Crónicas (16) Milicos Por Antonio Florido
MILICOS El 9, ese fue el día. ―No Teo, eso no puede suceder. Aunque tu amigo lo haya confirmado, conozco al Chicho. Es un tipo bueno. Un poco infantil, pero de buenas intenciones. En la facultad siempre era el primero en defender a los más pobres. Lo sé muy bien, estuve con él, codo con codo. A veces, Teo, nos pasábamos un poco, sobre todo el Chicho, que le gustaba la charanga. Le tomaba el brazo, me lo llevaba, le hacía dormir, eso era todo, luego me iba. ―La cosa se ha puesto fea, padre. Mi amigo me lo ha asegurado. Tened cuidado, por eso vine volando. Me costó la vida. Pensaba en ti, en todos. Quiero encontraros vivos, decía. Y manejaba con el nervio sobre el volante, desde Santiago. «Puede que mañana tenga que venir a detenerte. Vete.» Pero mi padre, militante socialista y médico, muy amigo del Presidente, no podía creer lo que yo le decía y aseguraba que su amigo no dejaría que eso pasara. Tenía mutilados los ojos. No veía. Cuando se trata de amigos uno debe humillarse, perder la compostura en los silencios, cobijarse en las sombras de un atardecer cualquiera. Mensajes como conceptos muertos, amores sin vida. Así fueron las palabras de Teo en la mañana del valle. El 11, a dos cuadras del palacio de gobierno, la ECA, allí me acerqué. Estaba intranquilo por el dolor de la duda que no me dejaba. La duda terrible, la de mi vida larga. Comenzaron las explosiones. Eran hilos de trueno sobre las nubes de la ciudad, de parte a parte. No daba tiempo a nada. Ni siquiera logré percibir el nombre de los bombarderos. Antenas de comunicaciones, rayos del cielo. Luego la Casa, que me lo dijeron mucho más tarde. Cayeron como granizo sobre la siega. Ruido sobre los oídos, cascotes como cuchillos afilados, muros henchidos de miedo, tejados mirando hacia abajo, hombres gritando como gritaron el 10 del 10, niños corriendo por las aceras grises y cuadradas. La Moneda cayó por el centro. Balcón y puerta de entrada, nubes grises en la cubierta, hombres amortajados en el interior. Ráfagas de acá y allá. Muchos milicos se apostaron detrás de los bancos, paredes caladas de caquis ametrallados, jóvenes que disparaban por vez primera, madres que lloraban por primera vez. Corrí a la casa de Loreto y María. Estaban con la cabeza baja. Lloraban. Se abrazaban sin saber por qué, como los niños atemorizados por el hombre del saco y la noche negra, por el silencio azul y la blanca ausencia. La radio hablaba sin parar con una voz metálica. Una frecuencia era suficiente cuando lo que se tiene que decir es poca cosa. Repetir frases y angustias. Nada. El mediodía en lo alto. Los aparatos seguían lanzando obuses sobre el palacio. Como simples postales arrojaban hierros panzones sin porqué, ningún fundamento en las tiras caídas. Ya no quedaba más que la ficción de estar vivos. Un triste decoro. Los compañeros fueron muriendo. Luchaban por su Presidente. Por el orgullo de un país encerrado en sus casas. La vida se les acabó. Olí la pena angostada en la expansión expresarse. De ahí superó por años esa pena, dolor del alma, lamento del campesino cuando le llueve sobre la mies amarilla, rubia, alta, sedienta de manos. Tuve que salir a la ECA. La radio me llamaba desde la otra parte de la ciudad, Santiago hermosa, Santiago sola, Santiago cobre dorado. Abracé a mis hijas, miré a mi esposa, recordamos aquellos tiempos, cuando nos arrullábamos en el espeso aire de la sala. Pero ya no tenía hijas, ni esposa, ni calma, ni sala. Había sido un sueño que dormí junto a la tapia. Allí esperé escondido a que el miedo se fuera, como se iban los edificios, las calles, los desesperados que huían al campo. El empleado de servicios lucía un uniforme de la Fuera Aérea. En el rostro asomaba una sonrisa de suficiencia. Cierto arrumaco de orgullo. Me había atrapado y le brillaba la calaña en la misma cara. «Mandamos nosotros, oiga. Que las cosas cambiaron». Una expresión anormal en el susodicho, altiva gracia sobre los hombros. El aviador no estaba seguro de lo que decía. El bravo dudaba. Me llevaron a una oficina. Había doce compañeros del trabajo. Militantes de la UP. Nos introdujeron en un furgón envasado y comenzamos un desequilibrio loco por las calles de la ciudad. Fue la primera vez que sucedió. Insisto, la primera vez. Nunca había observado Santiago, mi querida Santiago, por un agujero de mierda. Intuía sin cesar sus colores y sonidos, pasábamos una vez y otra por los mismos lugares. Querían desorientarnos. Estaba claro. La casona a la que llegamos era antigua. De varias piezas. Jamás la habíamos visto. Tal vez estaba en la periferia, así como escondida. En ella no pudimos comunicarnos. Los fusiles apuntaban la salida de palabras, por si acaso nos hacíamos los distraídos y alguno se iba de la lengua. Pero éramos unos desdichados en una tesitura desconocida. Nadie se atrevió, por supuesto. Todavía la sorpresa en nosotros era joven. Y el recuerdo de cuando entonces. Los pensamientos encerrados volaban hacia nuestras familias. Días por delante sin saber hasta cuándo. Eso duele. Bajaron colchonetas y frazadas. Las echaron al suelo. «¡Ahí tienen, arréglense!» Había gritado un arrejuntado. Nos aseamos como bien pudimos. Malamente. Groseramente, con nervios. Uno se puso a fregar el suelo y los enseres con el cloro que trajeron. Dos baños para trece muertos. Mala risa. Sobraba. Me interrogaron por mucho tiempo. Los investigadores iban cambiando, pero yo era el mismo. Nadie reparaba, pero yo era el mismo, no cambiaba. Siempre de pie, oiga. Siempre serio. Siempre asustado, con las muñecas grilladas. «¿Dónde las armas? ¿Quiénes son sus líderes? » ¡Nombres, nombres! » ¿Cuándo se llevará a cabo el Plan Z?» Llevábamos dos días sin dormir. Uno tras otro en la sala de las preguntas. Nos hacíamos las necesidades encima. Todo. Créanme. No nos dejaban. Nos trataban como a verdaderos animales, insisto, necesito que ustedes me crean. Al tercer día sacaron a Carlos, Ernesto y Juan, era recién amanecido. No sabíamos a qué, adónde, con qué sentido. Los compañeros se quedaron mirando y supe escuchar el sonido de la montaña que lloraba mansamente. Nunca volvimos a saber nada. Les robé la memoria, los recuerdos, las alegrías. La cordillera comenzó a pintarse de un encarnado terroso y la gente de Santiago la miraba y se pasaba los dedos por la frente y los hombros, pechos de angustia en los rezos del día. Ninguno nos dio una explicación, aunque nosotros lo averiguamos pronto, que se llevaban a los compañeros, se los llevaban. Quise matar los recuerdos de mi familia. Deseaba morir lentamente, por mi única causa, que a ellos no les daría el gusto de reír por este hombre calmo y bueno. Me acostumbré a no dormir en las noches quietas. A cualquier hora entraba un milico. Me sacaba a culatazos. El investigador se frotaba los ojos. El sueño le podía. Reía malévolamente. Preguntaba lo apuntado en un papel. Después volvía a leerlo. Temía que le pudiese la desesperación. No quería morir así. Preguntaba y mostraba su fusil, lo colocaba encima de la mesa, lo acariciaba con un paño blanco, hablaba sin palabras, sólo gestos de burla y orines bajo la mesa, en los perniles. Pasaron tres meses en la casona. Santiago y su revuelo. No podía oír en la distancia. Sólo el olor a campo, pájaros en los cercanos predios, cánticos en las ramas rotas, horizonte azul para mi gusto, cárdenas peñas a la deriva, colinas blancas en largo fuste, frío añil, miedo seco, sed de amor... ―¡Salga! Dos milicos me empujaron hasta el cuarto, me obligaron a recoger mis pertenencias. Iba a no sé dónde. (La imaginación humana es delicada y frágil. Agresiva a veces; a veces muestra su energía y profundidad, su poder para transformar el mundo. Mundo en arte. En belleza toda. Siempre supe que para alcanzar la virtud hay que caminar por la senda de la pasión. La luz al final. Pasos cansinos y pacientes. Boca alegre que llega al fin. Creo que esto es la intimidad solidificada, por lo único que merece la pena vivir. Y ellos obsesionados en derribar esta silueta íntima y sobrecogedora, en la ignorancia de creer que hay lo que no se puede, en desconocer lo que uno guarda). Estaba muy nervioso. Me despedí de mis compañeros. Un hasta siempre cosido en los labios. Caminé por el pasillo extenso. Puertas, ventanas, escritorios claros, veladuras de angustia en mi garganta. Me llevaban. En la puerta de la casona mi jefe esperaba. Hacía sol de quejumbre, radiaba el suelo, quemaba. Era un hombre bueno. Nos habíamos cosido con el cariño de años. Don Joaquín era su nombre. Podía haber sido otro, porque todos los nombres son sólo uno. Pero era don Joaquín. A saber. Sonrió. «Han venido a por usted. ¡Salga!» El oficial quedó contrahecho. Me devolvió mis enseres, me agaché y los colgué de mi hombro, luego agarré el brazo de mi jefe y salimos. No me volví. Me alejé con el pensamiento de ellos. Lleno de ansia fui caminando. Una camioneta de la ECA estaba aparcada sobre la junta de la acera. ―¿Quién ha sido? ―El de Chiloé. Ya sabe. Oficial. Un hijo de mala madre. Asegura que ahora mandan ellos. Va presumiendo. ¡Serán…! ―¿Cuántos? ―Doce. Los conocemos a todos. La ECA entera, casi. ―Tengo que llamar. Sus familias esperan algo. Ya me cuentas en el camino. ―Le voy diciendo. Como perros. Sí, don Joaquín, como verdaderos delincuentes. Algunos no aguantarán demasiado. Se lo aseguro. Los he visto. Caen al suelo como viejos. Los milicos se apuran, levantan los cuerpos, les dan agua y comida, mala. Como perros callejeros, digo. ―¿Y qué? ¿Cómo? ―Psicología. Ya usted supone. Ataques sin avisar. A cualquier hora. Días hablando. No se cansan de preguntar. Me refiero a lo de la Z. Yo no sé nada. Usted me conoce. En verdad, nadie. Pero ellos que sí, que habláramos. Detalles. Sólo querían detalles. Y las armas. Como si fuésemos un ejército. Querían las armas. ¡Serán! ―¿Preguntaron por alguien? ―Por todos. Los nombres de cada uno. Sobre todo, de los cabecillas. También de sus familias. Direcciones, tiempos del Plan. Tienen miedo. Desconfían hasta de su sombra. Les tiemblan las barbillas. Lo noté, era evidente. Aterrados como niños. Les preocupa los componentes de la oposición. Yo me quedé callado, no crea. Que se las avíen. Después las constantes amenazas. Que matarían a los nuestros. A nosotros mismos. Fusilamientos, eso decían, de eso hablaban, figúrese. No nos dejaban dormir. Te llamaban a cualquier hora. ―¿A ti? ―A varios. Yo fui tres veces. Nos colocaban a medianoche. En fila horizontal, paralela a la pared del patio. Desfilaban como gallos. Pasos cuadrados. Canciones tristes. El oficial daba las órdenes. El azul lechoso de la luna en los rostros. La última forma clavada en la tintura de los ojos. Para recordar en el más allá. La noche clara. Inmensa. Inabarcable. Y un candor hermoso en el fondo negro. ―Despiadados estos milicos de mierda. Trabajan con la debilidad. Nos quebramos pronto. Nuestro punto débil. Ellos entienden de psicología. ―Yo pensaba en mi familia, don Joaquín. Mi padre, mis hijos. Dispararon al tiempo. Un ruido en la cabeza, en la pared varios desconchones, calichas confrontadas en el suelo, polvo en las narices, miedo, piernas que se doblan y sucumben, orina suelta, manchas en los pantalones, agravios y temblor, dientes sobre los dientes, lloros, gritos, corazón que late y late… Así nos trataron. Por tres veces. Tras la primera no había modo de descansar. Llegaba la noche y contaba. Rezaba lo que sabía y contaba. Contaba el tiempo, la estela por la ventana, el corrido fugaz de las estrellas. Cielo indiferente. Humo en los ojos. Oía los pasos de los vigilantes. Alguno paraba, encendía la mecha. Creía que tocaba la suerte de alguien. ―No te preocupes, hombre. Te necesito, por eso logré que te soltaran. Ahora estate tranquilo. Déjate de bobadas. No hagas tonteras y obedece. Lo dice tu Juaco. ―¿Y? ―Vas al sur. Un algo lejos. Olvídate de esto. Me quedo en Santiago. Debo seguir con la ECA. Es nuestro pan. Tú te largas al sur. Hasta que diga. Quedé en un espacio misterioso. El pozo hondo de mi alma. No supe hablar. La boca sellada, el corazón en las manos, en la mente el recuerdo. Mi familia, ¿cuándo? Juaco lo imaginó. Torció la cara. Dijo que podría despedirme de los míos. Poca cosa. Lo suficiente. Luego con el hato bajando por la costa, lejos, hasta la isla, hasta que el camino se canse. ―Ya te aclararé, pero eres el único que sabes. Comprenderás a tu tiempo. Ahora irás a tus hijas, Santiago, retén en la memoria las calles y olores, todo. Puedes bajar a Curicó. Tus padres esperan ver la camioneta. Les llamé. Me hablaron a golpes. Eso se sabe. Te anoto los detalles en este papel. Guarda, lee, quema. No me metas en más. Los días sucesivos fueron pasando por mi vida como los pueblitos camino del sur. Coyhaique me esperaba. Me despedí de los míos. Llevaba prisa. Juaco me apremió. Anda largo, dijo. Tomé la camioneta con los dedos aprestados. Sostuve el sueño por mucho tiempo. Aunque el cansancio me podía, volteé el camino como pude. Paré en varias ocasiones, sin embargo. Talca, Linares, Chillán, Los Ángeles, Temuco, varias miradas al este para ensoñar con los nevados de mi infancia. Recé por los míos. Cuando traspuse Osorno y Puerto Montt iba deshecho. Allí me achiqué junto a la mar escondida, aguas azules, rizosas espumas, magia en las veladuras de las barcas navegando. Descansé los huesos. Los mismos arrestos me arrebataron. Tuve que seguir el camino. En la ciudad esperaban a Teo. Debía cerrar los tratos. Había que comer. Alcancé el puerto alto. Desde la cima, el valle. Aysén es grande y plana. Por los picos asoman nieves, pero muy al fondo, lejos de todo, tras el horizonte. Soñé con viajar hasta ellos, separarme de los milicos, comprender por qué los hombres hacen lo que hacen, por qué se sufre. Quise caminar por la Patagonia. El cerro me miraba. McKay. Rocoso y sordo. Atravesado por senderos negros, blancos, amarillos, grises. Abarca la ciudad. Yergue su estatura en forma escalonada. Altivo, presuntuoso, como las montañas que se van muriendo. Hacia el sur todo acaba. Andes chiquitos, blancos achancados. Busqué en las afueras al río Simpson. Llevaba la consigna de encontrar el Abriga. Allí el bosque denso y la Cascada de la Virgen. Al día siguiente Dios vería. Es una tierra de frío encalmado siempre. Manso, triste, cala hasta el fondo, traspasa los tejidos, abrigos y camisas, ropa infinita, pero el frío puede, nace en la cordillera chica y baja. La ciudad se agarra a los edificios. Temen las casas. La gente aúlla. Si fuera Parapanda llovería a cada instante. Pero es McKay. Su lluvia es tierra, polvo movedizo, seco, muerto. Juaco dijo que yo era suficiente. Buen conocedor del género. No podía ser otro. Sólo el Teo, él sabe, déjenlo. A más me desfilé hacia el mercado. Era de mañana y el aire congelaba. Los puestos con las manos encima, trastabillando. La gente encuentra después de horas, revuelven, compran, ríen las argucias. Yo era jefe zonal de la región Aysén. Me atendieron en el interior de una casa de terciopelo. Que qué quería. Eso dijeron. Tomé un poco de café. Me quemé los dedos, no dije nada. Lana. Quiero lana. La mejor. Para don Joaquín, le conocéis. Irá a Santiago para endulzar los hombros de las mujeres. Pusieron buena cara. El trato era corto. Uno por otro, plata y tejido, cargamento en la camioneta, kilómetros esperando por delante, horas, días, piernas estiradas, tacridos de huesos. Solté toda la plata. Me dejaron escoger. Era buena, fina, como la seda, ataujía de taracea. Metales nobles y elegantes. Tiernos como el pelo de gato. Hispanoárabes en la ristra de la Patagonia, una miseria de broma. Me llevé la labor fina y reí sin saber por qué. Lo hice largamente. Después lloré, que poca diferencia hay entre una cosa y otra. Mi padre estaría vivo, supuse. Pagué el hospedaje. Abandoné el apartamento. El Abriga quedó muy atrás. Dejé los cerrados, crueldades por mucho tiempo caladas. Luego me arrebujé tras el volante, solté las piernas, manejé con la paciencia de siempre. En el camino dije lo que antes no dije a nadie. En Coyhaique estaba vigilado. Juaco me avisó. Me presentaba al Regimiento en la mañana y en la tarde. Me colocaban los papeles de mala gana. Firmaba con una equis, después el Teo y una raya. Un libro se iba llenando de vigilados opositores, delincuentes de baratija. Era un proscrito, político con algunas, muy pocas libertades. Podía trabajar en mis industrias, una vida normal, sosa y tonta. Así me llevé dos meses. Pero la carretera nunca terminaba. Larga y negra. Una cinta en la llanura, norte de progreso, hacia el Palacio, mis recuerdos, los amigos, la familia, mis hijas y esposa, las calles ocupadas por fusiles encendidos, cielo de ceniza, alto y hueco. Dos meses, digo. Luego Santiago. Me despidieron de mi trabajo. Tantos años en la ECA… Había muerto. La vida me colocó de vendedor en un laboratorio. Cada día me vigilaban. Sombras y siluetas, risas y garbos, embusteros compañeros que mandaban. A todas partes iba duplicado. Andaba y me detenía, jugaba como un niño solo. La intranquilidad, el azar de mis días. Pedí Curicó. Me dieron una plaza. Allí vendí las piedras. Las esperanzas. Las pesadillas mustias. Comunicaba a todos lo de la cosa. Me creían. Abrían las bocas y suspiraban. Me seguían creyendo. Algunas madres lloraban por sus hijitos. Otras por sus esposos. Por sus soledades y desiertos. Eso sucedió en el 83. ¡Cómo me puede! Agosto se presentó duro. Nevó y cayó la tierra. Hablé con mi padre. El hombre era corto, se perdía en los horizontes fecundos. Traté de conversar sobre cosas importantes, y las otras las pegué a mi manera, las fui colando, muy poquito a poco, para oír sus lamentos y viejadas. ―Sabes de lo mío. Los compañeros esperan. Yo soy un viejo. Les hablé de ti. Te conocen la tonsura. Soy socialista. Eres socialista. Son como nosotros. Debes ir. Lucha por tu tierra. Así me habló. De esta guisa sentí que mi viejo me adivinaba. Llamé varias veces. Uno me lo dijo. En la noche. En tal sitio, a tal hora, tomar precauciones. De eso, todos. La resistencia trabaja en la sombra. Me alisté cuando pude, al tiro hecho. Mi viejito era mucho. ―Ellos son hombres. Como tú y yo. Hombres con sus penas. A qué santo, di. Tal vez se equivocaron. La cosa no aclaraba. Cada vez más miseria, más hambre, más locuras. ―Son paniaguados. Generales, coroneles, milicos con fusiles. No podemos caminar. Ni dormir. Ir con miedo no es propio. ―Pero son hombres, se podría hablar. Olía a pan recién hecho. Harina, levadura, horno y llamas, tiempo en el hueco de la noche. La panadería de un amigo socialista. Reuniones. Argucias. Empeños. (Tanto que más). Planificar contrapartidas. Acciones de trabajo. Compañeros y familias. Presos. Había que sacarlos como fuera. En Curicó se formó una comisión para defender los derechos humanos. Me ofrecí. Hablábamos de nombres sobre papeles garrapateados. Eran hombres y mujeres, otros casi niños. La voz era de los abogados. Entendían del asunto. Cada noche un caso, una vida, una tragedia del gobierno. Yo escuchaba distraído. Pensé tantas veces en la carretera. Mis tejidos cajoneados. Descubrí algunos momios. Sapos que también oían. Soporté mi pensamiento en un decidido acaecer. Quise madurar en el mundo atravesado. No había vuelta atrás. Ni modo alguno. Sólo imaginar que todo nace y sigue. Crear las costuras. Hilvanar conversaciones dispares. Y soñar. Soñar como sueña un loco. Vivir en el manicomio del mundo. Pintar paisajes desordenados. Instaurar un orden nuevo. Quería salir a la madreselva. Nadar en la mitología. Conocer a la Pincoya. La de la historia que me contaban. La sirena, la Pincoya. Bajé en la orillita de la mar. Había un puerto riguroso. Los pescadores voceaban con las manos en tubo. Llamaban a la sirena. Parecían locos. Se notaban solos y perdidos. Las barcas aparecían casi hermanas. Salieron a la mar. Las redes en alto. Giros y giros. Voceaban a la Pincoya. Eso fue en Chiloé. Una isla grande. Lejos y lejos de todos. Pero grande y tierna. La Pincoya va con el Pincoy. Adentran sus aleteos entre ríos y lagos. Hacia el agua suave y dulce de la llanura. Desahogar sus frustraciones. El Pincoy besa a la Pincoya. Las ramas se balancean. Nacen amores en las brisas del atardecer. La luz de las estrellas puja por asomarse. Los chilotas se adormecen en las faldas de sus esposas, los niños en sus madres. Si hay amor habrá peces y mariscos bajo las aguas. Alegría en la oscura fragancia de la madrugada, risas y flores al mediodía, comidas en abundancia. Si hay amor… Los pescadores siguen aullando. Miran hacia la costa, olvidan las redes en las cubiertas, escuchan y oran, esperan. Si hay amor… Me quedé en la mañana. Deseaba ver si había flores en la simulación de esa mitología. Todos abarcaron sus pequeñas canoas. Saltaron a la arena, los pies hundidos, las bocas llenas de esperanza, algarabía sorda. La Pincoya había danzado. El Pincoyo la acariciaba. Era todas las manos del mundo, este Pincoyo. Ella miraba al azul reflejo de la mar. Brazos abiertos. La espalda hacia los pobres. En los pueblitos lloraron mucho. La Pincoya no quiso verles. Así se pudra. ―Mal testimonio, niña. ―Malo, madrecita. ―Habrá necesidad. Padre volverá a morir este día. Dilo a los demás, que lo preparen. La caja basta. Él es chiquito. ―Seremos pobres. Desesperados. ―Es el sino, niña. Entiende. Y la Pincoya. Así se muera. Una semana de bailes y zarandajas, cantes, risas, llantos. ―Niña, los curantos, que ella vea. ¡Corre! Carrocearon hasta la laguna Huelde. Cucao asomaba al fondo, disimulaba el horizonte. A la puerta una bella mujer. Blanca. Blanca y rubia. Tintes pintados de bronce. Cabellos de oro y piernas adecuadas. Pez sobre la puerta que les llamaba y llamaba. ―Niña, niñita mía, esta noche silbará. Escucha su canción amorosa. Llama al dizque. Dile que venga. Él espera. Tuya. Serás siempre tuya. De aquí en más. Gaviota grande. Si hay amor… Intuí a Carmen en la distancia. Sonia, la guerrillera. Sin embargo, aún faltaban días. Soñé con ella y con mis hijas. Soñé muchas noches que la seguía, la enamoraba. Trabé mis pensamientos con las reuniones en la peña. El Alero del Cantar. Nos acurrucábamos en los silencios y las quijadas de las angustias. Comíamos entre veladas. Cantaban las voces muertas. Mi padre nos acompañaba casi siempre que podía. Carmen, Carmen… La belleza existe, naturalmente. No la inventamos. Es ella. Excelsa, neutra, apasionante e indiferente. Pensar el cielo es puro arte de la virtud. Belleza emergente, en idea postulada. Necesito una estética que me arrope. Idea de la apariencia, donde las cosas, el todo puede. Nací en el seno bello. Pienso en ella. Carmen, la que conocí mucho más tarde. La guerrillera de Los Queñes, la que quiso huir por los caminos. Carmen tras las rejas. Ojerosa y triste, hermosa elocuencia de hablar sin hablar. Sólo una mirada y un gesto en la palidez de la celda, una luz en la ventura. Creí perder lo que tuve. Ella fue. Me acogió en los últimos momentos. Los sapos y el temor nos removieron. Cada noche en la Peña buscaba en los rincones. Al final de la reunión, hablares y providencias, destinos y gozos. Centro de Curicó, con los cantes, bailadas hermosas. Nos llamaban comunistas. Blandos, inocentes, socialistas del regreso, con las formas que se van por los años. La dictadura nunca entraba en esa Peña. Se unieron folcloristas de todas partes. Santiago, Rancagua, Talca… Maule en valle, eclosión de sentimientos y torturas en pespuntes. Pero ella me llamaba, sí, lo hacía. Carmen, Carmen… El 85. De tarde. Las compañeras del partido me dijeron sus secretos. Hay personas atrapadas. Vamos a buscarlas. Ya que se entiende, hice lo propio. Al día siguiente las llevaron al particular. Visitadoras locales. No podían donde las mujeres. Para eso me llamaban. La CDH anduvo por las calles de un Curicó silencioso. La cárcel era grande. Llena de mujeres. Hombres en la reserva. Las ventanas daban al cerro. Condell oteaba en la distancia. El milico abrió con cierto aire de recelo. Desconfiaba el hombre. Nos perdonaba la vida el niño rancio. Allí abrió los hierros. La mujer sentada levantó la vista. Nos miró con difidencia, puro yeso en la forma. ―No quiero nada. No necesito nada. ―Sólo vengo a verla. Hablar de algo. De cómo está. El trato, las comidas, entrevistas si las hay. Se coló entre nosotros un silencio espeso, la claridad de los rostros, una expresión que rompía, y el rumor del miedo que se iba por los valles, las montañas, las orillas de la mar, lejos, lejos. Clavó sus ojos en los míos. Me retuvieron las alegorías. Quedó sólo ella. La mujer. El signo del amor en mi talladura. Sus manos temblorosas. Rumió su boca. Habló su cuello cisne. Carmen, Carmen…

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.