Cajón de rubores / 6
Fisonomía 6 Vieja en una noche de nieve Por Antonio Florido
VIEJA EN UNA NOCHE DE NIEVE ¿Cómo así? Azul, negro, gris piedroso, gris lejano, huidizo, blanco, sombra difusa sobre un blanco pálido, como una vida que se apaga. Adivinamos un trazado de bastón en la mano aviejada de la abuela. Sólo eso, una breve y fugaz alusión al recuerdo, a esa infantil fantasía, a la utopía martillada del adulto. Querer ver donde no se puede. Desear el regreso cuando ya el camino está bien trillado. Un lloro de impotencia por arrancar el terrible suceso, de poder alcanzarlo con las manos. El fervor de la sangre que dice que todavía han de cambiar tantas cosas… ¿Adónde irá esta mujer, a sus años, adónde pisará con tiento en la cuesta, abajo en la Rúa dos Douradores, con los ojos de Nando observando al través de la ventana? De pequeña subía y resbalaba bajo las sombras del baño, en un estío cansado de quemar. En la primavera con los olores vivos, los de sus labios, los de sus dedos que palpan un delicado ramo de flores (tal vez, de nuevo, nos viene a las mientes esa lograda floresta que el enamorado entregó a la muchacha del banco). De cuando cae al suelo la hoja muerta, clara, crujiente, pisada por los pueblerinos, esto es, el otoño de sus años, la madurez en calma, la mirada flagelada por el vidrio y las quejas. -Nando, esa es la viejita de la que te hube hablado en aquel entonces. La que me recibió a la entrada del pueblo, ya comprendes, y me enseñó, me dijo aquellas cosas lindas de la linda señorita, la que esperaba y esperaba, recuerda, has de hacerlo, amigo. Nando fuma por encima de un bigote negro, echa el ala hacia arriba, un solo toque de la mente, el dedo crispa, ¡chas! Luego sorbe y queda mirando la línea negra del café, analizando el acto premeditado. Goza del instante, piensa. Tuerce el gesto. Dice algo… -Sí, claro, la trémula muchachita del cuento. La recuerdo. De tanto me enamoré de ella, le quise quitar el novio, el minero sin mina que llegó para llevarse a la Añañuca, para vaciar de oro los cerros y chanzar a los conquistadores. Claro que me acuerdo. -De ahí en más te lo fui declarando, que esa muchacha era de las grandes, que sería alguien algún día…, y ya ves que se nos convirtió en la flor de los cerros, rojo explosivo, rojo de amor, rojo para unos ojos muertos que ya no son capaces de nada, sólo de oler la miseria de haberlo perdido todo. -Porque el minerito no fue capaz de ganar al duende que lo volvía loco. -Sí, y el pueblo, que es como es, la tomó con ella, y ella no fue valiente para salir a la calle. En sus adentros se volvió rosa, roja, amapolada virgen, grana de reventar las envidias. -Ahora se nos aviejó, ya ves su cuerpo, la espalda en curva, la ropa sosa, el bastón asegurado por una zarpa uñosa. Baja la cuesta todos los días. Engancha sus zapatos en las piedras rotas. Mira al suelo. Una fachada le cuenta algo, la mujer duda, pero no gira el cuerpo, continúa con su terco avance. Tal vez al final de la calle encuentre la primavera escarlata… -Sin embargo, la nieve me recordó a la manzana muerta. Ocre sobre verde, sangre almidonada, con el molde de unos dientes jóvenes. La manzana de la cena. Navidad en copos. Sí, fue gozoso escribir aquella historia. Comían y bebían, charlaban de esto y aquello, por la ventana un globo frío caía sobre las copas de los árboles dormidos. Luego se rompía en mil millones de diminutos copos, lavaba el suelo de la plaza. Mientras tanto ellos seguían cenando al calor de los criados y sirvientas. Postres en el centro. Frutas y arcadas, triángulo que sube casi al techo. -La joven estaba ahíta, pero la había descubierto desde el comienzo. Dijo, ésta es mía. Después los platos pasaron volando, uno tras otro, como en aquella cena olvidada del señor Stepelthon y su querida. Postre, anunció el más viejo de los criados. Su mano se abalanzó de manera ofensiva. Una irritante delicadeza la de esa niña. Al primer mordisco la fruta gritó. Fue un dolor insoportable. De ahí que cayese al suelo, bajo la trinchadora, detrás de una de las patas, oculta, muda, sobre un charco de verde sangre. -Fue una tragodia, lo reconozco; empero, observa bien el sufrimiento acumulado en esta dulce mujer. La esbozaron como se nace. De cuajo vivió y de cuajo llegó a ser vieja. Sólo el color de la pintura me puede recordar a la ausencia de toda voluntad. Ella duerme eternamente sobre un lienzo cama. Jamás comprobaremos sus facciones, tantas como miradas, como tiempos suenen, tantas como la imaginación nos arroje. Esta es una señora que se merece todo. Una gota, un lamido de amor, una esquina de nuestro tiempo, una señora de todo respeto. Añañuca, roja, disimulada en gestos, abandonada por un minerillo que jamás se atrevió a ser un hombre, un campo de terciopelo grana, o una joven irritante que, con su pose provocadora, insoportable, asesinó la fruta, la misma niña que pisó la hoja seca, la misma joven que rechazó el ramo de florecillas porque se moría sin remedio y en secreto. La calle nunca pasa. Un vacío en el blanco manto. El tiempo congelado. Sólo las grises piedras alfombran los zapatos viejos de esta vieja entrañable. Corre un aire silbo. Oigo, desde mi asiento, el terrible crujir de la nieve. Siento frío.

*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.