Cajón de rubores. 31. Crónicas 8. Antonio Florido

Crónicas (8)
Bellavista
Por Antonio Florido

 

       BELLAVISTA


Salimos del Harry’s Bar y caminamos lentos por Ernesto Pinto Lagarrigue. Paramos en seco a la altura del 80, donde había una peña de planta baja, de paredes rojas con molduras en blanco.
         Sobre mediodía.
         Un sol hermoso y tibio. Se estaba bien en camisa. Cruzamos la calle, no demasiado ancha y casi sin tránsito a esa hora. Se dibujó una joven en la puerta, con un cubo. Fregaba un suelo imposible.
         ―¿Ya llegó?
         La chica bajó la cabeza. Toribio se entendía a las mil maravillas. 
        ―¿Entramos?
        Era una especie de tablao flamenco, al estilo chileno, con paredes pintadas al tun tun. Cuadros de toda la saga. Toribio se desarmó y colgó la prenda sobre una silla. Yo le imité. Luego me quedé de pie caminando muy lento por las paredes, deteniéndome de cuando en cuando. Miraba cada una de las fotografías. Eran viejas. Violeta, Hilda, Nicanor…
         Me fui enterando de poquito en poquito. La historia de una leyenda del país vertical. (La primera vez que vi el mapa de Chile me pareció una tierra que lloraba. Ese largo, desde más arriba de Atacama hasta muy abajo, donde la tierra se vuelve blanca, brillosa y fría, parece una lágrima que va cayendo y cayendo).
         Mientras esperábamos la llegada del Nano, la joven nos fue sirviendo unos platos y bebidas. Éramos dos solitarios en un espacio pintado, con varias caras que nos miraban con sombras de desprecio. Sobre las paredes había décimas, canciones escritas a mano… Salpicaban la estancia para que los comensales fuesen comprendiendo que los Parra son y serán siempre eso, los Parra. 
         Me excusé un segundo. Salí a la calle. Me apoyé sobre la pared. El sol se encajonó sobre mi rostro de ojos cerrados. ¡Pensé tantas cosas! Luego fumé con una tranquilidad excesiva. Moto azul con cajonera, apostada a varios metros, con la patacabra que la sostenía. Al lado un tronco que se arrepintió de haber sido árbol y torció el gesto. Subieron sus ramas y hojas con rabia porque ellas sí quisieron ser un árbol plantado en una acera de Chile, por donde nadie pasa en el día. Pero en la noche el mismo tronco torcido sostiene las espaldas jóvenes cargadas de inocencias y esperanzas. Quizás fuese un árbol de noche. 
         Llegó como arrepentido. Lucía una ponchera sobre una camisa blanca. Se arremangó y cruzó sus ojos con los míos. Se extrañaba el Nano. Toribio nos presentó. Fue cuando le vi algunos dientes de oro, en las esquinas profundas de su boca, la mano gruesa y fuerte, una frente amplia y el cabello crespo, con la brillante soltura de la juventud huidiza y el decoro. 
        ―¡Tonio, de España!  ¡Un escritor muy conocido!
        De nuevo se equivocó, pero yo sonreí diluyendo una terrible humillación. 
        Permanecimos de pie. Hablamos de lo que se habla en estos casos. Naderías, halagos, medida de distancias, reconocimiento de olores, intuiciones que salpican las entendederas de los que ya cumplieron algunos años. Nos caímos bien. Me cayó bien el susodicho Nano. Yo ya sabía con quién estaba hablando. Era de la saga. Uno de los de en medio, porque detrás empujan los jovencitos y los de antes ya murieron en sus cajas de pino. 
        ―¡Un segundo, ahora vengo, creo que tengo alguno arriba!
Mientras tanto Toribio se llevaba la cuchara a la boca. Yo analizaba el contenido de la cazuela. Apartaba con el borde de acero, llenaba y bebía. 
         ―¡Un artista, un artista! ¡Y muy considerado en toda la nación!
         Había guirnaldas, cadenetas coloridas, pinturas al fresco con rostros desencajados que intentaban imitar la real apatía de algunas personas que conozco. Sonrisas afectadas y posturas de foto. 
         Estaba rico el caldo. Y la chicha morada. 
         El Nano Parra se acercó a nuestra mesa a toda prisa. Siempre iba de acá para allá como si el espacio fuese a desaparecer. Llevaba un libro en la mano. Me lo tendió, le pasé el bolígrafo con una sonrisa. Dobló la cintura, abrió la portada, luego escribió como un niño muy chico que está aprendiendo. Observé que los dedos le temblaban. Garabateó sobre la hoja hueso. No lo leí al momento. Es de mala educación. Le volví a dar la mano. Le apreté cuanto pude, pero sus cantos no cedieron nada. Después el Nano Parra dejó de existir.  Estaba hecho libro, estrofas, poemas, cantos, sentimientos, voces al son de unos acordes de guitarra, ojos ávidos y bocas medio abiertas…
Letra enorme, enrevesada. Signos dibujados al estilo Cocteau, como suelo decir. Propia de un hombre iletrado o de un idiopático, pero supuse que el Nano no era ni lo uno ni lo otro. Una cosa extraña, pues. 
         “A mi amigo… Con todo cariño. Nano Parra”. En los suspensivos podría haber escrito cualquier nombre, porque todos los nombres son uno sólo, como en aquella novela de Saramago, me acuerdo. Lo de cariño es una suposición porque la línea podría indicar cualquier cosa. Tal vez una nube enfadada en un cielo de ceniza o una ola revoltosa que se cansó de la calma. Un loco que se duerme al son de una nana de amor vespertino. ¡Yo qué sé…! Olí las páginas. A enredadera con un poquito de humedad, en su punto. Letras y letras, marcadas con números romanos. Décimas del Nano. De vez en vez alguna fotografía en blanco y negro, difuminada, con los antiguos matices (si alguna vez los tuvo) desaparecidos, huyendo a la ciudad donde viven todos los colores del mundo. Gente muerta con sonrisas forzadas. Viejos y chicos, medianos. Guitarras sostenidas, vestidos en alto, luciendo el garbo y la altanera costumbre de señalar que aquí estoy yo, un Parra. 
          Todo Chile canta por los rincones las cuecas choras de este hombre que quiso ser poeta en una tierra de poetas. 
          Pagamos la cuenta. Nos fuimos con dos sonrisas agradecidas.  La calle seguía en su sitio, la moto echada, el árbol que deseaba ser árbol me miraba con sus hojas tristes. Volví la cabeza. Eché la última ojeada adonde jamás volvería. Suspiré porque estas despedidas son siempre duras de tragar. El paso ineluctable del tiempo que se achica cada vez más deprisa. Mis manos cierran unos dedos en el afán de retener algo, poquita cosa, un segundo, un color que huye, olores y gente que se cruza conmigo sin decirme nada. 
          El fragor de las aguas negras era dulce y chascoso. Nos echamos sobre la baranda para ver un poco de esa agua que nunca piensa en el avance. Sólo corre y corre, enajenada, buscando el bajo de la tierra, el mar a lo lejos. Sí, el agua quemada del Mapocho corre urgente para encontrar y arrejuntarse con esa otra agua ancha y calma del gran Pacífico.


Nano Parra. (Curacavi, 1937). Cantautor. Chile
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 30. Crónicas 7. Antonio Florido

Crónicas (7)
La ciudad
Por Antonio Florido

 

Quisimos subir al Cerro Tupahue…
          Toribio se despide de la noche y abre la puerta de mi cuarto. Ya le veo vestido. Chaqueta marina, camisa clara, corbata con ligeros tonos azules (hermosa, simétrica, quizás un poco amortiguada), pantalones con un poquito de holgura y zapatos lustrosos que reflejan a su modo las deformadas superficies de las paredes y el techo, como un agua que arrecia sobre nosotros desde una cubierta en curva.
          Soñé toda la noche con la eterna niebla que cubre la ciudad, con sus grandes avenidas. Escalé torres que alcanzan el cielo y visité casuchas casi abandonadas. Me alargué al barrio bohemio de Lastarria. Traté de acariciar las estrellas del Sur y los quebrados intangibles de la cordillera que se alzan muy atrás, más allá de lo posible. Imaginé miles de farolas impertinentes. Percibí los olores extraños de esta ciudad donde todo cabe, (desde el amor en una esquina hasta la muerte imprevista al cruzar una corredera).
De mañana las calles y edificios aparecieron ante mí con una capa de ceniza. Pinceladas al capricho de un diseño muy antiguo. Con un sol escondido y misterioso.
           Es el segundo día que paso en esta ciudad de calles coloridas y extravagantes, de indianos cerriles…
          (Deseaba subir al Cerro, como dije)
          Toribio sonríe mientras toma el té a pequeños sorbos, luego me mira.
           ―¿Y las piernas?
           Apenas un gesto de resignación. Más evidente que una cadena de palabras que dirían lo mismo que mi rostro. Adelanta la tostada con mantequilla, toma otro sorbito de infusión. Me reflejo en su rostro, ¡tan claro!
          ―¿Queda lejos?
          Sacude las partículas adheridas en sus comisuras, tose varias veces, tuerce el cuello, habla.
          ―¡La ciudad es grande, Mario, inmensa, debemos tomar un taxi!
          En los bajos del restaurante el aire acondicionado crea una realidad transparente, aséptica y mullida. Pienso que nada nos podría suceder allí, mientras tomamos nuestro pequeño almuerzo, a esa hora de la mañana.
           Por el ventanal se distingue a la gente que cruza sus dejadeces sin mirarse. Avanzan rápido, a grandes zancadas, casi corriendo. La mayoría sujeta el teléfono como si se tratara de un tesoro recién encontrado. Leen y escriben, sonríen, enmascaran sus sentimientos, falsifican; otros llevan auriculares, deseosos de aislarse del mundo que ellos mismos han creado.
          (Compartimientos estancos donde la humanidad se va muriendo) 
          ―No es tanto, verás―rectifica, comprobando el derecho ajuste de sus perniles.
          Calle Las Monjitas, 744, apartamento 218, altura 17, como a media cuadra desde el comienzo. 
          Toribio me llama un poco alterado. Me equivoqué de rumbo, abstraído como iba. Torcí el cuerpo, enderecé el bastón, lo coloqué paralelo a mi pierna derecha, avancé hacia él que me esperaba con la sonrisa picarona de un niño malo. Llegamos hasta la esquina con Mac Iver. De ahí nos detuvimos y mi amigo levantó el brazo. Casi nada. Tal vez el primero en pasar, o el segundo (ya no recuerdo). 
         ―¡Dirán!
         ―Al cerro San Cristóbal.
         ―¡Sí señor, al tiro!
         El auto era viejo, amarillo y destartalado. Toribio se sentó al lado del chofer, yo detrás, con mi pierna tullida estirada. El carro planeaba. Iba tan veloz que no podía atrapar todos los sueños traseros de mi noche, cuando me imaginé por la selva de Santiago, como un vulgar turista de las cosas. Pero no dejé de mirar por la ventana.
         Sólo se oía el rodaje de las gomas, los saltitos del vehículo, a veces los repentinos frenazos por un disco impaciente que de pronto se enfermó de un rojizo sangre.
Ese tal, abigotado, no era un hombre. Manejaba con dos brazos automáticos, fumaba y hablaba por el celular, sacaba el brazo por la ventanilla, señalaba alguna dirección, un verdadero diablo… Pero conseguía que el carro serpeara como un arroyo entre las piedritas del tránsito. 
          ―¡Es de España! 
          Lo dijo sonriendo y con la cabeza casi vuelta. Le noté un orgullo inmenso. Sonreí.
          ―Sí―dije. Luego callé y continué con la fugaz panorámica del resto.
         Acortamos por el Jardín Botánico (eso dijo). Luego el auto bacheó sobre el puente del Mapocho. 
          ―Es el río de Santiago. Mira cómo va, el pobre. Tenemos, Mario, una sequía de aúpa. 
          Un chorrillo de aguas negras que bajaba entre piedras cantonadas, lisas y redondas. Poca agua para tanto largo.
         ¿Un hilo subversivo? 
          ―La dictadura, que todavía sigue con las suyas.
          No sé si Toribio llegó a enterarse. Quizás no comprendió el significado desdoblado de mi frase. Tal vez ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas sucedieron y solamente se hizo el distraído con un pequeño ademán de su mano que indicaba que aquello no tenía ya sentido.
          Recuerdo haber torcido a la derecha buscando la circundada de los cerros, donde las torres son cada vez más chiquitas.
         ―Allí comienza el barrio Bellavista. Falta nada.
Después Toribio dilataría sus explicaciones.
         ―Bellavista es de cuidado. Muy bohemio, con estilo propio, bullanguero, imposible a ciertas horas. Putas y reputas, asaltantes y pidones, acuchilladores. Los carabineros ni se enteran ni se quieren enterar. No se entra si no eres bravo y chileno. Menos con la noche caída.
        Es hora de experimentar la ausencia de lo percibido, el amor al horror como anticipo, la mierda que nos encharca y lo banal que nos ocupa.
        (―Marcel, comprendo tus acotaciones. Aunque con matices. Sensaciones y recuerdos, un caldo denso donde bebo y me alimento. Me asedian relaciones muy sutiles. Hilos enrevesados que van tejiendo el poco a poco. Esto es la realidad. La tuya de seguro. La mía aún la voy creando a mi antojo. Pero la ausencia, ¡me puede tanto! Escribo, pienso y vivo sobre ella. ¡Es el Todo! Lo de crear es pura farsa para no saberme solo en este vacie. Marcel, llenas el hueco con tus signos. Muestras una capacidad ofensiva y dura, un arma de futuro, fiera y a menudo dolorosa. Colmas de catarsis hasta el último de tus signos)   

El carro nos dejó al pie de una gran cancela de dos cuerpos, cerrada a cal y canto. Dentro varios guardias riendo. Algunos hablaban con el pitillo entre los labios. Toribio se alejó. Le vi desde atrás. Me había sentado en un poyo que cercaba un gran parterre. Un hombre alto y seco vendía recuerditos de Santiago. Los observé. Tomé alguno para verlo más de cerca. Comenzó a hablar de manera lisonjera. Sin embargo, no quise oír sus palabras. De comprar, compro, mire usted. No más, se lo aseguro.
          La pierna comenzó a gritar y aguanté el dolor como pude. Conté los segundos. Dibujé la curva del dolor en la tinta de mi mente. Pronto llegará el declive, se irá…
Toribio también se arrimó al hombre alto y seco. Solamente desmenuzaba con su inteligencia los mil detalles del puesto. 
         ―¿Calor?
         ―Algo, sí. Me quité la chaqueta, ya ves.
         ―Cuando pega, pega. Y eso que la primavera…
         ―Huyo del calor y me da por venir a este otro calor insoportable. Me equivoqué de ropa. Y de estación.
          Nos quedamos unos segundos sin hablar.
          ―Están en huelga, los muy wueones. Tuvimos mala suerte.
          Su rostro revelaba unos rasgos de hombre bueno. Más contrariado que yo por el inconveniente de haber cruzado la ciudad para nada. Sin embargo, no me importaba quedarme allí sentado, oliendo las atrayentes fragancias de mi espalda, con mi pierna lisiada y mi bastón doblado. Se estaba a gusto en aquel sol y sombra. 
         ―¿Y?
         ―Nada. Paseamos. Espera un poco a que se me pase esto. Luego caminamos en busca del Mapocho. Quiero ver sus chorros y piedras, la anchura de su cauce. Poco a poco, querido, no tenemos nada que hacer.
         (Es la única reserva natural del ser, no tener que hacer nada, sólo dedicar el tiempo a la tibia plenitud de la observación más absurda)
         Rozó la cuerda de las doce. Anduvimos cuadra y media. Entramos en Harry’s Bar porque nos quedaba al paso. Terraza amplia, sombra, veladores, gente que pasaba, camareras que atendían.
          ―Café, por favor. Largo. Doble. Solo. Con dos azucarillos. ¡Ah, y un vasito de agua fría!
          ―Té… Normal. Sólo con sabor a té. Y también quiero agua, niña.
          Saqué tabaco.
          Fumé uno de mis primeros cigarrillos en la gran ciudad. (Me acordé de Lemmon, en la famosa película que tantas veces he visto con mi mujer. Luego me llegaron los recuerdos de mis hijos, de ella misma, de mi casa y mi pueblo. Traté de oler lo que no podía. La distancia consigue alargar estas cosas. Pero mi imaginación trabajó y me dejó al pie de la cama desde donde veía el cuerpo echado de mi esposa y quise estar con ella, oír sus risas y sus palabras, conocer de nuevo lo que ya coloreé tantas veces. La habitación de mis niños. El sabor de una buena comida, las tonturas que a veces nos decimos, los buenos días y el que tengas cuidado con la carretera…)
          Pasó una mujer cobriza demasiado joven para ser madre. Empujaba el carrito del bebé con sus brazos menudos. Llevaba el pelo recogido en un moño alto. Parecía caminar con cierta prisa. Pero tal vez esa indiana necesitaba aprisionar el tiempo que se escapaba, el tiempo naciente también de su pequeño.
          Luego llegaron dos señoras de cierta edad (hay edades indefinibles, huidizas). Se sentaron al lado de nosotros. Pidieron cervezas. Fumaron. Comenzaron a coser las palabras. Los sonidos llegaban hasta mis oídos con la confusión de una colmena. Un zumbe, acaso.  O una abejera que cae al suelo y se destroza. 
En la rejilla de la ciudad Toribio y yo sólo éramos dos motitas de polvo. Unas manchas que jugaban al qué será más adelante. 
          ―¡Tonio!
          Me sorprendió. Toribio había vuelto a confundir mi nombre. Había chocado la palabra como una piedra sobre una lata.
          ―¡Sí, dime!
          Se le abrió la sonrisa. Llamó a no sé quién. Este no sé quién le respondió y el rostro de mi amigo dibujó una figura redonda como un sol de fuego. 
          ―¡Ahora, niña! Media hora. No más. ¿Entendés? Di que voy con un amigo español que quiero presentarle, que no se vaya si regresa antes. Chao, niñita, chao.                            

(Lo triste de la belleza es que huye de nosotros, los perversos humanos que intentan asirla. Ella es Todo. Todo lo conoce, hasta el anticipo miserable de unas manos abiertas. Y lo más insensato―quizás el elemento más banal de lo absurdo―es que al final, cuando pasa por nosotros ese aire gélido que limpia y endurece, llega la tragedia, porque ¿qué puede existir más allá? ¿Miedo? ¿Discordia? ¿Locura?
Cuando me ausento abro los ojos y encuentro una isla vacía de desaciertos. No hay nada. Sólo yo y mi conciencia. Las preguntas huyeron hace ya mucho tiempo, tal vez demasiado. No se necesitan. Un campo de respuestas como granos de arena en una playa azul y clara, con la pureza de una mente que añoró desde siempre un hueco de paz.
          ¿Esto es lo que busco? 
          ¿Incansablemente?
          ¿Con la tenacidad de un acero templado?
          Hay una línea dibujada en un suelo tierno. El viento la va deshaciendo y he de darme prisa. Sé que más allá mora la expresión serena de una vida tonta y sin sentido.
          Lo que inquiero desde siempre.
          La palabra exacta que todo signifique. Una pereza que me encharque y aclare cómo es el mundo, por qué me pusieron aquí.
          Sin embargo, ya no hay hombres. Sólo arena y cielo, piedras, rocas contrahechas, vientos que huyen, un sonido sordo de algo brusco que se va acercando y no veo. Tal vez es el miedo que engendró en el seno de la materia, o la soledad, que no es más que eso, paz interior o un engaño cualquiera, atrevido y cruel.
          El mundo y yo.
          La realidad rodeada de otras mil realidades que diseña una imaginación enferma. Una incapacidad de lo que suelen llamar útil. 
          Hablo de paz, locura, ausencia, sustancias agrias subsumidas en la materia, horizontes inalcanzables con la limitación que nos pusieron en las manos… Hablo de quimeras y de absurdos. Hablo del hombre terrible que aflora de vez en cuando, engreído y paradójico, irracional.
           ¿Qué diferencia al loco de la vida?
           ¿Cómo me puedo reconocer en un conjunto de iguales?
           La locura es el cuchillo que alguien maneja y corta sin conocer el oficio. Lo hace a destajo.
           Ser obsesivo.
           Ser tembloroso.
           Con una mirada hundida en el espacio de dos cuencas que tratan de ver en lo ciego. 
           El tajo desviado dibuja una senda de vida. El loco tiene marcado el camino por donde habrá de viajar durante años. Aunque no quiera. 
           ―¡General de mierda!
           Si nos arrancan la piel nos quedamos indefensos. Aire y bacterias. Fibras sin nada. Es la chifladura que entró excediendo la realidad, desacomodando.
           El enajenado no piensa, se desprendió de una carga terrible. Breves momentos de nada, embobado, ido, obsesionado con la lindeza que sube como el telón del teatro, tardo, desesperante.
           ¿Quién podría amar a un loco sin locura? ¿A un hombre repetido? ¿Al que se compra en cualquier tenderete, en una esquina perdida en la masa de una gran ciudad, quién?) 



Santiago de Chile (Francisco Kemeny)
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 30. Crónicas 6. Antonio Florido

Crónicas (6)
La pesadilla
Por Antonio Florido


El Presidente tomó la botella de chivas y se acomodó, solo, en el sofá de carmín. Destapó, inclinó y comenzó a tragar sin pensar en nada. El desprecio hacia sí mismo le fue subiendo, y un trago sucedió a otro, y así…. Intentaba destrozar la memoria de su vida, los esfuerzos en balde, apagar esas palabras que martillaban en sus oídos. Imaginadas o ciertas, eran voces clarividentes. 
          El General escuchaba los consejos y opiniones de sus correligionarios. Llegó a dudar en algún momento, pero calló. Prefería la prudencia y el silencio a las habladurías recurrentes y vacuas. Asesinar a un compañero no iba con él. En el fondo le daba asco un acto como el que todos pretendían. Anotaba distintos caminos en su libretita. Una salida condescendiente para un hombre que había dado tanto por todos. Le mostraba un afecto interno. Pero los demás formaban un coro de voces extrañas llenas de odio y sin sentido.  
           Sonó un golpe tremendo sobre la mesa. 
           ―¡Mañana!
           Todos quedaron mudos. Comprendieron la orden.
           ―¡Prepara los timbres, reparte, ordena, encarcela a quien se resista, mata si fuera necesario, no quiero errores!
           Lo había vociferado en un arranque de ira y de frustración. Como un enajenado, sin mirar a nadie. Después se retiró a la habitación de al lado y se tumbó sobre la cama sin deseos de dormir. 
           Amo la superioridad que otorga esa altura que me dieron sin querer. Quise estar solo en la cima. Lo deseaba con todas las fuerzas de mi alma. Llegué. Desde el alto gozo columbré la cotidiana banalidad de la plebe. Luego me senté sobre la roca. Descansé toda la tarde esperando la llegada del atardecer. El mundo me llamaba el Presidente. Me rendían pleitesía, obedecían mis órdenes, se anticipaban… Pero ese sueño duró solamente un instante. Luego llegó el arrepentimiento. Cada Orden y Decreto, cada Ley y mirada, cada gesto o sonrisa. Descreí mi pensamiento. Muy tardo, como una piedrita que rueda chocando con las laderas, zarandeada por las ásperas y cárdenas roquedas del poema.
           El caballete abierto sostenía un arco de tela tenso y expectante. Faltaban el arrojo, los artificios, la voluntad perezosa. Necesité mucho tiempo para dilucidar el paisaje en mi mente. Un pueblo alegre. La izquierda triunfante, los halagos y roncerías. Comencé un íntimo acto de expiación luchando con el lienzo que me retaba a cada instante.
           (Los colores se confunden…)
           (…Hubo tonos imposibles.)
           ¿Acaso la revolución que se acercaba a Palacio?
           Cada mañana pintaba un lazo estridente. Trataba de crear una figura hermosa, pero la sospecha de lo que ansiaba siempre huía, presurosa, con el horror sobre los pies deformes. Comprendí que mi labor era grandiosa e insuperable. Más allá incluso de mi propia capacidad, mi engreimiento me decía que lo dejara.
           El primer arrepentimiento se fue transformando en un segundo fallo. El Presidente no debería transigir a las primeras de cambio, pero los demás hablaban y hablaban, discutían decisiones absurdas, voceaban a mi lado, algunos llegaron a manotear la mesa, despreciando la figura de un Presidente que se diluía.
           Pasó otro minuto. El ventanal seguía abierto de par en par y la taza de café aún dormía sobre el calado glamuroso.
Recordó las sonrisas de sus hijas, de pequeñas, jugando al pilla entre las mesas de caoba, corriendo por los inmensos vericuetos del edificio. Supo atrapar aquellos momentos en que el amor lo introducía en ese cuarto donde los sentimientos se van deshaciendo. Luego le pudo otro recuerdo. Habló en alto, recreando aquel pasaje que se le quedó clavado en la memoria, cuando entonces.
           Mi nostalgia no es una emoción ligera. Es una enfermedad. Mortal si se me antoja. Porque me puede la compasión profunda por abandonar mi propio país, mi conciencia y mis actos, la historia misma de toda mi vida. Es un sufrimiento contagioso. Enfermé por eso, por el pueblo que anhela y requiere de mí toda mi alma y paciencia. Y no puedo más. Por eso tal vez desee lo que ya se intuye.
           Pero he de estar y reconocer que me he acercado (tal vez de una manera sublime y excelsa) a ese borde donde el abismo comienza a caerse. De ahí en más no tendré regreso y todo estará perdido.
El Presidente toma la botella con un cariño exquisito, como queriendo acariciar la helada y sobria superficie curva de la etiqueta y del licor. Una cárcel para el último elixir de su vida. 
           El límite está ahí, lo percibo con todas las fuerzas que soy capaz de reunir, en un esfuerzo sincrético, como aquella vez primera con el escalpelo entre los dedos, temblando en el paroxismo de la duda.
           ¿Qué son ahora los atributos del sexo y del alimento diarios?
           ¿Qué la meditación filosófica y el arte de la música?
           A veces los pensamientos se adensan de una forma inextricable.
           Es bella la imagen del fusil sobre la mesa. Curva, acero y madera, formas plegables… Sería muy sencillo. Es tan pequeño que con una mano sostendría el filo del cortado. Con la otra tomaría la decisión de todo un pueblo, o de unos desgraciados que discutían la manera de alcanzar un ilegítimo ascenso.
           Desde mi asiento la puedo distinguir y analizar, pensar en sus fútiles detalles, sus tonos y medidas, la fuerza del acero huesoso por donde llegaría al final del llano, donde comienza el tajo.
           (De pronto una caída suave. La bajura que me llama. Crujo y me desgarro como una roca desprendida. Un arbusto insospechado forma grietas en mi cara. Mi cabeza hecha añicos. Sesos salpicados por los velos y contrastes, en el techo y paredes a mi espalda. Sólo un instante sin pensar en nada).
           ¿Quién lo ha logrado en este mundo?
           ¿Abandonarse?
           Tal vez sea un acto imposible.
           ¿Absurdo?
           Quizás, si hablamos de aquella razón consciente que llegó a percibir sus propios límites.  
           El Presidente ha dejado caer la botella. El golpe sobre el suelo y la pérdida de lo grave le despiertan. Ha bebido demasiado y le duele la cabeza. Se frota los ojos, pasa unos dedos inseguros por las arrugas asurcadas de su frente. Busca sus lentes que los dejó sobre la mesa elegante. Pero es medio ciego y apenas distingue una mancha.
           Todavía cree en la quimera.
           Un hombre que se hunde en una pesadilla. 
           El fusil continúa apoyado como siempre.
           Quieto, callado, esperando…


«El sueño de la razón produce monstruos», Francisco de Goya (Fuendetodos 1746-Burdeos 1828)
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 29. Crónicas 5. Antonio Florido

Crónicas (5)
El presidente
Por Antonio Florido


Alcanza la belleza. Cruza ahora la ventana entreabierta del despacho. Ella es. La veo en silencio. Deambula de acá para allá, se muestra como la coqueta de la casa. Mira distraída alrededor y busca algún signo de desesperación, quizás una mirada perdida más allá del horizonte finito y alcanzable de la enorme pieza decorada. La perfección es el anticipo de la tragedia. Todos parecen intuirlo. La gente del pueblo transita por las calles capitalinas y avanza silenciosa por los caminos secos del país, pero el Presidente todavía no se ha dado cuenta de nada. O tal vez cierra su boca mascando una bola que no pasa. 
         El anticipo intenta embellecer con una capa de dulzura los primeros suspiros de la mañana. El sol ha asomado por encima de los tejados altos, ilumina cándido y con un pudor inefable lo que más tarde arderá bajo sus rayos feroces. El hombre deambula perdido en su propio yo. Busca la respuesta a tantas noches en vela. Piensa en el destino de su familia, en lo que sucedería con ellos si él desapareciera. Se cree inexpugnable e imprescindible, como tantas almas de esta tierra que les nacieron para arrugarse, sólo por ese motivo, pero él observa sus pies desde arriba, atrapando a un futuro que se aproxima con una lentitud exasperante. 
         ¿Van Gogh?
         ¿Cézanne?
         ¿Un lienzo manchado de manera arbitraria por una mano dubitativa ansiosa de hallar la verdad oculta de sus miedos? 
La culata plegadiza del arma no deja de intimidarle. Ambos permanecen en silencio, pero se observan, en un acto perverso de quién tomará primero las riendas.
          Por la ventana, de grandes mochetas y finos tules de maravilla, se oyen pasos lentos y veloces, alguna bandera que flamea, el grito de un pajarillo que de pronto ha comprendido que se quedó perdido en medio del denso aire de la Plaza, huérfano.
           El Presidente sonríe al pasar frente al espejo. Ha visto su cuerpo adornado con la máscara que nunca quiso. Alguien se atreverá, piensa. Luego tuerce el rostro y se coloca de perfil, postulando una efigie altanera. Baja la cabeza y se toca los ojos con las yemas de los dedos aviejados por el roce de tantos papeles y firmas. Se siente cansado. Al otro lado de la enorme sala hay un sofá atrayente. Se acerca y apoya su espalda sobre el carmín de terciopelo. Desde el asiento gira su cuerpo y toma con la imaginación, entre sus innumerables estantes, a su querido Gotfried.
Lee: «¿Quién se encuentra consigo mismo? Sólo pocos y, además, solos.»
          La rabia de mi siglo me oirá desde el infinito, cuando mis huesos ya no sean. El polvo habrá de surgir para gritar la agonía que mi pueblo no merece. Los muy inocentes han pedido lo que nunca les podré dar: Mi vida entera y orgullo, el tiempo que me queda, mis fuerzas en declive, las ilusiones de cuando aquello no era más que un horizonte desleído, el amor de mis hijas… Pero no entienden que la soledad es la fuente de mi tristeza y de mis alegrías. Todo lo pude con ella. Rodeado de sonrisas, mi aislamiento me hablaba las verdades que no vienen en los libros, la indiscutible hondura de un alma, la huella profunda del paso de un hombre sobre eso que llaman la Historia. Sí, eras tú, mi amado desierto, el que procuraste los hallazgos más brillantes. Sólo el silencio, antítesis de todo, crea. Lo demás es puro negocio de la materia con ella misma, conjeturando realidades que duran lo que duran: Nada. Como ese gritito del ave que todavía descansa en el seno del aire, perdido, buscando a su madre que vuela y vuela, en lo alto del cielo.
          Soy un verdadero artista. Como dijo aquel (señaló otro de sus libros): «Simplemente un solitario de mí mismo.»
         La mañana creció sin darse cuenta. Ha pasado otro minuto eterno. El vendedor alza su brazo y alguien toma el papel, deposita una moneda en la mano libre del joven y comienza a leer con la necesidad del ignorante. Busca noticias. Se rumorea que hoy es el día señalado. Luego alza la mirada hacia la gran ventana del centro, observa con deleite la fachada sobria y larga, los guardias que custodian la entrada, la simetría embriagadora. Sopla sobre la Plaza una ráfaga de amor muy bello. La madre de todos los pueblerinos que han viajado desde las distintas provincias para asistir al turno y a la masacre. Ahora es el momento de gozar del mutismo que reina. Mejor hacerlo sentado en una terraza cercana, con un café como Dios manda.  A sorbos, muy despacito, sin dejar de clavar los ojos en el cielo claro que pronto se llenará de un humo grisoso. 
         El Presidente llama a sus servidores. Aparecen dos muchachos ataviados con sus uniformes castrenses. Se colocan rectos, saludan con la marcialidad aprendida en los cuarteles. Son conscientes de que la labor de hoy será la más importante de sus vidas: Servir a un hombre perdido y confuso. Le notan al Presidente la sombra bajo los ojos, el aislamiento y la tristeza, la amargura porque la vida se le escapa y no sabe cómo salir del laberinto. Recuerda que Bacherad le dijo que en el hombre todo es camino perdido, pero escupió sobre sus propios recuerdos, maldiciendo esas palabras.
         Los guardias se alteraron, creyendo que su Presidente había perdido la cordura. Luego invadió la sala una calma tensa.
           El Presidente les ordenó con el reverso de la mano, con una humildad pudorosa. Al poco le sirvieron el desayuno sobre la propia mesa presidencial, apartando los montones de papeles y trastos. 
          «No soy un criminal, ni un místico que busca la salvación al precio que sea. La piedad que siempre sentí puede ser una muestra del ego que me come, como la obscenidad que noto cuando firmo algún Decreto en contra de mi gente, un gesto desaprensivo.»
          ― ¿Es que te crees indispensable? ¿El único ser capaz de salvar a todo un país? ¿Omnipotente, acaso?
El Presidente derramó la taza de café. Había creído oír unos insultos a su propia compostura. Se levantó y buscó por todas partes. Quedó en silencio, esperando, luego caminó muellemente sobre la alfombra, quiso callar el crujido de la madera. 
          ―Chicho, ¿no me ves? ¿Te dejaste los ojos en la esperanza de que todo seguiría como siempre? ¡Pobre desgraciado! 
El Presidente se apretó la cabeza con las manos, creyendo que la locura era eso, las voces que clamaban en sus oídos. Estaba solo. Lo sabía. Pero tal vez debería buscar en los aposentos de Bea. 
         ― ¿Has sido tú? ¡Dime! ¿Lo has oído?
Beatriz se levantó, sostuvo su abultada barriga con el temor de sus manos, miró a su padre y comenzó a llorar. La joven intuyó que su amado padrito se le iba.
          El cielo se cerró de golpe. Nubes y nubes, ráfagas de ira y desgracia, copas enhiestas que comenzaban a claudicar en los ribetes de la Plaza. 
          El Presidente abandonó el costurero y corrió al salón. Mostraba un semblante engreído y serio. Temía lo por venir. Lo sospechaba. La Junta hablaba a varias cuadras, pero él era fino e intuitivo. Recordó el último gesto del General.
          ―Dime, fantasma de mierda. La cagué cuando te puse en lo alto. Ahora lo entiendo. El pueblo no necesita tus hombres ni las armas. Es una locura. Por eso atraes. Tu encanto de loco se corre como la pólvora. Te conozco. Sé que buscas tu propia catarsis. Por eso muestras el lado torcido. La originalidad. ¿Entiendes? Todos desean las palabras dichas, la tranquilidad del que manda. Nadie anhela fundar un pensamiento, porque el acto creativo duele, y nadie ama el dolor, salvo los delirantes como tú.
           El General miró su reloj de pulsera. Sonrió levemente, disimulando una caricia sobre el bigote.
           ―Habla lo que quieras. Has perdido el norte y el agua del remanso se está alborotando. Oigo las cascadas de la cordillera. Llegan sinuosas por los cortados. Corren veloces formando unas abras que jamás existieron. La voz en alto gusta. Tú lo entiendes. Sí. 
           ―Nunca me gustaron las metáforas. Ramón dijo que la plebe alucina con ellas. ¿Será porque no las entienden? Si tomasteis la decisión, ¿a qué esperáis? 
           Imaginó un asalto y un fusil en el pecho, con algún militar incompetente que no se atrevería a disparar. Confiaba en la altura de su carisma, pero la plata se la llevaban y el pueblo pasaba hambre. El pan es el motivo de casi todas las revueltas. Se acordó del moderno Esquilache y de la Rusia moribunda. La hambruna cierra los puños en las gargantas, derrumba cancelas y portones, asesina en nombre de la conciencia. Desea la muerte y el poder para alimentar a sus hijos. Tal vez esa sea la clave de todo misterio: Los hijos. 
           ―Bea, debes ir con tu madre. La he llamado. Te espera. Allí estaréis a salvo. 
           ―Padre, ¿tienes miedo?
           El Presidente estaba aterrorizado. Por no ver más a sus hijos ni a su mujer, ni a sus hombres, por no poder oler de nuevo la madreselva que se va formando cuando llega la primavera, por esa blancura, crujiente y fría, que se hunde levemente cuando la pisas, allá en los altos. 
           ―Tu padre no conoce eso, nenita. Sólo me duele el ridículo que algunos se afanan en pintar en un lienzo que nadie comprende. 
           Apartó la mirada porque las lágrimas empujaban con fuerza. Beatriz lo imaginó y volvió en silencio a la salita de estar. Pensó en el retoño que iba creciendo en su cuerpo y luego en su mamita. Hortensia, Tomás Moro, la calle larga, el coche en la puerta, los ayudantes que le sujetarían la mano por si acaso sucedía alguna desgracia. Los privilegios de los que su familia gozaba. 




Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 28. Crónicas 4. Antonio Florido

Crónicas (4)
La guerrillera
Por Antonio Florido

Aquella noche fue interminable y fatigosa.
          Había dos lanzadas hasta el pueblo. La camioneta se iba desplazando cada vez más lisa. El camino dejó de ser de tierra y las ruedas mulleron bajo el fondo denso de la noche. Hubo que torcer por varias calles. Con los ojos cerrados pensaba en mi retoño y memorizaba las curvas, los agujeros olvidados por los administradores. Supuse que nos llevaban a la comisaría que está sobre la falda del cerro.
         ¡El Condell llamaba en la altura!
          Patricia clavó todo el tiempo los ojos en la furia que llevaba y en el odio, lo supuse por mi sueño despierto. Era una compañera fuerte, pero esa fibra de hembra hecha a retazos la abandonaba de pronto sin que nadie conociese el motivo. Se le había dormido el pequeño en los brazos y de vez en cuando agachaba los labios y recapacitaba en el futuro de esa vida.
           Desde atrás no podía adivinar una frase completa del conductor con su sombra. Los niños aparentaban, en la bajura de la noche, un descuido penoso. Maduraban en las chapas fermentadas de la camioneta, con las cabezas echadas en los hombros de los compañeros.
           Las armas estaban a mi alcance, pero no lograba encontrar el arrojo suficiente porque el camino se tragaría a mi pequeña. 
           Nos bajaron a empujones. Luego entramos aprisa en un departamento apenas iluminado. En derechura, un pasillo sucio y triste. Me recordó a un día desapacible, sin nubes ni sol, con los pájaros recién despiertos y calientes, pero sin atreverse a salir al cielo, agazapados bajo las plumas de sus madres.
           La habitación, austera y desconchada, no tenía apenas nada, solamente una mesa y una silla para el escribidor. Permanecimos de pie. Un funcionario medio dormido se atusó el bigote y nos miró con cierto asco. La ampolleta del techo ardía sus últimas horas de vida. El tiempo se detuvo. Minutos. Horas. Las piernas me dolían, las rodillas, los tobillos. Patricia se derrumbó con el hijo en brazos. Allí quedó en la juntura de la pared y el suelo. El funcionario nos miró y torció el chorro de humo que fumaba. Se hacía el interesante.
          Sin embargo, Sonita recordó aquellas trenzas y la mesa pegada a su espalda, las maestras gritando y vio de nuevo sus piernas atléticas trepando por el tronco de aquel árbol gigante. 
          Me echaba de tarde en tarde sobre la pared. Necesitaba aparentar una fortaleza que lentamente se iba hacia las montañas. 
          Mi Lily…
          ―Firme aquí. Lea antes si quiere, ¡total!
          Me llevaban al hospital. Necesitaban demostrar que no me habían maltratado. Tomé el papel y escupí sobre las letras, luego lo arrojé con rabia a la cara del funcionario. Patricia me entregó a su hijo como si fuese un quebradizo jarrito de cristal; lo tomé en mis brazos, firmó y colocó el formulario sobre la mesa. Coloqué al pequeño sobre el filo del suelo, encima de la polera que su madre había colocado. Quedó una pintura de carne rosa y de ternura, pero la herida ya estaba abierta, sólo necesitaba un tiempo indefinido para cerrar los litorales de sus costuras.
          Patricia y yo lo miramos desde arriba y luego nos abrazamos.
          ―Gallo de mierda, quiero saber por qué nos habéis detenido, ¡vendidos!
          La noche engreída sonrió. 
          ―No estamos en la escuela, gringa―añadió con el acento de huaso de cuando se crió en las llanuras inacabables.
          Pasó mucho tiempo hasta que volví a verlo. Fue cuando me aviejé. Nos habíamos convertido en dos carcamales blancos y testarudos. Me pasó el vaso de terremoto, brindamos por las palabras encajadas de aquel entonces, llegamos a disculparnos clavando las artrosis sobre la superficie curva, transparente y violácea del cristal.
           Aquella tarde los compañeros habían disimulado la puerta con los libelos de los milicos. Llamé muy suave. La señal era simple, tres toques y un rosario de dedos, luego una pausa y otra vez lo mismo. Abrió un adolescente. Adentro discutían el modo de entenderse. Vociferaban y manoteaban el aire, como si este aire tuviese la culpa de la soledad de un Presidente y la galladura de un aventurero.
         Apareció la Carmen y todos callaron. Les dije que eran unos espantadizos de pacotilla. Unos sencillos aficionados sin nada importante que decir ni aportar. Y que así no se hacían las cosas. Los hombres se miraron unos a otros. Algunos intentaron responder a la insolencia, pero cambiaron el rostro hacia una parquedad silenciosa.
          ―Hay que aprovechar el tiempo. Dejarse de tonterías y actuar. ¡Retirad todas esas cosas! ¡Dejad ya los cigarrillos! 
          Estaban enloquecidos. Tomé algunas metralletas y las eché sobre la mesa. Rompí el silencio
          ―¡Ellas mandan! Llevan grabadas la revolución en las empuñaduras. Necesitamos usarlas. En una sublevación nadie te dice cómo deben funcionar las cosas. Te tienes que buscar la vida. O son los demás los que te comen. 
          Un silencio se volcó sobre los continentes y se escuchó el arrastrar de una silla. Les añadí que eran unos cobardes. No había lugar para tantas changadas ni disparates. Los militares acechaban. Mataban sin remordimientos. Contra la palabra, la palabra misma. Pero ahora llegó el tiempo de intercambiar. Ser iguales en la lucha. 
          Los compañeros movían los cuellos de un lado a otro, buscaban argumentos sólidos para rebatir a la Sonia, pero ella era de las pocas bravas del pueblo, criada en la injusticia de un señorito que no le dejó conocer a su papaíto campesino. Era dura como la nieve de la cumbre cuando se cuaja. La mujer sostenía los entendimientos de los compañeros y no cedía nunca. Era como el recuerdo de su Lily, duro y correoso, tremendamente humano. Los hombres se miraban, querían entender de dónde le salía a ella tanta rabia.
          Como Alejandra ―esa torcedura que luego anduvo por la vida bohemia y destructiva―, nuestra Sonita sentía un miedo atroz por ella misma, por pensar a cada instante en lo que sería capaz de hacer. Temía convertirse en una oligarca que no reparte, la que abandona a sus semejantes con las bocas abiertas pidiendo un sorbo de agua o un trozo de algo para sufrir un poco más. Veía los rostros de sus compañeros y pensaba en un cortejo fúnebre, detrás del cura, con mis brazos doloridos a punto de claudicar por el esfuerzo. 
         (Era un niño)
         No podía, aún, soportar el dolor de ese delito al que llaman vivir.


Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 27. Crónicas 3. Antonio Florido

Crónicas (3)
La detención
Por Antonio Florido

Ya, Mario, oí pasos ahí afuera, me acerqué a la ventana, corrí la cortina hacia un lado y dejé solamente una fila de cielo abierto. Era al atardecer. El drama sucedió muy antes en mi pecho, y busqué a mi niña, que de pronto me acordé de ella, allá en el campo, junto a las emparradas, jugando con la inocencia de sus cinco años. En la penumbra de la habitación percibí unas sombras anchas y como desleídas, aunque supuse que todavía yacería sobre mi cama, agotada mujer sumida en el sueño, espejismos raros en una noche larga. Ocultaban esas obscuridades las siluetas ametralladas de unos milicos muy jóvenes. Los niños armados se escondían detrás de los troncos, pero yo veía a los muy sencillos porque enseñaban los brazos por detrás de las cortezas. Sin embargo, imaginé que se trataba de algo imposible. 
          Eso nunca podría ocurrir.
          ¡De seguro, poh!
          Atrás había quedado la aterciopelada manta rojiza de otro atardecer huidizo. En la ciudad compramos lo necesario. Luego sonaron voces y observamos a muchos hombres y mujeres que corrían desbocados y con los zapatos recosidos. Me acordé de ti, Lily.
         (Los desórdenes del miedo)
         Patricia me miró con los ojos desorbitados y la boca torcida. Llegamos sedientas al camino de barro, ante la casa. La negrura prendió delante de nosotras. Noté un silencio infrecuente y me dije que algo malo estaba sucediendo.
         (Mi niña…)
          Patricia también pensó en su pequeño. Le dije que se fuera por detrás y que yo me encargaría de la puerta delantera. Obedeció sin decir esta boca es mía y me fui acercando entre los troncos sombrados de unos árboles dormidos. Alguien encendió una luz en el interior de la pieza. Luego ese mismo alguien la apagó y se apartó de la ventana, tal vez sospechando mi mirada. No recuerdo haber sentido miedo. Sólo unos dedos escarbando y un hormigueo por el recuerdo de mi Lily.
          La puerta se abrió. Una noche acribillada, de lado y muy alta, escupió toda su rabia sobre mi cara. De lejos llegó, amenorado en la distancia, el traquido de las vías que habían saltado por los aires. Sospeché que habrían sido de los nuestros, y me alegré. La noche sin luna ni rostro me anunció que estaba detenida. Quiso intimidar a la Sonia apretando con el cañón de su arma sobre mi hombro. Pero la mujer le sostuvo los ojos, la mirada ciega, el arrojo compacto. Después me soltó un culatazo sobre los pechos. Tuve que arrodillarme, aunque el dolor y la sorpresa huyeron pronto. Me notaba rabiosa, como aquella mañana debajo de la mesa con la maestra agarrándome de la ropa; ¡que eso no se hace!, gritaba. No pudieron conmigo. Las trenzas se le fueron aflojando a la niña rubita del hacendado, allá en lo del fundo, y leí en su rostro la impotencia de quien no tiene a su padre para aferrarse. 
          El represor era un delincuente de rostro mortecino. No buscaba nada concreto sino esa difusa silueta con la que a veces nos engañan: La libertad. Nadie se llevó nada de la pieza. La alta noche vociferó y salieron doce milicos. Permanecían ocultos detrás de los árboles de la casa. Pero no conseguí perfilar sus rostros por las luces sobre mis ojos que estallaban como si fueran estrellas muy cercanas.
           Uno de ellos sacó a mi Lily. Mi niña lloraba y braceaba para soltarse. Era demasiado pequeña. Miraba a su madre, la culata en el pecho, la barbilla alta y erguida, orgullosa de ser como era, madre, guerrillera, curicana, hembra del pueblo. Sin embargo, mi pequeña seguía llorando sin comprender y pidiendo que no me hicieran daño, que no me mataran.
           Sujetaba su perrito de peluche con dos manitas de trapo.  Lo habían rajado para buscar el delito de una niña que aún no lograba percibir en qué consiste la maldad de los hombres. Las orejitas y el rabo dejaron caer sus espumas al suelo, los ojos arrancados; el cuerpo, tierno e inocente, aparecía abrochado por las manos traposas de mi Lily, queriendo revivir a su perrito. No maten a mi mamá, repetía con un puchero colgando de los labios. 
           Volví al pasado y me acordé de cuando observaba por el filo abierto de la ventana. A lo lejos se divisaba la cordillera quebrada y albina. Las primeras luces fueron punteando el cielo por el filo de la nieve. Iluminaban las esperanzas de los compañeros que hablaban y discutían, allá en lo del chaco, tomando mate, fumando y tosiendo. 
           Recuerdo que hablé con mi mamita muerta.
          ―Mamá del alma, ¿y padre?
          ―Estará por llegar ―mentía.
         Nunca pude rodear el cuello de mi taito durante el día.  Trabajaba hasta que la mula se le cansaba. Luego echaba a su lado un puñado de yerba con un rejunte de pienso seco; el animal comía amargamente, cerraba los ojos, se le escapaba el tiempo por las narices grandes. Era el momento de volver a casa. Pero tan de noche yo dormía en una nube de ilusión. Así pasaron los primeros años. Hija sin padre, le amé por los decires de mi propia madre, que me aseguraba que lo hacía por nosotras, también por las manías del señorito que lo único que ansiaba era muchos montones de plata. 
          ―¡Manos arriba! ―Me soltó el muy galloso.
         ―Te conozco, bravo de mierda. Estuvimos en la misma clase.  Acaso se te fue la memoria. Y ahora me vienes con estas…
          La noche alargada bajó los ojos en un disimulo, parecía beber la querencia por apretar el gatillo, pero yo sabía que no era macho para tanto.
           Acercaron una camioneta. Patricia dejó al niño en los brazos de una sombra y subió a duras penas. Quedaron los dos sentados en uno de los laterales. Después me clavaron un fusil en la espalda. Me arrimaron a la cubierta. Tuve que subir con el alma destrabada, me desollé las rodillas y las manos se me congelaron. Me importaba un quejo que me llevaran presa, pero no soportaría que me alejaran de mi hija. Lily permaneció abrazada a lo que quedaba de su perrito. Me miraba. Me senté al otro lado. Patricia lloró en silencio, había sospechado lo que se nos venía. Les grité que malditos eran los putos milicos de mierda. Intenté bajar del vehículo, pero algunos gatillos sonaron en el seno de la noche. La Sonia se retuvo. Me habían robado el ansia. No quería dejar a mi niña sola en el mundo.
           La camioneta arrancó bruscamente. Roncó el motor, chillaron las latas podridas. La noche ametrallada del represor esbozó una sonrisa de venganza porque aquella mañana le dije que jugábamos todos en el patio o no jugaba nadie, así de claro. Los chiquillos entendieron el gesto y también arrugaron sus dedos sobre los fusiles. Me apuntaban. Comenzó entonces una pérdida de la memoria, saltando de vez en cuando por los baches salpicados de barro. Entendí que todo lo que veía a mi alrededor eran símbolos: la noche con sus árboles dormidos, las miradas tétricas de Patricia, los párpados cerrados de su hijo, los muchachos que no entendían de tanto odio, la misma sombra que se hubo sentado delante, al lado del conductor, la suave brisa de las pestañas alteradas de mi pequeña. El camino avanzó en una concordancia inopinada. Todas las Sonias comenzaron a dormir.
          ¿Qué haría una niña en una noche sin ventanas? ¿Qué, una madre yerma?
           ¿Tardaría mucho en perderse?
           ¿Tardaría mucho en morirme?
           Así comenzó el dolor en el pecho. Un sordo rumor que arañaba y comía las entrañas de una madre que todo lo perdió. La soledad de un sonido enrevesado por un camino que yo conocía de memoria.
           Patricia insistía en que no me preocupara. Lily es lista como el hambre, me decía. Además, está su tía tan cerca que irá a por ella; las cosas se corren por los aires, todo el mundo ha escuchado tus gritos, Sonita. 
           Conocí la bajeza del mundo en varias ocasiones. En todas ellas logré sobreponerme. Elevé mi yo aplastado sobre el piélago de plástico, con sabor a podredumbre y al humor de la perversidad. Pero no sé si habría podido soportar el dolor de esa madre, porque nunca pude serlo. Sólo un vapor lechoso sobre las montañas, y una creencia en el poder de la madre tierra, en el caos domeñado, también en el poder de la palabra. 
           Sonia se acurrucó sobre el asiento bollado de chapa. Su cuerpo saltaba con el vaivén de la camioneta y pensaba incesantemente en su Lily. Ya dejó de ser la Sonia que siempre hube conocido. La noté derrotada por un momento. Le acaricié en el hombro y pasé mis dedos por ella. La mujer esbozó una triste sonrisa.
            Observé la materia, la fastuosidad de las cosas que son. La imaginación por el interior del elemento. Allí estaba el curso del Mataquito con sus riberas verdes y olorosas, el camino hacia la cordillera chiquita, el viento de la mar que volaba hacia las gaviotas del Pacífico, las escapadas en la tierra por un si acaso; todo estaba en su sitio, hasta los muertos en las calles de Santiago y en las cunetas, las familias arrastradas y buscando sin cesar los cuerpos torcidos bajo una tierra fría; olían esos pobres desgraciados el aroma de los huesos y las carnes secas de sus padres, abuelos e hijos, también pude percibir una sombra triste: Era el Presidente que pensaba moviendo las quijadas, sentado en el sillón de terciopelo y oro, con los ojos clavados en el hueco por donde penetraban los clamores del pueblo, de su pueblo, la soledad de un hombre que lo quiso todo y todo lo perdió, o se lo arrebataron, que  nunca sabe uno de qué van las cosas de los altos cargos ni los misterios de la vida que te pone donde le da la gana, en un espacio y tiempo fijo, pura locura definitiva. 

Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 26. Crónicas 2. Antonio Florido

Crónicas (2)
Por Antonio Florido

La inteligencia como cuchillo ético que contiene la voluntad. Aquélla es activa, pensante, trabajadora; ésta desarrolla su trabajo en un rinconcito de la humillación, porque comprende que sólo es una enviada de las sílfides analíticas.
         Sí, en esto pienso a estas horas.
         Voluntad e inteligencia, constante terremoto de los Tiempos. Zozobra de los hombres.
         Solemos inflamar con los trajes de las paciencias, pero luego llega el darle vueltas a las cosas, cuando las noches se vuelven espesas y duras, eternamente vacías. Un algo extraño repite cansino que debemos seguir viviendo. Lo examinas detenidamente, con la mano bajo la cara, sobre un amarillento almohadón de plumas. Sabes que la mañana está cerca. Miras de reojo a través de las cortinas y esa claridad va calando lenta hasta los ojos que todavía guardan el sueño. Cuentas los días que te sabes de memoria. La misma testuz cuando bajas al desayuno, el mismo sabor… Acaso algún detalle que se refugia en tu memoria y lo anotas en la libretita. Así trabaja Nando mientras le observo con su sombrero negro de ala ancha, un poquito inclinado como el ala rota de un ave. 
          ―Me enseñaron a vivir dos veces. La que te cuento y la que escribo. Luego me encierro en el mutismo, por eso me llaman verde. 
          ―Pero tú no crees en esto.
          ―¡Ya!, como diría un buen costeño. Tienes razón, no creo.   Sin embargo, Tonio, nos ha tocado el fondo del asunto. ¿Acaso supones que los demás no se engañan? Sólo tienes que observar la tristeza de sus rostros, el amargo sabor de sus bocas, los gestos aprendidos desde niños, los inútiles esfuerzos al sonreír sin ganas. Eso no es vivir. No merece la pena malgastar las palabras para expresar lo que no tiene nombre.
          ¡No!
          El camarero se acercó con dos tazas blancas de café negro. Nando guardó la libretita en el bolsillo interior de su chaqueta.  Quedamos en vernos a cada sorbo, para no perder la amistad de tantos años. Sorbo y abrazo. Sorbo y sonrisa. Sorbo y una cucharada dulce por la alegría de no sabernos solos.
         Así compusimos un abalorio sin argumentos.
         Borramos las imágenes. Solamente Nando y yo. 
         El mundo quedó afuera, lejos, tan lejos como el ancho de un cristal aventanado.

Fernando Pessoa
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 25. Crónicas 1. Antonio Florido

Crónicas (1)
Por Antonio Florido

El susurro del tiempo lo desuella todo.
Yo no soy culpable, créanme, no hice nada, fue cosa del destino, supongo que jamás deseé la muerte de nadie, y no quiero que me acusen por algo que nunca hice.
         ¡Cómo me inundó la angustia!
         ¡Los ojos, mármol licuado!
         Recuerdo que descansé la mirada sobre los comensales. Tres parejas jóvenes con las copas llenas, un insociable con la mirada perdida y el rostro apagado, la camarera bajo el arco que esperaba el paso cansino de la noche. Sobre los veladores unas luces tristes para una cena última y sola, y el sentimiento de las sonrisas enigmáticas que expresaban tanto, acaso una simple comprensión de que las cosas ocurren porque sí.
         ¡Le bohème!
         Mi amigo y yo paseábamos distraídos. Ni siquiera nos dimos cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir. Hasta que sonó el golpe. Entonces detuvimos nuestro avance y el dolor nos atrapó. Sucedió así, de pronto. Un tacrido seco y brusco sobre las piedras del piso. Fue un impacto duro, como un trueno que no avisa (me llamaron por el móvil para decirme que mi madre había fallecido. Pero eso fue mucho antes, como cinco años).
          En medio de la calle, un hombre echado como un niño grande. Parecía dormido. Pero se había partido los huesos del cráneo. Se quebró tan rápido como se nos va el entendimiento, así ocurrió la tragedia. 
         ¡La vida está y no está!
         ¡Mi corazón roto!
         Arrojé el bastón lo más lejos. Como ese desgraciado, mi muleta cayó al suelo en un remedo caricaturesco.
         ¿Broma sarcástica?
         Quise correr, ayudar en algo, pero una mano sostuvo mi brazo con fuerza. Era Toribio. Un hombre grave y serio, endurecido por la vieja costumbre de saber y querer. Me miró reflexivo. Evaluaba la situación con la rapidez de quien ha visto a muchos inocentes caer en la plaza de La Moneda. Balazos en las espaldas y los hombres dejaban de ser. Simple. Simple y horrible. Como la naturaleza vacía de un precipicio.
         Lastarria quedó muda. La gente abandonó los cubiertos sobre unos manteles de papelillos. Una señora volvió el rostro hacia la pared, incapaz de seguir con su banalidad. A otros se les detuvo el pulso. Los más siguieron con la monotonía de la rutina. Varios jóvenes corrieron hacia el hombre. Los viejos se hicieron los más viejos y continuaron cenando, como si nada hubiese sucedido.
         Toribio tomó el bastón y me lo puso en la mano. Noté un frío extraño, como si la apatía me aferrara. Analicé con la solemnidad de un principiante. Pero no encontré el motivo. No estaba. No existía causa alguna. La ola me llegó a la garganta. Era la pereza por vivir. La desidia y la desgana. Un desinterés absurdo por todo. Abandono del ser en el Ser. De pronto, sentí unos dedos como garfios en mi garganta. Huyó la comuna, la propia calle, las aceras, la gente, el cielo negro que cuajaba en las alturas. Cosa de segundos.
         ¡Puro y bello gozo del instante!
         ¡Un soplo de arte, quién diría!
         (La tranquilidad engrandece la vida. Pregúntenles a los estoicos).
         Luego, una fiera me agarró el pecho y me solté como pude, como un bruto dios de la época clásica.
         ¡Tenía que acudir! 
         ¡Era un hombre!
         ¡Mi escalpelo ético! ¿Dónde estaba? ¡¿Dónde?!
(Silencio)
         El cuerpo, lleno de borra como un jergón antiguo, continuaba inmóvil sobre la brillosa superficie cuadriculada de adoquines. La imagen fracasada miraba hacia arriba. Quería, necesitaba aparecer de nuevo sobre un mundo de ilusión y pertinencia. El muerto intentaba retener su pasado como una mancha que no se apura. Quedó el hombre con los ojos abiertos. Charcos ciegos en la carne blanca, negra, azul, verde hombre desprendido de la materia. ¿Dónde, su mirada? ¿Dónde, voluntad caprichosa?
         ¡La arena del desierto es así!
         ¡El horizonte engaña, no le crean!
         El primer muchacho se mostró dubitativo. Le temblaba la infantil audacia. Pero el otro, más resuelto, comenzó a palpar el rostro del infortunado. Le revolvió el pelo, hundió sobre el pecho sus dedos abiertos. Pasaron unos segundos, pero se nos antojó un tiempo petrificado en la significación ajustada del término.
         Todos quedamos como estatuas de sal, quietos.   
         La noche encubrió las escondidas atriciones. Las farolas proyectaban el desfallecimiento en los rincones de mi alma. Sólo distinguía unas mesas cuadradas y pequeñas, paredes que corrían hacia el suelo, algunos rostros desencajados, móviles en las bocas, dedos que pulsaban los números secretos de la ayuda, apariencias y temores, miradas al socaire, vergüenzas disfrazadas y encogidas.
          Sin embargo, en el aire podía oírse un sollozo de luto, un fino hilo de agonía: Era la comuna, que lloraba. 
          (Me envolvió el silencio del año 12. Arrojaron mi cuerpo. Caí al vacío. Cuatro mil quinientos metros. El aeroplano era blanco y viejo. Jadeaba su motor rancio. Después, ¡nada! El viento me dobló el cuerpo, como un arco de flecha. Redondez y hermosura en mis sentidos. El horizonte dio la vuelta, enceguecido por su propia belleza.
Luego, yo. Yo solo. En calma. Como si estuviese disuelto. Cerré los dedos formando un puño. Quería retener el instante. Pero la fuerza del viento me abría la mano, ¡yo no podía, viejitos míos!
Me conocéis, sí. Un disparate de hombre. Siempre quise subir al pico, tocar el cielo, sentirlo todo. Trepar tan alto como mis oraciones.
¡Os buscaba, dentro y fuera! Sin embargo, jamás conseguí veros. Tardé siete minutos en bajar a la tierra. Sólo cuatrocientos veinte segundos. ¡Tan poquita cosa! Pronto pasó el tiempo. Envejecí. Continué orando por vosotros. Todavía suelo hacerlo. Con la paz de los años y el avance, ese rayo que no cesa y no descansa nunca.
¡Que le pregunten a mi pecho!)
         Me acerqué.
         El cuerpo del hombre comenzó a convulsionar. Movió sus brazos de alambre y estaca. La energía se le iba y su espalda penetró en un abismo de temblor.
         ¡Espanto sobre las piedras!
         Dije algo así: «Epilepsia.»
Quise creer a mi manera de niño. Un poco más, una hora, tal vez un día, semanas… Luego quedó inmóvil, como antes. Deseaba un milagro, pero alguien empujó su espalda para colocarlo de lado. Fue la sangre un charco bajo su cabeza rota. No sé por qué recordé El expolio de Cristo, con esa intensidad imantada. El rojo inflamado creaba un dibujo informe, con el capricho de la vida que huye.
          Al poco, el joven atrevido colocó el cuerpo sobre el suelo, suavemente. Y se marchó cabizbajo.
          Sentí llegar el vómito. Sin embargo, no puedo hacerlo. Realmente me está prohibido por la inercia de la física. (Así se extienden la ansiedad y la zozobra). Con la mano libre tapé mi boca. Quería, necesitaba disimular mi cobardía.
         Toribio y yo nos alejamos en silencio, callados. Quedó un grupo alrededor del cadáver. Recé andando. 

Joven sosteniendo un medallón (Detalle). Sandro Boticelli (Florencia 1445-Ibid 1510)
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 24. La segunda fotografía. Antonio Florido

La segunda fotografía
Por Antonio Florido

Temblé. Tembló. Sólo con verle.
Sólo con verle experimenté una nauseabunda sensación de vaguedad y hastío. 

(Hay ocasiones en que, al toparme por primera vez con alguna persona, siento que la odio profundamente, que estaría dispuesto a terminar con su vida a la menor oportunidad, y nunca averigüé por qué me ocurría eso tan insólito, tan visceral)

Era un joven estudiante. Adolescente. Apuesto y de porte distinguido. Sonreía de manera extraña, como a destiempo. No había motivo para esa sonrisa inadecuada y odiosa, pensé, pensó.  ¿Acaso era un dandi? 

(Por la ventana entreabierta asoma el ansia de una mañana lenta, gris y fría)

Indicó qué postura era la adecuada. El joven clavó sus ojos en los ojos de Kibou. Parecía como si le retara en algo, como si el propio jovenzuelo fuese el único digno, el único responsable de cómo debía girar la cabeza; de cómo, de manera delicada, había de humillar levemente su barbilla. 
          Kibou no estaba tranquilo. Desesperó un poco. Notaba el corazón en la punta de sus dedos, y esos mismos dedos comenzaron, de pronto, a perderse en un zozobro desconocido por él hasta entonces.

(La mañana continúa siendo calma, triste y húmeda)

El joven, observando a sus padres que esperaban, de pie, tras el fotógrafo, dibujó un poco más esa risa simplona. Kibou logró preparar el objetivo, la luz, el fondo de graduado. Hinchó entonces el pecho. Tomó aliento. Intentó calmar sus nervios. Se dijo varias veces, para sí, que esos estúpidos detalles de la sonrisa presuntuosa y la mirada inquisitiva no debían exasperarle, que tuviese paciencia. Luego, al cabo, miró a esos padres que esperaban, pacientes, y les indicó, con una leve inclinación de la cabeza, que todo estaba preparado.

(El tiempo es. Se detiene. Le apetece ser una figura más en la escena. Luego desciende el sentido estético y sensible de Kibou y se vuelca sobre los hombros atrincherados del muchacho)

(Mientras, el lector cierra el libro y madura en eso tan inverosímil que está leyendo. Pasa por su cabeza el pensamiento de que a él también le ha ocurrido, en más de una ocasión a lo largo de su vida, lo mismo que a Kibou)

Estaba a punto de fotografiar por vez primera a una sonrisa, a una mueca sin sentido. No a un ser humano, no. Era cuestión, sencillamente, de asimilar que las cosas no suceden jamás como a uno le gustaría.

Disparó la primera vez. No salió nada. Indicó al estudiante que mantuviese la postura indicada, el gesto apropiado. Disparó por vez segunda, por tercera vez, por muchas más veces. Y ahora, sí. Por fin había conseguido plasmar esa risita estúpida.  
         Kibou se retiró al cuarto obscuro, íntimo. Se sentó. Se notaba muy cansado.

En el estudio, el muchacho, ya junto a sus padres, alzaba los hombros como queriendo indicarles que él había obedecido en todo; que si la cosa, (la cosa), no salía como debía, jamás habría sido culpa suya. Los padres se miraron. Fue un secreto silencioso de amor, con el aire retenido, tan oculto que solamente ellos, después de tantos años, comprendían.

Kibou fue pasando las diferentes tomas. En todas surgía, casi del fondo de la incongruencia, esa máscara pedante, artificial; esa careta de niño que juega con los demás, muy por encima, como una vela hinchada por una ráfaga que todavía no ha nacido. 

(Afuera, la mañana se empeña en continuar siendo lenta, gris y fría. La gente ya deambula, perdida, por las aceras estrechas. En el cielo, un sol rabioso intenta abrirse paso. Y el viento comienza a zarandear los papelillos y volantes)

Kibou, extático, no daba crédito. No podía explicarse (jamás lo conseguiría) cómo, dónde estaba la vida de ese joven; dónde, su sangre. Había salido lívido, no ya con la otra cara de mono de la niñez; ahora, (lo reconocía), su rostro comunicaba inteligencia. Una sagacidad quebrada, sin embargo. Como también altivez, oquedad en el alma; Kibou, con la pantalla de la cámara frente a sus ojos, no encontraba el sentido de esa criatura, su vida, su espíritu, el secreto de su ser. El joven surgía como un muerto. Había fotografiado una sonrisa y, tras ella, la sustancia agonizada de alguien al que nunca llegaría a conocer.

(El día, dolorido, comienza demasiado ingrato para sostener la esperanza de un tierno corazón)

Kibou eligió la que más rechazo le produjo. Quizás la más yerta y pálida de todas, la menos expresiva. Los padres la observaron detenidamente y asintieron. En pocos momentos estaría preparada. Lista para colgar de una pared cualquiera. Sobre la mesa de un despacho insulso, desapacible, como la mañana fría, como el gélido temblor de los miembros que no soportan las veladas expresiones (insinuaciones) de algunas personas.

(Fue un estertor de la belleza inclinada ante la apatía)

Joven sosteniendo un medallón (Detalle). Sandro Boticelli (Florencia 1445-Ibid 1510)




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 23. La máscara (1). Antonio Florido

La máscara (1)

Por Antonio Florido

Fumar y rayar es imposible. Lo intenté de nuevo esta mañana; la luz, esa grácil presencia recién nacida, me acarició el rostro y me sentí dichoso, pero aun así el humo y la mano no lograban concordar en el asunto. Era sencillo. Es sencillo. Iba por la primera página. Leí. Una palabra, una frase… Sentí como un cuchillo en mi corazón. 
Se trataba de un sufrimiento desconocido que me nacía de lo más hondo. Un significado había penetrado, de pronto, en el torrente seco de mis venas y creí que me desmayaría de un momento a otro. Fue, quizás, una nostalgia que gritaba, un posible que tal vez jamás existió. Al momento noté la llegada del hambre y aspiré el cigarrillo con la fiera de un humano y raspé la hoja con la punta acerada del lapicero; con fuerza, con rabia, con miedo. Estaba excitado. Y temía que aquello que me podía, huyera; así, sin más, dejando mi alma podrida y sola en aquella primera hora de la mañana, en el momento irrepetible de la emoción por la lectura extrema de un autor extremo, callado. 
El niño ante mí.
No hubo cuadro ni fotografía, sólo la elocuencia parda de una descripción desnuda y atroz. 
Dijo: “Ríe como engañando, pero no es feliz: sufre. Mírenlo”
Y era cierto…
El pelo rubito sobre unas cejas incipientes, una frente clara, la nariz apuntando un rosa cálido acompañando a unas mejillas de flor eclosionada. Cerré los ojos y le vi ante mí. ¡Qué hermosa criatura! ¡Qué delicioso orgullo saber de la Creación, de la labor imprescindible de nuestro Señor de los cielos!
Luego, mi mano consiguió enderezar una línea gris bajo el negro escrito. Me detuve en un suspiro. Pensé. Gocé como sólo se logra en algunos momentos olvidados de la vida. Abrí de nuevo mi pensamiento y me dejé llevar a esa parte ignota en la que algunos de nosotros depositamos nuestras ilusiones. 
El pequeño, efectivamente, sonreía de una manera delicada, casi invisible. Había que poseer una sutilísima perspicacia para entender que esta criatura no era feliz. Era un joven escondido tras una caricatura, tímido y cándido, pero consciente, -a esa edad en la que todo se abre de pronto-, de que aquello que observaba era sólo una apariencia. El niño buscaba con ansia un amor que le protegiese. Se le notaba en la mirada trémula, en la delicadísima desviación de sus ojos, en la inclinación, también deliciosa y casi ridícula, de su cabeza, de su cuello un poco tenso; se le apreciaba, insisto, en que con los ojos imploraba, con el arco apuntado de sus comisuras, suplicaba, pedía, gritaba en silencio, con una sonrisa macabra y falsa, compuesta. 
Tuve que abandonar el lapicero sobre la hoja curva del libro. Me aparté de esa realidad transmitida con el arte singular del que pocos entienden. Fumé el resto del cigarrillo (tal vez de otro cigarrillo, distinto) frente a la luz que crecía ante mí, frente al rayo pertinaz y claro que me decía tantas cosas, que me engatusaba. 
¡Qué dolor, Dios!
Dazai sostiene su rostro triste con una mano inocente. Mira hacia abajo, pero en verdad os digo que su mirada produce una angustia indescriptible; una mirada ciega, eterna, sin esperanzas, sin rumbo; un ensayo por seguir intentando comprender el mundo, su mundo; el sombrío sentido de la existencia. 
Arrojé al suelo la colilla, hastiado; pisoteé con ira el rabioso humo que se empeñaba en sobrevivir. Y retorné a la hoja rayada. Leí. Volví a hacerlo, sí. Leí frenéticamente, como un loco al que le falta todo, como al que no entiende nada. Leí hasta la exasperación, preguntándome si me había dejado algo a la deriva, si había perdido algún minúsculo e imperceptible detalle de lo expresado. De nuevo pasé la vista por la descripción maravillosa que ese hombre, que esa máscara triste, con su cara sostenida por una mano sin remedio, había escrito. Y el niño, ese niñito sonriente, ese niñito que sólo existía en mi imaginación, me dijo cosas, me susurró al oído. Ese niño rodeó mi cuello tembloroso y me pasó sus dedos por unos ojos ciegos, húmedos. 
¡No puedo! 
¡No puedo más!
¡Perdónenme!
 

De la serie Personas – Personajes – Máscaras; Justyna Kopania, (Varsovia, Polonia)




*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.