Polvo del camino/ 21
Consejos femeninos Héctor Cortés Mandujano (Cuento)
Tal vez porque fue su obsesión de niño (ella era la más bonita y popular de la primaria, y él un gordito al que las puyas lastimaban constantemente) quedó deslumbrado cuando la vio llegar a la empresa que dirigía. ¿Qué busca la muchacha rubia?, preguntó a su secretaria. Trabajo. ¿De qué? Sabe algo de contabilidad. Dile al contador Ruiz que venga. Dio instrucciones de que la contrataran. Ella le llevó, días más tarde, unos papeles para su firma. Estaba nervioso y ella tranquila. ¿Te acuerdas de mí? No, ¿nos conocemos? Sí, de la primaria. Hace mucho. ¿Fuimos compañeros? No. Yo estaba un grado adelante. Pues mucho gusto y muchas gracias por contratarme. Necesitaba un trabajo, un sueldo. Las cosas en casa andan muy mal. ¿Estás casada? No, vivo con mis padres, pero ambos tienen problemas severos, hasta de movilidad, y las medicinas son caras. Qué pena. Si en algo puedo ayudarte, no dudes en acudir a mí. La sonrisa de ella fue para él un pago excesivo. Su complejo de gordo no lo había abandonado. Sus dientes estaban encimados y nunca había querido ir al especialista para que los acomodara y su sonrisa no fuera tan poco atractiva como era. Susana, ¿me aceptarías un café, la tarde que quieras? Salgo hasta la noche. Ese no será un problema. Entonces, sí. Conversaron. Ella parecía tener muchas reservas y él, no sólo por su característica timidez, sino por la implicación de ser su jefe superior, no quiso o no pudo hacer más que dar la vuelta en naderías. Ella, sin embargo, no tuvo mucho tacto para comentar algo a propósito de un tema que llegó a la mesa tensa de tantos cuidados. Nunca tendría una relación de noviazgo con un gordo. Sebastián se inscribió al gimnasio y se disciplinó de tal manera que en poco tiempo vio resultados palpables. No se conformó e hizo una dieta que le quitó grasa y volvió notorio su abdomen musculoso. No dejaba de verla en cuanta oportunidad se le presentaba e incluso, en un gesto que a ella pareció bajarle la guardia, contrató a una enfermera para que se ocupara de sus padres (“Tómalo como una prestación laboral”) y los puso en manos de un médico muy capaz que logro avances notables en su deteriorada salud. Él, con cierta seguridad, dada su ahora figura atlética le dijo si podrían pensar en algo más que ser amigos. Ella le vio con seriedad y le dijo: ¿Puedo decirte algo muy serio, sin que te ofendas? Dime. No podría darte un beso con esos dientes. Pasó por la tortura del dentista y los frenos, hasta conseguir una dentadura que no dejaba de verse antes el espejo donde, también, con su ajustada ropa de gimnasio, se envanecía de su musculatura, de su belleza física. Ella le sugirió que cambiara su modo de vestirse y él se volvió bastante sofisticado y muy al tanto de cuanto encontrara nuevo y adecuado para lucir como lo que ya era: un hombre guapo, bien vestido, con una cartera siempre llena y unas miradas femeninas que le hacían luces en todos lados. Y se dio cuenta. ¿Para qué enamorar a una de sus empleadas, cuando en el club había tantas chicas con su mismo estatus social? Canceló la ayuda de la enfermera y pidió a su administrador que inscribiera a los padres de Susana a un seguro que se ocupara de su tratamiento y medicinas. Nunca más invitó a Susana a ningún lado, pero le subió el sueldo y le mandó una tarjetita: “Gracias por todos tus consejos. Sin ti no lo habría logrado”. Se casó con una mujer bella, de modesta fortuna y educación esmerada. En las fotos de su viaje de bodas, ambos en traje de baño, en una playa de ensueño, parecían una postal de modelos promoviendo el disfrute de los placeres de la vida. Susana, mientras tanto, revisaba cuentas en la oficina minúscula que, además, tenía una iluminación deficiente.

Ilustración: Alejandro Nudding.