Crónicas (14) Los Queñes Por Antonio Florido
Llevo ya no sé los días con Toribio y Carmen, con otros muchos. Oigo declamar las voces en el teatro. Tonos desesperados. Canciones tristes. Nostalgias puras en las letras de las naciones. Sin embargo, hoy es sábado. Descansaremos. (No soy fácil) Llegué para estar un rato, lo justo para entender la indiscutible sonoridad del hombre. Paso casi todo mi tiempo buscando. Pero no me pregunten, por favor. No sé muy bien qué se me arrima a esa angustia por saber. Aún es pronto. De vez en cuando hallo una preciosa perla en el fondo de un pensamiento; en otras ocasiones asumo que mi tarea consiste en la terrible gatea de llegar a lo más alto. Desde allí oteo el panorama, grito, los demás no me oyen. Otros ni siquiera comprenden el garro de este hombre que desea obsesivamente. Llueve. Siempre llueven mis pensamientos. Casi siempre lentos y calmos. Pronto, en la mañana, abro los ojos. Le veo en la distancia, oigo sus pasos sobre la alfombra. Mueve silencioso de acá para allá, abre el grifo de la ducha y siento desde mi cuarto el agua caliente correr hacia el suelo de laca de la bañera, blanca concavidad, ciega doblez de la naturaleza. Luego se lava el rostro hasta la tarde. Llama quedo en la puerta de mi dormitorio. Retiro la tela que me cubre, saludo. ―Hoy nos espera la montaña. Si te parece, Tonio, subiremos hasta Los Queñes. Te gustará―dijo. Asentí con la muda voz del poeta. Nos esperan Miguel y Alicia, Carmen… El auto es viejo. Ronca cuando le puede una curva, tose en las maniobras. Es como un viejito animal desesperado. Pero Toribio lanza el pie sobre el pequeño cascarón de chapa y el carro vuela cruzando las calles concurridas, las avenidas. Hemos parado unos minutos. Veinte, para qué más, no está lejos. Coloca la goma sobre el receptor de acero, las cifras marcan el precio de la bencina. Me mira sonriente. Ya aclaró sus oídos y su rostro permanece apacible sobre el asiento. Maneja apoyado muy cerca del volante. Controla las medidas del arco, la curva cede, el auto dibuja dos sendas negras sobre el asfalto claro. Desde aquí abajo el valle asoma hasta no acabar, como los dedos de un niño aferrados a una bardilla alta. Una leve subida apunta el cerro, sobre la parte este de Curicó. Luego, más allá, el pueblo va muriendo poco a poco. Las montañas se agarran unas a otras. ¿Será el miedo que las atrapa? Carmen, Miguel y Alicia están acabando sus desayunos. Me ven entrar y se levantan. Los tres se acercan y me saludan como si yo fuera alguien. Pero se equivocan. Quizás sólo se trate de un pensamiento loco que les atravesó de parte a parte. Una inquina lisonjera, señal de la vanidad que se escapa. Sin embargo, estos saludos me entristecen, como las únicas visiones de alguien al que nunca más volveré a ver. (Millones de voluntades a lo largo de mi vida) (Nos hemos parado en un semáforo en rojo. Hemos coincidido en algún recinto extraño, al cruzar las aceras, observando las inútiles rebajas de un escaparate… Recuerdo la primera vez. Ella echaba en el surtidor. Me quedé serio y quieto. Callé lo que mi boca aullaba. No te veré más. Sólo esta vez, una sola. La imagen fue retenida acaso un instante, suficiente para el recuerdo de toda una vida. Dicen que somos muchos miles de millones, pero yo no los veo ni les conozco. Tal vez me hayan mentido y los únicos seres sobre la tierra seamos nosotros, los encontradizos, creando un universo de fantasía, con el indisimulado estertor del que muere. Pasó el tiempo y no podía olvidar esa figura de la mujer echando en el surtidor. Quizás haya muerto. O esté cuidando a sus hijos. A lo mejor remonta una altura incomprensible o permanece detrás de mí sin poder observar y reconocer los detalles de aquel día). Nunca sabrás quién está a tu espalda, nunca. Los niños miraron heridos por la curiosidad y el miedo. Está loco, este maestro está loco de atar. (Pero lo hacían). Aunque lo intentéis, jamás podréis saber lo que se encuentra a vuestro alrededor. Si vuelves, la figura habrá cambiado de lugar, si te colocas como antes, se habrá marchado. ¡Pero estuvo allí, creedme! La sombra corre más que la luz de tu mirada. (Así intentaba que entendieran la oculta realidad de las formas) Ahora estamos en la cocina de Carmen. Nos hemos sentado alrededor de la gran mesa. Carmen coloca una taza enorme, la carga hasta que mi mano le indica. Tomo el café con algo de azúcar. Unas pastas, un poco de pan con mantequilla. Luego Miguel me toma la mano, la aprieta, me lanza una terrible carcajada. Dice: «Tonio, ¿un matecito?» Miguel comienza la liturgia de la preparación. El mate, la bombilla limpia, la yerba dulce, una pizca de yerba amarga, el agua hervida… Mientras trabaja sobre su mate me va desplegando el ritual diario. ―Esto es así, Tonio. Los argentinos lo usamos a cada momento. Después me aclara la forma correcta de tomar. ―Nunca la agarrás por la bombilla, esto es muy importante. ―Esas palabras admonitorias las ha soltado muy serio. Vuelvo a pensar en la figura vieja del Toribio viejo. Aún estoy en la habitación, canturrea bajo la ducha. Sale, sonríe, observa su silueta en el espejo, la toalla a medio cuerpo. «Un momentito―dice―y mide la distancia con los dedos. Un momentito de nada. Puedes ir saliendo, Tonio, sí.» Toribio quedó afuera. Necesitaba echar un vistazo al auto, el agua, el nivel de aceite, las luces… Entra mirando al suelo y se une al grupo de la mesa enorme. Su esposa le sirve un tesito. Nos miramos sin ningún tipo de apoyo emocional. Miguel continúa con sus explicaciones. Tomo la bombilla con mis labios, sorbo. Suena un pequeño arrullo cuando acabo el agua. ―¿Ves? Fácil. Ya has mateado. ―Carcajea de nuevo, vuelca el termo sobre el mate, lo llena. ―En mi país se toma en grupo. Lo pasamos de mano en mano, así de sencillo, compartimos a todas horas. En el exterior se adivina el perfil quebrado de las montañas azules y blancas. El aire sopla. Es frío. Quema los rostros con la brisa que baja de la cordillera. La gente camina sola. Especula el mundo. Recuerda cuando era delito salir a la calle. Podían atraparte en un descuido, por nada. Luego sacabas la documentación como si eso fuese algo valioso. Tu vida en un trozo de cartón plastificado. Pero el Estado no sabe de identidades. Sólo busca el silencio prieto. Conversaciones cortadas de cuajo. El carabinero ríe. Mira el papelito, después observa al compañero. Cuando te das cuenta estás entre las cuatro paredes. Más solo que por las calles solitarias de una ciudad que sospecha. (En unos días todo volverá al principio. Confinados en las casas, obedeciendo los consejos de un estado de alarma que nos tomó el paso. Pero ahora es media mañana y estamos preparados para ir a la cordillera). Entramos en el auto. Me dejan el asiento del copiloto, por mi bastón y mi pierna. Vamos saliendo entre comentarios capciosos, llenando el interior con la poesía de las canciones de mi amigo que tararea unas deliciosas fantasías. De vez en cuando miro hacia los amigos argentinos, les hago preguntas. Me responden tranquilos. Hablan de su tierra, más allá de lo que el ojo percibe, tras las montañas chilenas, donde comienzan las estribaciones en una leve bajada, zigzagueante, larga como el eco parido entre los cerros. ―Son dieciocho horas, Tonio. En bus. Se hace largo y pesado. Todas curvas de un lado a otro, hasta que la cosa se va arreglando y se divisan, desde lejos, las cubiertas grises de Rosario, y las brillosas aguas del Paraná, que por ahí navega tranquilo y rumoroso. Habla con un deje de nostalgia. De su tierra plata. Sus costumbres ancestrales. El arraigo que a todos nos puede en la vida. Como semillas, echamos raíces silenciosas en cada trozo de tierra. Repartidos por el mundo, hablando el mismo idioma de las emociones humanas, fracasos sucesivos, ansias declaradas, iniciativas de vivir un día más. Miguel observa el rostro de Alicia. Toma su mano. Sonríe. Está pidiendo sin palabras el asentimiento de su esposa. Al poco ella atestigua lo que su marido ha dicho. Carmen mira distraída a través de su ventanilla hacia las alturas que lentamente van surgiendo al final de cada curva. Tal vez el recuerdo de su Lily la haya tomado de sorpresa y la busque entre las abras rugientes. Se ha hecho un silencio de espera. Es hermosa la sierra. A la izquierda juguetea con nosotros un riachuelo de aguas negras. Un poco más adelante, el mismo río chiquito aparece a la derecha, cruza bajo nosotros, esconde sus rizos, asoma por el otro lado. Las tierras andinas son gruesas y grises. Pintan las escorrentías de una sombra diluida. Los árboles van desapareciendo, nosotros trepamos en el interior del auto que gatea. Se aferran las ruedas viejas al asfalto viejo. Vamos lentos. ―Un par de horas. ―Dijo Toribio, sin apartar la curva de su frente. A la altura de Los Queñes bajamos a estirar las piernas. Varias casitas asoman. Construcciones de montaña. Viejas y dejadas. Cartones, hojalatas, colores estallando, caras afiladas sobre los viajeros. Un restaurante para los turistas se dibuja al cruzar el puente. Ellos han continuado. Yo me quedé sobre el estrecho barandal. Me tomaron varias fotografías con el valle de fondo, el río, los verdes pastos, las casitas tristes bajo un sol cálido. Hay una calma que se lamenta sobre los rostros de los paseantes. Nadie se atreve a alzar la voz. Únicamente el sonido fragoroso del agua que culea sobre las rocas lisas. La mirada queda atrapada en esta alma natural, en ninguna parte, donde los hombres jamás pensaron ni existieron. El mundo es grande. Las montañas sobrepasan los seis kilómetros. Sobre las nubes blancas y algodonosas, donde el ser se abandona, sólo un azul puro permanece. Eternidad en los sentidos. Noté llegar la humillación por esta clara evidencia. Una mota, un grumo que piensa que piensa, eso soy. Miguel me llamó. Era la hora del almuerzo. Entramos en un recinto escrito por todas partes. Anuncios de comidas, consejos, menús, manufacturas al costo… Un salón enorme, casi vacío. Una televisión diminuta y lejana sobre la alta pared. Trajeron para los cinco, comimos sin parar de hablar. De todo un poco. La historia de Los Queñes, los hechos de los 70, el transcurrir de la vida desde entonces, la política de un país y del otro, las detenciones injustificadas, el trasiego de los desertores por la parte montañosa donde estábamos, el tiroteo trascendental, la persecución de la revolucionaria… Logré dividir la conciencia a media parte. Dos mundos atrevidos. Dos elementos disjuntos. Uno en calma, oyendo la conversación de mis compañeros, las historias nuevas, episodios para recordar como amuletos de un viaje muy extraño; otro para evocar el sentido de la ausencia, en la soledad del uno mismo, abrazado al aire denso y claro. Lo poético y lo salvaje endulzaron el ambiente. Me supe puramente desgarrado, como si estuviera escribiendo una obra en la hondura de la ilusión. Imaginaba el comienzo de todo. El título adecuado sobre un texto creciente. Lo haría con las herramientas de la memoria y las impresiones. No deseaba datos concretos. Sólo flujos inmanentes de la naturaleza. Trazos, pinceladas, colores y sonidos. Más allá en el tiempo vendría la ocasión de dibujar una historia compuesta de mil historias distintas. Amenas concavidades de mi cerebro sobre las teclas anhelantes de mi computadora. Saludos con la mano abierta, francos besos en el aire, sonrisas volanderas, poemas y cánticos en la sobremesa, tristes miradas en la penumbra de la noche, un cielo desconocido, la Cruz del Sur en el alto negro, una forma lejana, chiquita, indiferente. Y en medio el lunar que me acompañó desde que salí de casa, con su cara manchada, creciendo orgullosa del otro lado. Luna de allá, la que compartimos en la tintura de un cielo embalsamado. (Los cogumelos mágicos) La montaña nos sorprendió con una resignación penetrante. Quedaba cerca la frontera con la Argentina. Atravesamos varios cauces que mojaban el asfalto y pasaban al otro lado, donde el río negro baja con estrépito. A la derecha se abrió una manta hermosa. Azul celeste por varios cientos de metros, se extendía a lo largo de la carretera, sobre el arcén y poco más. Eran millones de hongos. Infinitas tonalidades giraban alrededor de ese color más parecido al matiz de la desesperación en un día caluroso de primavera. Los hongos se confundían unos en otros, subían las laderas hasta desaparecer a cierta altura. Aquí no hay árboles. Quedaron atrás, hasta los mil quinientos metros. De ahí en más no son capaces, no se atreven esos frondosos postes de leña ocre y verdes hojas. La paja me entró en los ojos y los toqué. Eran lágrimas chiquitas. Nunca fui capaz de soportar la avalancha de la hermosura. Me vuelvo y disimulo. El apenado detalle de un ser rebelde y débil. El aire es más lábil en las alturas. Noté cierta dificultad al respirar. Necesitaba más oxígeno, más alimento, más elixir embriagador. Alicia recoge algunas florecillas. La mujer permanece aislada en su soledad, rodeada del azul pálido. Es una falla en el dulzor de la primavera que va huyendo. (Octubre. Aún hace frío) Cubre sus hombros con las mangas sueltas del abrigo. Mira alrededor, se le pierde la vista en el anhelo de atraparlo todo. Es una tinta indeleble de amor. ¡Cómo detener la angustia cuando uno se sabe inerme! En las cimas blanquea la nieve. Dice Toribio que esa nieve nunca se va. Incluso en verano continúa la imagen pintada de las copas blancas, sobre los arabescos y rizados de las montañas. Desde Curicó no hay más que salir a la calle y observar la nítida silueta de la cordillera. Como si tus manos se alargaran. Como si llegasen hasta ellas. Aquella mañana mi amigo dijo: «Allí detrás está la cordillera. Hoy no se ve. Hay nubes. Quizás llueva, pero luego…» Después tragó sus palabras. Se habían convertido en deseos muertos en el filo de sus labios, deseaba que el amigo viajero descubriera ese amor de la tierra hacia los curicanos. Llegó el olor olvidado a tierra mojada. A lo lejos una sombra cubrió los picos sucesivos y las piedras comenzaron a rodar por la pendiente. Estaba tan lejos que no oíamos el ulular de la tierra. La nieve también caía sobre las rocas rodantes. Llovía. Sombras inclinadas mostraban el lugar exacto donde el agua escurría de las nubes grises y negras. En pocos minutos esa agua nos alcanzaría como el olor de la tierra primitiva. Nos miramos asustados. Alicia se abrochó el pecho con los brazos. Miguel se escondió en el abrigo. Luís y yo no dejábamos de observar con recelo, prestando el oído al lejano extravío del valle. El sol apuntaba sus tenues azules por detrás de los picos del oeste. Atardecía deprisa. El aliento congelado nos golpeó y tuvimos que bajar con el auto, delante de la tormenta que nos seguía con los remolinos atroces a través de la senda. Descendíamos rápido. Por nada del mundo debíamos quedar a merced de la borrasca. En esta parte es peligroso. Atravesamos los campos transparentes de cogumelos. Toribio conectó el aire caliente. Nos sumergimos en un desmayo apaciguado, nos atrapó el sueño. La tarde se iba. Llegaba la noche alunada por la parte del norte. Y el frío, el viento, las oscuridades, sonidos rocosos, quejidos y lamentos a nuestro alrededor. Aún tenía grabado el azul celeste y brillante y las transparencias y los armónicos dibujos de los troncos y las mismas copas. Creí viva la montaña. La montaña que nos empujaba hacia el valle. La timidez en la roca que sólo quería defender lo suyo, alejar al hombre de su territorio. No era bueno descubrir los secretos de las prominencias en el cerrado sepulcro de su intimidad. Era un fuero distinto y nosotros unos simples turistas de fin de semana. La carretera se convirtió en un lodazal. El auto resbalaba y Toribio aferraba el volante con fuerza. Pasamos de nuevo por Los Queñes y una voz como muerta susurró pidiendo por la vida de la comandante Tamara. (Yo no fui, creedme, que así lo digo, lo imploro. Dejad a mi pueblo salvo. Yo no fui, pero estoy dispuesta. Soy La Comandante, desque sentí en la sangre el dolor de las gentes. Lucho por ellos, pero yo no soy mala). Así de chiquito brotó el murmullo entre los zarzales del fondo y los matorrales invisibles. Luego se fue corriendo por la ladera, junto a las aguas del río, negros presentimientos. Recuerdos de varias décadas, eso fue. Toribio nos avisó de que no era bueno escuchar esas voces. No eran reales. Es la montaña, sabed, es ella, que no soporta las aventuras triviales ni los ahogos. Tamara sobre el agua negra. Rodrigo sobre el agua negra. Carne deshecha y agua y cieno y venganza. Fue simple. Lloraban como chiquillos. Soportaron sólo al comienzo, que después el cansancio y el miedo… Al día siguiente se conoció. Los expusieron en el altar del orgullo, a esos chilenos sobrantes. Seis vergüenzas con seis nombres. Los escribieron al pueblo. El pueblo los leyó callando. Se cerraron las puertas de casi todas las casas de la ciudad. El frente había fracasado y Los Queñes ya no eran suyos. ―Ella avisa. Nos recuerda los miedos de antes. Te lo quise explicar cuando llegamos. Pero se me fue olvidando porque si no olvido, muero. Hay que tener la virtud de perder los recuerdos. Algunos detalles deben irse. Hay que seguir. Hay que vivir como se pueda. No hablamos más. Las primeras luces de Curicó aparecieron en la negrura de la noche. Detuvimos el auto a un lado. Había pasado mucho tiempo desde el olor a tierra llorada. Por la carretera caminaba un hombre. Iba solo. Viejo, con las manos a la espalda, la cabeza agachada. Hablaba consigo mismo. Movía los labios y hablaba. A veces se detenía, alzaba la vista, la perdía por el callejón del valle, luego continuaba por la orilla. Pronto supimos que la gente les ve muy a menudo. Son desesperados que huyen a las montañas. Desean acabar con sus vidas. La sociedad les falló, no soportan más y buscan los hongos transparentes y azules y celestes en las alturas. Algunos se llevan varios días y noches caminando hacia las flores. Por el olor se guían. Por la renuncia. Buscan la salida al dolor que les fue atrapando en el avance de la vida. El sinsentido quedó atrás. Sus rostros, dicen, se vuelven claros y sonrientes, como de niños que juegan. Pero es la fragancia. Es ella la que los va llamando. Por eso suben. Buscan la soledad y la posibilidad de terminar con sus angustias. La gente sale a las puertas, ven a esos hombres humillados. No les dicen nada. Rezan y piden que a ellos nunca les pase. En los setenta y ochenta había una ristra de cuerpos echados sobre el alquitrán. Llegaba hasta más allá de la posta. Se pudrían y las alimañas arrastraban los restos. Sus familias nunca fueron informadas. Esas gentes llenaban las iglesias. Pedían que sus hombres aparecieran, que alguien les dijera algo. Fueron años así. De hombres contra hombres, ridículo, grotesco. Una caricatura de lo verdadero y útil. Fue cuando el amor comenzó a desaparecer del mundo. Me lo dijo la voz de Toribio. También la de Carmen. Alicia y Miguel asintieron.

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.