Crónicas (15) La Moneda Por Antonio Florido
«Después de tanto lo volveré a ver» Así recordó la mujer de la Casa. En Calle Moro, allí sucedió. Hablaba con un papel en la mano. Lo movía hacia la boca, incesantemente. Un pañuelo improvisado en el marco de un hogar argentino, más allá de las cumbres, en Mendoza, en el barrio azul. «Me escondí debajo de la mesa. Me atrapó de improviso. Eso fue después, pasado el mediodía. En la madrugada ya supimos algo. Olimos a la muerte. La alarma pateó en mi cabeza. Estaba en la parte superior, colgada del techo. El aparato vibró como una cigarra. Me lo habían avisado. Si grita, sal corriendo. Y gritó. Tomé el susto por dentro de mi alma, después me lavé bien los ojos, me apeoné como pude. » Quise recordar. No estaba sola. La compañera del trabajo andaría dormida. Me preocupé por ella. Salí al pasillo. Abrí la puerta de su cuarto y la encontré arrebujando vestidos y potingues, medias y zapatos. Me miró. Con el gesto serio me regaló su miedo, quizás el mismo miedo que le sobraba. Intenté dimensionar lo que estaba ocurriendo, pero los destrozos comenzaron. » Fue como a las doce. Bien que le digo. » Llevaba varias horas derivando a conocidos y extraños. Me hablaron en hilera, uno a uno. El General de la Marina, luego algunos subsecretarios, amigos particulares, autoridades de todas clases. La última fue Matilde, la mujer de Neftalí, el escribidor. Que qué pasaba. Su voz transmitía una angustia grave. Preguntó por qué había tanto carro y gente en la puerta de su casa. Yo no sabía nada, ni qué decirle, pero poco a poco iba concordando matices, como yo digo. De eso ya hace mucho, más de media vida. » Sabe usted que los detalles los guardo aquí. Casi un milagro lo de acordarse de tanto. » Una ya es vieja. En el 11 contaba veintitrés. Poca cosa. Como una niña. Veintitrés y una colegiatura por delante. Pero éramos necesitados y faltaba el sustento. Mi hermano me dio la noticia de que había salido una plaza. Una vacante en la Casa del Presidente. Para llamadas y recados. Así me lo propuso. Ni lo pensé. » Él fue bueno, sabe usted... » Le hablo del Presidente. » Quería ayudar a los pobres. Que aprendiésemos cuentas y letras, a leer y escribir. En concreto, sacarnos de la bajura de los hombres y mujeres del campo. En la vida, sabe usted, hay que aspirar a algo, eso me repetía. Tienes que dar lo que tengas. Devolver a la sociedad lo que te fue dado. Para eso te educaron. Él lo supo. » Era bueno, digo… » En la Casa me enteraba de todo. Que si es así, que si es asao. Puras envidias todas. Fue un hombre nacido en el pueblo, con sus incomodidades. Salió de abajo y amaba al pueblo, siempre lo dijo.» Preparé unas tazas. Necesitaba seguir escuchando los recuerdos de esta joven aviejada. Lo contaba con el sentido del orgullo y un poquito de reconcomio. Había pasado mucho. Se le notaba el sufrimiento. La cojera del alma con las muletas de la esperanza. Recuerdo que sus ojos brillaban en la penumbra del cuarto. Emanaba de ella un viento de paz, un brillo luciente. Hablaba rozando las palabras. Hacía muchas pausas. Piensa qué va a decir, intenta recordar, apura la memoria de aquellos días. Tal vez aún le pueda el miedo. «Toda mi vida me he llevado mirando hacia atrás. Un joven se cruzó conmigo en el centro de la plaza. No llegó a detenerse, pero me metió el miedo en el cuerpo. Temía que se arrepintiera y me parara. Continué como si nada, pero iba contrahecha. » Muy pronto llegaría, lo sospeché de seguro. Creía estar preparada para cruzar las muñecas en la espalda. Siempre pensé en eso. Soñé muchas noches, pesadillas de que me tomaban presa. Y las violencias. Las torturas que no lograría soportar. Me iría de la lengua. Soy débil, mire usted. Asustadiza. Mujer del campo. Hecha a los amaneceres tranquilos, a escarbar la tierra, a segar, aventar, trabajar como una mula. » Lo de los teléfonos me causaba una risa extraña. No era nada. No entendía que sacar e introducir unos cables fuese ninguna tarea. Preguntar quién era, con quién quería hablar. Dar largas a los abanadores. ¡Y me pagaban por ello! » Mi hermano trabajaba junto al Presidente. Era su sombra. Como una silueta sobre la pared. Lo protegía. Se sentía muy orgulloso de su trabajo. Decía que siempre estaría dispuesto a dar lo que fuera por su Presidente. Él era así. Sencillo, leal y valiente. Después, mire usted, dio la vida entera. ¡El pobre!» La telefonista se llevó los dedos a los ojos. Lloraba con un silencio hermoso, como la gélida neblina cuando se posa sobre los valles. La tomé por la educación y dejé que relajara sus recuerdos. Aproveché y salí. Me apoyé en la baranda, cerré los ojos y olí los frutales, luego paseé la vista por la costa de oriente, anduve por los verdes y enormes prados, por la pampa toda. Alejé mi esperanza y creí divisar Buenos Aires. Pero esa ciudad es grande, se puede descubrir por todas partes. Casas que rebosan, pobrecitos que mendigan, avenidas formidables, cafés donde los entendidos hablan y escriben, sueñan, recapacitan, arreglan el mundo, crean. Por encima de la arboleda fulge un reflejo plata. Es la entrada de la gran masa. La mar que se cuela buscando la tierra. Mar caprichosa. Atrevida estela de puertos, embarcaciones de papel, sombras densas de las almas, grúas empinadas, gritos de fierro. Todo eso advertía desde mi atalaya, quería llegar a la mar, a la línea bañada, subir a los barcos pesqueros, necesitaba soñar por las calles. Y en mí la pura particularidad de la imagen. Lo imaginaba. Descubrí las palabras muertas, sus sonidos sordos. El presidente. Era él, él muerto. Vivo. La sonrisa de siempre, los lentes bien agarrados, su sonrisa evidente en la boca de Elba. Sonó un rumor a voz cascada. Miramos alrededor. No había nadie. Pero la voz brotó repetida en la parra, en el verde marrón, las cortezas plantadas sobre la tierra del pueblo. «¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo…» «Sí… » Esto gritó en sus últimos momentos. Palabras para enmarcar y tenerlas delante. ¡Figúrese! » Sin embargo, el pueblo es como es. Ahora lo han olvidado. Muchos se fueron arrepintiendo. Pasaron los tiempos. Llegó la moda de los sabotajes. De vuelos a la mar, en las noches largas y sin esperanzas. Fueron esos tiempos anclados en las mordeduras del pueblo, los desconocidos de la tierra, los pobres desamparados que no tienen nada. » Cuando salió lo festejamos no sé cuántos días. Una esperanza. Pensamos que nos iba a cambiar la vida. Para la gente pobre, sabe usted, era una luz encendida, porque para mí que en esa época había esclavitud. Mucho servicio. De sol a sol. Y nada que llevarse a la boca. » En mi casa ayudábamos al taito. Con el trigo, la cosecha… Esperábamos a que llegara el fin de año para que nos dieran algo. Pero al señorito le convenía que la gente fuera ignorante, que no tuviera estudios, que viviera pisoteada, y el Presidente venía a eso, a cambiarlo todo. » Después que alguien me diga que por qué le protegimos. Él lo merecía. Trabajó por mucha gente y la gente iba y le escuchaba y aplaudía sus discursos y le tomaban palmas cuando terminaba. Y en el extranjero también nos respetaba, oiga usted, lo hacía. Hablaba bien de los chilenos, de los trabajadores del valle, de las personas ignorantes que no tuvieron la oportunidad. » Como decía, los bombardeos me pillaron pronto. El primero me asustó muchísimo. Tiré los cables y me escondí debajo de la mesa. Algunos cascotes saltaron del techo y de no sé dónde. Salí a salvo. Hasta que al poco atronó de nuevo, esta vez la puerta de calle quedó bloqueada. » Me acordé de la señora, en dónde estaría. Yo no sé qué ocurrió luego, mire usted. Salí corriendo. Llamé a gritos. Doña Hortensia no aparecía. La busqué por las habitaciones, por los pasillos llenos de polvo y de cristales. Tropecé varias veces y caí. Trozos de pared y espejos, ventanas hechas pedazos. Hasta las cortinas saltaron de sus alcayatas. » Dos compañeros salieron volando. Los recuerdo con nostalgia y cariño, con mucho dolor porque eran jóvenes que sólo cumplían lo que les mandaban. Estaban disparando asomados a una de las ventanas y el helicóptero los fusiló con una llamarada. Ni se dieron cuenta. Así quedaron, echados en el suelo, carbonizados. » Pero esta historia que usted quiere, mire, da mucho largo. Porque sucedieron demasiadas cosas. Malas. Todas malas. Como que mi Luis se me fue y lo creí muerto bajo las vigas rotas de La Moneda. Lo seguí creyendo hasta muchos años más. Como quince, digo. Cuando sacaron el informe de los desenterrados allí, donde todo el mundo sabe. Mi Luis era uno de ellos. Así lo confirmaron las autoridades. Uno de ellos, mire. También le sacaron en una fotografía del periódico. Se lo llevaban varios milicos, él iba delante. Llevaba las manos levantadas, detrás de la nuca, y sus ojos eran ojos de niño, ojos de miedo, de no saber qué sucedería. » Ahí empezó todo. Una vida nueva. Gris o negra, oculta, observando gestos y analizando voluntades, que usted no se imagina. Hasta los vecinos me miraban preguntando quién era esa fulana que había llegado en el momento oportuno, de tan lejos, de la sierra, del país del otro lado, el país estrecho, el lacrimoso, el que chorrea hasta el suelo de los glaciares, donde el frío y los inviernos, sabe usted. » Tuvimos que huir de calle en calle. Una iba como loca. El miedo a ser detenida, a recibir un balazo. Y mientras tanto, mi hermano, que no podía quitar los pensamientos. Su elegancia y años, pocos. » De lo de él me enteré al día siguiente. Lo habían matado. Eso oí por el hablero. No pudimos aguantar y lloramos como bobas porque no nos lo podíamos creer. Decían que se había suicidado, pero no era cierto. Le mataron. Insistían en eso, en que fueron ellos. No quiero pensarlo. » Se quedó en el despacho. No quiso salir. Él no era para eso. Le sobraba temple y orgullo, amor hacia el pueblo. Cumplió la palabra. Lo daría todo. Hasta la vida. Todo por su pueblo. Ahora sigo pensando que estuvo mal lo que hicieron, con todo lo que hizo.» Llueve… Mansamente, llueve… Cae un silencio sobre los tiernos seres de estas tierras húmedas. Un manto de amor. Soledad en las hojas, en el verde suelo. Entra un aire dulce desde el sur. Huele a sal. Tal vez el puerto. Pero el puerto está muy lejos. Será la sal de la historia que me cuenta. La voz de esta joven vieja es grave, sensitiva, la mujer habla. Pronuncia con acento andino, como si hubiese aprendido todos los dialectos. Todas las lenguas, signos y gestos, leyendas y mitos. Para poder confesar sobre las montañas, en las riberas sureñas, en el centro de un valle repetido, escondida bajo la mesa, apurando años en la memoria, para poder llamar a su hermano en la distancia, para seguir con el taito durante la siega, en esos amaneceres fecundos, una mujer que declara que vivió, que lo consigue sin prisas. Una joven que busca en los pasillos empolvados. Cuadros deshechos, rotos anhelos de esperanzas. Sí, la voz suena grave en este silencio de la tarde que se acaba y ella continúa con su pañuelo apretujado entre los dedos y yo pregunto. Sigo escarbando lo que ocurrió, lo que recuerda en este charco de abras, de acá y allá, junto a Mendoza, en el Bermejo, nombre del barrio que se corre con el verde denso de la humedad que va calando. (No se pueden frenar las angustias desbordadas) Ha terminado el café. Se sienta y compone. Vuelca los dedos coquetos en su melena vieja. Plata melena sobre los hombros. Toquilla negra. Tez de café. Aroma a dura piedra hervida. Sobre la taza, labios. Boca en la madurez del servicio. Sufrir para tanto. Para tanto trigo y susto. Para tanto… «Mire usted, lo que le decía. Usted vino y pregunta, yo digo. Que algunos empezaron a desabrochar lo que pasó en aquel entonces. Temían la mano del General, sus dedos largos. » Hablaban del compañero con palabras malas. Mire usted que le dieron por que él bebía. Eso. Créalo. Eso decían los muy… Y que iba de calle en calle, por las noches, tras las brujas de Santiago. Y dicen más, sigo. Mi Presidente con fulanas y amantes de pacotilla. No conocieron a doña Hortensia, la señora. Eso es algo evidente. Porque se llevaban el uno para el otro. Y él no soplaba nunca. Lo habría sabido. » De tejemanejes no me pregunte. Yo soy pueblo, campo, hecha de sueño y de sal, noche, lluvia, como la que ahora cae. No sé más. Nunca me interesó, sabe usted. Una no tuvo la ocasión. Llegué y me casé al año. Desde entonces, si usted quiere, ponga lo que sea en ese periódico. Pero sucedió como le digo. Con todo, era realmente bueno. Dicen que demasiado. Que se pasaba. Pero tonto, no. No era tonto. Era médico. Y Presidente. Aunque la envidia es grave. Eso tal vez. Hacer lo que él consiguió. Fijarse las voluntades en el bolsillo, la gente, sus esperanzas, sueños de llegar a lo alto, eso no es malo. El pueblo le escuchaba. La sonrisa delante. La cara altiva. Mire usted, hablaba y no nos enterábamos. Le queríamos a él. Por eso las palabras pasaban, cosa de políticos, pero él nos miraba, se detenía, te daba la mano, hablaba bien de nosotros, hasta entraba en la casa de algún amigo cuando pasaba con la comitiva y en su coche elegante, eso dicen. » Esos detalles ahora no se entienden. » También he escuchado que lo tenían engatusado y que le ponían sus cosas por delante, lo que le gustaba, ya sabe, las francachelas. Yo, mire usted, no me creo nada. Porque lo viví. Estuve en su casa. Trabajé para él y para todos los compatriotas. Una niña. Veintitrés, y una colegiatura por delante. Ahora, mire, hasta el pelo tengo por lo bajo. Me pinto y repaso, miro en el espejo, busco la de antes, la que se fue hace ya mucho, pienso que la vida se me ha ido por esa cuesta, mire usted, la que sale a su espalda. » Si la toma con paciencia, por ahí se baja hasta la pampa, luego continúa andando, por mucho, entienda, continúa por la senda polvorienta, le llega el verde, el amarillo, azul de cielo, blanco puro, nieve, el agua de vez en cuando hasta las corvas, pero usted siga, no se canse ni aqueje. » Si toma por ahí llegará más allá de los campos verdes, cruzará por los árboles afrutados, olerá poco a poco la sal marina, la costa curva, el rumor de las olas al naciente, aire frío del sur en el rostro, lamentos pobres de gentes pobres, y entonces habrá llegado el momento de llorar porque le duelen demasiado los pies, de tanto paso, de tanta calma en las planicies, en las llanuras grandes, sobre la vasta pampa. A la derecha siempre el Paraná que cruje, más allá la cortadura, cresta blanca que te vigila, montaña nieve, pureza en mano. » Perdone si no me explico, que se me fueron las corduras en este pueblo de la sierra, de tanto querer, de tanto pensar y darle al cerebro con las cosas de una, y las de su familia. Lo de mi hermano me dolió, y más que no dijeran por qué fue, qué fue lo que hizo, si él no era malo y aun así lo mataron a balazos. » Pero después de tanto lo volveré a ver» Llueve con una tela rota desde el cielo gris.

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.