Líneas de desnudo. 34. El oficio de editar VI. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 34

El oficio de editar VI
Por Manuel Pérez-Petit

A ver si nos aclaramos, y que alguien me diga quién está capacitado de verdad para ser juez. Expondremos un par de casos y una anécdota en relación a lo que venimos hablando.
            Caso 1: El “nefasto” Yordi Rosado, que ha vendido en México desde 2005 más de tres millones de ejemplares de sus ocho libros publicados –¡más de tres millones!–, todos enfocados a los adolescentes y a sus padres desde diversos puntos de vista –para comprenderse, para emprender, para mejorar su convivencia...– y todos de autoayuda, por lo cual podríamos denostarlos, pero resulta que hay un claro consenso entre terapeutas que califican en su conjunto la obra de este productor y conductor televisivo como muy buena y de gran valor…, y aunque sean libros con un público objetivo limitado resulta que todos ellos han estado durante años entre los más vendidos en las librerías mexicanas. Y ayudando a mucha gente, no en vano este personaje por el que montaron hace cerca de cinco años un escándalo de enorme magnitud funge en sus ratos libres como voluntario para promover la agenda 2030 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo razón de ser es dar a conocer los Objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de dicha organización, en especial en lo relativo al Reto del Hambre Cero. No pretendo ponerle una medalla –y tampoco gano nada por intentar ponerlo en su sitio–, pero lo cierto es que este señor ha conseguido que haya más lectores en los últimos 7 años que todas las editoriales alternativas de México juntas, y no hace falta mirar las estadísticas. Y puede que esos mismos lectores, que quizá no tuvieron nunca contacto con un libro hasta encontrarlo, por la razón de haberlo descubierto luego se interesen por otros libros de otro corte y otra naturaleza, en beneficio de muchos. Este Rosado tiene un libro, por ejemplo, del que deberíamos aprender todos, mecachis. Se trata de “¡SIN PRETEXTOS! Cambia el pero por el puedo”, que su editorial explica del siguiente modo: “Lo que eres es mucho más que suficiente para ser… todo lo grande que quieras ser. Sabías que no puedes regresar al pasado para volver a empezar, pero puedes empezar ahora y cambiar el futuro. Cuando crees de verdad en algo, tu mente encuentra la manera de lograrlo. Tus logros no te definen, te define lo que superas. Las crisis son la mejor oportunidad para crecer, pues la vida te las pone enfrente para que hagas algo que jamás te hubieras atrevido...”. No sé ustedes, pero yo creo en ello. Es más, estoy por ir a buscarlo.
            En relación a la capacidad que los “puristas” elevados, aristócratas de la “alta alcurnia literaria”, capaces de condenar al infierno o elevar al cielo a una obra publicada o a un autor –incluso sea cual sea su obra–, está un segundo caso, que, por cierto, no ha aparecido antes en mis artículos –ni creo que vuelva a aparecer al no ser de mi interés particular, aunque no lo desprecio–. Veamos, pues, el caso 2 que vengo a proponer a la reflexión general: Paulo Coelho. 
            Me echo a temblar de solo pensarlo, y me río hasta de mi sombra. Reconozco no haber leído a este brasileño que vende libros como churros. Traducido a 83 lenguas, ha vendido más de 350 millones de ejemplares en 170 países desde 1987… ¿De verdad que alguien me va a intentar convencer de que hay más de 350 millones de “tontos” en el mundo dispuestos a leer –ya que leen– tal “bazofia” –pues, desde luego, todo lo suyo lo es, según los opinadores más sesudos–? No sé ni cómo escribe –jamás he leído una página suya–, pero algo hará bien, pues me resulta demasiado pretencioso por parte de cualquiera despreciar el muy grande bien que este señor ha hecho al sector editorial con su trayectoria, y no solo a la multinacional que le publica, sino, por extensión a todos los editores. Gente, por ejemplo, que nunca hubiera ido a una feria del libro y que van a por libros suyos, paseando, de paso, por el resto del recinto…, en lo que pueden comprar otra cosa. Me dirán ustedes que un llavero… Vaya por Dios, y yo les contestaré que bien podrían cambiar “el pero” por “el puedo”, que ya estuvo.   
            Recuerdo una anécdota en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Fue en 2011, el año del vigésimo quinto aniversario de la FIL, el más importante evento de promoción del libro y la lectura del ámbito del idioma español en el mundo, el primero en que Sediento Ediciones tuvo estand, gracias a la invitación que con suma amabilidad me hizo el Consejo Editorial del Estado de México (Ceape), invitación que me volvió a realizar año tras año hasta 2015, en que decidió prescindir en su pabellón de los independientes y yo ya comencé a buscar y a encontrar otros acomodos para que Sediento siguiera estando presente. Mi entonces editorial estaba aún en sus comienzos, con apenas medio año de vida y un catálogo de algo más de treinta títulos. Había que hacer algo para que esos días no fueran en realidad una pérdida de tiempo, dada la marabunta de editoriales y ofertas que por doquier llenaban –y espero que vuelvan a llenar pronto– las instalaciones de la Expo Guadalajara. Tracé el plan de tirarme a los pasillos, que es jugar al límite del reglamento, hablar con la gente, llevar siempre libros en la mano… Entre otros motivos porque nadie iba a venir a buscarme… En una de esas, me encontré con una señora, a la que ofrecí alguno de mis títulos…
            —Es que vengo a buscar otra cosa… 
            —Lo comprendo, es natural. Si viniera a buscar algún título de Sediento, yo se lo regalaría… —la señora se echó a reír 
            —Voy a Gandhi a por el último de Paulo Coelho.   
            —Desgraciadamente, yo no tengo ninguno, ni de segunda mano, y tampoco tengo alguno que se parezca a los que escribe ese señor, pero fíjese usted: de que yo venda un libro, uno solo, de los que hago, a usted, por ejemplo, depende que en un futuro pueda tener uno en mi catálogo de ese autor o de otro que alguien como usted venga a la FIL a buscar, sin saber ni siquiera que yo existo. 
            Se quedó pensativa por un momento, se acercó mi espacio, miró complacida varios títulos –ya no tenía prisa alguna–, se los expliqué, y, al final, me compró una novela y yo le regalé un libro de poemas. Días después escribió a la editorial agradeciendo mi atención para con ella y comentando que le habían encantado los libros. Y al año siguiente vino a buscarme, a ver qué nuevos títulos había publicado.
            En la próxima entrega les hablaré desde un kiosko de prensa, que tanto bien –creo yo– y tanto mal –creen muchos– ha hecho al mundo editorial. Sigan atentos a sus pantallas.

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Nota de autor
Sediento Ediciones paró máquinas entre el último trimestre de 2016 y el primero de 2017, tras cinco años y medio de actividad, habiendo consolidado un catálogo de 156 títulos de más de doscientos autores de 14 países, para un total de más de medio millón de ejemplares producidos y vendidos en dos continentes, de los cuales hoy apenas quedan –ya no para su venta– algo más de mil quinientos. La editorial no hubiera podido durar tanto tiempo si no fuera por su reiterada presencia tanto en la FIL como en otras grandes ferias, de la mano del Ceape. Quede el dato aquí a efectos de reconocimiento y gratitud.
Estand de Sediento Ediciones en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), 2011. Foto de M. P.-P. con autores.
Fotografía:  Estand de Sediento Ediciones en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), 2011. Foto de M. P.-P. con autores. En la imagen, de izquierda a derecha: Javier Allard (con su novela Los ojos de Luna y el fin de los Cometas, que unos años después publicó Alfaguara), Lydia Martínez (con su novela Kozlak y el libro del Arcano. Crónicas góticas I, uno de los proyectos más ambiciosos de la historia de Sediento), M. P.-P. y Elia Vargas Sastré (con su obra de teatro La muerte irredenta, con la que se demostró durante años que la dramaturgia de calidad sí vende).

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 33. El oficio de editar V. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 33

El oficio de editar V
Por Manuel Pérez-Petit

No sé por qué me han venido a la cabeza dos hechos que tuvieron lugar en México de finales de agosto a principios de septiembre de 2016, y que me parecen que ni pintados a vueltas con la nada novedosa realidad de la precariedad del mundo editorial. Lo común a ambos casos es el escándalo que suscitaron. 
            El 26 de agosto fue inaugurada la vigésimo novena edición de la Feria Universitaria del Libro (FUL) de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (UAEH), con la presencia en calidad de invitado del ex-presidente del Gobierno de España José María Aznar, cuyo principal mérito conocido en relación a los libros es que se confiesa desde siempre como lector de poesía. Ese mismo día fue investido Doctor Honoris Causa por la UAEH, “en reconocimiento a su destacada trayectoria política y social al frente del gobierno español que contribuyó excepcionalmente al mejoramiento de la vida de su país”, antes de lo cual Humberto Veras, rector entonces de la institución, y el propio Aznar habían rubricado un convenio de colaboración entre la máxima casa de estudios de Hidalgo y el Instituto Atlántico de Gobierno que encabeza el expresidente español –a cuyo Consejo Académico y Social pertenecen figuras como el Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, el expresidente de México Ernesto Zedillo o el historiador mexicano y editor de Letras Libres Enrique Krauze, entre muchas otras personalidades del ámbito hispanoamericano e internacional–, por el cual se fomentaría el intercambio académico de profesores y alumnos, así como la realización de investigaciones conjuntas en el ámbito de las ciencias sociales y ciencias políticas, que generaría beneficios reales no solo para la universidad sino para el conjunto del estado. Luego, se desplazaron a inaugurar la 29ª FUL. Hasta aquí todo normal –o debería haberlo sido–, pero el caso fue la reacción en los medios locales y de un buen número de escritores que estaban programados y que en protesta cancelaron su participación en los eventos. Se podía –y puede– juzgar al personaje –Aznar–, por mentir sobre las armas químicas de Irak, por hacer entrar a España en la guerra y por mentir de nuevo a los españoles sobre el terrible atentado del 11-M, pero en esa ocasión lo único importante era el beneficio que para Hidalgo suponía su presencia. Pese a todo, con todo lo que es la FUL –de lo que da buena cuenta la prensa en general, por lo cual huelga reiterarlo aquí: una de las diez ferias del libro más importantes de México–, es triste que se recuerde la de ese año por la presencia del expresidente español, y, sin embargo, ese hecho le dio más publicidad de la que suele tener –que por lo habitual no es poca–. Y puedo asegurar que se vendió bastante.
            Ya por esas fechas se había levantado una gran bronca a cuenta de la participación como invitado especial del conductor televisivo mexicano Yordi Rosado –a decir verdad alguien desconocido por completo fuera de México– en el XXII Festival Internacional de Letras de San Luis Potosí, por además pagarle por impartir una conferencia motivacional –que tuvo lugar el nueve de septiembre– de dos horas, titulada "Dos-tres netas”, un total de 123 mil 200 pesos mexicanos, lo cual no es más que precio de mercado, que es el que manda. Lo cierto es que con la presencia de este autor de varios libros para adolescentes de gran éxito comercial –dicho sea de paso–, el festival potosino, organizado por la Dirección Municipal de Turismo y Cultura, alcanzó unos niveles de difusión muy pero que muy superiores a los habituales, pese a lo que la indignación llegó a alcanzar temperaturas muy altas. El rechazo al personaje y a su participación en el evento llegó a trascender incluso las fronteras mexicanas, resultando hasta desagradable por la agresividad empleada por mucha gente –que tuvo en el insulto un modo habitual de expresarse–, en defensa de su opinión legítima –como todas– pero que perdió todo su valor por causa de las formas empleadas. 
            Nadie se preguntó entonces –ni ahora–, tampoco, los beneficios que al sector editorial le supuso la presencia de ambos personajes en tan magnos acontecimientos.
            Son solo dos casos gracias a los cuales a la postre se fomenta mucho más el libro y la lectura que con cualquier campaña de concienciación ciudadana o de creación de bibliotecas, estrategias que son necesarias pero a todas luces siempre insuficientes, y más aún sin ayudas públicas. Hay situaciones concretas y las hay generales. Externas al mundo del libro y la lectura o de forma plena involucradas en ello. Lanzamientos editoriales, por ejemplo, que hacen que muchos se lleven las manos a la cabeza, pero no debemos olvidar que se trata del mercado. Ninguno de los puristas que hacen coro contra lo que denominan en masa literatura “mala” es Cervantes, y ni siquiera Alfonso Reyes o Jorge Luis Borges, y la inmensa mayoría de ellos no saben del mundo del libro casi ni el abecedario. Ya estuvo bien de puritanismos endogámicos que no conducen a ningún sitio, de imposturas y escenografías artificiales más motivadas por el afán de notoriedad de quienes las ensayan que por la verdad y lo objetivable. 
            Soy de los convencidos de que es mejor leer cualquier cosa que no leer. Que un lector de una obra que podría calificarse por el consenso intelectual como “mala” –con toda la dificultad que conlleva llegar a establecer este tipo de clasificación en la mayoría de las ocasiones– es una posibilidad de que llegue a existir algún día un lector de una obra que esa relativa mayoría que establece el estado de opinión de cierto canon considere como “buena”, pues al fin y al cabo es un lector, y como tal suma, y no solo a la estadística. 
            Lo mismo podría afirmarse que gracias a los denostados Yordi Rosado –que cobró por una conferencia y acerca del que nadie recuerda que sus libros se venden por cientos de miles de ejemplares– y José María Aznar –que se comprometió a traer dinero para el desarrollo académico y que no pronunció una sola palabra de política durante su estancia en Hidalgo–, y a los que los llevó o trajo a los eventos que con su esfuerzo, capacidad y buena fe organizan, hubo de golpe en México más gente que supo que los libros existen. Que hasta pueden leerse. Que no muerden. Incluso que alimentan. 
            Y se lo debemos también a aquellos a los cuales, en su ociosidad, esa cierta aristocracia cultural, solo se les ocurre agredir sin piedad y sin descanso, generando escándalos desproporcionados por sistema y sin cabeza, sin reparar en la realidad irrefutable de que hechos como aquellos suponen auténticos revulsivos en favor del libro, y hasta la lectura.
            ... Está muy bien leer, desde luego, en todo caso, pero debe ser más importante para el editor vender libros que que se lean, porque si nos los vende, habrá cada vez menos libros y, en consecuencia, menos lectores. 
4 de septiembre de 2016. Presentación de Tiempo de mujeres. Escritoras en la FUL (Sediento Ediciones)
Fotografía:  4 de septiembre de 2016, domingo. Presentación de Tiempo de mujeres. Escritoras en la FUL (Sediento Ediciones), en la FUL 2016. En la imagen, de izquierda a derecha: M. P.-P., Teresa Dey, Elvira Hernández Carballido, Marisa D'Santos, Reyna Hinojosa Villalva, Yanira García, Rosa María Valles Ruiz, Sagrario León García y Eve Gil.

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 30. El oficio de editar IV. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 30

El oficio de editar IV
Por Manuel Pérez-Petit

Plantearse en serio como objetivo el conocimiento del oficio es un buen primer paso para ser llegar a ser un día editor.  Como venimos viendo, no es tarea sencilla y, además, supone, por una parte, un conocimiento teórico y, por la otra, un conocimiento práctico. Y qué decir que también implica una formación continua. En nada de esto este oficio se diferencia de cualquier otro, pues todos conllevan aprendizaje de toda índole y actualización permanente. ¿Qué pensaríamos de un médico, un economista o un fontanero si no hiciera lo mismo? Tan de perogrullo resulta que no merece la pena abundar en ello. Pero, entonces, ¿dónde está la particularidad del oficio del editor? Nos ponemos en las manos del médico en un acto de fe convencido, lo mismo que en las manos de nuestro contable o cuando acudimos a un fontanero. Sabemos lo que nos dará y eso nos transmite una seguridad suficiente como para categorizar su trabajo. Si no funcionara, siempre podemos buscar una segunda opinión, tan de moda en este mundo del todo vale, a veces para buscar excusas, a veces por no querer aceptar la realidad, a veces porque pensamos que sabemos más que el propio profesional o porque ideas prejuiciosas nos inundan la cabeza.
            ¿Y el editor?, ¿dónde se nos queda? En realidad nos trae sin cuidado. Con lo que el editor ha sido en la historia… Quién lo ha visto y quién lo ve. Generador de un producto residual en la cadena de consumo que, además, cobra más valor por la mercadotecnia y la publicidad que por la literatura en sí misma, el del editor es, hoy por hoy, un paria en la tierra de los oficios. Podríamos tener la tentación de caer en el romanticismo –¡qué horror!– y dotar al individuo que adopta este trabajo de un aura de misionero con sus ráfagas de luces y todo, e imaginarlo como ser transfigurado en el monte carmelo de la fertilidad, alimentándose de raíces y bayas silvestres o de las limosnas de los viandantes que, siendo escritores o no, vean en él a un eremita predicador en el desierto que dedique su vida a la oración –o sea, a decir a la gente que lea– y al sacrificio –la condena de nunca prosperar aunque difunda obras maestras–. Para eso, es mejor ser un escritor “maldito” –tan de moda aún, por otra parte–, oler a alcohol y a falta de higiene personal, llevar a cuestas las pulgas de una mala vida que al final tiene éxito hasta con las mujeres, y más aún si se autopublica en fotocopias “obras maestras” incontestables.
            A colación de todo esto, hoy quisiera detenerme en esa milonga de las campañas de promoción de la lectura. ¿De verdad se creen que es función del editor promover que la gente lea? O ustedes o yo, uno de ambos, ha perdido el último tornillo que le quedaba en la cabeza o vamos mal en todos los sentidos. A ver, hablando en serio: lo que tiene que promover el editor no es la lectura, sino que se vendan los libros que publica. Y la razón es sencilla: De la precariedad de la vida del editor depende su condición ética. Un editor que pasa hambre no puede ser un buen editor, del mismo modo que un editor sin principios éticos y morales no puede ser un buen editor. Lo demás es romanticismo de kiosko, lo más barato que puede encontrarse en los anaqueles de una profesión que, a pasos agigantados, va perdiendo su sentido conforme avanza el calendario y la tontez del mundo.
            El editor es un instrumento al servicio de la obra literaria. Pone, pues, todos los medios a su alcance, empezando por su aptitud y conocimientos, en favor de una obra que es de otro. En ese sentido, sí tiene este oficio un cierto halo de ejercicio de donación, filantropía, altruismo o generosidad sin medida, en la medida en que el editor se niega a sí mismo, aunque no es menos cierto que si el editor fuera lo que debiera ser no encontraría satisfacción real en ello –como suele ocurrir– sino en las ventas –la rentabilidad– de los libros que edita. Pero no, la mayor parte de los editores promueven de manera esencial la lectura –que es cosa de libreros, por ejemplo, o de bibliotecarios–, cayendo en la trampa que con mucha dulzura y convicción se pone a sí mismo. 
            De manera particular yo creo que sobran todas esas campañas públicas de fomento a la lectura, que hoy por hoy tienen un protagonismo directamente proporcional a su fracaso en la consecución de sus objetivos. ¿Qué es eso de leer 20 minutos al día? ¿Equivale a que uno debería cepillarse los dientes tres veces o comer cinco o dormir siete horas o hacer deporte? La solemne tontería de ese tipo de promociones institucionales tiene una justificación objetivable: sirven para gastar presupuesto público –o sea, aportado por todos y cada uno de nosotros con nuestros impuestos–, y así cubrir el presupuesto público, que es estupendo que lo haya, aunque yo me pregunto: ¿No tendría más sentido emplear ese presupuesto público en apoyar, subvencionar, promover y alentar proyectos de la sociedad civil –esto es, de la gente–, programas de empresas, editoriales, iniciativas de servicios culturales, asociaciones civiles…,  que sí fomentan, y no solo la lectura, sino la escritura y el libro, el desarrollo comunitarios, la vida de las personas?
            Visten mucho en las campañas institucionales los prescriptores, personalidades famosas –a veces incluso por su incultura– que por su fácil identificación por cualquiera –”artistas”, futbolistas, periodistas...– hacen bonitos los carteles –y cuestan al erario público un pastizal– diciéndole a la gente que lea…, y teniendo en realidad el mismo efecto que los truculentos anuncios de enfermedades pavorosas y fulminantes en las cajetillas de tabaco: ni nadie lee un minuto más por aquellas campañas ni nadie fuma un cigarrillo menos por éstas. Sin embargo, si ese presupuesto “cultural” se empleara en nuestras naciones para ayudar a proyectos como, sin ir más lejos, éste de Letras, ideaYvoz, o el de Kolaval, igual la gente sí leería, y hasta puede que fumara menos. Y no me digan que barro para casa, porque la verdad es que con tanta campaña pública de lectura inútil se me queda cara de tonto.
            En efecto, han conseguido inocularnos el suero de la tontez crónica. El editor en lugar de vender libros promueve que se lea –que no está mal, pero no es lo suyo–, poniendo esto por delante de lo otro y, por tanto, desvirtuando en cierto modo su trabajo y su proyección de futuro. Me dirán que ambas cosas van de la mano, pero en la próxima entrega de esta serie de El oficio de editor les demostraré que no. El ingeniero que promueve la lectura se las ve y se las desea tanto por la incomprensión de sus en su mayoría cuadriculados colegas como por lo costoso de mantener un proyecto de fomento a la lectura de esta envergadura y naturaleza, dado que no reditúa –ni mucho ni poco–, si solo nos atuviéremos a la cuenta de resultados. El inexistente hoy por hoy lector, mientras, se deja llevar por los dorados cabellos de la prescriptora –famosa por su papel estelar en la telenovela de moda o por ser la madre de los hijos de un famoso cantante, qué sé yo– de que lea para seguir sin saber siquiera qué es un libro… Y es que así estamos todos: tontos de capirote.
            Si no, que me lo digan a mí. Ayer por la mañana salí a comprar café, pues justo se me estaba acabando el que me quedaba. Como editor que soy –y, por lo mismo, pobre, dadas las circunstancias, que sobrevivir ya es mérito–, siempre suelo mirar precios y comparar unos productos con otros de la misma especie. Sin embargo, me detuve en la etiqueta de un frasco que tenía impresa una fotografía de un personaje: nada menos que Diego Lainez, gran promesa del fútbol mexicano y, sobre todo –para mí–, estrella futbolística emergente de mi equipo del alma, el Real Betis Balompié, que esta temporada va como un cohete con el objetivo de clasificarse en la liga española para competiciones europeas –olé–. Por su manera de sujetar la taza, este joven deportista e ídolo no me pareció muy cafetero, pero a mí me dio igual. Tontuno que soy de algún modo por contagio del aire respirable general, compré ese café, sin mirar el precio. Y no está nada mal, menos mal. En esto me he sentido afortunado, porque la cosa está como para fiarse de las campañas de mercadotecnia, que nos lavan la cabeza al punto de que a muchos editores les importa más que se lea que que se vendan sus libros.
   
Fotografía:  "Etiqueta del frasco de café que compré esta mañana (detalle)". ©M. P.-P., 2021

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 26. El oficio de editar III. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 26

El oficio de editar III
Por Manuel Pérez-Petit

Igual que todo cabe en los libros, todo cabe en nuestra cabeza, en la de todos y cada uno. Otra cosa es que lo ejercitemos, que si no lo hacemos tampoco pasa nada. No estoy aquí para prescribir, menos mal. Pero la vida sigue su curso, y no podemos clavarnos solo en lo que nos acucia.
            Hablemos hoy de racionalidad, que es el atributo cognitivo en que se enmarca y desarrolla la capacidad de pensar, evaluar, entender y actuar de todos y cada uno. No debe confundirse con la inteligencia. Hay personas muy inteligentes que no tienen capacidad alguna de raciocinio. Doctores tiene la iglesia, como suele decirse, y no abundaré en temas que son más propios de científicos que de humanistas, dos cosas que no deberían tampoco confundirse, como ya deberíamos tener asumida la diferenciación de la trinidad información-conocimiento-sabiduría, aunque sea de manera intuitiva. La lógica, por su parte, además de una disciplina de la filosofía, es, por decirlo de algún modo, la forma en que se expresa la racionalidad de cada uno en cada uno. Por lo general, la mayoría de nosotros utilizamos la lógica racional –reconozco que en esta afirmación soy generoso–, que conforma lo que llamamos sentido común, mediante lo cual decidimos qué tiene sentido o qué no lo tiene. Pero con solo el uso de la lógica racional no se puede de ningún modo ser editor, pues hacen falta muchas más herramientas cognitivas e intelectivas para ejercer este oficio tan antiguo y complejo.
            Igual que se dice que todo está en los libros –y yo lo creo–, todo está en nuestra cabeza –así, dicho literal–. Otra cosa es sacar de nuestras mentes todo lo que se puede sacar. Nuestras capacidades cognitivas e intelectivas pueden entrenarse y desarrollarse. El ejercicio de la memoria –no confundir con la memorística, fruto de la capacidad de memorizar–, por ejemplo, se puede trabajar al punto de que todos tenemos capacidad de reconstruir nuestras propias historias de vida, incluso por encima de los recuerdos, los cuales, por lo general, vienen a distorsionar nuestra memoria, por cuanto son siempre subjetivos, en tanto la memoria es identitaria, y, por eso, tiende más hacia la objetividad. Es en nuestras capacidades cognitivas –relacionadas con el conocimiento– e intelectivas –relacionadas con el entendimiento– donde radica la clave. Un editor debe ejercitar y desarrollar ambas. 
            Para comprenderlo, debemos seguir abundando en los niveles superiores de la lógica, una vez visto que el nivel básico –el racional– no es suficiente. Si ascendemos por la escala, nos encontraremos con la lógica analógica, que nos permite poner en relación una cosa con otra. Es lo que conocemos por analogía, en realidad también un método simple de deducción que nos permite, por ejemplo, separar las obras literarias por géneros, no solo por narrativa, poesía, teatro…, sino por novela histórica, policíaca, de amor… Está bien poder poner en relación una obra literaria con otra y así tener un método, una categorización, pero esto es a todas luces insuficiente para ser editor, lo cual nos obliga a subir un nivel más en el desarrollo de la lógica: la silogística, mediante la cual se puede poner en relación una cosa con otra y sacar una conclusión, de carácter deductivo. Este nivel de la lógica no es tan simple como los anteriores, pero tampoco habilita a una persona para el oficio de editor, lo que nos obliga a acudir aún a un nivel superior: la lógica heurística, que nos pone en la situación no ya de relacionar una cosa con otra sino de conocerlas –comprenderlas– a fondo y establecer un debate. La heurística, conocida como ciencia del descubrimiento, permite resolver problemas y desarrollar la creatividad. Es el único nivel de la lógica en que puede moverse un editor, que, en el marco de la pragmática lingüística, debe interesarse en la interpretación de cada obra, por ejemplo, y su contexto, entendido éste en su conjunto –como situación, según dirían los expertos–, teniendo en cuenta los factores extraliterarios que condicionan al autor en cuanto hacedor de una obra, esto es, a todos los factores que no son en sentido estricto formales. Es en este nivel, ya digo, del desarrollo cognitivo e intelectivo en el que solo se puede ser de verdad editor. 
            Y esto no es teoría.  Es más, en la posibilidad de abrir las capacidades cognitivas e intelectivas a mucho más de lo habitual está la clave del desarrollo real y efectivo de este oficio desconocido que es el de editor. A ello se puede llegar con dinámicas, juegos, estrategias tendentes, en primer lugar, a romper las barreras mentales que, por motivos culturales y/o educacionales, se llevan, por decirlo de algún modo, “de fábrica”. En esa línea, se tendría que poder responder rápido a preguntas que nos rompen los esquemas. Y para empezar con ello no conozco nada mejor ni más adecuado que una obra de Gianni Rodari (1920-1980), escritor, pedagogo y periodista italiano, “Gramática de la fantasía”, subtitulada “Introducción al arte de contar historias”, publicada en 1973 por cierto por uno de los más notables editores de todos los tiempos, Einaudi. En “Gramática de la fantasía”, un ensayo pedagógico dirigido a docentes, padres y animadores, según sus propias palabras, para quien cree que es necesario que la imaginación tenga su lugar en la educación, para quien confía en la imaginación infantil, para quien conoce el poder de liberación que puede tener la palabra, Rodari exprime las posibilidades de la inventiva a través, en efecto, de la palabra, para lo cual comienza con romper las estructuras lógicas del lenguaje, que es en los términos en que se mueve la mente de las personas, y pasa del “qué pasaría si...” a proponer retorcimientos de la lógica en forma de ejercicios de lo que podríamos llamar “gimnasia intelectiva”, con técnicas hoy ya tan populares como la de “el binomio fantástico” –tomar dos palabras en nada relacionadas entre sí para inventar la manera de relacionarlas–, la “ensalada de cuentos” –mezclando cuentos tradicionales en uno solo– o “los cuentos al revés”.... Técnicas todas ellas eficaces, y lo digo también por experiencia, en la tarea de cualquier creador y, por ende, de cualquier editor, que debe tener las mismas condiciones que un autor y editar su obra sin intervenirla.
            Toda mente es maravillosa, pero toda mente ejercitada es incontenible. Si la mente del editor no es incontenible, no podrá ser nunca un buen editor.

   
Portada de la pirmera edición de «Gramática de la fantasía», de Gianni Rodari. 1973.
Fotografía:  Portada de la primera edición de "Gramatica de la fantasía": GIANNI RODARI, Grammatica della fantasia. Introduzione all’arte di inventare storie. Giulio Einaudi editore, Torino, 1973 (prima edizione).

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 22. El oficio de editar II. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 22

El oficio de editar II
Por Manuel Pérez-Petit
Lo venía hablando ayer mismo con un compañero de Kolaval. Todo el mundo cree que es escritor y todo el mundo cree que puede ser editor, y el caso es que todos los procesos históricos suponen una transformación fruto de lo cual llegamos a nuestro presente, el que nos toque, y las cosas no son tan fáciles como parecen. Esa evolución o complejización del proceso da en que hoy el editor tiene mucha menos importancia que nunca. Por el diletantismo imperante –pues todos creen creer que pueden ser editores–, por la desaparición del rigor –causado por el todo vale tan propio del legado de la Revolución francesa– o por la proliferación de la formación –todo el mundo recibe cursos sin parar como si ello les capacitara para formarse en profesión alguna o para poder presentarse ante posibles empleadores con un perfil cada vez más amplio, olvidando que el que vale para todo, en realidad, no vale para nada–. Decía un autor, José Joaquín León, gran periodista y editor de prensa, en un leve debate que se suscitó en el foro que tenemos de autores de nuestro modesto aunque ambicioso proyecto editorial: “Salvemos al editor, en trance de extinción”. Y en otra conversación –la primera a la que me refería en este artículo–, David Hidalgo, compañero desde España entre otras en las tareas editoriales de nuestra casa, me preguntaba: “¿Puede ser considerado el editor un superhéroe altruista de la cultura que lleva a cabo su labor (justiciero de los textos) en las sombras?”, a lo que yo contesté: “El editor, poéticamente hablando, es una especie de Indiana Jones del talento y, sobre todo, de la obra literaria, que puede ser hecha con el talento pero más que nada está hecha de voluntad y rigor”. Continuaron los debates, por lo que decidí adelantar en varios días esta segunda entrega de El oficio de editor. Luego, en nota de autor aparte, les anunciaré mi nuevo plan de publicación, una vez mi editor, Roger Octavio Gómez Espinosa, me lo ha aprobado. Sin embargo, el debate con David prosiguió, al punto de que le dije: “No se puede ser editor si se tiene mentalidad de funcionario. El editor es un emprendedor, alguien que rompe sus barreras mentales y es capaz de abrirse a lo inesperado…”
          Debo reconocer que me sorprendieron, y de manera grata, los diversos frentes de debate abiertos a colación de mi artículo de este martes, por estas y otras vías que no desglosaré acá para no agotar mi espacio disponible y entrar en materia a fondo, y lo cierto es que mientras el editor fue un gran motor del cambio en el mundo occidental durante el XVIII y el XIX hoy es un productor de objetos residuales en la cadena de consumo. Cuando no se entienden las Cortes de Cádiz de 1812 sin los doscientos periódicos que hubo en el proceso constitutivo gaditano, en una ciudad chiquitita, bien chiquitita; cuando no se entiende la gran literatura del siglo XVIII sin la prensa, porque Gulliver de Swift es una crónica parlamentaria, no una novela; cuando no se entiende el concepto de libelo sedicioso y los impresores los escribían y difundían en forma de panfletos periódicos tendenciosos para promover cambios en la sociedad, a fin de salvar la censura del sistema…, cuando no se conoce esto ni se comprende no nos puede sorprender –pues fue una constante en la historia– que, en la nueva sociedad que surgió tras la Revolución francesa, la censura fuera igual o peor que en la sociedad estamental previa, resultando además que el editor pasó de ser un protagonista del cambio social a convertirse en un elemento extraño e incómodo, pues acostumbrado ya a ser resistencia con mucha dificultad aceptaba el nuevo control. 
          A mí me recuerda aquello a Platón, en que la poesía se quedó al margen de la sociedad en Occidente, y, por tanto, ningún trabajo creativo o fruto del libre pensamiento tendría cabida en el concepto social por cuanto rompe con los esquemas que se pueden establecer como convencionales. Y así, a partir del siglo XIX, el concepto de artista romántico, que hace lo que quiere y rompe si quiere, supone una gran transformación y también un gran elemento de confusión, en el sentido de que altera el canon imperante. En nuestro tiempo –esto es, en los últimos dos siglos– el talento es un gran mal. Hasta finales del siglo XVIII se podía encauzar muy bien, pero ya a finales del XIX se convirtió en algo de libre disposición, pudiendo cada cual desarrollarlo a su mejor entender y surgiendo, en consecuencia, los problemas.  Yo he conocido mucho talento que no sirve para nada, muchas personas que tienen muchas ideas pero no desarrollan ninguna.  Y hoy el talento, en efecto, no sirve para nada. Es una fuente brutal de frustración, pues hay que tener una madurez personal muy sólida para poder manejarlo. Podríamos, no es menos cierto, analizar esta cuestión del talento, y es posible que lo haga en alguna de mis próximas entregas, pero a mi entender es, de entrada, un terrible mal de nuestro tiempo, y dejo aquí mi reflexión, para que no me digan que me encanta hacer amigos, no sin dejar de indicar que este problema es también hijo de la Revolución francesa, a su vez legataria, en última instancia, de Platón.
Cuando todo el mundo cree que puede hacer de todo, la mediocridad, o sea, la negación del talento, se sienta en el trono de la pirámide social. Su origen está en Platón, desde luego, y pasa por Santo Tomás de Aquino cuando a éste se le ocurrió sistematizar todo el conocimiento y, por si fuera poco, ponerlo al servicio de la fe, pues a partir de ahí surgió el debate en el barro del pensamiento que nos ha traído estos lodos de nuestro tiempo. Apenas un siglo después, Guillermo de Ockham lo revisó y –ojo al dato– negó la teoría de los Universales, que era aquello que sostenía y daba coherencia al pensamiento tomista, dando pie, un siglo después, a la Reforma protestante, rompimiento de la unidad de pensamiento de Europa, centro del universo incontestable de aquel tiempo.  No es casualidad que, también poco más de un siglo más tarde, surgieran dos figuras fundamentales para entender lo que hoy ocurre: John Locke y Thomas Hobbes. Es este último el que en su obra Leviatán escribe: “el hombre es un lobo para el hombre”, y sentencia que la sociedad es una “guerra de todos contra todos”, a partir de lo cual establece un orden social basado en celdas, en el que la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro, marcando el origen de la sociedad de solitarios que hoy existe.  
          Pareciera que estamos hablando de filosofía, pero estamos hablando de cosas reales.  De filósofos aferrados a la realidad que dictan la norma social. Hoy, sin embargo, un filósofo escribe algo y solo queda en el plano de los intelectuales. No sabemos qué pasará dentro de un siglo, pero es terrible lo del Leviatán, porque Thomas Hobbes diseña la sociedad que tenemos hoy, y aunque hay debates que revisan esto y dicen que la libertad de uno no termina donde empieza la libertad del otro, que nuestra sociedad no tendría que ser de solitarios, pues la libertad de uno termina donde empieza el deber que tiene uno de respetar la libertad del otro –si establecemos una secuencia lógica de que un derecho conlleva una obligación–, estos no dejan de ser pensamientos. Válgame dios de corregir a Thomas Hobbes, pero lo cierto es que está en el origen de la Revolución francesa, y en el de que a partir de cierto momento de la historia –finales del XVIII-principios del XIX– el concepto del artista y de las profesiones cambiara por completo y uno ya pudiera hacer lo que le diera la gana.  
Hoy por hoy todo el mundo escribe en una hiperinflación que tiene que ver con la confusión que nos invade.  No es lo mismo ser original que creativo.  Muchas veces nos basamos en nuestra capacidad de tener ocurrencias con las que escribir un libro que ofrecer a un editor… Y mi conclusión como tal es que el ochenta por ciento de la gente que escribe no sabe escribir. No es capaz, por ejemplo, de concebir una frase con sujeto, verbo y predicado. En fin. También hablaba hace un par de días de los diccionarios, que nacieron al calor de toda esa época convulsa.  Los diccionarios son el instrumento elemental tanto del escritor como del editor, pero nos encontramos con que la inmensa mayoría no los usa.
          ¿Cómo se separa hoy la función de editor de la del escritor? ¿Hasta qué punto, desde el ámbito profesional y/o moral, un editor tiene el poder o el permiso para entrar un poco, invadir un poco, lo que es la faceta de la obra creada por el  escritor o son compartimentos totalmente aparte? Bueno, son oficios diferentes. Normalmente un editor no debe ser escritor.  Hay una incompatibilidad de base. Otra cosa es que el editor pueda tener a otro editor para sus obras, porque la cuestión es que no puede editarse a sí mismo. Es mi caso, y funciona. Hay editores, desde luego, que son escritores. Los grandes editores de la historia, y un día hablaremos de varios de los más significativos, por ejemplo, no eran autores, o lo eran en secreto. El Impresor tampoco lo era, o, en todo caso, lo era de libelos que solían cocinarse en las trastiendas de las imprentas, en tertulias sediciosas con los autores de referencia de su casa. Pero el que es escritor tiene un texto que ha hecho con esfuerzo y rigor y voluntad y que pone en manos de un editor, de un productor de libros, y empieza a trabajar con él. Aquí no hay teoría, para la teoría se apunta uno a uno de esos cursos de formación que al final no sirven para nada. El editor tiene que tener suficiente cabeza para entender aquello sobre lo que no está de acuerdo, sin ir más lejos, y poder llevarlo a buen puerto.  No importa el gusto del editor sino la pertinencia del texto que está trabajando con el propio autor, que sea lo que tiene que ser. Lee en voz alta, pues la literatura entra por el oído y no por los ojos, y avanza con una lectura analítica a fin de dejar el texto en condiciones de ser reproducido, fino, lo cual es capital.
          (... Continuará…)

 __________

Nota del autor
Sí, ya sé que hoy no es martes 2 de marzo, fecha para la que anuncié mi segunda entrega de El oficio de editor, pero, como he dicho, el debate suscitado antes de ayer me ha llevado a seguir en ello. Debo anunciar que esta semana habrá artículo mío, además de hoy, jueves, el sábado 25, y que a partir de la próxima semana, mi Líneas de desnudo en Letras, ideaYvoz aparecerán lunes, miércoles, viernes y domingo, no teniendo día fijo para ninguna de mis líneas. 
Portada del libro Leviathan, de Thomas Hobbes. 1651.
Fotografía: Portada del libro Leviathan, de Thomas Hobbes. 1651. La frase latina que aparece en la parte superior ("Non est potestas super terram quae comparetur ei", que se puede traducir como "No hay poder sobre la Tierra que se le compare") es una cita del Libro de Job. (La imagen es de dominio público)

Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.

Líneas de desnudo. 21. El oficio de editar I. Manuel Pérez-Petit

Líneas de desnudo/ 21

El oficio de editar I
Por Manuel Pérez-Petit

Debo confesar que me encanta ser editor. Me permite dedicarme a los demás y a sus cosas, y, además, me separa de mi obra de tal forma que ésta mejora y crece por sí sola en todos los sentidos, pues por el mismo ejercicio de la profesión que ejerzo vive desprovista de toda ambición. Y es en esa libertad y plenitud en la que existe la posibilidad de que algún día yo sea capaz de escribir algo reconocible y bueno, que será también el momento en que deje de escribir, que es la actividad, junto a la leer, a la que he dedicado más tiempo a lo largo de mi vida.
            El oficio de editor no se adquiere con un grado académico. Como en el periodístico, uno tiene que tener madera, por lo que en realidad no es “culpable” –y enfatizo haber puesto esta palabra entre comillas– de ser editor o periodista, sino que ha optado por serlo y, con mayor o menor grado de realismo, podrá llevar a cabo tal misión con suma, escasa o nula plenitud. Podría darse el caso de que alguien tuviera unos conocimientos técnicos extraordinarios y una capacitación fuera de toda duda y no pudiera ejercer de verdad ninguna de ambas profesiones, las cuales, de algún modo, van de la mano.
            El oficio de editor es complejo y desconocido, y hay que adquirirlo, desde luego, pero si no se tiene ese no sé qué que algunos llaman madera y otros olfato o califican con epítetos parecidos, y que se mueve en terrenos más cercanos a lo intuitivo que a lo racional, no se podrá nunca ejercer la profesión con el relieve que esta amerita y requiere, dada su trascendencia en la sociedad. Un error muy común es creer que ser editor es leer. O conocer a un diseñador o diseñar uno mismo y enviar a una imprenta un texto más o menos maquetado para que se hagan ejemplares. Lejos de eso, la función del editor es canalizar el proceso completo de puesta a disposición del lector de un texto, sea este narrativo, poético o visual. Y para ello debe tomar decisiones, pues en última instancia tiene en sus manos un material que debe convertir en objeto de consumo, pero sin olvidar que el libro hoy está a la cola en la lista de las preferencias de cualquier consumidor. Y eso no es fácil. 
            El trabajo del editor es muy cercano al del amanuense, que se niega a sí mismo para que brille el texto y no él. Es más, debe negarse a sí mismo al punto de estar por encima de sus gustos, preferencias y hasta sentimientos. Si no por criterios formados por encima de su propia estructura de pensamiento, el editor es alguien que tiene que tener mucha flexibilidad mental, aperturas de miras y capacidad de aprendizaje. Debe investigar, por ejemplo, y tratar el texto como propio y, a la vez, de su peor enemigo –o lo que es lo mismo, con amor y desapego–, debiendo fijar en su tarea incontables elementos que darán en un producto fino por el que merecerá la pena su trabajo, y es por ello que el editor debe ser una persona ilustrada y dotada de una capacidad lógica superior a la racional –que todo se entrena– y ser capaz de ser heurístico, esto es, de comprender a fondo dos cuestiones, enfrentarlas y generar un debate, que es el grado máximo de la lógica para la que las personas estamos capacitados, al menos hasta donde hemos descubierto, pues nuestra capacidad intelectiva es muy superior a la que en realidad desarrollamos. Su objetivo: negarse a sí mismo la capacidad de brillar para que brille el texto y, de paso, su autor. En ello juega un papel fundamental esa intuición que no se aprende sino de la que uno está en cierto modo dotado, aunque puede aprehenderse: la corazonada, la apuesta irracional, el corazón que uno le pone con cabeza a lo que hace para saber al golpe si sí o si no debe tomar una decisión respecto de una obra o, incluso, de un autor. Ser editor es como estar predispuesto a enamorarse a cada golpe de vista, en cada esquina, a vivir en el alambre, a jugársela, a apostar sin marcar las cartas, en un ejercicio que tiene tanto de aventurero como de sensatez… 
            No hay que ser muy perspicaz para llegar a la conclusión de que el editor es muy poco útil a la sociedad hoy en día, aunque no siempre fue así. A lo largo de la historia, ciertos roles –como el del editor o el periodista– han ido evolucionando y modificándose, en función del desarrollo de la tecnología y al calor del cambio de las mentalidades. Se trata, por lo general, de procesos lentos que en muy escasos momentos de la historia se han acelerado. Como en el caso del oficio del editor, tan antiguo como el lenguaje, pues ya éste, desde su origen primero, incluso el de señales o sonidos cuando aún el ser humano no era capaz de articular palabras ni establecer códigos complejos, era de manera constante modificado en aras de una eficiencia funcional, esto es, era editado. En un estado adánico no era necesario editar nada, pues todo era perfecto, pero cuando el hombre descubrió su miserabilidad y su limitación, asistió al nacimiento de la comunicación y de la necesidad de ponerse de acuerdo. Toda comunicación era elemental y tenía una función práctica, pero desde su origen necesitó de una corrección continua. De este modo, también surgió la tradición oral, en que toda narración se vio de manera paulatina transformada mediante continuas ediciones hasta que un día alguien la hizo por primera vez “canónica”, editándola, y esta vez por escrito, en ejemplares únicos que no mucho después fueron replicados y, en consecuencia, vueltos a editar. Y así, una vez tras otra hasta la baja Edad Media, en que al borde de la época que conocemos como Renacimiento, en Alemania, a mediados del siglo XV, un tal Gutenberg dio respuesta a la creciente necesidad de reproducción de los libros. Hasta entonces, el autor, anónimo por naturaleza en cuanto múltiple, era el editor de su propia obra, al fin y al cabo colectiva, con criterios más objetivables que subjetivos. La revolución “editorial” que supuso la imprenta de tipos móviles indujo a una transformación muy potente de la sociedad, pues permitió una inédita hasta entonces difusión y popularización de las ideas, los textos literarios o no y la cultura sin parangón, pasando a ser el impresor el editor de los textos, estatuto que perduraría por casi cuatrocientos años, no en vano el impresor tenía el medio para producir ejemplares en “masa”.
            Hasta finales de la Ilustración y el inicio de la Revolución francesa, ya en el último cuarto del siglo XVIII, el mundo era muy fácil de entender. Cualquier oficio tenía aprendices, oficiales y maestros. Uno hacía un proceso mediante el cual se convertía en maestro que a su vez tenía aprendices y oficiales, y formaba maestros... Toda expresión artística, por otra parte, contaba una historia y se llevaba a cabo por encargo de un benefactor, de alguien que la patrocinaba y/o la compraba: un miembro de la iglesia, de la aristocracia o de cualquier estamento de poder.  Todo el mundo nacía, además, sabiendo qué posición le correspondía en la sociedad. 
            Así, hasta la primera mitad del siglo XIX el editor no tenía conflicto a la hora de ser definido, porque el editor era el productor.  El autor llegaba a un impresor, alguien que tenía la imprenta, y le daba su texto, y éste lo componía, letra a letra en la caja de impresión, una especie de bandeja que luego entintaba y por la que pasaba, con su prensa, los pliegos de papel, en que quedaba impreso el resultado final de su trabajo. De ahí nació la expresión “a pie de imprenta”, referida a la labor de supervisión del último paso productivo del proceso editorial. Y como hasta la Revolución industrial era en la práctica la misma máquina que inventó Gutenberg, se generó, consolidó y evolucionó un oficio que cada día se iba pareciendo más a lo que hoy conocemos como el oficio de editar, acompañado en todo momento por un intenso proceso filosófico que puso las bases y fundamentó la tarea. 
            Durante el siglo XVIII, además, con las ideas de la Ilustración, surgió un concepto nuevo –en realidad antiguo, pero ahora con conciencia de serlo–, la burguesía, que tenía su origen en los pequeños artesanos que habían florecido en épocas medievales en las ciudades y se habían ido agrupando en gremios y, a su vez, reuniéndose por especialidades en los mismos barrios o vías, a los que dieron en llamar burgos. Esta es la razón por la que en muchas urbes antiguas de Europa, aunque también en América, existen calles con nombres de oficios, lo cual tiene que ver con que en otros tiempos si no en esas mismas vialidades en sus alrededores se reunían, por ejemplo, los toneleros, los ebanistas, los comerciantes de especias, los plateros, o, sin ir más lejos, los impresores. Pero todo cambió de manera radical durante ese famoso siglo XVIII, que dio lugar a la Revolución francesa, a partir de la cual ya de una manera efectiva cualquiera, con independencia de su posición social inicial podía evolucionar en la escala de la sociedad, lo cual se debe al crecimiento continuo de la burguesía durante esa centuria, que, desde sus albores, dio de qué hablar. En 1702 nace en Londres el primer periódico diario de la historia, The Daily Courant, merced al cual el impresor se convirtió también en el origen –de algún modo el proto empresario– de la comunicación. Teniendo a partir de ahí los impresores un renovado protagonismo se convirtieron, con la evolución y la transformación social y económica, en los impulsores de un nuevo concepto de empresa que cristalizaría cerca de doscientos años más tarde en lo que hoy conocemos como medios de comunicación.   
            La Revolución francesa, el gran hito de la época, es consecuencia en parte de todo ello. Hijo suyo en la práctica es el concepto de las convenciones, en que a partir de entonces hemos estado obligados a entendernos de una manera más racional –y a qué negarlo, más artificial que nunca–. Sin embargo, este acontecimiento histórico surgió porque durante todo el siglo XVIII el estado francés se había dedicado a vivir de espaldas a la realidad emitiendo enormes cantidades de deuda pública, al punto de llevar al estado al borde de la quiebra. En paralelo, la burguesía continuó creciendo y consolidándose como el poder de la economía real, y al ver que su estatus estaba cada vez más en peligro, dio un golpe de estado. Todo lo demás son visiones románticas.  La Revolución francesa, pues, se debe a la quiebra del estado francés y a la pujanza de la burguesía, que si no hubiera removido las instituciones establecidas se hubiera ido a la quiebra también. En ese desarrollo de la burguesía está la base de la posterior revolución industrial, así como la del desarrollo del capitalismo, en la que tenemos que enmarcar el hecho de que el editor pasara a ser, a partir de entonces, ya no un proto sino un auténtico empresario. 
            Una de las consecuencias positivas de todo ello fue la necesidad de sistematizarlo todo y, en consecuencia, verbigracia, crear diccionarios, pero este es un asunto del que hablaré como de otros más de fondo en mi Lineas de desnudo del próximo martes día 2 de marzo, titulado –por no ser más original– El oficio de editor II –y a saber cuánto dura la serie–, pues en lo sucesivo los martes dedicaré mi espacio en Letras, ideaYvoz a este oficio que muchos creen conocer y poco conocen de verdad.

 __________
Nota del autor
Y hasta puede que le solicite a mi amable editor en este medio, el bueno de Roger Octavio Gómez Espinosa la ampliación de el espacio que me tiene asignado de los tres artículos que publico a la semana a cuatro. Que Dios nos pille confesaos.
 
   
 “Imprenta francesa del siglo XVI. Bibliothèque Nationale de France, Département des manuscrits, Paris (la imagen es de dominio público”)
Fotografía:  “Imprenta francesa del siglo XVI. Bibliothèque Nationale de France, Département des manuscrits, Paris (la imagen es de dominio público”) 2009”

*Sobre el autor:

Manuel Pérez-Petit

Editor, escritor y gestor cultural

Sevilla, España, 1967.

Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.