fuerza. El chico nota un hilillo de vergüenza. Sabe que es cobarde. Y sabe que sus padres lo saben. Quisiera cambiar. Pero él es como es. Un niño. Abierto al mundo. Al azar. Al destino. Cruje el cielo. La negrura se ha juntado. Forma copitos negros que atemorizan. Los copos envejecen muy rápido. Se vuelven canos. Albinos. Blancos hasta el resplandor. Y duros. Y fríos. Los copos pesan. El cielo ya no los quiere. Y los deja abandonados en el aire. Entonces comienzan a caer. Van volando muelles sobre el amor del vacío. Caen desmayados. Como plumas vaporosas. Las tejas del techo los reciben. Y la gente de la calle cierra sus abrigos. Y se cubren las cabezas. Nieva. Es hermosa la escena. Los tres continúan en la azotea. El gordo lleva una hora dormido. Caliente. Entre las sábanas. Tal vez esté soñando con la pelota. Y la vea subir al cielo, altísimo. Samuel maldice al amigo. Otro día no jugarán a la pelota. Los padres no claudican. Deberá ser él mismo el que tome la decisión. Su hijo maduro. Hecho ya un hombrecito. El esposo ama a su hijo. Daría la vida por él. Está seguro de ello. Siempre lo estuvo. La madre siente lo mismo. Y con más fuerza, aún, si cabe. No es asunto para discutir. En su actitud mayéutica los padres no hacen preguntas. Mas, esperan que la verdad de su hijo aparezca. Debe hacerlo. Es necesario. De ese surgimiento depende, repito, un destino. Toda una vida. Samuel es aún un niño. Débil. Tierno. Indeciso. ¡Pero tan perfeccionista! No sube al segundo peldaño. Tampoco baja hasta el suelo. Poner sus pies en el suelo sería una deshonra. Le marcaría de por vida. El peldaño que le sostiene se convierte en su morada. Las piernas derechas. Rectas. Tensas. Dolientes. Todo él resuena en el cóncavo misterio del Tiempo. Sus padres se miran. En los ojos de ambos brilla una idea. Una idea sencilla. Atroz. Última y clara. Los dos se acercan a Samuel. Abrazan las piernas del hijo. Sostienen su cuerpo tan lábil. Han decidido viajar con el hijo. Adonde él mismo decida. No importa el precio. Ellos ya han vivido lo suyo. La nieve cae lenta sobre los tres. Sus cabezas blanquean. Y sus hombros. Y sus brazos. Los tres cuerpos envueltos. Níveos. Tres cuerpos que resplandecen en lo negro. Tres cuerpos que arden. El mundo sigue rodando. Las ratas comen. Roen. Amamantan. Los gusanos inventan curvas infinitas. Y la nieve continúa lloviendo sobre la circunstancia. Una pelota en lo alto. Lejana. Sola. Inalcanzable. Los tres abajo. Agarrados. Formando un ovillo de amor. Las tres figuras se tornan claras, blancas. Como de sal. Como de azúcar. El amor es blanco, tal vez. O rosa. O de color miel. Nadie lo sabe. Hace ya mucho que el amor fue. Sólo en esta casa resiste. Y esta noche el amor no duerme. Ha decidido abrigarlos. Hacerlos suyo. Una masa blancuzca en el suelo. Enhiesta. Firme. Inconcusa. Un dolor, un deseo, un ansia, una frenética necesidad de abandonar la escritura. De descansar. La nieve golpea con fuerza. El viento, despierto, se volvió loco. Violento. Engreído. Casi un energúmeno. Los tres corazones dejan lentos de palpitar. El silencio estalla. Nadie se ha dado cuenta. La inopia nos ciega. Cuando el tejado se apura no puede más. Y la nieve cae a golpes. Con nervio. Enfadada. Entonces toco la pelota con mis dedos. Y noto la dureza de su superficie. ¡Tanta, que la esfera pesa! Y entonces comienza un movimiento. Un temblor. Un diminuto terremoto. Levísimo. Sutilísimo. La esfera se ha movido. Nerviosa, comienza a rodar. La cuesta abajo le puede. La pendiente es cruda. Y resuelta. El suelo la llama desde abajo. Al fin llega al espacio. Y gravita. Alocada. Ufana. Tonta. Tan tonta como todas las pelotas. 
          Cayó, al fin. Sobre la masa amorfa y blanca. Sobre el inmaculado e inocente amor de una pequeña familia.




Les amants (1928). René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 10. Aquel argentino. Antonio Florido

Fisonomía 10 
Aquel argentino

Por Antonio Florido

       



                                 
Como un saco de papas sonó el golpe. Brutal en su esencia. Difícil de comprender, allá en lo del Dioni, junto al Lanchas, pegado a mi derecha, bebiendo una jarra de cerveza, empinado. El Lanchas paró en seco. Luego me miró a los ojos. Lucía un bigote rubio, cerdoso, y la frente despejada hasta lo admisible. 
         ―¿Has visto?
         Había encrespado sus labios.
         ―Claro. Estoy en el mundo. ¿Acaso?
         El saco de papas había reventado sobre la acera. Un hilo rojizo como de sierpe que escapa. Inundando. Se formó un charco informe alrededor de su cabeza. El resto… el resto, un cuerpo manso, quieto. Luego alguien añadió que había sido como si nada. Eso ni se nota, apuntaron desde el final de la barra. 
         ―Total, la vida.
         ―Sí. ―Añadí, sin pensar más que en mis cosas. 
         La ventana rozaba mi brazo en el calor del Paraná. Enero y ya los cuarenta. Notándose los sudores sin querer. Atrevidos. Hacia abajo, por los rostros. El Dioni subió el volumen de una canción para el olvido. Nunca aprendí los nombres de esos estribillos tan tontos, elásticos, sobre las bocas ahítas de remordimientos. Todas las tardes en el sofoco aumentado. Faltaba, sin embargo, el Denso. Le llamábamos así y él ni se inmutaba. Alcanzó la silla junto al Lanchas. Pidió una ronda. Él pagaba. Estaba hecho un bravo.
          ―El tío va de blanco. A quién se le ocurre. El color de la muerte.
Se envalentonó. Hoy era su tarde, sin duda. El Denso abrió sus labios y tragó como un cerdo. Yo nunca le caí bien. Él a mí menos. Pero así es esto. 
          ―La muerte no entiende de tonos―dije para enronquecer la amistad de esa tarde.
          Por el filo de la otra acera fue. A unos diez metros, creo. Yo había, además, notado el crujido de los huesos cuando se quebraron. Un piso, dos, tres, quizás. Una buena altura. Para no contarlo. El Lanchas nos vio apurados y con gesto resuelto pidió lo de siempre. Habían pasado unos minutos. La sangre desde el otro lado, desde nuestro lado, apenas huele. Diría casi nada. Sólo el color ahuyentando los malos sentires de los hombres del Paraná. 
          Bebimos a la salud del muerto. Reímos. Yo, por acompañar. Luego, una tristeza en mi rostro me empujó hacia el suelo. ¿Qué habría sucedido en la mente de ese desdichado? El Denso se retiró como diez centímetros de la mesa. Le faltaba el aire a sus ciento cincuenta kilos. La barbilla temblona ondulaba a cada trago. Fijé la vista en la otra acera. La de las tiendas, porque en ésta sólo hay antros sofocantes, calurosos hasta la rabia. Al menos el Dioni había colocado las aspas en el techo. Una deferencia. Y todos, o casi, íbamos por ese detalle. Que lo demás… pues eso. 
          Levanté como pude las piernas encharcadas. Un cuerpo hermoso, el de él. A mi lado. Arrugando con su piel el desierto nebuloso de la sábana. Aire quieto, aplastando los rostros. Ni las moscas se atrevían, las muy putas, a volar. Luego un beso de mis labios le despertó, allá en lo más profundo del sueño. Preparé dos mates. Cargados. Colados. Con una pizca. A Ernesto así le puede. Fui al baño. Todavía el sabor angustioso del güisqui en la garganta. Escupí medio estómago.  
         ―Bien la tomaste, hermano.
         Tuvo la costumbre. Desde entonces, de llamarme hermano. Como si nada. Me dejé llevar. Le quería así. Sin desmerecer. Bebía el mate concentrado. A pequeños sorbos. Rumiando los antiguos amores. Recorrí su cuerpo con la boca humedecida. Así le desperté. Cada día de manera distinta. Flores del Paraná. ¡Al carajo!
         ―¿Vos me querés?
         La pregunta me llegó hondo. 
         ―¿Todavía lo dudas?
         Dije con otra pregunta.
         ―¿Sí, hasta cuándo?
         A lo del Dioni nunca quiso. Por ellos. La gente. Que habla. Todos se fijan en todos. Somos tan pocos en estas tierras ardientes. 
         Seguí observando a través de las manchas. En la otra acera sobre el suelo. Algunos pararon, luego siguieron su andar. No pasaba nada. Total.
         ―¡Será desgraciado, el cerdo! ―dijo el cerdo del Denso.
         ―Eso nadie sabe. Le toca a quien le toca. No más ―añadió el Lanchas.
         ―Estás en lo cierto ―añadí bebiendo al compás del Lanchas.
         Ya iban tres rondas. Tocaba de nuevo la rueda. Esta vez fui el adelantado. El Dioni me hizo un gesto con la cabeza. Entendía el hombre. Las jarras dolían los huesos, de frías. Pero había que tomarlas al instante. El dichoso enero, con sus humedades. Con sus calores de fuerza. Nadie por la calle. Salvo algún chiquillo parado y mirando el horror. Aún en mi cabeza el crujido del hueso. Había papas destrozadas. El charco prendió hasta el traje, sobre los hombros de un blanco brilloso.
          Ya era tarde. Pero los domingos no hacemos nada. Pasamos las horas muertas muertos sobre las sábanas. Amándonos. Abandonados al otro. Miradas sobre los ojos acuosos del amigo que encontré en Rosario. Junto al río. Cosimos las almas. Desde entonces todo ocurrió. Hasta que un día dudó. Y a partir de entonces siempre lo mismo. La eterna pregunta. ¿Sí, hasta cuándo? Le respondí con la pasión propia de un hombre. No me cansaba el hacerlo. Pero un día, atravesado, le dije que ya estaba bien. Fue cuando se fue a lo del Chinche. La trajo a casa él solo. Me engañaron sus brazos. La subió y dijo. Haré una casa. Te dejo. Reí por lo absurdo. 
         Al día siguiente puso los papeles sobre la mesa. Todo arreglado, por lo justo, es decir, por lo legal. Así hacemos las cosas los porteños, ya sabes, dijo. Luego la gente comenzó con la chanza. Subió lentamente las filas. Despacio. Al terminar con una paraba, limpiaba la frente, bebía, subía la cabeza por unos pájaros que cantaban. Después continuaba. 
         ―Eres raro, porteño.
         ―Dime, responde.
         Quería la certeza en la frente. Lo que no puede existir. La vida, quién sabe. Ernesto no comprendió mi mudez, acaso la locura de mis arrebatos. La pared subió. Colocó detrás unos soportes, por la ley. Comenzó el segundo piso. Dejando en medio el hueco extraño. La gente apenas paraba. El calor. Mediados de enero. Treinta y cinco. No son pocos. Los animales seguían escondidos a las sombras de las piedras.
        ―Es el loco de la ventana. Vino desde la ribera. Hace tiempo. Vive solo. Es raro, el tío. 
        ―Era ―corrigió el Lanchas. Y brindamos por eso. Yo, por acompañar.
De vez en cuando la observaba. Sentado bajo el cielo engañoso. Abanicándome. Allí la dejó, apoyada en una esquina, casi en derecho. También de blanco. Son más baratas. Pero la hechura no cambia.

―Estás loco, cariño ―dije atrayéndole cerca. Respiré el sudor de sus brazos. Sabía que eso lo volvía. Nos derrumbamos sobre la cama. A lo bestia. Como dos gatos luchando. 
         El pueblo miraba a lo alto. Trabajaba con el traje blanco. El de los días de guardar. Ya se sabe. Yo mismo se lo planchaba. Filaba y filaba las piedras. Paralelas, dejando un respiro entre ellas, por las dilataciones del Paraná. El hueco casi cerrado. Una viga de tabla le era bastante. Poco peso en lo alto. No más. La obra acabaría bien pronto. Los puntales se miraban entre ellos, como diciendo. 
          En lo del Dioni sonaba un tango lacrimoso. Brindamos también por eso. Yo, por acompañar. Las copas agrandaban los ojos. La acera surgió roja, bajando el color hasta el desagüe. Llovía el calor de lo alto. Gotas calientes. Necesarias. El traje se le había vuelto un asco. La cabeza doblada en un giro imposible. Miré al suelo. Tragué la poca saliva acervezada. Lloré hacia adentro.
          ―¿Vamos por otra? ―Apuntó el Denso. Seguía bravo el hombre desmesurado. 
          ―¡¿Por mí…?! ―Roncó el Lanchas, con la voz tomada. 
          ―Yo ya llegué―dije. 
          Pasó el chaval con las dos jarras prendidas, enganchadas en la curva de sus dedos. Bebieron. Brindaron por nada. Por estar vivos, acaso. Yo, por acompañar, alcé el codo. Rieron. Hizo gracia el gesto.
         El último día levantó la ventana. La colocó entre sus dedos. A pulso. Escaleras abajo. Por la acera la gente se paraba. Miraba. Reían. Hasta doblar las cinturas y enderezar sus destinos. Subió la ventana con una soga engruda. Rasposa. Eso fue lo que me dijo alguien. Que jamás me ocupé de averiguarlo. La colocó y esperó toda la noche y todo un día allá en lo alto. Quería asegurarse. Protegerla. 
         Sonó el grito sordo de un saco de papas reventado sobre el suelo. Nadie lo quiso. Todos pensaron en la vida dichosa. En el Paraná que te aoja sin remedio.   
 	Vino, dicen, desde Rosario ―mintió estúpidamente el Denso.
        ―Sí, de Rosario ―sumó el Lanchas.
        Brindaron por eso. Esta vez yo también lo hice. Por acompañar. La última. 
        De nuevo otro domingo con las ventanas apagadas. El desierto de entonces era más desierto esta mañana. Los pantalones, la camisa, la chaqueta. Un mundo blanco de plancha para nada. La vida en el Paraná es toda. No permite que nadie cambie su rumbo. Ernesto fue conducido al tanatorio. Sobre la piedra desnuda, desnudo.
        Brindo por eso. Por él.
        Sin tener que acompañar, claro.

 



Rosario, Santa Fe, Argentina (2015?). Daniel Arteta (Maldonado-Uruguay, 1967).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 9. ¡Conquisté París! Antonio Florido

Fisonomía 9 
¡Conquisté París!

Por Antonio Florido

       



                                    I

Aunque han pasado ya muchos años desde aquello, justamente en la noche del 14 de abril de 19…, a Pierre no se le va del pensamiento la cita. Fue hace ya seis semanas desde que la carta enamorada y olorosa de Pierre se hundió en el abismo oscuro y rajado de la oficina de correos. Desde ese día, pensando, analizando, pergeñando en sus maneras el destino inopinado que a todo hombre se le aparece una vez en la vida. La vio sentada con la chaquetita blanca y apuntada cubriéndole unos hombros caídos. Los brazos, en un constante temblor, por las voces de los coros que en esos últimos instantes de la obra clamaban al techo del auditorio como si pretendiesen romperlo en pedazos. Junto a ella, a no más de un metro, un matrimonio desconocido contemplaba embelesado la obra en la que los actores, con sus movimientos simétricos y cadenciosos, se afanaban en crear una colosal maravilla de hermosa consistencia. Los esposos mantenían sus manos unidas, con los dedos de ambos alternados, cruzando del uno al otro un amor tal vez estudiado para la ocasión, traído desde fuera, porque la verdadera pasión de sus almas había muerto bien antes, mucho antes, cuando aquello. Un palco en delantera, bien situado, sin necesidad de los gemelos glamur Eschenbach de la época, por la distancia y por la ilusión con que los espectadores gozaban de las escenas.
         Pierre recordaba ensimismado echado sobre un diván algodonoso, de un rosa fuerte, a dos cuerpos y con la espalda subida para que el acomodo fuese lo más confortable. Hizo memoria y se arrepintió por la medida de su precio, pero ahora llegaba el momento y una llamarada de orgullo surgió en el rostro del hombre que ya imaginaba la nueva y quizás única escena con ella sentada a su lado, arrimados ambos, sintiendo el calor y la tibieza de esa carne blanca y trémula, de ella. 

Abrió los ojos el dandi, lentamente. Por las altas ventanas cruzaban algunos tímidos rayos del nuevo día. ¿Anoche? ¿Qué hizo anoche? ¿Qué atolondrada tontera hubo cometido? No se acordaba de nada. A Pierre le punzaba la cabeza en los lados, como dos agujas que se le clavasen en la piel hasta el fondo. La dichosa resaca. Pero ahora el calendario coincidía con la elegante escritura de la mujer. El día llegó. 
         ¡Oh Violette! ¡Violette!
         Recordó presuroso la circunstancia, oculto tras el grueso telón que separaba la luz del pasillo de la pequeña intimidad del retiro. La joven allí, sentada, de espaldas, absorta en la ocurrencia de unos actores concentrados en lo suyo, pero allí seguía la mujer, ajena a su mirada, mirada que intentaba traspasar ese misterioso tejido que ante sus pensamientos se desnudaba sin pudor. De vez en cuando movía la dama la cabeza a un lado y a otro, con el cabello subido en un recogido que dejaba adivinar en la penumbra un delicioso cuello de cisne. En una de esas ocasiones, como si nada ni nadie lo hubiese pretendido, sus ojos chocaron en el aire. El amor, que nacía allí, con él de pie, escondido, tantas veces, tantos dramas oyendo el roce de su vestido mientras ella le ignoraba. Pero esa noche fue la ocasión y clavó, pues, sus ojos en los ojos de ella, y así la prendió, como se toma con delicadeza una rosa recién cortada. Lo demás ocurrió de seguido. Esperó inquieto un par de días, preguntando a unos conocidos, a unos amigos de un amigo de otro amigo, hasta que al fin la obtuvo. La dirección exacta escrita en un papelito rosa y con olor a jazmín. “Desearía, estimada y oculta dama, desearía…”, le imploraba una cita, un encuentro que no fuese casual, en su propia casa, tal vez a la hora vespertina de la merienda, o mejor, o mejor, ¡sí!, un poquito más tarde, cuando la hora de las brujas comienza y los chiquillos y el mundo entero se retira hacia sus casas, abandonando unas calles que brillan bajo la fosforescencia verdeazulada de las farolas.
         Esa misma mañana llegó. En otro papelito muy bien doblado, de la mano de un chiquillo andrajoso y famélico, jadeante, que respiraba con ahogo por la carrera desde el otro confín de la enorme ciudad. La leyó con el corazón en la boca, más rápido sus ojos que su mismo entendimiento, una lectura visual, fotográfica, impulsiva. Hasta que al final de esta, con letra menuda, levemente inclinada a la derecha, con un brío resolutivo, muestra de la alcurnia y de la altivez de la damita surgió el . 

                                     II

Apenas las ocho y media de la mañana. El día claro. Un poco de viento movía los frondosos laureles que desde la ventana podían divisarse. Disponía de poco tiempo. Habían quedado a las nueve de la tarde. La presentación, los preliminares, las bobadas de los primeros minutos mientras a él se le escaparían los pensamientos por los labios, todo su ser pendiente de ella, y ella, ella… dulce hembra de encaje, de belleza sublime, embriagadora desnudez de la inocencia que sin duda se le mostraría con excesivo descaro. O quizás la mujer, la pequeña damita, miraría tímida al suelo, sin saber escoger las palabras precisas, los sonidos y los dejes adecuados. Nadie sabía. Ni acaso el mismo Pierre, en su inteligencia acusada, podía por ahora adivinar el futuro.
          ¡La decoración! ¡El salón impoluto! ¡Los detalles! Pierre comenzó una danza irrefrenable que en su cabeza estallaba intentando crear en el salón una pieza digna de ella, sumida en una calma sin par, de una elegancia extrema. Se sentó mareado. Colocó la cabeza entre las manos, y los codos sobre las rodillas. Pensaba. Debía planificarlo todo. ¡Todo! Era la ocasión definitiva. Quizás la primera y última oportunidad de su vida. Antes de nada, después de unos minutos de sosiego, pensó en el propio mobiliario, en las paredes, en la mesa, en la cristalería, los mismos cuadros colgados en las verticales, que se inclinarían al paso de Violette, rindiéndole el debido respeto. La luz, la luz era un elemento esencial, un imaginario que impregnaría los rostros de ambos, durante la cena, tras ella, en los postres, en la paz que sigue como antesala de una somnolencia nocturna. 
         Observó detenidamente la sala. El apartamento, muy bonito y acogedor, con un leve tenor estendhaliano, se encontraba cerca de la rue de Lisbonne, un lugar apropiado, en nada desmerecido, en el centro justo del barrio adonde los dandis como él habían huido. Lejos, muy lejos, apartados de esa gran mediocridad del París de la época, una ciudad que respiraba el fragor mentiroso de una paz que se desvanecería lenta, perezosa, pausadamente. La habitación casi desnuda era relativamente grande, con las paredes tapizadas con lienzos de Jouy, en rosa y blanco. En una de ellas unos cuadros que había adquirido para la ocasión, aunque hemos de confesar que sin ninguna perspectiva demasiado certera. Copias baratas de un Picasso, de un Derain, de un Segonzac… Lienzos que estallaban en Pierre la inmensa laguna, inutilidad y pobreza de un espíritu pasajero y antojadizo, creando en su alma una violenta angustia.
         El dandi observaba alrededor, girando el cuerpo como las agujas, en perfecta armonía con los estertores de la mañana, que ya avanzaban la luz a través de las ventanas, desplazada por el mismo suelo de parqué del salón, brillando en sutiles figuras formadas tal vez en su pura imaginación. Sin embargo, no debemos reprochar nada. El hombre, sumido en una enorme tristeza, se agarraba a la ilusión de esa primera cita, tantos años esperada, imaginada y diluida tímidamente en su cabeza, en sus sueños, en su espesa voluntad de parisino a la moda, de salón en salón, hablando, coqueteando a veces, esculpiendo su apariencia frívola en el vacío del aire, entre las mismas risas de las damas que se agarraban al cuello de sus vestidos, con las muselinas entre los dedos, jugando a cruzar las miradas atrevidas, retando una dama a la damisela de al lado, en busca del máximo trofeo… Pero Pierre no constituyó nunca para ellas ningún trofeo, solamente unas delicadas sutilezas, unos detalles galantes, un mañana tal vez, o quizás la semana próxima, cuando mi madre de nuevo abra las puertas de nuestros salones. 
        Lo más importante, empero, era la cena…
        ¡La cena!
        Y pensó en un estilo afrutado en sus labios, a lo Auguste Escoffier, maestro de mil recetas apetitosas, al modo de la grande cuisine de la época. Empezar por unos canapés variados (incluidos los famosísimos bomboncitos almirante, con mantequilla y langostinos) seguidos de unas sabrosas ostras gratinadas al champán. Como entrante estaba bien. Luego, seguidamente, tras una pequeña pausa en la que de seguro su mirada reposaría en la fina piel de la dama, un consomé Olga, con oporto y vieiras. Llegados a este punto los dos, en la más absoluta intimidad, estarían conversando posiblemente sobre el tiempo, que por estos días se mostraba un poco tonto y caprichoso. Como tercero había soñado en una pequeña ración de patito asado con salsa de manzana, el plato fuerte que necesitaría irremediablemente el sabor de una copita de ponche romaine, hecho con naranja, limón, ron y merengue. Unas palabras encadenadas a las miradas de amor entre ambos, abrochando las voluntades a la luz de las velas de nácar, en ese ambiente glamoroso, rodeados de las miradas de los pintores que aún pendían sus imágenes sobre ellos. Tal vez en ese momento fuese mejor acercar los dedos largos y huesudos de él a las manos blancas y ligeramente rosadas de ella. Un acercamiento disimulado, como quien no lo ha querido. 
         Si eso ocurriera… si esa dulce cercanía le fuese permitida… 
         Los melocotones en gelatina de Chartreuse para el final, como broche de la obra que pronto comenzaría su acto definitivo. Y Pierre estaría dispuesto, si ella así lo pedía, a sustituir este último gozo por un simple helado francés. 

El dandi, superándose a sí mismo, soñaba en todo esto mientras en el fondo de su pensamiento brotaba la sorpresa. El escenario ya estaba preparado. El cuarto, desde hacía dos semanas, cerrado, para no oír los lamentos del…
         … Pero avancemos un poco más en lo que pasaba por la cabeza de Pierre. Hagámoslo.
         Miró la mesa del centro. Necesitaba adornarla para la ocasión. Pero aún había más. No sólo la mesa constituía para Pierre un elemento de enorme preocupación. También la vajilla, la cristalería, el estilo, cuestión imprescindible, tal vez un ligerísimo toque naif, elementos en cobre o bronce, los simples y diminutos detalles sobre la mantelería, las servilletas, los mismos cubiertos… Había decidido colocar en el centro un jarrón lleno de mandarinas, no muy alto, para no ocultar los carmines y los rosados de su amada, y unas velitas que llevaban guardadas esperando una ocasión como esta desde que aquello salió en la primera página de todos los periódicos. Desde entonces el alma de Pierre se había mostrado confusa y embriagada, temblona ante el miedo de esos seres desgraciados, y beoda de amor, de dulzura, de angustia que se volcaba hacia el mundo, clamando por una simple compañía, por un alma gemela que le dijera que le adoraba.
          Llamó a voces a Adele, la sirvienta, y le encargó la asunción de todos esos elementos que bailaban en la mente del hombre. Le exigió que el mantel apareciese bien planchado. Debía florecer ante ella una mantelería divinamente plana, con seis o siete repasos sobre el tono marfil de la tela.  Las servilletas, le instó a la pobre muchacha, en dos cuadrados de 60x60, debidamente doblados en un triángulo armonioso, sobre la superficie brillante y calma de los platos llanos, ni un centímetro más ni uno menos. ¡La perfección!

Adele, que jamás había decorado la mesa para una ocasión que se le escapaba, no comprendía muy bien las órdenes taxativas de su amo pero, aun así, se empeñó en la labor de satisfacer los deseos más extravagantes. Pierre tuvo que enseñarle a colocar los cubiertos. Siempre de fuera hacia dentro en ambos lados del plato. A la izquierda los tenedores y a la derecha la cuchara, cuchillo o pala para el pescado. El amo le ordenó abrir el bargueño donde guardaba las platas de su difunta madre. No era para menos. La muchacha fue extrayendo de los cajones las plateadas pinzas, las tenazas para el marisco, cucharas pequeñas para el helado… Nunca se sabe… Luego los platitos para los panecillos, las copas purísimas… Y al final el jarroncito lleno de mandarinas en el centro…
         Pierre observaba los movimientos de Adele. Pensando en los olvidos, en esos diminutos cristales que saltan de pronto cuando te das cuenta de que algo se pasó por alto. De ahí el empeño del hombre que se jugaba en esa cena toda la vida de espera junto a esas otras damas de carmín y de sonrojos. El dandi se echó de nuevo. Cerró los ojos en una fiebre que le consumía, de tanta ansia, de tanto nervio. Adele muñequeando sus manos de un lado a otro, limpiando, bruñendo, repasando las motitas de polvo que el tiempo, ¡ay, el tiempo!, había ido depositando sobre los distintos enseres. Luego sobrevino un silencio de plomo y una calma sostenida. Seguramente todo estaría ya preparado y Pierre, con los ojos aún cerrados, trató de imaginar el ambiente, las palabras, las imágenes delante de sus ojos, enfrentados a la vergüenza, al pudor, a la misma desnudez de su alma. Intentó el hombre dormir y descansar un rato, pero los pensamientos, como pequeños gusanos caprichosos, le volvían el cuerpo hacia los lados, le arañaban por dentro, en un pesar tremendo que le bajaba hasta el pecho, hasta más abajo, donde el estómago gemía de dolor y de angustia.
          Miró la hora. Las siete. Debía acicalarse. En un impulso nervado el dandi se puso de pie y se dirigió de pronto y como ido hasta el aseo. Un perfume, quizás algo más tierno, como el agua de azahar que se ocultaba tras el espejo, el bigotito derecho, con los pelillos paralelos y la barbilla ligeramente cubierta con una pátina de rubor disminuido. Volvió a mirar la hora. Las ocho. Todo el cuerpo temblando. Viajó raudo hasta el salón. Debía en su calma intensamente anhelada repasar todos los elementos. Ya Adele se hubo marchado hacía rato. Nadie como testigo. ¡Nadie! Solamente una obra para ellos dos, para el amor puro que cruzaría sobre la mesa, formando el único diámetro verdadero. 
         El reloj de la sala estalló en los tres cuartos. Sólo quince minutos. Lo natural era llegar un poquito tarde, no más de diez suspiros contados con la respiración templada. No más…


                                      III


La luz del día cruzaba ya por la ventana, por los altos cristales, atravesando el calado terso de las cortinas y formaba, en declive, unas figuras tímidas y difusas. Llegaba el frío de la noche. Y con el frío la necesidad de encender las velitas de nácar sobre la mesa, como dos faroles en la costa, sobre el precipicio, avisando la voz de uno mientras esta misma voz, en su trémula sustancia, volaba hasta el otro lado de la mesa. Las encendió. El dandi se colocó en el centro esperando, y mientras tanto, giró un par de veces sobre su eje, posando la mirada en los paisajes de los cuadros, en las mismas paredes aterciopeladas, en el techo, y más abajo, sobre la madera que crujía bajo el peso de su cuerpo. Luego, con un deje de altiva presunción, se miró en el espejo inclinado de una de las paredes y observó que la sala se repetía, como un doble de todo, como una realidad inventada, y se sintió dichoso por haber conseguido, tras el angustioso esfuerzo, la atmósfera justa que tanto había ansiado durante toda su vida.
          El timbre sonó. Un quejido primero seguido de otro y de otro. El nervio le podía, mas debía soportar la subida del telón. Ya no había marcha atrás. Se anudó bien el adorno y abrió la puerta sin prisa, como quien no quiere la cosa. Y de pronto… De pronto… Toda el alma al suelo, acolchada, tierna, ansiosa. Violette alargó una mano enguantada, con el tejido hasta el codo. Él, galante, le tomó los dedos imaginados y besó tiernamente sobre el guante. Había llegado la dama a la hora exacta. Buen comienzo, pensó. Luego, tras unas sonrisas a modo de presentación, la coquetería de ambos los empujó hacia adentro, donde un calorcillo delicioso comenzaba ya a notarse. Llevaba la damita la misma chaqueta de tantas veces. Blanca, dibujada sobre el cielo del cuarto, en la mente clavada del hombre. Se volvió inclinando levemente el cuello, invitando al dandi a que con sus propias manos le ayudase a desprenderse de la misma. Fue un momento exquisito, maravilloso, un instante en que por vez primera los hombros dulces de ella aparecieron ante él desafiantes, provocadores, formando unas curvas hacia abajo y reventando en una hermosa fragancia de color y de finura. Bajo la chaquetita la joven, la hermosa Violette, se había colocado un vestido de gasa rosa, con múltiples puntitos en blanco creando unas diagonales de leve inclinación. Era cortado sobre los hombros, con el pecho exuberante al aire, como dos masas rosadas que temblaban al más mínimo movimiento de la dama. Pierre quedó adherido a su piel durante unos segundos. En un estado de trance muy cercano a la muerte. El escote apuntado hacia abajo, formando una uve enorme que permitía engendrar mil demonios en sus pensamientos. Más arriba un cuello liso, con una lluvia dorada finísima que solamente se podía entrever al trasluz de la ventana, con las últimas luces de la tarde vieja que ya se ocultaba. Ningún adorno. Tampoco llevaba pendientes. Sólo un bolsito de piel negra sostenido en la mano izquierda, quebrada hacia la cintura. Ambos se miraron. Luego, tras unos instantes de íntima zozobra, él la invitó a sentarse sobre el diván, bajo la alta ventana. Al momento se dio cuenta de que ella podía coger frío y se levantó para cerrarla. Ella rio cuando él se encontraba de espaldas. Y después, de manera lasciva, la mujer se pasó la lengua por los labios, abrillantando la densa capa de carmín. 
          Hablaron, como él mismo había barruntado en la antigua somnolencia, del tiempo, que hay que ver, y después del drama del teatro y de la pareja que compartía con ella el palco. Atrevida, la dama tomó en sus manos la copa de vino que él le ofrecía. Los dos bebieron lentamente, a sorbos pequeños, apenas un ligero murmullo de los labios sobre el filo curvo del cristal. Pierre se sentía dichoso y notó que el nervio le abandonaba. Aunque muy despacio. En una pausa envarada Pierre olió la comida sobre la mesa de la cocina. Se levantó, le ofreció la mano para ayudarla, la dama permitió los gestos del dandi y se sentó muellemente sobre la silla Luis XV. Pierre empezó a servir la mesa. La cena había dado comienzo. El vino, hasta el máximo ensanche de las copas, fue desapareciendo en las gargantas de ambos. La charla se tornó suavemente, y sin ningún tipo de premeditación, en una compañía apenas buscada. Los canapés se confundieron con las miradas disimuladas del hombre que no podía apartar los ojos del escote tremendo y hondo de la dama. La joven treintañera era para él apenas una niña. Los cincuenta sobre los hombros de Pierre le pesaban como fardos llenos de años. La luz crepuscular surgió de pronto, inesperadamente, y los rostros de ambos esbozaron sobre la mesa unas sombras caprichosas que jugaban al juego sensual de las miradas perdidas, de esos ojos que te apuntan y se marchan, que los buscas con ansia, con un deseo espeso, con una fruición fabulosa y tierna, llena de pensamientos, de prejuicios, de celos repentinos.
         Las copas lucían sus curvas sobre el mantel marfil. Cada elemento en su lugar exacto. Ella tomaba de uno en uno esos bomboncitos almirante con los dedos ablandados. Abría los labios y los iba depositando sobre la lengua que aparecía fugazmente rosada, sólo de vez en cuando, sin dejar de clavar sus ojos en los ojos del hombre. Pierre no cabía en sí de gozo. Detrás una fuente de ostras gratinadas al champán para compartir, cocinadas con todo el amor del mundo. Se notaba en la joven, sin embargo, una ignorancia en los protocolos de la mesa, porque alguna vez observó el dandi, con un poco de desprecio hacia sí mismo, que la dama no cerraba del todo los labios mientras paladeaba ese consomé regado con una buena copa de oporto. El vino bajaba y Pierre, atento a todos los movimientos de la cena, tomaba la botella y llenaba sin esperar la copa de ella. Una, dos, tres, tal vez demasiadas se bebió la joven mientras los dos cosían sus palabras en una conversación lenta, suave, apasionada por momentos, en un diálogo persuasivo que el mismo Pierre derivaba hacia los lados, buscando el efecto y la forma premeditada. La muchacha bebía y bebía y la lengua, que antes asomaba de tarde en tarde, comenzó ahora una excursión hacia los ojos de él, que se estaban dilatando por el desmayo. Ella se tocó el cuello con la yema de sus dedos hermosos y blancos, luego los bajó hasta el pecho y se compuso el escote que le molestaba. El calor excesivo, quizás, o tal vez la intemperancia de la joven que buscaba otra cosa distinta. La botella de oporto se vació con apuro y Pierre se levantó raudo a buscar una segunda. También se la tomaron enseguida entre los dos, creando en sus pensamientos unos demonios que pronto emergerían…
          Las vieiras fueron tomadas con otra copita de oporto, de buena cosecha. Violette, que nunca las había comido, disimuló una galante y exquisita desenvoltura extraída de su ignorancia. La lengua sobre la concha, buscando lo bajo de la carne, moviéndose como una culebra perdida. Pierre observaba y ya el hombre, ante tanto velo calado, acercó su silla a la de ella y, tomando una de las vieiras, la colocó en los labios de la hermosa y le enseñó cómo deben tomarse, con suave rigor, con una dulzura disfrazada esta vez de un engaño sutil. La mujer abría la boca como una niña que lo hace ante el mundo que ignora. Él la acercaba cada vez más, hasta oler el aliento de Violette, hasta lograr casi rozar los labios de ella con sus dedos nerviosos. Luego la dama la masticaba cerrando los ojos y bebiendo de la copita de oporto que ya se le hubo subido a la cabeza. Ella y él juntos, rostros pegados, sintiendo en la piel de ella el palpitar del corazón. Pierre se las ofrecía y miraba hacia los pechos de la joven que no cesaban de temblar sostenidos por la gasa finísima del escote, en la blancura eterna de las hembras codiciadas. Antes del patito asado Pierre descorchó la botella de ponche romaine. Escogió la copa adecuada, bien arqueada y transparente. El licor penetraba en las bocas de ambos y el calor, la calidez de la sala, las bebidas, todo el conjunto de elementos pensados formaron de pronto un escenario de pura y voluptuosa sensualidad. Violette volvió sumisa la cabeza hacia Pierre y, a pesar de la diferencia de edad, aproximó sus labios a los labios del hombre en un movimiento eterno y lento, desesperadamente lento, creando en ella una desenvoltura vaporosa que sacó de golpe todos los demontres del dandi. 
          Mas antes… antes de eso, la sorpresa. Debía aparecer ese misterio ante ellos, para que el acto fuese perfecto, sublime, irrepetible. Un episodio soberbio que nunca olvidarían. Y Pierre, abandonándola momentáneamente, se dirigió al cuarto y trajo de la mano a su ahijado André, un niño de apenas cinco añitos que llevaba encerrado en el cuarto trasero casi dos semanas. André, cegado al principio por no estar acostumbrado a la luz, fue acomodándose lentamente. Pierre sospechaba que el drama tal vez fuese algo excesivo. Pero ¿acaso el amor, la pasión, el ímpetu y la fogosidad no son también sensaciones, imaginaciones tremendas, enormes, descomunales? André no había comido nada en estos días encerrado, solamente agua, mucha agua, para evitar la deshidratación. Y de esta manera el niño mostraba un cuerpo laxo y enfermizo, desnutrido, casi esquelético, un muñeco colgado de unos hilos impalpables. Violette se quedó observando al pequeño, al delicado ser que ante ella permanecía de pie sostenido por su padre adoptivo. Luego el hombre lo sentó en una sillita cercana y de nuevo desapareció presuroso en la oscuridad del pasillo. A la vuelta Pierre retiró de la mesa todo lo necesario, creando un espacio preciso y en semicírculo donde colocó las ropitas. Dijo: “A André le gusta vestirse de niña, ya lo ves”. Y cogió al niño como se toma una pluma en el aire. Sentado sobre la mesa, con las piernecitas colgando y la cabeza ladeada, levemente inclinada sobre uno de sus hombros, el niño se dejó vestir sin oponer ninguna resistencia. Violette endureció el rostro, pero al cabo de unos instantes, el oporto y el ponche rieron y entre los dos cambiaron la ropita del niño por otra delicada de niña. Ahora André se llamaba Candice. Una niñita de juegos, con un peinado que la propia joven se encargó de alisar, hacia abajo, hacia atrás, hacia los lados, pintando un glamuroso cuadro con colores suaves sobre el pequeño rostro de la niña, de la misma niña que seguía cansada, casi dormida, viviendo y soñando que vivía, de las manos de ambos, en un sopor propio del nulo alimento. La sentaron de nuevo sobre la sillita, el cuerpo derecho, los bracitos sobre los muslos que la corta faldita dejaba al aire. El lacito rosa sobre el filo del cabello le sentaba de maravilla. Pero la niña, Candice, levantó la mirada y vio sobre la mesa los trozos del patito aún sin probar, las migas de pan, los jugos de las vieiras… 
         Embriagados, la pareja comenzó a retorcerse de risa cuando oyeron los primeros lamentos del niño disfrazado de niña. Un gemido, con las manitas hacia adelante tratando de asir algo de comida, luego ese mismo gemido se transformó, de manera inexplicable, en un llanto desconsolado, en un grito desgarrador…
          La sorpresa había dado comienzo. Esa fue, así, la composición que Pierre había madurado durante tantos días.     
 

                                       IV


El pequeño había entrado en un estado de extrema vergüenza al comprender, como entienden los niños, que él no era una niña, que esa ropita dulce y aniñada no le pertenecía. Se arrancó el lacito afrutado que Violette le había prendido del liso cabello y luego siguió observando sobre la mesa los restos de comida, los olores que le entraban en el cuerpo, la saliva desprendida de la boca, llenándola, anegándola…
          Pierre y Violette oían entusiasmados el eterno llanto de Candice. En el aire del salón comenzó una sinfonía improvisada, de menos a más, formada por unos gemidos ansiosos y desesperanzados. Ellos, en una violenta e inextricable desenvoltura del alma, se fundieron en un drama de amor, formado por una mezcla confusa de lascivia, de belleza, de miedo al paso sucesivo de los años, de terror a la soledad que ambos experimentaban en el día a día. Candice alzó su garganta, con las lágrimas que comenzaron de pronto a resbalar por su carita suave y cárdena. Un llanto en grito, elevado hasta el máximo, porque tampoco comprendía el pequeño, la pequeña, por qué las manos de Pierre desabrochaban la cremallera de Violette, como tampoco llegaba su mente inocente y tierna a comprender los quejidos de ella, y su vuelco hacia atrás, o sus muslos en el aire, con el vestido subido enseñando unas piernas infinitas y sedosas. El niño vestido de niña no entendía nada. La pareja se enlazó con un nudo de engaño. Ella sostenida por el filo de la mesa de la que Pierre, en un arrebato incontrolable, había dejado caer toda la comida y todos los enseres al suelo, en un nervio de la mano, como un rayo que no puede esperar porque de otra forma la vida se le escaparía. Allí, delante del pequeño, Pierre abrió las piernas de la joven y, aplastando sus labios en los pechos enormes de la dama, en un impulso descomunal y certero, la atravesó con la dulzura que solo luce en casos como este. La pequeña gritaba cada vez con más desesperación, con la garganta doliendo, llenando la estancia con un vaho de horror por la escena desconocida y violenta. Ellos concertaron las embestidas a los llantos, en una perfecta armonía, en una cadencia que solamente concluyó cuando ambos se llenaron de sudores y él, sin poder aguantar más, reventó en ella, arqueada sobre la mesa, con el cabello en declive, hacia abajo, despeinada, confusa, beoda de amor y de lujuria, de una terrible incontinencia que hasta sus treinta años se le hubo escapado. Más tarde, cuando ambos se hubieron calmado, la niña se arrodilló sobre el suelo y comenzó a atrapar nerviosa las migajas que habían caído desperdigadas. Bebió, como pudo, las gotitas de vino, lamió la sustancia aromática de las vieiras, como un perrito que anhela la comida, que la necesita, arrastrando las piernas delgadas por la madera llena de trozos innumerables de cristal y de loza, trozos de materia fragmentados por el ímpetu del hombre cuando aquello de arrastrar con la mano todo lo que le estorbaba. Pequeños cristales que lucían mil filos cortantes sobre la noble apariencia del suelo de roble. La niña, nerviosa, buscaba y buscaba con la desesperación propia del necesitado, como quien reza al dios de su infancia rogándole un milagro. Violette y Pierre siguieron con su armónico movimiento de impulsos crecidos que ahora se amortiguaban, los labios de ambos en el aire cruzaban las salivas ahítas de la cena y el vino, la crema de sus vahídos se mezclaba entre los dos en una difusa y enloquecida escena. Miraban al pequeño. La niña, asustada, seguía limpiando los restos con sus labios, con la lengua, con los ojos, tragando una mota de comida, un licor agrio para su boca, la niña, en un escenario dramático…
          Pero ellos reían y se besaban, hasta que a él le pudo de nuevo la avaricia y el descontrol y otra vez abrió lo que pudo las piernas suaves de la joven y la volvió a penetrar sin tener en cuenta que su hijo, su hija, miraba de vez en cuando, por los jadeos incesantes, por los ruidos de la propia mesa que ya se quejaba de tantos sobresaltos. 
         La noche fue corriendo muy deprisa en la sala. Al fin, ambos se tumbaron sobre el diván, aún pegados el cuerpo en el cuerpo, todavía fundidos en la carne, en el sudor, en la lujuria que por momentos volvía a brotar entre ellos. Incansables, no permitían en el seno de sus pensamientos, que el tiempo avanzase. Hasta que ambos se quedaron desleídos sobre el terciopelo, bajo la mirada incesante del Picasso, del Derain, del Segonzac…
          Candice había atrapado con sus dientes los pedazos de patito asado. Con el primero se atragantó, pero luego ya se dejó llevar por la ensoñación de los adultos y comió más lenta, como aplastada a la comida que nadie, nadie le iba ya a retirar de la mano. Poco después se quedó dormidita sobre la colcha de madera de roble. De lado, con una ligera sonrisa dibujada en el rostro inocente y dulce de cualquier pequeño de cinco años. 
  	
                                    V

La noche se consumía precipitadamente, tan larga como el Sena a su paso curvoso por la enorme ciudad somnolienta. Pierre soñó que soñaba echado sobre un diván de terciopelo, luego, al lado, en la carne rasposa del hombre, creyó notar la caricia de la hembra. Despertó. No era eso. Simplemente el engaño del sueño que nunca le dijo que Violette se hubo marchado. Todo el sofá para él, en su triste sustancia, desnudo, medio atontado por la noche que moría, recordando el llanto sinuoso de su hija que yacía dormida sobre el roble rubioso y cálido. Se levantó con menos prisa que sorpresa. Una vez en su sitio, miró el estertor de la sala y comenzó a comprender la ruina de su vida. Subió, así, el orgullo indomable del parisino hasta el máximo, antes de caer en picado sobre la alfombra de Candice. Miró, atravesado, por la ventana. Oscuridad en la frente. Engaño paulatino de los sentidos. Una cabeza embotada y fungosa le aplastaba las sienes. Y el cuerpo cansado, igual que un viejo que se dobla en busca del suelo, por la dura experiencia, ya se sabe. No lo dudó. Pero antes de esto entró en la visión de unos detalles muy nítidos, como en un cuadro de Pieter de Hooch. Violette seguía anclada en su mente aun en la pura ausencia de la puta. Empezó un arañazo en la idea. Primero sintió un algo así como náuseas. No se lo dijo ni a las paredes, donde los cuadros. Solamente se miró en el espejo inclinado y observó el asco que corría hacia abajo como lágrimas de yeso, espesas, blancas, atrevidas. La misma imagen de Violette le molestaba. Ya la puta sin él, él sin la dama de los pechos turgentes. Le dio lo mismo. Una mujer que le asusta a un hombre debe despegarse de la realidad, desaparecer, fugarse con otro joven más tierno, que se deje, que deba aprender las inconcusas laderas de los años. Se volvió a mirar y el niño que siempre quiso ser apareció ante el hombre. Un ser distinto al que siempre hubo imaginado. Con media cara de lelo, con el pelo rizoso, casi alborotado, azaroso en el espacio. Vergüenza disfrazada de miedo, fue lo que verdaderamente le pudo, esa noche. Tan dispar. De a pie se fueron alargando las horas tremendas dando las tres y las cuatro. El cielo cuajado. Le gustaba ser niño. Quería seguir siendo niño. Y se le retorció el entendimiento una vez más cuando recordó los cincuenta, ya pasados. En los pensamientos se quiso recobrar de todo eso y se dijo que había mucha literatura en la delectación con la hembra. Llegó a alcanzar la idea casi muerta de Mme. de Mortcerf, del marqués de la Mole, del mariscal de Luxemburgo…
         André abrió los ojos en el momento en que Pierre pensaba, ensimismado, con la cara de un idiota, en un París a sus pies, cuando lo único de verdad era su fosco fracaso. Desengaño que le tomó al hombre por las manos y le llamó a voces André desde el suelo, que lloraba tiritando el niño de frío. Violette en la nada, sustituida por el hijo hambriento que acababa de soñar con la lengua rajada por los trozos de loza, de cristal. A su lado una línea difusa, en rojo, por esa misma sangre ya coagulada. ¡Conquisté París!, pensó con sorna el hombre. Humillado por la apetencia de querer ser joven de nuevo. Pero ya… Tomó como digo al chico con las manos en las manos. Qué antiguas le parecieron ahora esas manitas, esos dedos. Lo tomó como iba y lo dispuso sobre el cuarto desnudo de muebles. Sobre la cama a su anchura. Tierna carne que cubrió para calmar su conciencia. 
         Abrió la puerta entornada y escapó a la calle dejando al niño dormido. A esa hora ni las farolas brillaban. Sólo una densa capa de niebla ante él, desgajándose con el avance de su vanidad que le volvía a surgir en la mente. Cuando pensaba sobre todo en la imagen. En los gemidos. En Violette abierta. Anduvo despacio, pensativo, entre la bruma. Las callejuelas oscuras jugaron con él, confundiendo su torcedura, llevándolo hacia el valle donde el río. Media hora, tal vez una. O dos. ¡Qué importaba en ese instante de la noche el tiempo! De pronto una barda, hasta la cintura, ancha y espesa, como de piedra. Le había tocado una época en que las mujeres parisinas habían descubierto el secreto y el misterio de la seducción. Luego todo fue corto, instantáneo, fugaz. Las aguas apenas se movían. Llano de agua. Hasta el suelo, tal vez diez, quince metros. Lució, sobre su derecha, una luciérnaga. Era la luz, antesala de una de las barcazas que navegaban hasta de noche, las muy repugnantes. Paró en seco sus sospechas. Luego se dijo, ¡imbécil! 
Combinó, en un último pensamiento, la belleza con el miedo, y los vio crecer en sus entendederas como una misma cosa. 
         Pulsó sordo. Su cuerpo de dandi en el agua, de golpe.

No hubo más.
 



Naturaleza muerta de postre (1640). Jan Davidsz de Heem (1606-1683).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 8. Paul Radford. Antonio Florido

Cajón de rubores / 8

Fisonomía 8 
Paul Radford

Por Antonio Florido

       


Dijo el maestro que la soledad es peligrosa y adictiva.

Los oídos del joven creyeron comprender desde su rincón apartado. Y esas palabras, revoloteando en el silencio del aula, se le clavaron al pequeño en lo más profundo. Así llegó a crecer, convencido de que lo mejor era eso, la distancia con todos y con todo, en una afonía perpetua, con la indiferencia generalizada en su rostro. Nació así un ser extraño. Melancólico, a ratos. Frío e impasible. A veces, apático. Aunque no siempre, porque la inocencia, esa fuerza tan vasta y vigorosa, también puede lo suyo. Por aquel entonces nadie comprendía sus maneras. En el hogar sus padres le observaban en silencio, cuando entonces. Luego, en un amor encerrado en las vidas paralelas, también ellos se miraban, como si tal cosa, y torcían a veces el gesto, en una busca del camino certero y voluble. Una obsesión hundida en el ardor por ese hijo que había comprendido, desde muy pequeño, las enseñanzas del maestro.
El hijo cambiaba su aspecto con el paso del tiempo. La mudez de las cosas. Los sentimientos arrugados, queriendo desaparecer en la veladura de los años, tiempos que se sucedían sin que los padres pudiesen hacer nada. También esos padres cambiaban. Envejecían. Pero seguían creyendo que la tristeza de su hijo era como era, una cierta ironía de la vida, una impasible cochura del alma.
Un día el hijo llegó tan alto que tuvo que confesar sus verdaderas emociones. La gente no le atraía. Notaba en ellos, en esos extraños de la vida, que todos mentían. Como una fachada herida, ingrata, soez, maleducada. Los padres, en el calor de la estufa, con las enaguas sobre las piernas, sólo tuvieron fuerzas para callar comprendiendo. A veces es mejor el silencio que una respuesta inoportuna, pensaban. Nuestro hijo es así. No hay más.
De tanto, los meses pasaron a la velocidad del rayo. Días fugaces, repetitivos, cansinos. Y en ese tiempo la soledad se le fue clavando en la mente cada vez con más fuerza. Una soledad encarnada, hecha vida, como si un enorme despoblado le venciera los nervios, doblándolos, volviéndolos sumisos.
Paul comenzó a notar que sus padres habían encanecido. Y sintió una pena y un dolor intensos. Muy fuertes. Tan fuertes que el alma se le partía. Y la voluntad se le dividía entre su padre y su madre. ¡Tanto esfuerzo en la vida!
En el barrio el niño de los Radford seguía siendo el solitario. Sólo los mayores pasaban de lado, pero los otros jovenzuelos dedicaban a Paul toda la carga de injusticia que anida en los corazones pequeños. El aislamiento pugnaba, de esta manera, con la inocencia. Una lucha sin par y atroz, tal vez desmedida. (Hablamos de dos formidables sentimientos enloquecidos por las esquinas de los días).
Paul creció. Un bozo sobre el labio, apuntando hacia adelante. Una ligerísima sombra bajo la nariz. Y todo el amor para sus padres, que seguían con las enaguas sobre las piernas, en otro invierno, apurando el amor que se escapaba, como la vida, del cuerpo, de toda el alma. Su madre en un suspiro pensando en el hijo. Pronto se encontraría de frente con el verdadero desierto, pensaba. La mujer no deseaba un campo yermo y abandonado para su hijo. Pero ¿qué hacer? El padre, sumido en la inconsciencia que otorgan los años, amaba a su mujer y trataba de ocupar en ella el vacío. Llenar con su amor de hombre esa cordura desleída, ese cuajarón de sangre. Y así pasaban las tardes, mirando a través del cristal empañado, acariciándose las manos sobre el tapete escogido, en el salón que gozaron desde que su hijo, por aquel entonces, les vino al mundo.
Por la calle la gente caminaba sin detenerse. Siempre las mismas caras, en su tediosa envoltura de inopia, en su terrible ignorancia, gentes temerosas de Dios que por las noches rezaban en silencio, en un rosario inacabable de murmullos, bajo las cálidas sábanas de sus hogares.
Pasó el tiempo. Paul había quedado por vez primera. En el puente. O sobre él, encima de la piedra biselada, como él había supuesto. Se agarró el cuello y se abrochó hasta el último de los botones del abrigo. El viento había estallado al mediodía. Y por la tarde podía oírse aún el grito del aire chocando con los salientes. Los árboles, acostumbrados a esas bravuconerías, doblaban sus tallos creando siluetas inclinadas. Era otoño. ¡Ya el frío tan cerca!
Paul cerró la puerta tras despedirse de sus padres. El mundo, ante él, con la misma soledad que de niño. Volvieron a revolotear las palabras del maestro en la mente del joven. “La soledad es peligrosa, adictiva”. La última palabra se le trastabillaba. Y volvía a pensar en ella. “Adictiva”. Pero el joven llevaba consigo una ilusión comprensible y apabullante. Nunca hubo imaginado que algún día… Pero sí, ese día había llegado. Ella estaría ahora saliendo de su casa. Debía darse prisa. En alguna ocasión, recordaba, alguien le dijo que nunca se debe llegar tarde. Y hoy se trataba de una cita. Con ella. Su primer encuentro. A solas. El mundo y él. Ella y él. Desde el colegio los ojos de ambos. Siempre cruzando unas miradas cómplices. Y unas sonrisas eternas. Por el aire, sin que nadie, salvo ellos, notase la ausencia de sus voluntades y de sus corazones.
Clara siempre se le había clavado. Era hermosa. Rubia y alta. Distinta. Con un algo misterioso muy adentro que nunca pudo ni supo ni quiso explicarse. Hasta ese momento la vida se le había mostrado a través del aspecto más vulgar de la materia. Lo otro, lo que sus padres afirmaban en esas horas pasadas al fuego, aún no lo había llegado a conocer. ¿Qué sería eso otro de que ellos tanto hablaban? Paul pensó en sus padres. Mientras tanto, avanzaba por las calles retorcidas, con el cuello bien alto. Caminaba con las manos encerradas en los bolsillos, soportando el soplo violento del aire de otoño, anticipo de las primeras nevadas. Clara en su pensamiento. Nítida esbeltez. Definida locura de su amor. Amor anidado en un pecho excesivamente joven. Demasiado acostumbrado todavía a las antiguas palabras del maestro.
Alcanzó la vista que le arrastraba como si fuera un perro de tiro. Llegó jadeando. Nervioso. Su cuerpo temblaba bajo la ropa adherida. Una silueta definida. Sobre el pretil de piedra, sí. Dentro del apartadero. Protegida con una capa gruesa. El gorro le cubría la cabeza. Luego, Paul junto a ella. Había llegado a la hora exacta. Una campanada sonó violenta en el cielo plomizo. Las siete y media. La hora en que comienza el sol a escurrirse por el horizonte.

Tras él…
Viajando a no se sabe qué lugar misterioso…
Las nubes lloran débilmente sobre los jóvenes…

Clara le miró con sus ojos verdes, en un destello desconocido y profundo. Paul se quedó paralizado por la hermosura de la joven. Recordaba la gracia de sus manitas de niña, cuando entonces. ¡Hacía tanto! Ahora, esa niña de ojos vivos se había transformado en una tierna mujercita. A Paul el corazón le palpitaba. Y se cubrió el pecho con las manos para ocultar ese atroz golpeteo, sordo y cadencioso. Con la mirada se dijeron muchas cosas. Hasta que ella soltó su dulce sonrisa y le pasó la mano por la cara para quitarle unas gotas caprichosas. Habían quedado citados allí, pero la tarde, el día, la lluvia… Paul estaba feliz. Clara estaba feliz también. El joven había descubierto una abertura en su vida, a través de su corazón que chorreaba ilusión y esperanza. Sacó del bolsillo un bulto pequeño cubierto con un papel colorido, de flores. Ella lo tomó, sorprendida. Al abrirlo, el papel crujió bajo sus dedos nerviosos. Un pequeño y primoroso librito de versos. De Carolin Schwab, la poetisa que a ella siempre le hubo fascinado. La chica se quedó observando el obsequio y no fue capaz de levantar la mirada. Sus ojos, acuosos. También el amor viaja en los libros. Pronto decidieron apartarse de allí. Pero antes…

…Antes necesitaba confesarle algunos secretos. Pesares que siempre había llevado prendidos en la quietud de su desprendimiento. Y la duda. Ese eterno y angustioso recodo de la confianza y amistad…

Pensaba Paul en la dichosa palabra cuando de pronto, en un arranque inesperado, casi de furia y de amor excitado, aprovechó la lluvia que les caía sobre los hombros y la invitó a continuar junto a la senda, donde la esquina separaba el puente de la calle cercana.
Entraron en el restaurante. Desde siempre a los jóvenes como ellos The Fox Den les había subyugado. Por la atmósfera creada en el interior. Como una caldera que aviva los corazones. Así el lugar escogido. Paul, adelantado, eligió una de las mesas más apartadas, lejos del bullicio del principio, donde la gente, de pie, tomaba cervezas y reía y cantaba. Más allá, sobre el cuadrado verde, un filo aterciopelado formaba un paisaje de madreselva. Se sentaron. Clara enfrente de él. Con sus miradas al suelo, por la timidez y porque los dos eran conscientes de que de esta cita podía depender no sólo sus destinos, sino el propio devenir de sus vidas, el azaroso fluir de todo el mundo.
Paul pidió una cerveza. Clara hizo lo mismo. Y luego, cuando el camarero desapareció, un hundimiento de las voluntades, un precipicio entre ambos que solamente la luz de la joven alumbraba en silencio. Clara, sin saber qué hacer, abrió el librito y comenzó a leer mirando a Paul de vez en cuando. Había elegido uno de los poemas más hermosos: “Green is the colour of hope”.

Layin´ down
In the Green Green grass
Eyes closed
Darkness in your mind

Hopes’s only in
The colour around you
But not for your own…

Calló. Cerró el libro y lo volvió a poner sobre la mesita. No fue capaz de continuar declamando unos versos tan bellos. Paul acercó su mano a la mano de Clara. Los dos comprendieron de inmediato. No en vano se había tratado de un propósito gestado en el calor de la estancia.
Adivinaba en su rostro una emoción desconocida. Profunda. Sincera. Y le dio miedo al joven. Un terror oculto desde siempre y que ahora nacía, resuelto, y se colaba entre ambos, como una daga bien afilada, como una lengua sedosa y húmeda sobre la piel fría.

Adictiva…

La palabra, envuelta en su verdadero significado, alcanzó la frente de Paul. Y se acordó de nuevo cuando en el aula sus ojos volaban a los ojos acristalados e infantiles de la amiga, sobre los rostros apáticos y vulgares del resto, cruzando el espacio como hilos que enlazan las voluntades. Allí, en ese sagrario espacioso, se sentía enorme el pequeño. Enorme y libre. Sumido en una paz en remanso, como la calma de un día sin viento. Ahora, sin embargo, al oír los versos de la joven traspasando el velo que les cubría, apareció en su pecho el horror a perder esa libertad y calma soñadas. Simple cuestión de saber, de poder y de estar dispuesto a la renuncia definitiva.
El encanto del principio dio paso, lentamente, a una indiferencia disfrazada de pereza, de temor, de miedo a perderlo todo, a perderse él mismo, miedo a dejar de ser una persona inopinada, un individuo ramplón y solitario, un ser acomodado en su colchón de ignorancia, bajo el manto fugaz y necesario del amor de sus padres. Paul observó la candidez y la encantadora figura de Clara. Sin el abrigo, la muchacha había eclosionado en un estallido primaveral de hermosura, mostrándose ante él en toda su esencia, casi desnuda, abierta al hombre que pronto surgiría rabioso de la carne. Y se alejó el joven de esa lujuria que le estaba apuñalando, notando en sus gestos que el cuerpo y los sentimientos se le iban de allí, muy lejos…
La noche apareció ante ellos en una cúpula de cristal. Fría. Silenciosa. Tremendamente cercana. A peso sobre las espaldas de los jóvenes que salieron a la calle cuando ya sus corazones habían enloquecido. Se despidieron con la certeza clavada de una separación para siempre. Clara apretó el librito muy fuerte, aprisionándolo entre sus dedos. El amor empaquetado siempre volaría con ella por muy lejos que ambos se encontrasen. Era lo que le quedaba de esa noche transparente y cruda, bajo las estrellas, cuando ya el viento del otoño moribundo había huido de la ciudad.
Paul llegó a su casa bastante tarde. Anduvo luchando con el tiempo, paseando por las calles desiertas, meditabundo, reflexionando en el sentido de sus actos, intentando comprender los motivos, los sucesos, los fracasos, los temores, sus propias ausencias y vaguedades. El joven debía madurar. Los años le esperaban, pacientes, más allá de su vida. Al otro lado de la adolescencia, cuando el amor te llega o cuando te quedas esperándolo sin esperanzas.

Pero había decidido...

Alcanzó de nuevo el puente, después de una vuelta alrededor de la ciudad. Se quedó allí parado, mirando la piedra exacta sobre la que Clara había colocado sus manos. Y pensó en ella con una pasión exacerbada y extraña, como si el arrepentimiento le hubiese abrasado, de pronto, la garganta. Se llevó los dedos a los ojos. Respiró hondo. Contrajo el pecho, el dolor. Giró el cuerpo y dirigió sus pasos hacia la casa donde sus padres seguramente estarían despiertos.
La salita ardía. Los viejos permanecían en silencio junto a la mesa, con sus manos inquietas. Esperaban al hijo con los ojos perdidos, en una mudez compartida. Paul, al entrar, besó a la madre sobre la frente. Luego el padre cruzó con él una leve sonrisa. Y los esposos, a su vez, cruzaron sus pensamientos. Habían sospechado que el hijo sufría. Por sus maneras de andar, por sus gestos sombríos. Se sentó junto a ellos y guardó un mutismo respetuoso. La madre le sirvió una taza de caldo y el joven lo tomó suavemente, sumido en sus propios temores. Luego les dio las buenas noches y subió las escaleras hasta su cuarto.
Vemos al joven sobre la cama sin deshacer. Mira al techo con los ojos cerrados, envuelto en una especie de cordura que se le escapa lentamente. Clara sobre el puente. Clara sentada frente a él, con los labios apretados, bajo unos ojos verdes que le siguen atrayendo. Vuelve ahora sobre sí mismo, dobla la voluntad.
De pronto regresa la palabra anclada desde siempre.

Soledad…

Cada vez el sonido más violento, más diáfano en la hechura del cuarto, vibrando en sus oídos, en su piel, en su mente.

Adictiva…

Otro sonido que golpea las paredes como si la tormenta de antes hubiese penetrado hasta él, sin permiso. Más tarde la paz, la separación exclusiva, el odio al resto del mundo. Paul gime sobre la colcha desnuda. Y siente un frío tremendo. Arrugado, con los brazos rodeando sus rodillas, el joven continúa pensando en la terrible decisión de cuando entonces, frente al carácter tibio y elocuente de la joven. Sueña que están casados. Con sus vidas donadas. Extraños en sí mismos. Juntos y felices, pero con la cortadura de la prisión que a veces ese estado supone. Cree ser feliz. También le parece ver en la frente de Clara ese dibujo suave que nace cuando la felicidad te ha desnudado. Paul busca la paz. Ansía alejarse del mundo. Desprenderse del deseo, de la carne, de sí mismo si esto fuese posible.

Pero Paul es tan joven…

Sus padres han subido los escalones tratando de no hacer ruido. Pero el hijo los conoce tan bien, los ama con tanta potencia, que no puede evitar un temblor en el alma.

Envejecen...

Pronto, sobre sus rostros, unas arrugas de amor, en una piel adelantada en el tiempo. Y Paul comprende que llegado ese momento debería vivir sólo con los recuerdos prendidos, con ese amor de niño sobre la falda de su madre, con ese juego fugaz alrededor del padre que corre, corría tras él y reía y reía.
La noche cruje, crujió sobre la ciudad. La llovizna de la tarde se convirtió, de manera insospechada, en un aguacero, en una tremenda corriente que arrastró todo cuanto encontró a su paso. Paul ha quedado dormido en su tierna envoltura de hombre, en su tibia inocencia. Se ha dormido pensando en la chica. Y Clara, con sus enormes y bellos ojos verdes, se le aparecerá en los sueños eternos de una noche sin fin, clavando el puñal de su amor sobre la carne blanda y decisiva.
Los últimos salen del restaurante con las esperanzas y temores renovados, esperando la llegada de un nuevo día.
The Fox Den apagó las luces y cerró.



La autómata (1927). Edward Hopper (1882-1967).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 7. La navidad. Antonio Florido

Cajón de rubores / 7

Fisonomía 7 
La navidad

Por Antonio Florido

       

Antes de encenderse la noche, mientras la bruma vespertina decae, agotada, para dar paso al esplendor de un cielo estrellado, Marina cruza la calle por el paso de peatones abstraída en sus pensamientos y caminando rauda sobre sus tacones ajados. Aún falta una hora para que los comercios se vayan a dormir los sueños profundos. Marina lo sabe, pero a pesar de todo siente su pecho intranquilo y lo único que desea es llegar lo antes posible. La dama alcanza el acerado y empuja con sus dedos diminutos el cristal de la puerta de entrada. Por fin ha llegado, piensa; por fin sus piececitos nacarados pisan alegres la suave alfombra haciendo silbar la musiquilla de aviso. Dentro no hay clientes. La sala, amplia, sobria y acogedora, muestra mil estanterías repletas de zapatos. Las baldas rodean las paredes como lágrimas que lloran. Son de cristal. Relucen y reflejan un mundo imaginario creando en el espacio dos naturalezas: la real, matizada de olores intensos a cuero, a metal, a tela vaporosa, y la brillada, imitación de lo verdadero y lo denso. Marina, una damita recogida, delgada y elegante, pasa junto al estante de chapines y ni siquiera se digna echar una mirada. Más adelante, a la derecha, unos zuecos canela muestran sus empellas anchas y altaneras rebosantes de hermosura. Aquí nuestra dama se ha detenido y ha cogido un par de zapatos dorados; los mira, entorna los ojos, los vuelve a observar y les da la vuelta para detener sus ojos en las suelas color caramelo que aparecen desnudas bajo las yemas de sus dedos. Marina hace un mohín, duda. Suelta el par y toma otro con sus manos blancas y suaves. Este segundo par es del color del brezo, similares a dos grandes hojas de la Erica cinerea. Los amorea escrupulosamente. La mujer parece un cirujano que se decide y no se decide, que intima en su interior la necesidad de abrir una fina epidermis. Se turba la dama, se ahoga, se desmaya. Luego, cuando el vapor doloroso huye de su alma sus manos los deposita con cuidado sobre el reflejo del cristal, que los acoge formando un todo indisoluble. ¿Qué busca la señora Marina? ¿Qué deseo llama a la puerta de su entendimiento?

Huele a glamur, a seda flotante en el espacio. Todo aquí es sutil y delicado. Los zapatos duermen esperando que alguna mano femenina los tome con ternura y los elijan. Desean ser ahijados de hermosas damas adineradas. Los escarpines vigilan sedientos el turno de ser tomados y subidos al aire. También las sandalias, más humildes y austeras, muestran sus encantos sin apenas moverse de las bases de cristal. La damita avanza, camina, se detiene, fija su mirada en unos, en otros. No tiene prisa Marina, la dejó afuera, en el acerado, junto al ajetreo de la calle donde bulle la gente que va y viene comprando sus regalos de Navidad.

En la sala hay dos dependientas. Son como dos maniquíes perfectos, trajeadas, acolchadas, hechas para estar allí, como si hubieran nacido al calor del cuero y de la gasa que allí se almacena. Nada dicen a la señora. La dejan hacer. La ven desde la distancia, en su ir y venir, por entre los destellos fugaces y las imágenes que aparecen y se desvanecen al ritmo de sus pasitos. Marina toma unas manoletinas plateadas, roza con sus dedos la superficie suave; las toca, las acaricia, comprende que son bellas y sonríe. Sigue caminando entre los diseños esparcidos. Los mocasines no llaman su atención. Aunque son hermosos, aunque su apariencia grácil, esponjosa y mullida, llama desesperadamente a la damita, ésta no acude, sino que avanza, decidida, hacia adelante, buscando la luz mortecina del fondo.

La zapatería se reparte en dos cuerpos distintos. El más profundo, el más alejado de la entrada, pequeño, coqueto y recogido, guarda el tesoro de la empresa, el calzado femenino por excelencia en esta temporada: el escarpín taconado. La damita camina por el pasillo. Su pisar es silencioso. El peso de su cuerpo apenas si remueve los pelillos alfombrados sobre el suelo. La luz, atenuada, relaja la respiración y las clientas, al alcanzar la pequeña estancia, sienten su alma tranquila, quieta, preparada. Una de las dependientas la ha seguido en silencio. Se diría que van a un templo. Las dos mujeres están mudas. Cada una sabe a lo que va, de forma que no hacen falta las palabras. En el centro de la pared aterciopelada, de un verde esmeralda, hay un rectángulo embutido, como si fuese una capillita parroquial. Las paredes de ésta están forradas con láminas de madera clara y veteada, y la puerta que la cierra es de cristal puro, nítido, rodeado por una fina línea dorada. La empleada, atenta, se adelanta y abre la puertecita. Nuestra dama permanece cabizbaja, con los párpados entornados. Apenas respira. La muchacha le ofrece, de pronto, el par de zapatos que ha sacado y Marina los toma con las palmas de sus manos sedientas. La dejan sola. El silencio la acompaña y se puede oír, en este rincón de la tienda, el roce de sus yemas sobre la piel del calzado. Es la primera vez que sus dedos acarician la piel, casi viva, de un zapato de categoría. Marina observa un escarpín, luego el otro, cierra los ojos y suspira. Cuando su pecho se afloja les da la vuelta y comprueba las suelas negras, finas, límpidas. El par de zapatos que tiene en sus manos es rojo, un rojo como nunca había visto. Brillan los zapatos bajo la tenue fosforescencia de las lámparas del techo. Son suaves, elegantes, distinguidos. Perfectos para ella. Junto al rojo maravilloso se descuelgan, en el otro confín de la materia, los tacones alargados. Son infinitos –se dice. Como simas que se hunden entre los altos picachos. Transcurren varios segundos en los que la damita recupera el alma. Luego se sienta, se descalza y viste sus pies con las dos maravillas. Cuando vuelve a estar de pie, frente al espejo, intuye que el desmayo está cerca. Deliciosos los escarpines. La hermosura trabajada y conseguida por las máquinas y el amor de los hombres. Pero, aun así, a pesar de reconocer el valor de lo que sostiene con sus manos, duda, nuestra damita siempre duda. ¿Estará dispuesta a gastar todos sus ahorros en este capricho?

De pronto, entre los titubeos que la azoran y le remueven la conciencia por lo que va a hacer, le asalta una idea, una tremenda y demencial idea. “¡Sí!”, es la palabra que estalla en su cabeza. “¡Sí!”, golpea de nuevo en su sien. Marina se duele, no quiere ni pensar. Pero su cuerpo se mueve, sin querer, sin comprender, avanzando hasta la entrada, retrocediendo el camino de ida.

La dama ha llegado al mostrador. Allí, frente a las dependientas silenciosas y elegantes, los coloca a modo de ofrenda y asiente con la cabeza. Ya está todo hecho.

En el camino a casa no deja de pensar en lo atroz de su conducta. Todos los ahorros, todos, por un capricho, por una veleidad infantil, por un desconsuelo de su alma. Pero no hay vuelta atrás. Trata de consolarse, de serenar su espíritu y de justificar lo injustificable, aunque use para ello razones peregrinas, inventadas y locas. Marina llega a su casa. Abre el armario. Se sienta en el borde de la cama. La bolsa donde viajan los zapatitos es de papel de fantasía, de aspecto lábil y grávido. Libera los escarpines y los coloca sobre la colcha de crespón. Luego Marina se pone de pie y su vestido, fino y vaporoso, cae al suelo como si llovieran los hilos que lo sostienen. El espejo vertical refleja el cuerpo desnudo de la damita. Se vuelve a sentar sobre el acantilado de la cama y forra sus pies con el fino calzado. De nuevo contempla su cuerpo expresado. Desnuda, sonriente y lasciva, observa la curva suave de sus senos, de su vientre. Sus ojos bajan luego hasta las caderas, justo donde comienzan sus piernas infinitas y armoniosas. Los tacones, los altos e interminables tacones, dan a la dama una elegancia inefable, elevan su garbo, respiran belleza. “Le gustarán”, se dice. Su pensamiento va escribiendo palabras en el espacio mientras la mujer, sola con su desnudez, con su intimidad, se place en mirar, solo en mirar, ―de lado, de frente, del otro lado―, su cuerpo y sus piececitos de nácar.

Jamás la soledad de una viuda se ha sentido tan encarnada y viva como en estos instantes de placer y de gozo en los que se encuentra Marina. La dama camina despacio alrededor de su cama, llega hasta el galán de noche, lo acaricia, se vuelve y continúa avanzando con sus pasitos menudos. De vez en cuando detiene su cuerpo frente a la ventana. Allí, donde las atrevidas luces de neón traspasan los finos encajes de las cortinas, recorre su cuerpo con las manos, acariciándose, recordando su vida pasada. La dama sonríe, se siente divina, feliz. Echa su cuerpo sobre la colcha, apoyando sobre la tela la espalda arqueada. “Si mi marido, el pobre, estuviese aquí, a mi lado…”, rumia en voz queda la damita encantadora. Eleva entonces sus piernas al cielo, y desde allí, desde abajo, desde el abismo de su cuerpo, advierte sus zapatos brillantes llenando con sus rojos y dorados destellos el espacio cóncavo. Nuestra damita goza por vez primera. Le invade la grata sensación de saber que ya no está sola. Que tiene algo por lo que sentirse dichosa. Se cree tan feliz y tan hermosa que sus ojos, sus negros y enormes ojos, se acristalan y dos perlas transparentes bajan por sus mejillas, raudas, buscando el camino del consuelo.




La Natividad (Aprox. 1437). Fra Angelico (1387-1455)




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 6. Vieja en una noche de nieve. Antonio Florido

Cajón de rubores / 6

Fisonomía 6 
Vieja en una noche de nieve

Por Antonio Florido

       

VIEJA EN UNA NOCHE DE NIEVE

¿Cómo así?

Azul, negro, gris piedroso, gris lejano, huidizo, blanco, sombra difusa sobre un blanco pálido, como una vida que se apaga. Adivinamos un trazado de bastón en la mano aviejada de la abuela. Sólo eso, una breve y fugaz alusión al recuerdo, a esa infantil fantasía, a la utopía martillada del adulto. Querer ver donde no se puede. Desear el regreso cuando ya el camino está bien trillado. Un lloro de impotencia por arrancar el terrible suceso, de poder alcanzarlo con las manos. El fervor de la sangre que dice que todavía han de cambiar tantas cosas…

¿Adónde irá esta mujer, a sus años, adónde pisará con tiento en la cuesta, abajo en la Rúa dos Douradores, con los ojos de Nando observando al través de la ventana? 

De pequeña subía y resbalaba bajo las sombras del baño, en un estío cansado de quemar. En la primavera con los olores vivos, los de sus labios, los de sus dedos que palpan un delicado ramo de flores (tal vez, de nuevo, nos viene a las mientes esa lograda floresta que el enamorado entregó a la muchacha del banco). De cuando cae al suelo la hoja muerta, clara, crujiente, pisada por los pueblerinos, esto es, el otoño de sus años, la madurez en calma, la mirada flagelada por el vidrio y las quejas.
 
-Nando, esa es la viejita de la que te hube hablado en aquel entonces. La que me recibió a la entrada del pueblo, ya comprendes, y me enseñó, me dijo aquellas cosas lindas de la linda señorita, la que esperaba y esperaba, recuerda, has de hacerlo, amigo.

Nando fuma por encima de un bigote negro, echa el ala hacia arriba, un solo toque de la mente, el dedo crispa, ¡chas! Luego sorbe y queda mirando la línea negra del café, analizando el acto premeditado. Goza del instante, piensa. Tuerce el gesto. Dice algo…

-Sí, claro, la trémula muchachita del cuento. La recuerdo. De tanto me enamoré de ella, le quise quitar el novio, el minero sin mina que llegó para llevarse a la Añañuca, para vaciar de oro los cerros y chanzar a los conquistadores. Claro que me acuerdo.

-De ahí en más te lo fui declarando, que esa muchacha era de las grandes, que sería alguien algún día…, y ya ves que se nos convirtió en la flor de los cerros, rojo explosivo, rojo de amor, rojo para unos ojos muertos que ya no son capaces de nada, sólo de oler la miseria de haberlo perdido todo. 

-Porque el minerito no fue capaz de ganar al duende que lo volvía loco.

-Sí, y el pueblo, que es como es, la tomó con ella, y ella no fue valiente para salir a la calle. En sus adentros se volvió rosa, roja, amapolada virgen, grana de reventar las envidias. 

-Ahora se nos aviejó, ya ves su cuerpo, la espalda en curva, la ropa sosa, el bastón asegurado por una zarpa uñosa. Baja la cuesta todos los días. Engancha sus zapatos en las piedras rotas. Mira al suelo. Una fachada le cuenta algo, la mujer duda, pero no gira el cuerpo, continúa con su terco avance. Tal vez al final de la calle encuentre la primavera escarlata…

-Sin embargo, la nieve me recordó a la manzana muerta. Ocre sobre verde, sangre almidonada, con el molde de unos dientes jóvenes. La manzana de la cena. Navidad en copos. Sí, fue gozoso escribir aquella historia. Comían y bebían, charlaban de esto y aquello, por la ventana un globo frío caía sobre las copas de los árboles dormidos. Luego se rompía en mil millones de diminutos copos, lavaba el suelo de la plaza. Mientras tanto ellos seguían cenando al calor de los criados y sirvientas. Postres en el centro. Frutas y arcadas, triángulo que sube casi al techo.

-La joven estaba ahíta, pero la había descubierto desde el comienzo. Dijo, ésta es mía. Después los platos pasaron volando, uno tras otro, como en aquella cena olvidada del señor Stepelthon y su querida. Postre, anunció el más viejo de los criados. Su mano se abalanzó de manera ofensiva. Una irritante delicadeza la de esa niña. Al primer mordisco la fruta gritó. Fue un dolor insoportable. De ahí que cayese al suelo, bajo la trinchadora, detrás de una de las patas, oculta, muda, sobre un charco de verde sangre.

-Fue una tragodia, lo reconozco; empero, observa bien el sufrimiento acumulado en esta dulce mujer. La esbozaron como se nace. De cuajo vivió y de cuajo llegó a ser vieja. Sólo el color de la pintura me puede recordar a la ausencia de toda voluntad. Ella duerme eternamente sobre un lienzo cama. Jamás comprobaremos sus facciones, tantas como miradas, como tiempos suenen, tantas como la imaginación nos arroje. Esta es una señora que se merece todo. Una gota, un lamido de amor, una esquina de nuestro tiempo, una señora de todo respeto. Añañuca, roja, disimulada en gestos, abandonada por un minerillo que jamás se atrevió a ser un hombre, un campo de terciopelo grana, o una joven irritante que, con su pose provocadora, insoportable, asesinó la fruta, la misma niña que pisó la hoja seca, la misma joven que rechazó el ramo de florecillas porque se moría sin remedio y en secreto.

La calle nunca pasa. Un vacío en el blanco manto. El tiempo congelado. Sólo las grises piedras alfombran los zapatos viejos de esta vieja entrañable.
Corre un aire silbo. Oigo, desde mi asiento, el terrible crujir de la nieve. Siento frío.



Vieja en una noche de nieve. Artista desconocido




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 5. Paisaje con lago. Antonio Florido

Cajón de rubores / 5

Fisonomía 5 
Paisaje con lago

Por Antonio Florido

       

Lucien comenzó a subir la cuesta.

Se le apareció en curva, de pronto, empinada sobre un sendero pedregoso, altiva, tosca, ardiente. En el más allá, muy lejos aún, le observaba la calva piedra erguida, como animándole a la caminata. Por encima de ella, cielo, nubes, algunas aves con las alas extendidas, la ilusión de que alcanzaría la otra cara de la montaña. 

Era larga la subida.

Abajo, en la hospedería, se le quedó esperando el amigo. Perseguía el sueño que un día le contaron, que hay que seguir siempre en la brega, lejos de las vacuidades, un sueño abrigado en la almohada que le hablaba cada noche.

El paseador pensaba en sus cosas. Miraba las piedras del camino, la tierra seca, la pendiente por delante… Así nuestro amigo. Llevaba consigo, sobre la espalda, una mochila llena de experiencias. Algunos errores cometidos, muchos; algunos éxitos…, también todo un mundo de rutinas. Alguien le hubo susurrado que al filo de la mitad, en lo alto, en lo más alto, sobre las rocas que llegan al cielo, donde la tierra se acaba, allí, repito, está la felicidad.

El paisaje junto al lago, el agua brumosa, tierna, la que se puede coger, sin que se duerma, con los dedos abanicados, allí mora la delicia del silencio, bajo las ramas altísimas del bosque, los árboles de glorias incomprensibles, fabulosas, de un misterioso verde o marrón o castaño, o de cortezas quebrajadas; allí habían colocado, además, ese lugar adonde nadie acude porque no hay, sencillamente, lugar adónde ir, sólo las almas desnudas y sensibles, las mentes curiosas, las atrevidas aquietudes que aspiran a más en la vida, allí deseaba llegar nuestro buen amigo mientras el amigo de éste moría en la tasca cada paso un poquito, un poquito más, igual que en aquella conversación en la que dos sabios se desnudaban con la mirada, el café en medio, las manos apoyadas sobre la mesa antigua, uno que sube y comienza, el otro que responde, y así la tarde que transcurre ajena a los sufrimientos del caminante que continúa gateando agarrado con las uñas a esa montaña dura y calva.

A mitad del ascenso una quedada para resoplar el cansancio. Mirada quieta hacia la hondonada que se va agrandando bajo sus pies. La cabaña, o la hostelería, o la tasca, muy abajo, de aspecto diminuto, lejana imagen del presente aviejado. 

Continuó con los dedos arcosos sobre la clara piedra.

Pensó en el amigo, se sentía solo, necesitaba oír sus palabras, sus quejas, las ondas de sus labios al murmurar el amor entre dos hombres de por siempre, pero no había nadie junto a él, sólo la dura realidad, el yermo paraje, la disminución progresiva de su arrojo, el arrepentimiento temprano, tal vez una arrogancia disfrazada sobre la tierra, pegada a las palmas y rodillas, una soberbia que al fin iba comprendiendo eso de los misterios, que se trata de algo grande, como esas cartas sobre la mesa y las palabras soltadas a cuajo, lentas, como quien no desea nada. Llegó a sonreír porque ya la curva apuntaba cerca. Allá no había árboles calmos, ni aguas zarcas, ni truchas o serpentines, ni ramas sobre el suelo, no crujía el pecho de la alegría, solamente un pozo de angustia al rodear la escueta situación, el vacío, el silencio absoluto, el silencio roto, ese silencio que rompe los oídos de no querer, de ansiar un poco más, una puñada para seguir respirando. 

Los dos se han dicho lo que no hay en los escritos, aunque los dos también saben que no cesan de morir mientras se miran, mientras juegan a vivir, con sus cafés acabados; la pareja que un día se disolvió. Uno hacia la asfixiante tierra del norte, el otro al sur, muy al sur, donde las aguas desbordan y bañan los países, eternas riberas platas. Uno de los dos, o quizás ninguno de ellos, decidió visitar los humedales donde se cuecen a las sombras las tercias altas, donde los caminos se detienen, donde no hay adónde ir, ni a quién escuchar, la tierra carente de deseos y aspiraciones. Buscaba este alguien la desaparición de sus anhelos, encontrar la solución a los días incomprensibles, difíciles de digerir, por eso se afanó en escalar a lo alto, de ahí su desventura, el maltrato del engaño. Se lo fueron contando las piedritas del camino, que allí no había nada, que no merecía el esfuerzo. Se lo confesó el sol ardiente, el azul explosivo, el vuelo majestuoso de los picos emplumados. 

Quedó en la cantina solo.

Miraba a la montaña, ni siquiera un atisbo de su amigo, nada. Quedó sólo con sus aires, en la cima, pero allí… allí el único ser…, sin oír el ladrido de los perros.

De lo alto bajó rodando una voz desgarrada, de un ecoso vivo.

(La confundieron con una piedra tosca que bajaba y bajaba por la ladera curva; los hombres dejaron de jugar, se cruzaron con los ojos, cada uno tiró por su camino. A los veinte pasos dejaron de avanzar, echaron el hombro como el otro, se dijeron todo con la vista, observaron la montaña lejos, agacharon las chorreras.

-	´dios…
-	´dios…).



 

Paisaje con lago (1804). Whashintong Allstone (1779-1843).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 4. El viejo guitarrista ciego. Antonio Florido

Cajón de rubores / 4

Fisonomía 4 
El viejo guitarrista ciego

Por Antonio Florido

       

Digamos sí, que “el color es el punto de partida de la pintura moderna”, como afirmara Francastel, y a la vista del cuadro nos zambullimos en un doble o triple significado, tal vez más. Una vida que termina en lánguida apariencia, que se resiste agarrada a la forma femenina. Una vida en azul, en azul analogía, variable en gracia, viva de contento, como el cielo amplio y liso de un día tranquilo y luminoso. ¿Acaso el añil no es precioso y calmo, no es quizás el azur una alocada melodía, no es tal vez lo marino símbolo de nuestros sueños más profundos, no es, díganme, el cerúleo pigmento del amor apasionado la madreselva de las esperanzas?

Azul intenso en la mirada fosca, azul lechoso en su brazo trémulo, azul blanco, sí, blanco, en los huesos y cabeza, azul de miedo, en la trasera de lo oculto, azul en fuga, hasta alcanzar la nauseabunda colchada de un azul de muerte y, sobre este color de alegría, escondida entre sus brazos, mírenlo, la hermosa figura, la curva quieta, la espera eterna de unos dedos cultos… La columna erguida, como la muchacha del lejano verso, la que miraba absorta la altura hecha palmera…

No es un cuatro ni un requinto, de charango nada, es la curva perseguida y larga, el comienzo de la poesía que viaja por el aire, el brazo lacio que se agita, la frente seria, los ojos muertos, vivos, es la pierna que tembleca, el zapato que de pronto salta, no, no se trata de silencios…

Cuatro paredes, techo, suelo, la tarima que se yergue, una silla teatrera, un paseo largo con la mirada baja, el pecho comprimido, el poder de la palabra, la punzada en la cuerda que se atreve, el chillido vuela…

Suenan los latinos en la sala acompañada. El guitarrista ha despertado, mueve los dedos, pide, reza, piensa en la siguiente cuerda, una, tres que enlaza a la primera. Avanza la mirada, piensa, reta, dedos que pulen el dolor de la ignorancia. Así una, varias veces, en ocasiones claman, observan las butacas muertas, la gente bulle, estudia la apolínea majestad de esas manos, sangran las miradas.

¿Música que suena como música? No. Busco llegar a algo que no resulte conocido, el misterio de la cuerda, la caja que me llama, los nudillos golpeando; las olas en lontananza suben, bajan, arrastran los sentimientos, llueve sobre el tablao de la guitarra, caen cintas de colores, suben cuerpos en la plaza…

Estás tú y la música, debajo no hay nada.

“Los colores se corresponden con su música y la música con sus colores”.
Guitarra azul, mirada zarca, zarcos dedos en el azul moribundo de una noche fría. Camina con su mujer al hombro, la cabeza baja; los brazos, verdaderos sufridores del silencio. Le veo en la lejana calle, se va marchando, se va perdiendo, espalda curva, curva acera, paso lento, suave agonía en su rostro, mansa risa en las hendiduras.

La noche pura, fría, silenciosa, mira al hombre que tocó en un azul desmayado.


 
 

El viejo guitarrista ciego (1903). Picasso (1881-1973).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 3. Fisonomía 3-Homenaje al Cuadro. Antonio Florido

Cajón de rubores / 3

Fisonomía 3 
Homenaje al Cuadro

Por Antonio Florido

       


En Órganos sin cuerpo, Zizek parece recordarnos que nunca abandonamos la constancia de Ser Algo, de Ser Nada. Llegar a los extremos y comprobar que no posees, que jamás tuviste la gracia de conservar el entendimiento. Se ha hablado mucho sobre la esencia del Arte, que si penetra en el hombre, que si sale del mismo. Pero aquí asistimos a la cuadratura del pensamiento, a la agudeza del ojo que se esfuerza en ver más allá de la simple tonalidad. La forma acaso no coincida con la Forma primigenia e ideal. El color se muestra enervado, y gasta sus fuerzas en un vahído que se diluye en la lejana línea del otro cuadrado, del llano que arde, como si dijéramos, con las espigas ardientes e invisibles que sólo llegamos a intuir. El Ser necesita un sueño para poder levantar la episteme que le llama. Un sueño amansado, lento y sereno, o amarillo, a la manera de una pintura irreconocible a primera vista. Esto no sucede en este caso. Vemos un día radiante. Un sol bragado en constante lucha con el azul del cielo imaginario, una ceguera que nos inocula el miedo al paso inevitable del Tiempo. Vemos el color y corremos al espejo. Necesitamos comprobar cuánto hemos envejecido desde las altas horas de la noche, con el embozo endedado y los ojos abiertos, la mente despierta, agria. Algunos hablan de pretensión y de histeria, de vana melancolía al reconocer que no somos capaces de ningún regocijo. Algunos escriben sobre la sobria unicidad, vital y espontánea. De lo que sucede a nuestro alrededor, de lo que creemos que pasa, de aquello que anhelamos en el horizonte. Esos algunos observan, sentados sobre la amarilla tierra, el amarillo futuro que se les viene encima. Ya notan cómo sus huesos se agrietan, encerrados en el hueco cremoso; ya oyen el hervor de sus tuétanos, la despedida de los familiares, los gemidos y llantos. Algunos hacen algo. Otros hacen nada, sólo comparar la irrisoria voluntad de querer y no poder con la cruel asonancia del mundo, con el diapasón que calla, que nunca dijo nada en su movimiento loco.

Una figura a dos voces. El amarillo de Van Gogh, como afirma Hoffman, (¡qué hermoso es el amarillo!), y la perspectiva que desaparece o se yergue. Reunir nuestro cerebro y el universo en un local amarillo, en un campo inocente y oro, con una mirada pajiza que embobe la mirada del otro, es el misterio, uno de los grandes misterios de la vida, del orgullo al ser. Posible deambular por los ciegos pantanales ambarinos. Sentir y creer acaso sean la misma cosa. Idéntico despliegue de las facultades de entender o mirar hacia otro lado. La eterna discusión de ver el Todo en una herida y la Nada en una agónica explosión de risotadas.

Incorporación de formas, inflexiones, ángulos y distancias.


El Hombre como símbolo perseverante, en busca de lo inalcanzable. El Ser en el cómico intento, repetido hasta la locura, de comprender un cuadro, una figura, una alegoría salvaje de la naturaleza, quizás una invención impensada, un sueño imposible de alcanzar, una tragedia, un patio de butacas vacío, un silencio y frío, demasiado frío para ser calmado por el oro sumiso de una joya triste, rota.

 
 

 

Homenaje al cuadrado (1964). Josef Albers (1888-1976)




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.