Líneas de desnudo/ 39
24 horas en Nueva York Por Manuel Pérez-Petit
La primera vez que pisé Nueva York fue la primera vez que vine a México, en junio de 1991, hace casi casi 30 años. No tenía yo previsto en aquella ocasión conocer la ciudad de los rascacielos, pero la fortuna se alió conmigo y me permitió pasar veinticuatro horas completas allá… Poco después escribí este pequeño relato de mi entonces breve y primera experiencia neoyorkina, que ahora, por casualidad, me he encontrado, y que publico con una muy somera revisión, por lo cual ruego al lector comprensión para ese intento de escritor que yo era entonces, que hasta ese momento casi solo había escrito poesía y que aún no había descubierto el mundo. 24 horas en Nueva York Anoche llegué al aeropuerto internacional John Fitzgerald Kennedy, a tiempo de perder, por suerte para mí, el vuelo de Mexicana de Aviación que iba a llevarme a México, Distrito Federal, por lo que tuve que cambiar mi boleto y pasar la noche en un pequeño motel de carretera camino de Rhode Island. Digo que por suerte para mí, porque ahora Manhattan está desplegada ante mis ojos, esa Manhattan en la que lo minúsculo no tiene cabida y en la que acabo de navegar sin rumbo fijo, esa Manhattan que acaba de inflamarme porque me ha hecho ver que es posible resumir la vida en apenas diez avenidas y sesenta y tantas calles, en las que se encuentran condensadas todas las mejores y todas las peores cosas del ser humano, y de una manera muy sutil.... El caso es que ahora me encuentro en el metro que une Rhode Island con esa especie de corazón del espejo del mundo que es el centro de esta ciudad paradigmática. Y menudo el vagón en que me encuentro. Desde luego, la fauna es curiosa. Unos leen, otros ni miran, y no veo que nadie tampoco se pare a ver a los demás, quizá seré yo el único que observe lo que constituye, sin duda alguna, un biotipo especial, el de los vagones del metro. Muchos de los que aquí se encuentran duermen, despatarrados, con una sofisticación inaudita. Me pregunto si no se les pasará su parada. Aunque no, nadie pierde su ritmo, tan controlado y, a la vez, tan desordenado, que impresiona por su funcionalidad. Hace sol, es 27 de junio. Veo un termómetro que marca veintiocho grados centígrados y el cielo está despejado. Aunque apenas entiendo inglés, esta mañana compré los dos únicos periódicos que tenían disponibles en el motel en que he dormido: el Newsday y el New York Times, que pesa algo más de un kilo, el muy bestia. Estoy tranquilo, llevo la Pentax y el zoom. Acabamos de entrar en el túnel que cruza por debajo del río Hudson. De golpe, me encuentro en una gran estación. Leo en los carteles del metropolitano: "Madison". Se me ponen los vellos de punta. Echo a andar. Subo unas escaleras. Salgo a la calle. El Madison Square Garden se presenta ante mí. A mi izquierda, no muy lejos, el rascacielos por antonomasia, el Empire State. Me encamino hacia sus pies gigantescos. Son las nueve de la mañana. No es muy caro ni apto para cardíacos, porque el ascensor sube como un cohete. ¿A pie? Ja, ja. Usted no sabe, ni siquiera Induráin en bicicleta es capaz de subir las rampas de este puerto. El caso es que sube. Ya me encuentro arriba, qué maravilla. Se está tan alto que ni se siente el vértigo. Desde aquí podría ver la Giralda casi como puedo ver al caniche de una amiga desde mi metro setenta y cinco. La vista, aun con todo, no me da lugar a recordar otras alturas. Al norte, las gemelas, lejanas, sirven de vigía a la estatua de la libertad, que casi ni se percibe. Al oeste, tirando al sur, Chrysler tiene una torre que parece salida de un castillo de hadas, qué bárbaro, justo al lado del puente de Brooklin, algo detrás de la Panam, que aunque ya no exista la compañía aérea aún sigue en pie uno de los colosos más notables de esta ciudad, el que fuera su edificio. Justo detrás suyo, al sur, que también existe, como escribió Bennedetti y cantó Serrat, Central Park, como una gran ventana abierta a la frescura. En él, cabrían varios parques de María Luisa… Y tras arrepentirme de comprar unas postales tan caras como malas en el fondo, bajo, con gran alivio por pisar tierra. Paseo un poco por la Quinta y paso a la Sexta, justo a la altura de Broadway, ilusionado porque voy a ver la fachada del Radio City Music Hall. Antes, dado que son ya las once y media, entro en un fast food, el "Herald Square", donde me pido un 7Up y un plato de la carta, llamado "Old World", que no debe uno perderse por nada del mundo salvo que le guste la buena comida. Tiene queso y patatas, servidos con salsa de manzana. En fin, todo un compendio de lo que no debe probarse, pero, la verdad, es que me sienta de maravilla, sobre todo por las burbujitas del refresco. Vuelvo a la calle, y me encuentro con un vendedor ambulante de frutas. —¡Qué plátanos! —digo con ojos como platos. —Onedólar —me contesta como con rutina y displicencia. —Yes, yes —respondo ufano. —¿Ar-gen-ti-no? —me pregunta con interés. —No, español. Se me queda mirando con fijeza. —¡Español!... España... Europa… Pobre hombre, si supiera, me digo para mis adentros. Se me queda mirando como quien mira un héroe, en tanto me voy alejando. De todos modos, me llevo la mejor parte: tres plátanos como tres catedrales, que ríete tú de los de Canarias, envueltos en un cartucho de papel, y por tan sólo un dólar. Tan dulces que parecen de mentira y tan en su punto que se deshacen al comerlos. Sigo caminando por la Sexta avenida, la de las Américas, llena de rascacielos y de miseria. Vagabundos que rebuscan en las papeleras públicas, apenas a cien metros de las boutiques más famosas del mundo, locas con bolsos repletos de sabe Dios qué griferías o aparatos del espíritu, repartidores de propaganda de tiendas donde una motorola es más barata que en la propia fábrica, quién sabe... Mi próximo destino: Rockefeller Center, cualquier cosa... Delante de uno de los rascacielos más simbólicos de la ciudad de los rascacielos, una fuente de varios pisos es coronada por un Prometeo dorado que parece volar sobre las aguas. La gente pasea y descansa aquí, y luego continúa hacia la catedral de San Patricio, una preciosidad neogótica que no pega ni con cola y que está llena de banderas americanas y pontificias. Yo no sé que haría esta gente sin banderas, qué barbaridad. La avenida de las Américas, llena de la de todos los países latinoamericanos; los grandes hoteles, repletos sin orden ni concierto de las banderas más ondeantes. Nadie que se precie prescinde de los símbolos, y acaso sea esta una ciudad en la que todos los símbolos del mundo se reúnen para hacer, en común y con otras salsas, un símbolo del propio mundo. Quizá el más simbólico. No creo que pueda haber nada tan desprovisto de personalidad propia y, a la vez, con tanta personalidad y universalidad. Pero México me espera, y he de irme al motel a recoger mis cosas, con mis casi dos kilos de periódicos a cuestas. Apenas diez dólares he gastado en un día que no he de olvidar en el resto de mi vida.

Fotografía: Nueva York. (La imagen es de dominio público). Fuente de la imagen: Pixabay.
*Sobre el autor:
Manuel Pérez-Petit
Editor, escritor y gestor cultural
Sevilla, España, 1967.
Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.