Líneas de desnudo/ 37
Declaración de intenciones Por Manuel Pérez-Petit
Aprendí hace muchos años a vivir el presente –no como forma de suicidio sino como actitud en la que no dar pábulo a la nostalgia–, y, si acaso, a dirigir mi capacidad de ver –cuestión que he cultivado como todas las demás toda mi vida– hacia un futuro que, por inexistente, es el único concepto de promesa que concibo. Aunque lo mío es un cúmulo arquetípico de náufragios, sabe Dios cuándo aprendí a vivir, y no es una frase, como si cada día fuera el primero y el último a la vez. Hace decenios aprendí a valorar lo que tenía cuando lo tenía y a no echar de menos lo que ya no tenía cuando ya no lo tenía, y, lo que es aún mejor, lo aseguro, a no querer tener nada, a resistir los cantos de sirena de eso que llaman expectativas y que todo el mundo abona pero yo denosto, para obtener la ventaja, por ejemplo, de nunca sentirme defraudado. En consecuencia, aprendí a no querer más que lo que hay, y mucho menos para mí. Cierto que es, según se mire, poco práctico, pero, en ese terreno, aprendí, y en gran parte se lo debo a mi tío Antonio Petit Caro –cuya repentina ausencia me ha legado un sentimiento de orfandad que no soy capaz aún de superar–, a practicar dos máximas: que lo mejor es enemigo de lo bueno y que un mismo esfuerzo debe servir para varias cosas, y no son tampoco frases. Todo depende de la voluntad y de darse cuenta de que no todo está en los libros y mucho menos en internet sino en nuestra cabeza. También aprendí, y gracias a todo ello, que es mejor ser un mal alumno que no serlo, que el alumno más digno es el que simplemente aprueba, y yo sé mucho de suspensos en la vida. Hace muchos años aprendí a ser algo así como una esponja, a vivir en el alambre –sobre todo a fuerza de mis decisiones arriesgadas, que siempre fueron muchas, y mi proverbial tenacidad en mantenerlas y no enmendarlas–, a no quedarme nunca en la lona –pese a los muchos golpes recibidos–, a valorar que era mejor que me partieran la cara a salir corriendo –y de manera literal nunca me ha pasado ninguna de ambas cosas, pues las veces en que me he partido la cara he sido yo mismo–, a que los partidos duran noventa minutos y hasta el último suspiro hay vida, a pactar con la realidad, a llamar a las personas por su nombre, a que nunca hay que desistir en el empeño de ofrecer el corazón, la comprensión y la amistad incluso a los que fallan –y todos fallamos–, a que uno es el único responsable de todo lo que le pasa –y no puede echar balones fuera nunca, en consecuencia–, a compartir los éxitos –si es que a algo se le puede calificar así–, a reconocer que cada día el mundo se levanta nuevo. Asimismo, aprendí a apreciar la adversidad, pues se trata de una fuente de aprendizaje incomparable, y no son solo palabras. A saber que todo reto está llamado a ser resuelto. A desterrar las adversativas de mi vocabulario. A conocer todo lo que es sin medida, a sentirlo, a exprimirlo, a vivirlo, a no detenerme. A quitarme importancia, pues todo lo que veo es más grande que yo. Aprendí, incluso, a escribir, lo cual hace más de cuarenta años era un sueño de dimensiones inalcanzables, cuando me empeñaba en leer en lugar de jugar al baloncesto en el recreo –al fútbol sí que jugaba, de vez en cuando–… Y aquí me ven… Desatado –aunque quizá no tanto como parezca–… Diabético –y bético del Real Betis, mi equipo del alma– de mar y selva... Como Jack Sparrow, con una brújula que no marca el norte sino lo que más deseo... Qué manera de escribir, me dicen algunos, y a veces no sé cómo interpretarlo, si me lo dicen porque les gusta lo que escribo o porque entienden que escribo demasiado, que habrá de todo. Quizá también pueda ser que me lo digan porque no se entienda nada o mucho de lo que escribo… Toda respuesta, sea de la naturaleza que sea, no obstante, es mejor que ninguna. Y vivo lleno de gratitud. Por ello y por todo lo demás. Esto de escribir es un asunto complejo que, a veces, puede con uno, lo enajena y casi abduce, en fin, en un proceso acerca del que muchos han escrito muchos textos que merecen la pena ser leídos. Pero para mí, sobre todo, es lo único seguro que tengo hasta el día de mi muerte. Existe una posibilidad real de que todo me salga mal en la vida, al fin y al cabo emprendo cosas que nadie en su sano juicio emprendería, y, más allá de eso, pese a que no rindo pleitesía a expectativa alguna, todo me sigue llamando la atención y me ilusiono mucho con todo, como si tuviera quince años y anduviera en la tesitura de afrontar como novato la existencia. Pero voy camino de los cincuenta y cinco, edad, por otra parte, perfecta para comenzar a vivir de una vez, que ya me vale. Y la única forma de vivir que conozco es darme. Nunca he dejado de tener sueños. Siempre soñaba –incluso despierto– con que un día iba caminando por la calle y, de repente, comenzaba a desaparecer hasta desaparecer del todo. Y sí, sueño con ello. Sueño con desaparecer, por ejemplo, de la vida pública en algo así como en cinco o seis años, irme al Trópico a impartir talleres y escribir novelas y poemas y vivir en mangas de camisa, y con esa fertilidad paradigmática que en ciertas zonas del planeta es un monumento continuo a la vida y a la esperanza. Pero antes de eso, quisiera publicar mi obra literaria superviviente –después de tantos naufragios, expolios y actos aparentes de justicia, apenas siete series de poemas, dos novelas y tres ensayos, que yo recuerde–, culminar mi tarea de editor y, de paso, terminar de aprender mi oficio y dejar mi legado en forma de artículos publicados aquí, en Letras ideaYvoz, pese a que mi madre querida me dice que debería cobrar aunque fuera 5 euros por cada uno de ellos, pero me gusta entregarme a las cosas bellas –y eso se hace sin cobrar– y este proyecto de Roger Octavio Gómez Espinosa es hermoso, un lugar perfecto para depositar el repositorio de lo que he sido y soy capaz de escribir, por si alguien algún día quiere ocupar su tiempo de ocio en leer algo de mí –incluso sin saber de mí, que la obra perfecta es la obra que no conoce autor– o, de forma más simple, para terminar de vaciarme, pues aspiro a llegar a mi último suspiro sin nada de nada en las alforjas. No en vano nada tengo, nada quiero y nada he de llevarme a mi último viaje. Existe una posibilidad real de que todo me salga mal en la vida, al fin y al cabo emprendo cosas que nadie en su sano juicio emprendería, y, más allá de eso, pese a que no rindo pleitesía a expectativa alguna, todo me sigue llamando la atención y me ilusiono mucho con todo, como si tuviera quince años y anduviera en la tesitura de afrontar como novato la existencia. Pero voy camino de los cincuenta y cinco, edad, por otra parte, perfecta para comenzar a vivir de una vez, que ya me vale. Y la única forma de vivir que conozco es darme. Tan existe una posibilidad real de que todo me salga mal en la vida, digo, como que toda realidad sea bonancible y plena por el resto de mis días, pero al menos siempre me quedará escribir, y ahí sí que sí, lo proclamo: escribo desde la libertad y la honestidad más brutales que puedan conocerse, e insisto que puede que sea lo único que me quede, esclavo como soy en todo caso tanto de lo que digo como de lo que callo, que es el único privilegio que llevo conmigo asegurado de por vida. Después habré de morir y en eso no seré ni original ni distinto. Abrazaré con gozo el descanso que supone caer en el olvido, claro que de eso ya no seré consciente, y por esa misma razón lo único posible para mí es entregarme a la vida con ganas de vivirla, morirme de ganas de amar, amar y terminar abrazando un proyecto vital honesto, sencillo y pleno, basado en la confianza y la lealtad junto a alguien a quien llene, que me llene y con quien pueda amar. Lo demás son fruslerías.

Fotografía: En la XXXIII Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería. Ciudad de México, del 22 de febrero al 5 de marzo de 2012. En el evento de presentación de Sediento Ediciones, en el marco del Pabellón Estado de México.
*Sobre el autor:
Manuel Pérez-Petit
Editor, escritor y gestor cultural
Sevilla, España, 1967.
Periodista de carrera, lo dejó todo para dedicarse profesionalmente a la gestión cultural y el mundo editorial hace 15 años. En 2010 se trasladó a México, fundó Sediento Ediciones. Ha dirigido diversos proyectos editoriales y culturales de ámbito latinoamericano en los siguientes años y dictado conferencias y cursos en países de Europa y América. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (BICU), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. Autor de nueve libros individuales en poesía y narrativa, su obra ha sido publicada, antología o premiada en media docena de países. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano.