Toquidos
Héctor Cortés Mandujano
Tocaban insistentemente. Abrí y una señora gordita, con un gesto de sufrimiento, puso su canasta frente a mi vista:
—¿Compra manzanas?
Tomé una y la olí. Rico. Le di una mordida y me pareció dulcísima.
—Deme un kilo. Ésta me supo deliciosa.
No cambió su gesto de martirio. Se lo hice notar.
—Ay, señor, es que a mí no me gusta vender manzanas. Pero no puedo hacer algo en contra, es mi castigo.
—¿Quién la castiga, su marido?
—No, señor, no soy casada. ¿Puede regalarme agua para beber?
—Pase, señora, descanse un momento. El sol parece estar enojado…
Entró, le ofrecí un sillón y le di un vaso de limonada.
—¿Me decía, entonces?
—¿Puedo ser sincera con usted?
—Claro, señora, puede contarme su vida sin tapujos. No voy a juzgarla.
—Pues, mire, en realidad soy una bruja. Como he sido tan mala, que intenté un hechizo en contra de mis superiores, una bruja mayor me condenó a vender manzanas. Todos los días me levanto y mi canasta está llena. Si se me terminan, por arte de magia aparecen otras. No puedo dejar de vender estas malditas frutas.
Lloró y lloró mientras me hablaba de sus días de miseria y trabajo sin cesar. Se fue al fin.
Al otro día tocaron de mañana a mi puerta. Abrí y era un niño que vendía dulces. Me encantaron. Me pidió agua y me dijo que era en realidad un duende.
Pasaron después, en días sucesivos, una sirena que vendía tamales, un brujo que traía unos panes de gusto exquisito, una serpiente (muchacha de ojos lindos) que vendía flores…
Compré todas las chucherías que me ofrecieron, porque yo en realidad no soy un señor, sino un árbol de espinas que fui transformado en hombre por castigo: herí sin querer, en el campo, al hijo de un político muy poderoso…
Felicidades, hás leído 1 cuartilla.
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