Líneas de desnudo/ 49
El último Kazarenko Por Manuel Pérez-Petit
A la memoria de Roberto “el flaco” Goijman.
Se me murió como del rayo Roberto Goijman, el flaco Kazarenko, con quien tanto quise, quiero y querré. Fue tal día como ayer, 13 de noviembre, pero de hace un año, allá, en el partido de Pilar, en la provincia de Buenos Aires… Y disculpen, por favor, que parafrasee a Miguel Hernández, o a César Vallejo, para nombrarlo, porque desde que supe de su muerte he querido más que nunca ser llorando el hortelano de la tierra que ocupa y estercola.
Era un corazón con patas, muy largas por cierto, a una sonrisa kilométrica pegado, con brazos capaces de abrazar el universo por la ternura que siempre transmitía. Culto hasta la locura, nunca pedante. Amoroso y carismático. Humilde y noble, bueno en el buen sentido de la palabra ‘bueno’, parafraseando esta vez a Antonio Machado. Era tolerante y radical; y yo nunca supe cuál de estas dos virtudes eran más predominantes en él. Era el paradigma del ser humano comprometido. Para él, el dogmatismo no existía. Siempre daba, nunca pedía, y eso le llevó al dolor leve y perdonable siempre de sentirse a veces ignorado por otros que, con muchas más ínfulas que realidades, se sentían poetas “superiores” y a él no tanto por sus formas sencillas y cercanas. No conocía el rencor. Siempre era positivo. Más que criticar, que pocas veces hacía, tendía a aportar soluciones a las cosas. Siempre sumaba, nunca restaba. Era incansable, como yo. De manera inconcebible amigo de verdad de sus amigos, que no eran pocos. Un corazón tan grande como un rinoceronte, dicho sea en términos físicos, pues su corazón realmente era mayor en dimensión que todo el continente americano. Un corazón brutal, también inconcebible. Tanto, que se lo llevó por delante como la hermana muerte solo se lleva a los mejores, de un hachazo invisible y homicida. Era un gigante. Tenía, por lo que había sido su vida, más motivos que la mayoría para vivir lleno de dolor, pero ese dolor lo transformaba en alegría. Era, en efecto, como sí hiciera realidad en sí mismo ese endecasílabo paradigmático de José Hierro: Llegué por el dolor a la alegría, que da lugar al primer cuarteto de su soneto y lo hiciera en carne viva, y que concluye así: Supe por el dolor que el alma existe./ Por el dolor, allá en mi reino triste, / un misterioso sol amanecía. Y así vivía, sabiendo que la vida es dolor y que el dolor no es que se cure sino que se salva con alegría. Era imposible no quererlo. Era imposible no verle creer, crecer y crear. Era un ejemplo. Fueron los nuestros muchos años de relación personal. Conocí con él a poetas excepcionales como Vicente Zito-Lema, Eugenia Cabral o Marta Cwielong –q.e.p.d.–, o a gestores excepcionales como Cristina García Oliver. Compartimos la amistad de otros, como Flavio Crescenzi. Comimos los mejores asados del mundo. Reímos y lloramos juntos. Era un poeta en cuerpo y alma. Inútil para la vida práctica, como yo, cuestión que compartíamos llenos de vida. Viví en sus casas de la provincia de Buenos Aires, en Merlo –con la muy querida Roxana Martínez Zabala– y en Manzanares, hicimos programas de radio juntos, visitas a escuelas, viajes. Vivimos nuestra amistad en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en la Ciudad de México y en otros lugares de nuestra copatria común mexicana –Roberto tenía muchas patrias que en realidad eran una sola: el mundo y la poesía como vía para la justicia–. Era un señor de los pies a la cabeza. Tanto en la Biblioteca Nacional como en sus casas tomando mate y/o llenándonos hasta el corvejón de tequila y perdiendo los vasos y los papeles. Colaboré brevemente un tiempo en su hermoso proyecto editorial de Ediciones Patagonia, en la quinta del sordo que como oficina tenía en Palermo... Y hasta fui su editor. Tuve la fortuna de incluir en el catálogo de Ediciones Camelot América su Remos de cartón –lástima que fuera tan lamentable la editorial, pero el intento fue inicialmente aceptable–. En la contraportada del libro firmé estas líneas: “Hecho a hierro y fuego en una de las forjas más terribles del siglo XX, la de la dictadura argentina de los setenta, a la que se enfrentó con acciones y versos llenos de un profundo y ético sentido de la libertad, altos principios morales y un admirable compromiso con la vida que le supuso ponerla en juego no pocas veces, se le puede ver con voz propia entre los cantos de libertad del Martín Fierro y la lucha comprometida y llena de luz de Juan Gelman, en versos ardientes fruto de una vida excepcional en que sufrió atentados y se vio forzado a beber las hieles del exilio, lo cual convirtió su mente de miel y seda en un testimonio de vida y de poesía como pocos pueden encontrarse, ya en pleno siglo XXI. >>En Roberto Goijman podemos ver hecho carne no sólo la gloria de “vivir tan libre” sino también la sangre que corcovea/ en todos los rincones, en/ el alma superior, en su orgullo,/ en los perros con olor a furia. Y en sus Remos de cartón, una obra cumbre llena de nobleza y de auténtica poesía que fue escrita en un período de sordera total, como la novena sinfonía de Beethoven. Es tanto el dolor que se le agrupa en su costado -dicho sea parafraseando esta vez a Miguel Hernández- que Goijman supera con vitalidad su propia historia, y con una indiferencia del tipo que tanto le gustaba a Octavio Paz. >>No en vano la quietud de Valparaíso hizo en él una metáfora de la supervivencia.” Me mantengo en contacto con sus hijas. Les he propuesto que hagan una fundación con el nombre de su padre. Que la fundación publique su ingente obra completa, que contará con muchos apoyos, empezando por el mío y el de Kolaval –bien es cierto que ni yo ni Kolaval somos suficientes para levantar ese proyecto, que solo el tiempo, y Dios, dirá si es posible–. Eso sí, me dio para Kolaval El último Kararenko, su única novela, una joya llena de orfebrería y desnudez, una obra maestra que ya solo verá la luz a título póstumo... Pero qué póstumo ni qué tonterías digo. Roberto, ahora que ya no está, está más que nunca con nosotros.

Fotografías: Imagen suoerior: En el auditorio Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional de Argentina, con Roxana Martinez Zabala, Vicente Zito-Lema, Ana Cuevas Unamuno y Roberto Goijman el 1 de julio de 2012. Imagen inferior: De izquierda a derecha, Alejandro Mayoral, Cristina Garcia Oliver, Eugenia Cabral, Roberto Goijman, Marta Cwielong y Manuel Perez-Petit.
*Sobre el autor:
Manuel Pérez-Petit
Editor, escritor y gestor cultural
Sevilla, España, 1967.
Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.