Crónicas (9) Lisboa Por Antonio Florido
LISBOA ―Nando, lo que me cuentas es algo terrible. ¿Cómo puede ser Vasques el dueño de tu tiempo? ¿Un obstáculo, como confiesas amparado en la tragedia de tu existencia? (Me has dicho tantas cosas, detalles de una vida sosegada, la calle donde vive tu alma y la otra, más arriba, en el interior de ese cuarto oscuro donde secuestras tu propia manera de comprender el Arte… No. No puede ser. Sería una ocurrencia imposible. Eres un ser desdoblado, eso me cuentas, Nando. El trasiego de tus pasos por este miserable al que llamas Vasques, que podría ser cualquiera, por poner el caso en su sitio, digo. También hoy has fumado y has hablado conmigo como si estuvieses solo en el mundo. Lo único que te falta, querido comandante, permíteme, es que de vez en cuando decidas comprender al otro, al que se sienta frente a ti en este velador de restorán sempiterno. Un poquito vulgar, lo reconozco, donde hablamos de arreglar el mundo que nos tocó y de compendios filosóficos e intangibles. Sólo pido una mirada de desprendimiento, detalle sumiso de un ser como tú, que vivió en mi futuro, al que creí entender que sería acaso yo mismo andando el tiempo. Me acuerdo del Escribidor cuando repaso el fondo oscuro y algo apenado de tus ojos, bajo la mascota que no te quitas nunca. Anotas lo que fue y lo que tal vez llegará a ser algún día, para los que vengan, que de esas circunstancias ya te pasaste de largo. También soy un siamés sin compañero, Nando). ―Lo del tal Vasques es una metáfora, ¿es que no lo entendiste? (Hablas de cosas espantosas, de las imágenes que gasean por encima de nuestras mentes. Sobre el techo de arrebol, como de principios de siglo, flota una nube de saber que tú y yo pretendemos alcanzar, por eso quizás me hables con tus dichosas alegorías. Pero tu vida y la mía son también elementos que ya sucedieron, como ríos que pasan sin descanso, sumisos como todos los ríos de la tierra, con las espumas inclinadas y las aguas perdidas, ya comprendes. Logré atraparte entre unas hojas de hueso, casi amarillas por el uso y el despliegue de tantos ratos. Hay una ceguera roja con una franja alta y más roja si cabe, tu nombre en la zona más cara, la figura desolada de un hombre confundido, que confiesa en soledad la ruina de unos días muy vulgares, repetidos un millón de veces, hasta la consunción. Buscamos respuestas, pero comprende, Nando, que faltan muchas preguntas. Una mesa pintada de un roble perezoso, algunas cuartillas que apenas sirven en estos días, un recuerdo sobre la esquina callada de la propia que se mantiene a la expectativa. Eso es lo que soy. Un recuerdo que no habla, acaso un títere mancillado por unas manos locas y temblorosas. Ahora callas. Has logrado disparar tu mirada en la dirección correcta. Te veo con la expresión cansada de un hombre de otro siglo, como aquel del que hablamos algunas veces. Los tres juntos, ¿verdad? ¡Qué buena idea poder pasear con la tranquilidad de que nada ocurre, de que nada existe, de que todo es falso y cierto de alguna forma! Vasques de mierda, te coseremos los labios como al comandante). ―Es General, Tonio, General ―Nando me había leído el pensamiento. ―Te agradezco el apunte, hermano. Lo mismo sucedería sin la etiqueta porque el hombre se mueve por instintos. De la misma manera tomaría el fusil que hay en la mesa y lo acariciaría con la desidia del que conoce su propio destino. General, Comandante o Presidente. Son hombres repetidos. Todos ruines y egoístas. ―No todos son egoístas. ―De ti para mí, te aclaro que en mi mundo es así. Las cosas han cambiado sobremanera. Tú, en la Rua dos Douradores. Yo, en la parte resignada de Octavio. Lo mismo es, ¿acaso? (Lo que alimenta es esta comunión de poder hablar entre nosotros. Es difícil, muy difícil, esto que logramos. Hemos cruzado tierras y tiempos, soledades anchas, páramos y generaciones y, aun así, tenemos la fortuna, la increíble y maravillosa fortuna de saber, de poder entendernos como dos seres enfermos que van muriendo lentamente.) ―Maestro, soy Rulfo, Juan. ―Usted, como siempre, con esa amabilidad que tanto echamos en falta en estos días. Pero no me llame Jorge Luís. Sólo Jorge, por favor. Ni tampoco maestro. Quisiera ser Juan, como usted. Con esas cuatro letras tan poderosas y breves. ¿Dígame, cómo le va, querido amigo? Nando intentaba recordar cómo seguía ese tú a tú irrepetible. Pero se enfrentaba a un caso imposible, porque el diálogo vegetaba en su futuro. Como Borges, yo también quisiera ser un Pedro de Comala, pero hay empeños e ilusiones absurdas. ―Ahí voy, muriendo, muriendo un poco más cada día…) Mi taza dormía hueca sobre la mesa. Sin embargo, moví la cucharilla por un quizás. El café se había enfriado, pero me daba cosa romper el hilo. Pedir uno nuevo, ¡qué ultraje! ¡Un acto subversivo, destruir el presente, lo más valioso! Volví la cabeza hacia el espejo de la ventana y dejé que Nando gozara los sorbos significados de su boca. Observé cómo avanzaba, incansable, la ofuscación de mi amigo. Y la carrera (huida) veloz de su armonía. Levanté la mano. El mozo se acercó con el diario alucinado. Olí el papel, la tinta húmeda sobre una celulosa trapeada. La portada apareció muda. No había titular ni fotografía de fondo. Tampoco logré adivinar la fecha del periódico. Pasé varias páginas y nada; las olas se fueron desplazando en una sinusoide matemática. Estrías de letras que deberían informar de lo ocurrido en la ciudad en alto, la que estira sus dedos para agarrar un mar que huye. Pero no conseguí encontrar el olor del hueso, ni los dibujos y fotografías en sepia. Eran simples hojas, puras crecidas de la realidad, cuando todo desaparece. Muerte en el salón y en el velador. Tomé otro sorbito de una taza que ya no estaba. No pude ver a mi amigo. ¿Dónde estás, Nando? ¿Dónde tú, Juan, dime? ¿Dónde, Jorge, Jorge Luis, Jorgito del alma? Toda la vida persiguiendo una quimera y no la alcanzo. Me hicieron corto y obcecado. Quise investigar, aunque desde siempre me pensé incierto e incapaz para eso. Jamás lograría detener mi pensamiento en una sola idea. Insistiría, quizá, en abandonar a las primeras de cambio. Luego crecí y me atajé por el camino retorcido de los conceptos que nadie piensa. Me sentía a gusto componiendo y diseñando una nueva senda. Ser el primero en caminar por donde nadie. ―¿Nando, por qué te paras? ¿Has sentido envidia por lo que dije? ¿Celos? ¡Dime! ¡Habla! Mi amigo levantó el rostro serio, enderezó el filo volcado de su mascota, acarició los extremos de su bigotito y comenzó a caminar con sus acostumbrados tanteos de niño. La calle se caía. Una poderosa pendiente tiraba de sus adoquinadas aceras. El tranvía escalaba fatigado. Resoplaban sus pulmones de acero. Los pasajeros, medio dormidos, apuntalaban sus cuerpos en los marcos de las ventanas. Pasaron a una velocidad ridícula, como si fuese un viejo chocho sin fuerzas. La rampa nos ayudó. Me arrimé y le tomé del brazo. Bajamos del todo engarzando los pensamientos de por qué nos tocó vivir de esta forma, con la dureza en el cerebro, ese ánimo inconcuso del deseo de crear para nada. Es hermosa la ciudad del mar, con sus riberas crujientes y el roce de la espuma sobre las rocas. Pasó un barco balanceando su espalda. Parecía del pleistoceno. Un monstruo gigantesco que iría hacia adentro de la mar océana. Nos sentamos sobre un granito frío. Desde esa orilla distinguíamos el otro lado, donde las puntas de la desembocadura se van perdiendo. Un poco de niebla bajaba lenta. El puente, con su atrevida distancia, se confundía hasta llegar a desaparecer en el interior de esa densa neblina de la mañana. Miré la juntura entre el mar misterioso y el horizonte quebrado. Se confundía la tierra con el agua. Nosotros también nos esquivábamos como la propia naturaleza. (Ideas trocadas en conceptos. Conceptos tomados por creencias, convicciones convertidas en piedras y éstas en dogmas infinitos. Nuestros argumentos horizontales convertidos en fisuras y agujeros insondables, sobre el suelo virgen de la ignorancia, honduras tenebrosas y ocultas a un mundo inmenso de mediocridad) ―¿Qué hacemos hoy, nene? El día está un poco desagradable. Puede que llueva y hace mucho viento. ―Mejor nos vamos de esta dichosa plaza, tomamos el tren y nos acercamos a Sintra. Lo he visto en el mapa, está cerca. ¿Te parece? Me echó uno de sus brazos sobre el hombro, besó mi cuello y fue resbalando su boca hasta alcanzar unos labios deseosos. Éramos unos recién casados, enervados por la rutina del mundo, con sus cadencias impuestas y las modas inútiles de siempre. Me despedí de Nando con todo el dolor de mi pensamiento. Quedó allí sentado con el giro de su cuello. Parecía una figura esculpida en bronce, donde la gente se toma fotografías para tener en casa alguna imagen viva de alguien muerto. Sin embargo, para mí era muy diferente. Nando siempre en mis venas, desasosegando a cada instante. Con su tragedia gris oscura, silueta de hombre pequeño, sabia y astuta mirada, ojos tristes y caminar moribundo. Se necesitan personas así. El mundo sólo podrá expiar sus pecados con almas tristes y cultas, aunque estas almas yazgan desesperadas sobre las trivialidades más desesperantes.

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.