Cajón de rubores. 44. Apuntes del subsuelo 5. Antonio Florido





                                                                              
LA CAUSA PRIMERA DE TODAS LAS CAUSAS

Capítulo V

Comencemos, como es costumbre, por el principio. En este quinto capítulo de la primera parte del libro, el autor nos abre la puerta -no sé si de una forma certera o no- a las emociones que le provoca el remordimiento, y al arrastre feroz que éste le aviva, hasta el punto de precisar -más adelante- que dicho remordimiento le produce “…una honda conmoción...”, y que, añade, “…le remordía (remuerde) la conciencia...” (Sobre el sentido de la conciencia en Dostoyevski ya hablé en otro capítulo y no creo necesario insistir).

En otro lugar nos aclara que este tipo de, digamos, perturbaciones, eran para él, en realidad, una pura mentira, un engaño, un ardid, y todo porque le aburría, se aburría soberanamente, y por eso, dice, figuraba todo el santo día, es decir, se transfiguraba, se amoldaba. Y aquí viajamos a las palabras de nuestro también querido autor Juan Carlos Onetti, cuando declara en una entrevista de A fondo, sobre los años…, que él miente cuando escribe, que lo hace desde niño –quiero decir, lo de mentir- y que utilizando este ancestral recurso, aprendió y comprendió que podía protegerse de las tribulaciones del mundo colocándose la eterna máscara de la tragedia, ya que de esta manera los demás se quedaban, se quedarían con la boca abierta, pensando ¡qué niño, qué escritor, qué historias nos cuenta!” Claro, puestos de esta forma, usted mismo nos podría recordar a Osamu Dazai, en su obra Indigno de ser humano; el niño de las tres fotografías, el de la eterna sonrisa, el de la constante fábula, y ¿sabe qué?, que tendría toda la razón del mundo, por eso un servidor jamás se la concedería, porque de nada sirve darle algo a alguien que ya posee ese algo, ¿no? Podríamos trasladarnos también, si usted gusta, a cualquier obra de Natsume Soseki, como El minero, donde trata los mismos encierros del alma; pero, en fin…

Muchos hemos experimentado alguna o muchas, demasiadas veces, que siente en lo hondo la culpa. La culpa de todo, por todo, por ser, por existir, por saberse un ridículo títere sin importancia alguna. Todos habremos pasado en alguna ocasión por esa angustia de nadar en la inocencia rodeado de tiburones que te miran de frente (algunos, los cobardes, lo suelen hacer de soslayo), como amenazantes, como tartamudeando entre un sí y un no que, bueno, que tal vez, que a lo mejor no fuiste tú el que hizo lo que hizo o el que pensó lo que pensó o el que calló lo que calló. Quién sabe. Y todo al precio de, sin saber qué hacer, con mano sobre mano -según Fiódor- uno se aburre; se aburre, pero le duele; le duele, pero se aguanta; se aguanta y, sin embargo, nota ese dolor placentero de ser el único en conocer la verdad de su inocencia. De su -si me apuran- de su simplicidad.

¿Los listos y activos son, realmente, inútiles, estúpidos, sobrantes?

A pesar del aburrimiento que comparto en estos instantes con nuestro protagonista, el meollo de la cuestión radica en eso de la causa de la causa, esto es, la causa in-causada, la primera de todas, la eterna e inagotable pregunta, sustantiva y medular, que nos abroga hasta el centro de la cordura. Yo pregunto, qué tipo de causa es la de Fiódor, cuál busca, ¿la causa de Clemente Greenberg, cuando afirma que “un pintor como Picasso pinta la causa de un efecto posible; un pintor kitsch (imitación de estilo) como Repin (Iliá Yefímovich Repin) pinta el efecto de una causa determinada? ¿La causa nosológica (una de las cuatro, la que usted desee) de Aristóteles, que tanto le trastorna? ¿La causa de Slavoj Zizej, en Órganos sin cuerpo (¿lo han leído?), donde afirma que, “…el efecto es, retroactivamente, la causa de su causa…”?

¡Díganme, cuál!

No os apuréis, porque el mismo que en el texto de Apuntes del Subsuelo se pregunta, también nos expone su respuesta: La justificación. De ahí el duelo inexistente, la falta de empatía, el tremendo aburrimiento de aquel Raskolnikov que recordamos. Sigue el autor con otra cuestión. Se pregunta qué hará, qué podría hacer si ni siquiera siente resentimiento. Ahí es nada la complicación que se nos acerca como un tsunami. Él lo endereza recurriendo a la solución de todo lo irresoluble: El destino. El destino es el culpable, el traidor, el que instiga y provoca entreverado con un paisaje mimético. No, no es el agravio, no es esa culpa soterrada que, de pronto, emerge de las profundidades, no. Es el destino, el qué será, o a lo mejor el tiempo perdido y llorado, junto a su amigo, confesor y protector Dmitri (Dmitri Vasílievich Grigoróvich), en aquella pensión húmeda y cochambrosa donde ambos malvivían.

Se va la razón, se va el agravio, se va el objeto… ¡Y qué queda ahora! El Destino. ¡Oh, El Destino!

(Lo que falta por comentar de este capítulo es poca cosa, muy poquita cosa, y no creo que haga falta nada más).

Vale.

Imagen proporcionada por el autor.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

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