Cajón de rubores. 49. La caída de un hombre. Antonio Florido

"Despacho de Dostoievsky (museo)". (Fotografía proporcionada por el autor).

YO VI MORIR A DOSTOIEVSKI

Capítulo II

         

LA CAÍDA DE UN HOMBRE

En la sala de trabajo de Dostoievski reina el silencio. El hombre escribe. Veo con claridad sus manos aviejadas, sus dedos afanados y un poquito retraídos, también su espalda aparece volcada hacia un papel a medias, una frente amplia y despejada adorna su conocimiento, y sus ojos vivos, vivos y negros, vivos y negros y profundos, como dos pozos ciegos y hondos. Nadie me observa por aquello que dijimos de la fantasía y la cordura, creo que me entienden. Estoy sentado lejos de él, apartado en una de las esquinas, junto a la ventana que da al cruce de calles, aunque él, el hombre, el artista, el ser quebrantado por tantos recuerdos, está tan concentrado que no repara en mí y no retira la mirada de ese pliego ancho y duro sobre el que insiste en una creación muy bella. En su mano diestra sostiene una pluma bien cortada; al lado, sin embargo, Anna le coloca cada día un lapicero, por si a su marido le diera alguna vez por emplearlo, aun conociendo de antemano que él siempre se negó a hacerlo, ya que, como un niño, se encapricha en su pluma recta y en su cortada pluma, como si se tratase, eso es, insisto, de un mocoso antojadizo, como si en su imaginación aprisionada apareciese de alguna forma esa tibia y mínima sospecha―con el desasosiego aferrado al nervio―de que todos sus pensamientos podrían, de darse el caso, correr el riesgo de evanecerse sin remedio. Fiódor está ultimando uno de sus artículos para el diario. O tal vez se trate de su obra definitiva, o de otra queja del alma que le llama y le necesita y le incita a escribir y a escribir, como un loco, un loco de Dios, un trastornado por sus demonios, o por tanta inquietud deslumbradora. De su testamento; a lo mejor piensa que debe terminar ese texto inconcuso, ese pliegue que no tuvo nunca tiempo de redactar; quizás, quizás se trate de eso tan sencillo, como a veces, en una noche vaharada, le confiesa en puridad a la esposa, con una delicada exquisitez en los labios, con un amor desleído y sobrante, sobre ella; quién sabe, quién podría a estas horas de la noche averiguar si lo que desea revelar este hombre no es más que el avance imparable y gozoso de Los hermanos

Levanta la cabeza del papel, toma su caja de cigarros, la abre como si estuviese descubriendo un pequeño tesoro, sonríe, atrapa un cigarrillo entre sus dedos temblones y lo enciende y entonces, en la penumbra del despacho, en la sustancia misteriosa y mágica de esa mística creada, la densa imaginación del autor cobra vida y, desde mi asiento, la puedo ver y casi tocar o imagino que lo hago o tal vez es mi deseo el que lo enciende todo, ¡vaya usted a saber!; me refiero a las ideas, a los adjetivos juguetones y saltarines y fríos y negros, a los verbos que hacen lo que hacen; quiero entender y hablo―porque lo necesito como el aire que respiro―de sus aspiraciones y logros, de sus infortunios, de los recuerdos amasados durante toda una vida…, todo se transforma en estos momentos maravillosos en un ramillete de luz esplendente y parece como si en vez de dos velas encendidas sobre la mesa hubiera dos soles incandescentes en el espacio que verdea unas paredes de tela aterciopelada y un suelo cerezo o nogal o roble, cálido y sugestivo. ¡Qué hermosa sensación!

Fiódor, con la mirada perdida, rememora cuando comenzó su primera novela, y también piensa en su Mischa, y en Grigorovich, cuando en aquella estancia podrida y cegada; recuerda todavía las palabras del amigo soltadas a bocajarro, “no pierdas más el tiempo publicando tus cuentos en esas revistas de mala muerte; no prives a la sociedad, a la humanidad entera, de la capacidad que Dios te ha dado; escribe grandes cosas, amigo, hazme caso y deja eso que te traes entre manos”, y así, oyendo a través de sus recuerdos estas admoniciones, Fiódor estira ligeramente las comisuras como si estuviese muy cerca del amigo, al lado justo de su hermano, y en su mente sostiene las palabras sueltas de su primer volumen; evoca aquella lejana ilusión, la alegría de todo hombre que se siente un creador, la fatiga en las noches nevadas, blancas y duras; recuerda también, como no podía ser de otro modo, a sus queridos Hugo, Scott, Balzac… “Miguel, voy a ser escritor”. Lo oigo como un susurro que emana de sus labios de viejo chocho, de viejo extraordinario, de viejito entrañable. “Miguel, óyeme, te digo que dejaré todos mis intentos de cambiar el mundo. A partir de ahora cambiaré el mío, sólo el mío, lo más valioso que tenga de él; intentaré alejar de mi cabeza estos demonios que me zarandean y torturan y no me dejan ni dormir ni descansar, te lo prometo”. Después de estos silbos reales o imaginados, Fiódor muda el rostro y ahora sus ojuelos, siempre activos, se agrandan como si estuviesen asomados al borde de un abismo. Porque está oliendo la muerte del padre, la de María, la de su recién nacido. Piensa en ellos y se desconcentra y abandona entonces, irritado, la pluma y sus ideas, como si estuviese rabioso. Con el semblante grave se lleva el cigarro de nuevo a la boca de manera refleja, aspira, dirige a su antojo la columna blanca y algodonosa, impregna el ambiente con ese típico y picante olor a tabaco importado; la brasa, ¡qué linda extravagancia!, disminuye su fuerza, como también se empequeñecen las fuerzas vitales del hombre que escribe con esfuerzo. El escribidor aparta de pronto el tabaco de un manotazo. Ha notado algo. Algo ha sentido en el interior de su mente. Está asustado como si su padre le hubiese llamado para algún cometido. Yo me asusto también, pero de ver su rostro deformado en un rictus extraño. Mira alrededor como ese hombre enfermo del que una vez habló. Lleva su atención a las paredes, a los cuadros de familia, matiza en su cerebro el brillo casi ausente de su mesa. Observa puntilloso el despacho como si jamás hubiese entrado allí, como si se tratase de un desconocido que invadió la estancia de una manera fugaz y atrevida, como si se hubiese transmutado en un hombre despechado, en un hombre antipático, que no se conociese, como si el hombre, el escritor, hubiese sufrido un desdoble. ¡Qué horror!

En la planta de abajo Anna, sin embargo, aún lee, ajena a todo. A su lado se acumula una remesa de pliegos escritos y emborronados que la mujer, la editora, la amante, la admiradora, intentó ordenar de la mejor manera. Su mente organizada y meticulosa transmite interés por lo que hace, porque Anna Grigorievna siempre supo con quién se casaba; Anna, dedicada en cuerpo y alma a encarrilar a ese hombre iluso de las letras, sabe que debe, que tiene que llevarle de la mano; entiende mejor que nadie que ella, sólo ella, prendida en un amor sin fisuras, ha de valer por los dos, ha de amar cuando el marido no pueda, ha de ser la madre que le faltó desde muy joven; Anna Grigorievna siempre fue consciente de esto; por eso lee, por eso corrige, por eso copia, porque sabe que el tiempo será el juez que ponga todo en su sitio. Es tarde. Las tantas de la madrugada. La hora que su esposo prefiere para trabajar sus historias y que ella, queriéndolo en la distancia, amándolo en el silencio elocuente de sus palabras, también elige para preparar las futuras ediciones que pronto han de entrar en la imprenta. Sabe perfectamente que para ellos es necesario publicar. Es no sólo necesario―corrige―es urgente, apremiante. La educación imprescindible de sus niños, con mil gastos a la vista; el alquiler que hay que abonar mensual, puntual y escrupulosamente; los acreedores que todavía, aunque ya a cuenta gotas, los visitan para buscar su parte; el trato con los editores ávidos de carroñas…

Suenan las cuatro en el reloj de la sala. Ritmos acompasados recorren los pasillos, en un reflejo fuerte, sombrío, zigzagueante. Cuatro avisos, cuatro sonatas de primavera, como cuatro soles―y en ese instante me acuerdo del poema de las cinco de la tarde, pero ahora no eran las cinco de la tarde, ni hacía un calor insoportable, ni estábamos en mi patria, donde el amarillo albero se retuerce en el suelo ardiente. Afuera nieva. Detrás de la ventana del despacho, como detrás de todas las ventanas que dan a la calle, la nieve cae con calma, sin prisas, con un blanco de gasa cargado de paciencia, con la imperturbabilidad clásica del alma muerta que Fiódor, su amor de vida, tanto ama. Ahora, Anna deja en suspenso sus movimientos y contiene la respiración; sus ojos, sus hermosos ojos grandes y obscuros, atienden expectantes a ese ruido lejano e insólito que ha creído percibir. Le pareció como un golpe seco. Algo, algo ha oído la mujer, estamos seguros. Algo habrá sucedido allá arriba. Sin embargo, ¡qué!, ¡qué habrá sido!, ¡qué puede haber ocurrido! Porque la mujer está completamente segura de que su hija, Liubov, duerme; como duerme del mismo modo apacible su adorado hijito, Fiódor, en el dormitorio anejo. Y Alexis, su inolvidable Aliosha, también―perdonen―descansa su descarnado cuerpecito en la humedad de la tierra. No puede ser otra cosa―se dice, angustiada―no podría ser nada raro, a menos que, a menos que… Agitada y con el semblante pincelado con una mueca de terror, Anna corre como una energúmena; vuela escaleras arriba; busca la mujer el despacho; busca ansiosa al hombre, a su hombre, al esposo, al amor de su vida, a su sueño; anhela―mientras sus pies sobrevuelan los peldaños―que todo se haya tratado de una simple confusión de sus sentidos, posiblemente fruto de la hora tan avanzada y del cansancio, del sueño que le atosiga al soñar que sueña, de sus constantes y perpetuas preocupaciones. Por fin alcanza la mujer la puerta del despacho. No hay ruido alguno. No hay luz. No hay nada. Nada se oye tampoco desde el pasillo hundido en la negrura de una noche blanca. La puerta está cerrada, como siempre. Intenta abrir con la mano temblorosa; empuja el picaporte sin hacer ruido; la puerta no se inmuta, ni chirrían ruidosas las bisagras. Jadea la mujer y su pecho, anhelante, sube y baja, simulando un ancho mar, un océano infinito de convulsiones… Y sin saber de qué manera sucedió, sólo logré, desde mi rincón apartado, escuchar el rayo de un grito escondido que brotó del fondo más siniestro de una garganta muerta, rota.



«Despacho de Dostoievsky (museo)». (Fotografía proporcionada por el autor).
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 48. Yo vi morir a Dostoievsky. Antonio Florido





         


YO VI MORIR A DOSTOIEVSKY

Eran las ocho y media de la noche del 28 de enero de 1881… En el interior de la habitación estaban Anna, Liubov, Fedor, Alexis, el novelista Maiko (íntimo amigo del autor) y el doctor Bretzel. Nadie más. Anna, su esposa, acababa de echar a voces al hijastro Pablo porque, aún moribundo, le imploraba ser incluido en el testamento por los futuros derechos de autor. La penumbra y un sentimiento denso de pena y de dolor lo invadían todo. Silencio sepulcral. Miradas hacia el viejo que tosía de vez en cuando y mantenía los ojos cerrados. Toda la ciudad contenía el aliento. Todos esperaban que sucediese lo que tenía que suceder. Pero nadie pudo obviar el ajetreo de la gente que murmuraba, o cargaban sus maletas camino de la estación, o simplemente los zureos de los enamorados que alcanzaban las pétreas estancias de la villa. Como afirma uno de sus biógrafos, la vida continuaba, pero algo, algo muy hermoso se nos iba para siempre. Yo permanecía callado en la sala contigua, con la puerta entreabierta, intentando observarlo, retenerlo todo. Miraba la escena y no pude―les confieso―no pude, en aquellos momentos, contener mis emociones. Tuve que cubrir mi rostro con las palmas abiertas; sostuve el llanto que se me escapaba, como el agua cascada que fluye por unas abras nacidas, en este caso, en mi garganta. Anna observó que su marido había abierto sus ojos y supo que esos ojos, esas manos, esa mente, todavía deseaba, necesitaba decirle algo. Los esposos se conocían sin tener la necesidad de hablar. Dosto indicó lo que indicó, con la voz rota tal vez por haberla derrochado sobre las infinitas cuartillas en blanco durante toda su vida. Anna, separando la tapia de su frente, le acercó lo que él le rogaba, su Biblia. Él se limitó a esbozar una sonrisa suave y blanca, como una tibia jarra de leche derramada sobre la escena, alumbrada muy tenuemente. El hombre acarició el libro con sus dedos viejos.

―Lee, Anna―dicen que dijo los que asistieron aquel triste día. Doy fe de ello. También su rumor atravesó la puerta y llegó hasta mis oídos. ¡Oí al hombre, oí al escritor, oí al hombre-escritor, al que sólo amaba a Dios, a su Cristo, a su eterno acompañante, a ese ser yo también―me emociono, excúsenme―tuve la oportunidad de oír desde allá afuera!

Luego me volví. Me daba un apuro tremendo. ¡Quién era yo! ¡Quién era yo, para estar allí presente! De pronto una onda delicadísima vibró en la estancia y declamó un cántico breve y hermoso; era el Evangelio de San Mateo. Y esa onda, esa ola de amor tan dulcísima no era más que la voz preñada de angustia de Anna Grigorievna, la futura autora de Recuerdos. El esposo la envolvió, entonces, con su mirada calma, del hombre que termina sereno y en paz, y dijo:

―No me retengáis… Voy a morir.

Nadie supo el motivo, pero lo cierto es que la muchedumbre comenzó a gritar. De acera a acera. De calle a calle. Por toda la ciudad sonó una cascada, un torrente de lágrimas, de palabras, de sollozos, de tristezas comprimidas. Una lluvia de lamentos inundó el vasto paisaje de la inmensa Rusia de los Zares, de Moscú, de San Petersburgo, de todas las dachas esparcidas por la estepa en millones de verstas.

Fiódor alargó mansamente el brazo. Fedor, su amado hijo, tomó la Biblia de la mano de su padre, intentaba el joven retener el llanto. Liubov y Alexis, su querido Aliocha, sollozaban a un lado del lecho.

―Anna, Anna, ¿dónde estás?

―Aquí, a tu lado, amado mío.

En un esfuerzo último, Dosto bendice a su mujer y a sus hijos y Anna ya no puede más y se quiebra en llantos. Por la ventana se ven luces. La vida sigue, seguía, como si nada extraño estuviese sucediendo. ¡Cómo podía ser eso! ¡Cómo!

Sentí crujir mi cintura, mis piernas se doblaron y caí al suelo, rendido de desesperación.

En la habitación, las miradas huían de unos a otros, como locas que no saben lo que hacen. La penumbra pareció, entonces, más ofendida, más humillada, que antes. El hombre se iba; el personaje creado por este hombre, sin embargo, permanecería en mis libros, en todos los libros, en todas las mentes y corazones del mundo, para siempre. Con mi corazón ebrio de sufrimiento, oí sus últimas palabras, muy suaves, muy dulces, muy tiernas y sinceras.

―No me retengáis. Es inútil, Anna: todo es inútil. No me retengáis.
Una voz desconocida dijo, en aquel instante, que el mundo, el vasto mundo había, ahora, en este justo momento, disminuido de valor.

Vale.

«Dostoievsky». (Fotografía proporcionada por el autor).
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 47. Apuntes del subsuelo 9. Antonio Florido





         

AMO EL SUFRIMIENTO, LA DESTRUCCIÓN Y EL CAOS

Capítulo IX

Como decíamos…

Todo comienzo ha de tener “eso”, un punto de partida, un hilo argumental, una afirmación que, más tarde (o temprano), podremos refutar o no, pero de lo que no nos cabe duda es de que el hombre, como ser consciente, debería preguntarse qué hacer―ya que la tiene―con su voluntad. Es una pregunta que trae de cabeza a Fiódor (creo, y esto no es más que un pensamiento propio, que fue así durante toda su vida). ¿Estamos seguros―se cuestiona una vez y otra―de que “debemos” corregirla? ¿No sería más conveniente decir que “podemos”? ¿O sea, afirmar que podemos en vez de debemos? En cualquier caso, no deja de ser patético (o doloroso, o triste, o emocionante), que el hombre se afane en desentrañar este cómico misterio de los resbaladizos significados que unas veces se solapan, otras se contradicen y otras―no me lo nieguen, por favor―se ríen de nuestro intelecto, de nuestros esfuerzos.

El texto, que usa como centro la Voluntad, es un sistema donde hallamos, de manera centrífuga, otros conceptos más voladizos como el miedo, el proceso, la muerte… Interesante cuando Dosto se pregunta si la razón se engaña, si el hombre, usándola para intentar aprehender el mayor número posible de ventajas, se engaña a sí mismo. Está claro que lo que a él le importa no es que su vida tenga o deba regirse por los caminos que esta razón, su razón, como ley humana, le indica, porque entonces, qué hacer con los atajos de su vida, qué hacer con esos otros caminos que se le presentan constantemente, como una inquietante invitación a nadar a contracorriente, qué hacer, insisto, con esa posibilidad tan atractiva de, yendo a contrapelo, buscar con ansia, con un ardor desmesurado, la destrucción, el caos, el qué dirán los demás, el cómo seré recibido, tratado, pensado… Porque Dostoiesvki insiste en que no siempre es conveniente ni ventajoso para el hombre actuar según las convenciones, a favor del canon establecido; a veces, esas ventajas, digamos ocultas para los demás, uno mismo las percibe con una claridad lechosa, con una visión diáfana, con una alegría en el alma difícil o imposible de explicar. Y el miedo. Siempre el miedo en el horizonte, acechando, con un apriete en el corazón, con una punzada inclemente, despiadada, demoníaca. Horizonte al que nos vamos acercando de manera constante, lenta y sin pausa conforme nuestros días y circunstancias van cambiando, ese horizonte donde sé, donde sabemos bien lo que hay: La muerte. La muerte es, pare él, un final que no vale lo que, para él, digo, es el proceso. El máximo valor no está en ese final ineluctable. Entiendo que para Fiódor se encuentra en la belleza inefable de la sonrisa de sus hijos, en la mejilla sonrosada y ligeramente retraída de su esposa, está en el olor cáustico y suave (todo a la vez) de un atardecer, de una salida nueva del sol naciente, en la fragancia del heno, en el estiércol del caballo que, exhausto, aún tiene fueras para tirar de la calesa; la belleza de este proceso es impagable. Los detalles. La vida. Sí, la Vida. Los segundos… Sí, Dosto es, para mí, un ser que ama los segundos más que las horas o los años.

La dicotomía del principio, entre el deber y el poder, no deja de ser algo cómico. Por eso, Dosto coge el hilo y engancha a él un argumento, su argumento, para transmitirnos, con su prosa cálida y sólida (también muy sincera) su manera peculiar de ver y entender el mundo, su mundo, el exterior y el interior; utiliza este tipo del aparente embrollo con preguntas e indicaciones al lector, con insinuaciones, con sugerencias, con indirectas, como si la persona, más que el creador, nos surgiese de pronto como un ariete que nos obliga a pensar. Esto es también, para mí, y creo que para todos los que reconocemos que amamos la obra de Dostoievski, asombroso, extraordinario e impagable.
Vale.


Sobre apuntes del subsuelo. Antonio Florido.
Sobre apuntes del subsuelo. Antonio Florido.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 46. Apuntes del subsuelo 8. Antonio Florido





         
PORQUE SOY UN HOMBRE…

Capítulo VIII

Hanif Kureishi (1954), en Intimidad, afirma que la voluntad es incapaz de hacer brotar lo que él llama, los dones más exquisitos; esto es, el amor, el afecto, la creatividad, el deseo sexual, la inspiración… Puede, una vez que han florecido en nuestro interior, protegerlos y alentarlos, pero nada más.
En este octavo capítulo de la primera parte de Apuntes del subsuelo, Dostoievski analiza -participando directamente con nosotros, sus lectores- la Voluntad y el Libre Albedrío. Comienza el autor con una aparente negación. Por un lado, dice: “…la voluntad no existe…”, y poco más adelante añade: “…sólo el demonio sabe de qué depende la voluntad…” Luego podremos comprobar que tal negación, como dije, no lo es en realidad, ya que Dosto se aferra a que el hombre, hasta el más sensato, hasta el más disciplinado, hasta el ser más dispuesto a conducirse por la vida por la senda más ventajosa para sus intereses (¿vitales?), por la más suave, es el único animal capaz de establecer, mediante esta voluntad interior, vibrante y sonora, una conducta totalmente contraria a lo que su sentido moral le prescribe.

¡Ay, la moral, la susodicha y tan manoseada y casi siempre mal entendida moral!

(Debería aclarar que estoy con Patricia Highsmith cuando dice que las personas creativas no hacen juicios morales, porque ya habrá tiempo después, cuando terminen su obra, de hacerlos. El arte –indica- no tiene nada que ver con las modas. Aquí noto cierta semejanza con nuestro autor).

¿Cree Fiódor, con Lewitt (1969), que la voluntad, eso que existe o que puede parecer que existe entre la aparición de la idea hasta que se finaliza la obra, no sea más, no sea otra cosa que el propio ego y sólo el ego? En este caso, si fuera cierto, estaríamos, claro está, ante un ego perverso que nos predispone el ánimo hacia una creación, esto es, un salirse de uno mismo, un querer ser más, una alteración provocativa –podría entenderse así- de nuestra propia e íntima mismidad.

¿De qué depende, de existir, la Voluntad?

Establece más adelante una jerarquía en la que introduce, como dos conjuntos que se relacionan, la Razón dentro de la Voluntad. Es ésta la que todo lo domina. Es ella la que aprisiona nuestro libre albedrío, libre albedrío que Fiódor a veces pone en duda. Juega con ambos conceptos y los relaciona convencionalmente, y en otras ocasiones los personaliza, incluyendo en esta categoría una posible relación de odio entre ellos, o de amor, o de sencilla e imprescindible simpatía. ¿Qué Ley sostiene y regula al libre albedrío? Incluso si esta supuesta Ley existiera, según las leyes naturales y matemáticas, sería susceptible de ser manejada al antojo por la enorme imbecilidad del hombre. Habla asimismo de deseos y caprichos. ¿Seríamos capaces, en algún momento de la historia de la humanidad, de controlarlos y gestionarlos según las directrices de la razón? Esta es, en mi opinión, una pregunta clave para entender al autor de estos Apuntes del subsuelo, subsuelo en el que lleva ya –según sus propias palabras- cuarenta años viviendo.

Tengo derecho, tenemos derecho, como seres humanos –afirma- a desear todo lo que quiera, incluso aunque me asalte el capricho más perverso y vanidoso, o hasta que piense y actúe como el más ofensivo de los hombres, el más insensato. Y también pone en una apasionante discusión a estos deseos humanos con su capacidad de raciocinio. ¡Qué hermosura de análisis!

Se pregunta, con nosotros, si la naturaleza es o es lo que pensamos o creemos que es. Por último, resplandece el asunto no trivial de la personalidad, de la individualidad, algo sagrado, lo más sagrado que posee el ser humano, lo que debemos defender a toda costa, al precio que sea necesario; Fiódor protege esta idea como el que más, señalando que esta consonancia es lo que nos identifica plenamente. Y, con ella, a través de esta identificación, la toma de conciencia de ser lo que a uno le dicta no sólo su razón, sino el alma transmutada, es decir, asida y cosida a Dios, a Dios como potencia y esperanza. Unida de manera indisoluble al paso por el sufrimiento como condición necesaria para alcanzar el máximo estado de compasión del hombre hacia el hombre.

Seremos capaces de hacer lo que sea, por perverso o indigno que sea, con tal de saber que hacemos, que actuamos como nos da la real gana. Por el simple hecho de demostrar que somos un hombre y no un teclado de piano, como él suele afirmar.

¡Pura rebeldía y coraje, mientras asistimos al desdoble entre persona y autor!

Vale.


Sobre apuntes del subsuelo. Antonio Florido.
Sobre apuntes del subsuelo. Antonio Florido.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 45. Apuntes del subsuelo 7. Antonio Florido





         
EL HOMBRE ES ESTÚPIDO

Capítulo VII

Este capítulo, leído y releído y releído, subrayado hasta la locura, se asemeja en ocasiones a un arte impresionista. Necesitamos alejarnos para poder comprender el sentido único (¿y exacto?) de lo que Dosto nos quiere expresar. Hay, sin embargo, algunas pinceladas demasiado retorcidas, y algunos colores (entiéndanme) se duplican o triplican sin demasiado aporte a la sustancia; como una fruta a la que muerdes esperando a que el sabor, ese delicioso sueño que seduce, cambie de buenas a primeras.
En el sentido Hesseiano –cedan, por favor-, podemos acudir a la esencia de El juego de los abalorios, donde todo principio se ve enriquecido por una sucesión perdurable de entradas por imitación, aumentando de esta forma no sólo las ondulaciones, sino el deleite propio de quien, extasiado, escucha en silencio las distintas voces.
Aquí, en el texto de hoy, esa nota inicial (o melodía riquísima) no es más que lo que el autor, desde el comienzo del escrito, esconde (de manera abierta) y da en llamar la ventaja especial del hombre. La fuga nace, pues, en esa ventaja. Y a esa ventaja la denomina Voluntad. Para Dostoyevski, ha de ser una voluntad independiente. Imperativa, añade. De otra forma el hombre se vería forzado a comprender y actuar atendiendo sólo a los dictados de la lógica y la razón. Añade que esta lógica y razón, este dúo de complicidades, forman leyes, estructuras, sentidos que hábilmente podrían reconocerse como comunes. La fuga semántica y perseguida continúa pensando ahora el argumento de la Civilización. Maduramos en ella, la música sube de volumen, intentamos seguir las directrices del escritor y, entonces, de una manera nítida y definida, logramos entender que todo se reduce a eso; a hacer caso (o no) a lo que, entre todos, en una categoría que sobrepasa el individualismo, hemos decidido que son nuestras ventajas, nuestras condiciones. Cabe decir, el amor, el sentido crítico, la empatía que jamás aparece… Como muestra nos pone por delante la faz de una figura destacada (sagrada para Léon Bloy): Napoleón. ¿Buscaba el bien a partir del sufrimiento? ¿Podríamos hacer lo que deseásemos al precio que estuviese, de algún modo, establecido? Luego se pregunta -en una pausa huida- qué ha aportado esta civilización al hombre. ¿Lo ha convertido en un mejor sujeto de acción? Su repuesta es que no, que lo único que dicha civilización ha logrado es que el ser humano sea (uso sus mismas palabras) vilmente más sanguinario. Y sanguinario siempre en nombre de algo, por mor de alguien, por alguna causa que se presume legítima; sanguinario como justificación de que uno hace lo que hace porque busca un sentido, sentido que a la larga conseguirá la bonanza, la Virtud (la fuga no cesa en su empuje, y a estas alturas el conjunto semeja un disloque).
¿Tiene esta Virtud algún sentido real?, se pregunta.
El hombre estúpido. A veces actúa porque sólo le interesa agarrar sus intereses y en otras ocasiones, en las mismas circunstancias, procede de otra manera. A pesar de esta aparente incongruencia, o tal vez por ella misma, Fiódor nos inocula en el pensamiento (al menos, lo intenta), la idea no de que el hombre sea verdaderamente un estúpido, sino que lo es de una forma extremadamente superlativa, formidable.
Ya, apartados de lo que se ha escrito hasta ahora, podríamos añadir que todo el escrito está entrelazado de indiscutibles opiniones sociológicas. Unos podrían afirmar que no serían sociológicas sino políticas. ¿Es el hombre bueno o malo por naturaleza? Locke mira hacia un lado; Rousseau mira, sonriente, hacia el otro. ¿Quizás se odien sus pensamientos, sus anhelos, sus ideas? No. Rotundamente, NO. Tiempos distintos, contextos sociales y económicos diferentes. Cada uno aludía a lo que su buen juicio (subjetivo, como todos) le señalaba. Por fortuna, y gracias a los libros que ambos y otros pensadores como ellos, nos legaron, ahora nos encontramos la oportunidad de poder comparar, de poder usar el tiempo de ellos, el llano en llamas Rulfiano que tanto esfuerzo les costó, digamos, apagar.
¿Tratado político? ¿Furor desatado en el espíritu de Fiódor? ¿Una mezcla de componentes que espera paciente a que alguien se atreva a separarlos? No tengo la solución. Sólo sé que he pasado unas horas entrañables con nuestro querido autor, en un intento (puede que inane) de comprender mejor su forma de ver el mundo, su mundo.
Vale.

Imagen proporcionada por el autor.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

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Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 44. Apuntes del subsuelo 6. Antonio Florido





          NECESITO QUE ME RESPETEN

Capítulo VI


Todo gira alrededor del espíritu desvaído, pálido y tenue; la voluntad que no somos capaces, jamás, de sentir, de ejercer, de dominar, la que permanece escondida, como huyendo de algo, de alguien, del mundo atroz.

Es necesario, por ello, saberse. Tomar nuestra conciencia con los dedos acerados y sacudirla. Es completamente necesario para sentirse vivo que el Ser adquiera la certidumbre de que Es, de que forma parte de algo, convencerse de que no está solo, y lograr asir esa convicción que ya se fue, aunque el descubrimiento no sea más que una verdadera estupidez recubierta de andrajosos ropajes.

Habla de la pereza, sí, como podría haberlo hecho de otra noción cualquiera. Quizás utilizó la pereza, porque la mayoría la percibimos como una condición maldita del hombre (¿superior?), porque para nosotros no está permitido procrastinar.

Pereza, ¡qué palabra!

El autor de este libro no siente nada. Sólo tal vez la constatación de esa su horrible oquedad interior. Necesita, anhela ser alguien, algo. Un gandul, apunta más adelante. Sería hermoso que uno fuese reconocido como un simple gandul…, como un pordiosero, como un verdadero e insuperable idiota. Sería la gloria bajada del cielo, como la niebla en una mañana calma y blanca, algodonosa, en la cima del alcor, oteando, impotente, el horizonte que no se percibe. Sería, digo, tan distinguido que tuvieses colocada una sencilla etiqueta. Estaría dispuesto a usar esos retales que los demás arrojaron, vanidosamente, a la basura ¡qué más da! Pero con todo, el aroma incomparable de esa basura, la eterna fragancia de sus despojos, la delicada piel de la que alguien, cansado, se desprendió, le serviría de seguro, la usaría para crear una identidad que todavía, a los cuarenta ya cumplidos, no había encontrado.

Es un texto que me entristece, porque da en la llaga que tanto sufro, con el dedo que acusa, con esos ojos que no dejan de observarte. Me vienen la obsesiva busca de Baroja, el ansia por escalar hasta la cima de Lucien (Mirbeau), los pasos ardientes de un tal Boudjedra por el desierto infame; y sigue pateando la paciencia, esa hermana tranquila de la pereza que es, aún, más tranquila si cabe. Pena. Deseos de hablar con él a solas, apartados ambos de todos vosotros, avariciosos de sus palabras, de sus silencios…

Lo negativo, esto es, serlo, poseerlo, ya es algo bello. Bello porque al menos entiende que sigue vivo, porque hasta lo más perverso Es, existe, grita, llena el corazón vacío. Luego vendrá -o no- la tarea de comprender qué sentido aprehendió al constatarlo. Esa es y será otra historia.
Cuando afirma que así sería alguien y que por fin podría ser parte del club legítimo de los imbéciles (lo de los imbéciles lo digo yo, aunque quizás él también lo pensara), me da un escalofrío. Porque comprendo que nada ha cambiado, a pesar de todos los pesares. Su tiempo es nuestro tiempo. Su vacío es nuestro vacío. Su Nada es también, así lo creo, nuestra Nada. Entonces me pregunto, ¿para qué? ¿Por qué todo este drama?

¡Ay, es ternura hacia lo bello y lo sublime, cargada de insinuaciones y argumentos capciosos, a veces sarcásticos, ay!
Nuestro querido y admirado Dosto (ya hemos tejido una cierta amistad), un hombre perdido que no se resiste al contexto. Juega con la apatía, con la desgana, y esos declives los vuelve y los muestra como virtudes.

La clave de todo esto la expone con una nítida elocuencia. Insisto, Fiódor lo indica con una claridad meridiana: Quiere que lo respeten, que lo respeten como paso previo para poder respetarse a sí mismo. La eterna consonancia de nuestros corazones, que no dejan de subir y bajar, como las olas sensibles de las pasiones. Convencernos de que todos compartimos, nos guste más o menos, las mismas miserias; de que todos nacemos endebilísimos y que también, y por esto, todos debemos penar en vida lo que nuestros pensamientos hierven.

Vale.

Imagen proporcionada por el autor.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 44. Apuntes del subsuelo 5. Antonio Florido





                                                                              
LA CAUSA PRIMERA DE TODAS LAS CAUSAS

Capítulo V

Comencemos, como es costumbre, por el principio. En este quinto capítulo de la primera parte del libro, el autor nos abre la puerta -no sé si de una forma certera o no- a las emociones que le provoca el remordimiento, y al arrastre feroz que éste le aviva, hasta el punto de precisar -más adelante- que dicho remordimiento le produce “…una honda conmoción...”, y que, añade, “…le remordía (remuerde) la conciencia...” (Sobre el sentido de la conciencia en Dostoyevski ya hablé en otro capítulo y no creo necesario insistir).

En otro lugar nos aclara que este tipo de, digamos, perturbaciones, eran para él, en realidad, una pura mentira, un engaño, un ardid, y todo porque le aburría, se aburría soberanamente, y por eso, dice, figuraba todo el santo día, es decir, se transfiguraba, se amoldaba. Y aquí viajamos a las palabras de nuestro también querido autor Juan Carlos Onetti, cuando declara en una entrevista de A fondo, sobre los años…, que él miente cuando escribe, que lo hace desde niño –quiero decir, lo de mentir- y que utilizando este ancestral recurso, aprendió y comprendió que podía protegerse de las tribulaciones del mundo colocándose la eterna máscara de la tragedia, ya que de esta manera los demás se quedaban, se quedarían con la boca abierta, pensando ¡qué niño, qué escritor, qué historias nos cuenta!” Claro, puestos de esta forma, usted mismo nos podría recordar a Osamu Dazai, en su obra Indigno de ser humano; el niño de las tres fotografías, el de la eterna sonrisa, el de la constante fábula, y ¿sabe qué?, que tendría toda la razón del mundo, por eso un servidor jamás se la concedería, porque de nada sirve darle algo a alguien que ya posee ese algo, ¿no? Podríamos trasladarnos también, si usted gusta, a cualquier obra de Natsume Soseki, como El minero, donde trata los mismos encierros del alma; pero, en fin…

Muchos hemos experimentado alguna o muchas, demasiadas veces, que siente en lo hondo la culpa. La culpa de todo, por todo, por ser, por existir, por saberse un ridículo títere sin importancia alguna. Todos habremos pasado en alguna ocasión por esa angustia de nadar en la inocencia rodeado de tiburones que te miran de frente (algunos, los cobardes, lo suelen hacer de soslayo), como amenazantes, como tartamudeando entre un sí y un no que, bueno, que tal vez, que a lo mejor no fuiste tú el que hizo lo que hizo o el que pensó lo que pensó o el que calló lo que calló. Quién sabe. Y todo al precio de, sin saber qué hacer, con mano sobre mano -según Fiódor- uno se aburre; se aburre, pero le duele; le duele, pero se aguanta; se aguanta y, sin embargo, nota ese dolor placentero de ser el único en conocer la verdad de su inocencia. De su -si me apuran- de su simplicidad.

¿Los listos y activos son, realmente, inútiles, estúpidos, sobrantes?

A pesar del aburrimiento que comparto en estos instantes con nuestro protagonista, el meollo de la cuestión radica en eso de la causa de la causa, esto es, la causa in-causada, la primera de todas, la eterna e inagotable pregunta, sustantiva y medular, que nos abroga hasta el centro de la cordura. Yo pregunto, qué tipo de causa es la de Fiódor, cuál busca, ¿la causa de Clemente Greenberg, cuando afirma que “un pintor como Picasso pinta la causa de un efecto posible; un pintor kitsch (imitación de estilo) como Repin (Iliá Yefímovich Repin) pinta el efecto de una causa determinada? ¿La causa nosológica (una de las cuatro, la que usted desee) de Aristóteles, que tanto le trastorna? ¿La causa de Slavoj Zizej, en Órganos sin cuerpo (¿lo han leído?), donde afirma que, “…el efecto es, retroactivamente, la causa de su causa…”?

¡Díganme, cuál!

No os apuréis, porque el mismo que en el texto de Apuntes del Subsuelo se pregunta, también nos expone su respuesta: La justificación. De ahí el duelo inexistente, la falta de empatía, el tremendo aburrimiento de aquel Raskolnikov que recordamos. Sigue el autor con otra cuestión. Se pregunta qué hará, qué podría hacer si ni siquiera siente resentimiento. Ahí es nada la complicación que se nos acerca como un tsunami. Él lo endereza recurriendo a la solución de todo lo irresoluble: El destino. El destino es el culpable, el traidor, el que instiga y provoca entreverado con un paisaje mimético. No, no es el agravio, no es esa culpa soterrada que, de pronto, emerge de las profundidades, no. Es el destino, el qué será, o a lo mejor el tiempo perdido y llorado, junto a su amigo, confesor y protector Dmitri (Dmitri Vasílievich Grigoróvich), en aquella pensión húmeda y cochambrosa donde ambos malvivían.

Se va la razón, se va el agravio, se va el objeto… ¡Y qué queda ahora! El Destino. ¡Oh, El Destino!

(Lo que falta por comentar de este capítulo es poca cosa, muy poquita cosa, y no creo que haga falta nada más).

Vale.

Imagen proporcionada por el autor.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 43. Apuntes del subsuelo 4. Antonio Florido





                                                                              
SOBRE LA MALICIA, EL DOLOR Y EL ACTO DE CONCIENCIA

Capítulo IV

En este brevísimo capítulo (aunque rocoso), Dostoyevski nos relaciona varios conceptos (que, como tales, suelen residir, como parásitos, en el interior de una nimia idea o en cualquier expresión popular, vulgar y zafia), que nacen y se desarrollan adquiriendo una concreción más necesaria y definida con el paso del tiempo sobre la piel de nuestras experiencias.

Para comenzar debemos aclarar que, para quien escribe, el concepto principal alrededor del que orbitan los demás, es la conciencia. (Recordemos que, para Sartre, la conciencia está situada por encima de todo lo demás; observa lo que sucede, incluso es capaz de conmoverse, pero, ¿y para Fiódor?, ¿cómo apreciaba él este término, de qué manera llegó a sentirlo? ¿Observaba, -como afirma Jean-Paul- hundida en la miseria de saberse, engreída en un mundo callado y triste? ¡Díganme!

Un hombre de extrema sensibilidad como Dostoyevski (él lo declara hasta la saciedad), siente, dice, placer en el dolor. En el texto expone sin tapujos que, ante el dolor, el hombre se queja, gime, llora; muestra -como un actor ante el público, su público- que es, quizás, el más infeliz de todos los seres por la noción clara que le arrebata los sentimientos y se mofa de ellos. El dolor físico (leemos en el capítulo un ejemplo metafórico que el propio autor inventa, en el que un paciente siente un terrible dolor de muelas), ¿tiene sentido? Dostoyevski nos dice que sí. Con un SÍ nítido, sin fisuras. Luego agrega que quejarse o gemir (o gritar) de dolor, humilla la conciencia (quizás aquí, creo, el significado de conciencia lo podamos acercar al pensamiento de Sol Lewitt, porque este dolor, esta ineptitud del Yo, este saber que se sabe, deviene o implica un estar al tanto en la vida, un camino claro por donde tirar). Cuando leí y subrayé este trozo no pude menos de pensar en Jesús, en su sufrimiento, en el inimaginable dolor físico, real; también en el otro dolor, digamos místico, en el sentido trascendente, como trascendente sería en este caso, la visión única y escatológica de la Pasión. Entonces, me pregunto, nos podríamos preguntar si Jesucristo sintió humillada Su conciencia, la máxima expresión del amor que todo hombre puede manifestar. ¿Creía esto Fiódor? ¿Cómo, cuánto, cuándo, dónde, hablaba él con Él? Y he de confesar, como nuestro admirado escritor de almas reconoce de sí mismo, que siento una confusión vital, un desorden del que me cuesta mucho evadirme.

Me duele, me quejo, gimo, grito, y noto una voluptuosa (lo de voluptuosidad lo escribe él) inspiración que me llama a humillar no sólo al otro, sino a mí mismo. Y de esa terrible humillación, de ese tétrico agravio, brota el placer inefable y con sentido (para él).

Podremos o no estar de acuerdo con su pensamiento. Pero la verdad es que, con estas palabras no nos debería extrañar que un hombre como él haya sido capaz de traspasar el tiempo y los mundos con su lectura (transcripción matemática) profunda, diría abisal, de las almas de todos sus personajes. ¡Fascinante!

Estoy con Wittgenstein en que esa voluptuosidad, erotismo o apasionamiento de la que estamos tratando debería ser, tal vez, “el templo que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse con ellas”; usted, sin embargo, diría, con Van Gogh, que lo que busca (con sus rojos y verdes) es “expresar la espantosa pasión de los hombres”.

Para terminar estos comentarios deberíamos hacerlo hablando de la escasa o nula confianza del hombre en sí (mismo) y de la falta imperdonable del amor propio, del que el mismo autor de Apuntes del subsuelo, nos anuncia; sin embargo, no podría acabar sin establecer, ante vosotros, la para mí extrema y extraña relación y solución que Dostoyevski nos proporciona para poder dejar de sufrir. Y lo decimos porque es muy clara la idea que más tarde, nuestras lecturas de Cioran así nos indican. Hablamos del suicidio. Dejar de dolernos eliminando la vida. Asistido o no, pero dándonos por vencidos y con la petulancia henchida al considerar que la vida, nuestra vida, es nuestra, que no hubo ni hay ni habrá esperanza ni trascendencia, que debemos elegir (y para ello nos habríamos de vestir con los ropajes de la cobardía) entre ser o dejar de ser. Ahí está el nicho topográfico de la Conciencia. Habrá que dejar que trabaje, ¿no?

Vale.


Imagen proporcionada por el autor.
Imagen proporcionada por el autor.

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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 42. Apuntes del subsuelo 3. Antonio Florido





                                                                   

Apuntes del subsuelo (3)

DIFERENTES TIPOS DE HOMBRES Y SUS CONCURRENCIAS

Capítulo III

¿Cómo se venga la gente que es capaz de hacerlo?

Nos inquieta esta pregunta. ¿Usted es capaz, sería capaz de vengarse si le dieran una bofetada, merecida o no? ¿Rumiaría esa posibilidad, aunque fuese futura, en el rincón de sus pensamientos? ¿Sufriría por ellos/por ello? ¿Durante cuánto tiempo entiende que sería capaz de doblegar a su mente y obligarla a olvidar? ¿Gozaría, tal vez, con la enorme presión de saber que más pronto que tarde le llegaría esa opción, ese ingenuo placer, esa sutil pero necesaria caricia en el alma, ese gozo efímero?

En este tercer capítulo (que daría para mucho) Dostoievski nos presenta a varios tipos de hombres sobre el escenario de su reflexión, esto es, a saber: al hombre sencillo o normal (auténtico y envidiable), al hombre de acción, al hombre (su antítesis) hipersensible, es decir, al pensante, al/el que casi nunca o nunca hace nada, porque se calma, a esos tipos que, como antes dijimos, se les envidia…

¡Todo un panorama! ¿No lo ven?

Los hombres pensantes no creen en los retos. Si se les presenta alguno (un muro de piedra, como el autor “metafora”, o “metaforea”), no les echan cuenta. Ven el muro y lo más que pueden hacer es reír como locos, a carcajadas. No les merece la pena perder o dedicar parte de su vida a tratar lo imposible.

(Recuerdo que, hace mucho, cuando era aún uno de los típicos estudiantes de esos que pasaban desapercibidos, establecía una charla intrascendente con algún compañero; me limitaba a aparentar que escuchaba sus argumentos, a simular (mentir) que esos sus testimonios los comprendía; más todavía, que estaba totalmente de acuerdo con la tesis que le salía entre babas, de tanto entusiasmo, a pesar de entender en mi interior que no compartiría ni un mísero café con el susodicho, que no deseaba eso, perder mi tiempo; ahí comencé ¿treinta años ya, cuarenta?, a llamarles hombres-muro, porque era imposible moverlos ni un ápice de su centro de masas, me explico.)

Luego me resulta extremadamente interesante el otro arquetipo de hombres: los hipersensibles. Para los hombres sencillos, los auténticos, según Fiódor, para esos hombres de acción y humildes, no existen los muros, los muros entendidos, esto es, como retos, ya lo dije antes, creo. Sin embargo, el bicho raro, el hipersensible, el pensante, el hombre-probeta, por usar sus mismos términos, se esconde en el lugar más inhumano, en el subsuelo, en la habitación aquella a la que nunca nos atrevimos a entrar, por el pánico que nos envolvía, por el dolor de sentir demasiado: son, para él, los hombres ratón. Ese hombre, ese tipo de ser, guarda, atesora una paciencia más dura que el granito, espera, sabe hacerlo, vive y es capaz de aguardar hasta el último suspiro recordando aquel hecho o persona tan distante que le produjo ¿le produjo? una insatisfacción, digamos, imborrable, imperdonable. Mientras ese tiempo transcurre, se recrea constantemente en sus despechos acumulados; este ser sabe que su actitud es despreciable, estúpida, pero “amorea” con ese estado de tremenda majadería, goza y paladea el cercano fruto de su espera, de su sacrificio.

¿Todo esto por una venganza a la que considera justa?

El hombre auténtico, el que vive en plena consonancia con las leyes naturales, debido a su innata estupidez, invoca a esa Justicia Natural para que le saque del arroyo en el que se ha hundido; el hipersensible, no. Este se hunde en el abismo, enseña los dientecillos, roe, se rodea de constantes lodos que le ensucian el rostro, ríe, goza o así lo anhela, ese hombre se refugia del mundo en su terrible debilidad porque todo le sacude, todo le enfurece, todo lo odia, hasta la propia imagen de ser como ser, de ser lo que es. Vive en su mazmorra sin espejos ya que no soportaría jamás enfrentarse a sí mismo. Pero, ¡oh Dios, qué fascinante!, anota en su cuaderno gordísimo sus inagotables deseos de beber el lodazal nauseabundo en el que vegeta. Y vive imaginando, incluso imaginando que imagina increíbles venganzas, y con esa actitud sobrevive en un mundo para él insoportable, ruin, asqueroso. No perdonaría jamás, no sabe, no sabe saber, no quiere (algunos ni siquiera se detienen a pensar en qué consiste eso del perdón, o quizás ni hayan oído en su vida esa palabra, esa preñez de la acción, ese desliz de darse sin más, tal y como lo percibe.)

Dostoievski nos apunta que este tipo de hombre sabe que sufrirá más con sus tentativas que con su desenlace probable. Lo sabe. Entonces, digo, ¿por qué?, ¿Por qué todo este desquiciamiento?

(Era adolescente. Tonto. Como todos los de mi época (o casi todos, perdonen). Un buen día, ahora no recuerdo exactamente el o los motivos, entré en mi cuarto, quité la almohada de mi cama, la arrojé afuera, al salón adjunto, me acosté. No salí de mi habitación en dos años. Día tras día. Noche tras noche. Oyendo los murmullos de mis padres. Quería, eso sí lo grapé en mi alma, quería quererlos, quererlos más, amarlos hasta la extenuación. Mi interior era consciente de que lo hacía, sin apariencias ni otras absurdas convicciones, los amaba hasta dar la vida, ¡mi vida! por cada uno de ellos, los admiraba, los necesitaba. Entonces, ¿por qué renuncié al mundo durante tanto tiempo, por qué perdí parte de mi vida? Cuando algo (tal vez mi hipersensible agonía) me dijo que saliera, el mundo había cambiado, todo. Mis papás habían envejecido, lo noté al momento. Él me miró, luego volvió la cabeza hacia los ojos de mi madre, sonrieron como sólo lo hacen los padres sensatos, amorosos, deseables, únicos. Y, sin poder remediarlo, corrí enfurecido conmigo mismo y los abracé con una fuerza extraordinaria que me salió no sé de dónde, no me pregunten. Así fue.)

Nota: mi almohada, sobre una de las estanterías, olía a hermosa ausencia.)

Aclaración: En el título, la palabra Concurrencia, tómenla sólo en el sentido computacional, por favor.


Imagen proporcionada por el autor.
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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

*Sobre el autor:

Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.

Cajón de rubores. 41. Apuntes del subsuelo 2. Antonio Florido





                                                                   

Apuntes del subsuelo (2)
                       Antonio Florido
                


LA CONCIENCIA Y OTRAS ENFERMEDADES

Capítulo II

La primera pregunta que uno lee en este capítulo es por qué ni siquiera pudo cambiarse en insecto. Pienso en Kafka, y en su famosa historia. Es normal. Escribir es una cadena que te encadena a lo de antes, a ti mismo, incluso esta misma cadena te aferra a lo que uno supone el porvenir, eso es, dejar un legado, o simplemente escribir como sea porque como sea te da la gana. Aun así, es imposible no pensar en Franz. El autor intentó escapar de sí mismo, convertirse en cualquier cosa, de ahí este ni siquiera. Luego nos habla de la conciencia. No depura, sino que nos saca de pronto este concepto, como si en realidad le importase. Esta experiencia subjetiva del conocimiento, en este caso, de su propio yo, y de los elementos que le rodean en el día a día es, dice, extremadamente sensible, de manera que todo le influye, todo lo percibe, todo le duele, y seguramente experimentará también un deleite (¿exquisito?) en esta realidad suya, en esta mezcla de sufrimiento y gozo, de ser y no ser, en esta lucha singular y única, porque única se nos muestra en cada ser, en este constante dudar (lo vemos notoriamente en el caso de Raskolnikov, ¿recuerdan?), en esta zozobra mareosa en la que intenta, agitando los brazos, como un ser siniestro y angustiado, salvar su alma.

Atención, memoria y pensamiento se condimentan con las palabras de su inseparable Grigorovich, cuando, en la penumbra de ese soberao que a duras penas podían costearse entre los dos, le aconsejaba que dejase de una vez de escribir en revistas de mala muerte. Tal vez Fiódor llevase grapadas esas palabras hasta el final de su vida, quién sabe.

Odia a Petersburgo. No lo digo yo. Así lo ha escrito. “La ciudad más abstracta e intencional de todo el globo terráqueo”. ¿Trabajo en equipo? No. No podría ser de esa forma. Fiódor es individuo. Es solitario. Es pobre. Es sumamente inteligente (más de una y de dos y de tres veces se jacta de ello, con lo que se nos muestra, más allá de toda índole ficcional, un hombre que vive (que sufre) la agonía de saber que es. Al que no le importa, como a la mayoría, afirmar lo que de verdad cree y siente y experimenta, en el lodazal nauseabundo de las gentes de su época.

Me resulta interesante el punto de vista de Dostoievski de que su hipersensibilidad la vea como una enfermedad. La percepción de la propia conciencia, como algún síntoma patológico de algo oculto que le roe y destruye. “Cualquier dosis de conciencia es una enfermedad”.

Compartimos con él esa vergüenza que nace en el momento en que alguien se fija en ti y crees que sabe todo sobre ti. Me sobrevino en la niñez tontuna, cuando te tratan como eso, como si fueses un tontuno niño. Luego leí sus primeras páginas y caí en la cuenta de que no era el único, ni por supuesto el primero, ni tampoco, por supuesto, el último, pero esta afirmación en lo que yo pensaba era lo concreto (no en el sentido latinoamericano) y me daba un asco insoportable. Cuando más tarde noté que los árboles habían cambiado de color y que sus cortezas se me mostraban ahora como más arrugadas, pensé en lo anterior y me dije que nada había cambiado, que el lodazal seguía ahí, siempre en la línea de mi camino, y que ese barro tan plástico me obligaba a cambiar de rumbo, a tomar un atajo (a mentir) constantemente, para conseguir mi propósito, el de vivir con decencia, arrostrando ese lamento quejoso por poder respirar; me cercó también el conocimiento de que debía pedir perdón por decir lo que quería, lo que sentía; pedir perdón por observar más que los demás, por oler el campo sobre el alquitrán de las calles, por imaginar un desnudado pudor y no distinguir el odio anclado en mí desde el inicio. Al hombre que espía de soslayo, al hombre que murmura, al hombre que pierde el tiempo de su vida sin darse cuenta. Odio al simple sonido de las palabras cuando estas palabras están de sobra porque de nada sirve disentir, ni asentir, como un loco, como un loco suelto, como Efímich, como Nejliúdov, como Anna Akímovna, la señorita entre las más señoritas del reino de las mujeres, a la que la avergonzaba depositar sobre la mano borrosa del desarrapado una simple moneda, una limosna; la que sufría porque ellos, los desfavorecidos, los pobres de los pobres, resistían el hambre propia y el hambre de sus buenos hijos.

Por tanto, este hombre vive en un disimulo que fluye como la sangre de sus venas. “Me roía a mí mismo, a dentelladas”. Un poco más adelante nos expresa que tener conciencia de su propia conciencia, de esa hipersensibilidad de la que hablamos al principio, le produce una especie de deleite. Y continúa hablando de su acendrado amor propio, tanto amor hacia sí que estaría alegre si supiese, a ciencia cierta, que se ha convertido, de la noche a la mañana, en un desalmado, en un orgullo de hombre que, perdido, se encontró en el espejo diurno de su realidad. “También la desesperación tiene sus momentos de placer intenso”.

Termina este capítulo segundo con la culpa. ¿La culpa de ser feliz, de ser infeliz, como Tolstoi y Sofía; la culpa de haber nacido, de tener que morir aunque se quiera, sí, esto digo, aunque se quiera; la culpa por haber olvidado que se vive con los demás, en un rebaño disperso, o concentrado; la culpa por qué, por mirar, por hablar, por sentir y saber, por sufrir, por entender que este drama irrisorio de la vida no es más que una mascarada; la culpa por tener que callar, obedientemente; la culpa aun sabiendo que no has hecho nada, que eres y has sido siempre inocente, honrado, pobre, bueno?


Imagen proporcionada por el autor.
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Edición por entregas del último libro de Antonio Florido. 

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Antonio Florido Lozano

Narrador, ensayista y poeta

Carmona, España, 1965.

Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.

Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.