Cajón de rubores. 5. Paisaje con lago. Antonio Florido

Cajón de rubores / 5

Fisonomía 5 
Paisaje con lago

Por Antonio Florido

       

Lucien comenzó a subir la cuesta.

Se le apareció en curva, de pronto, empinada sobre un sendero pedregoso, altiva, tosca, ardiente. En el más allá, muy lejos aún, le observaba la calva piedra erguida, como animándole a la caminata. Por encima de ella, cielo, nubes, algunas aves con las alas extendidas, la ilusión de que alcanzaría la otra cara de la montaña. 

Era larga la subida.

Abajo, en la hospedería, se le quedó esperando el amigo. Perseguía el sueño que un día le contaron, que hay que seguir siempre en la brega, lejos de las vacuidades, un sueño abrigado en la almohada que le hablaba cada noche.

El paseador pensaba en sus cosas. Miraba las piedras del camino, la tierra seca, la pendiente por delante… Así nuestro amigo. Llevaba consigo, sobre la espalda, una mochila llena de experiencias. Algunos errores cometidos, muchos; algunos éxitos…, también todo un mundo de rutinas. Alguien le hubo susurrado que al filo de la mitad, en lo alto, en lo más alto, sobre las rocas que llegan al cielo, donde la tierra se acaba, allí, repito, está la felicidad.

El paisaje junto al lago, el agua brumosa, tierna, la que se puede coger, sin que se duerma, con los dedos abanicados, allí mora la delicia del silencio, bajo las ramas altísimas del bosque, los árboles de glorias incomprensibles, fabulosas, de un misterioso verde o marrón o castaño, o de cortezas quebrajadas; allí habían colocado, además, ese lugar adonde nadie acude porque no hay, sencillamente, lugar adónde ir, sólo las almas desnudas y sensibles, las mentes curiosas, las atrevidas aquietudes que aspiran a más en la vida, allí deseaba llegar nuestro buen amigo mientras el amigo de éste moría en la tasca cada paso un poquito, un poquito más, igual que en aquella conversación en la que dos sabios se desnudaban con la mirada, el café en medio, las manos apoyadas sobre la mesa antigua, uno que sube y comienza, el otro que responde, y así la tarde que transcurre ajena a los sufrimientos del caminante que continúa gateando agarrado con las uñas a esa montaña dura y calva.

A mitad del ascenso una quedada para resoplar el cansancio. Mirada quieta hacia la hondonada que se va agrandando bajo sus pies. La cabaña, o la hostelería, o la tasca, muy abajo, de aspecto diminuto, lejana imagen del presente aviejado. 

Continuó con los dedos arcosos sobre la clara piedra.

Pensó en el amigo, se sentía solo, necesitaba oír sus palabras, sus quejas, las ondas de sus labios al murmurar el amor entre dos hombres de por siempre, pero no había nadie junto a él, sólo la dura realidad, el yermo paraje, la disminución progresiva de su arrojo, el arrepentimiento temprano, tal vez una arrogancia disfrazada sobre la tierra, pegada a las palmas y rodillas, una soberbia que al fin iba comprendiendo eso de los misterios, que se trata de algo grande, como esas cartas sobre la mesa y las palabras soltadas a cuajo, lentas, como quien no desea nada. Llegó a sonreír porque ya la curva apuntaba cerca. Allá no había árboles calmos, ni aguas zarcas, ni truchas o serpentines, ni ramas sobre el suelo, no crujía el pecho de la alegría, solamente un pozo de angustia al rodear la escueta situación, el vacío, el silencio absoluto, el silencio roto, ese silencio que rompe los oídos de no querer, de ansiar un poco más, una puñada para seguir respirando. 

Los dos se han dicho lo que no hay en los escritos, aunque los dos también saben que no cesan de morir mientras se miran, mientras juegan a vivir, con sus cafés acabados; la pareja que un día se disolvió. Uno hacia la asfixiante tierra del norte, el otro al sur, muy al sur, donde las aguas desbordan y bañan los países, eternas riberas platas. Uno de los dos, o quizás ninguno de ellos, decidió visitar los humedales donde se cuecen a las sombras las tercias altas, donde los caminos se detienen, donde no hay adónde ir, ni a quién escuchar, la tierra carente de deseos y aspiraciones. Buscaba este alguien la desaparición de sus anhelos, encontrar la solución a los días incomprensibles, difíciles de digerir, por eso se afanó en escalar a lo alto, de ahí su desventura, el maltrato del engaño. Se lo fueron contando las piedritas del camino, que allí no había nada, que no merecía el esfuerzo. Se lo confesó el sol ardiente, el azul explosivo, el vuelo majestuoso de los picos emplumados. 

Quedó en la cantina solo.

Miraba a la montaña, ni siquiera un atisbo de su amigo, nada. Quedó sólo con sus aires, en la cima, pero allí… allí el único ser…, sin oír el ladrido de los perros.

De lo alto bajó rodando una voz desgarrada, de un ecoso vivo.

(La confundieron con una piedra tosca que bajaba y bajaba por la ladera curva; los hombres dejaron de jugar, se cruzaron con los ojos, cada uno tiró por su camino. A los veinte pasos dejaron de avanzar, echaron el hombro como el otro, se dijeron todo con la vista, observaron la montaña lejos, agacharon las chorreras.

-	´dios…
-	´dios…).



 

Paisaje con lago (1804). Whashintong Allstone (1779-1843).




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

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