SOBRE LA MALICIA, EL DOLOR Y EL ACTO DE CONCIENCIA
Capítulo IV
En este brevísimo capítulo (aunque rocoso), Dostoyevski nos relaciona varios conceptos (que, como tales, suelen residir, como parásitos, en el interior de una nimia idea o en cualquier expresión popular, vulgar y zafia), que nacen y se desarrollan adquiriendo una concreción más necesaria y definida con el paso del tiempo sobre la piel de nuestras experiencias.
Para comenzar debemos aclarar que, para quien escribe, el concepto principal alrededor del que orbitan los demás, es la conciencia. (Recordemos que, para Sartre, la conciencia está situada por encima de todo lo demás; observa lo que sucede, incluso es capaz de conmoverse, pero, ¿y para Fiódor?, ¿cómo apreciaba él este término, de qué manera llegó a sentirlo? ¿Observaba, -como afirma Jean-Paul- hundida en la miseria de saberse, engreída en un mundo callado y triste? ¡Díganme!
Un hombre de extrema sensibilidad como Dostoyevski (él lo declara hasta la saciedad), siente, dice, placer en el dolor. En el texto expone sin tapujos que, ante el dolor, el hombre se queja, gime, llora; muestra -como un actor ante el público, su público- que es, quizás, el más infeliz de todos los seres por la noción clara que le arrebata los sentimientos y se mofa de ellos. El dolor físico (leemos en el capítulo un ejemplo metafórico que el propio autor inventa, en el que un paciente siente un terrible dolor de muelas), ¿tiene sentido? Dostoyevski nos dice que sí. Con un SÍ nítido, sin fisuras. Luego agrega que quejarse o gemir (o gritar) de dolor, humilla la conciencia (quizás aquí, creo, el significado de conciencia lo podamos acercar al pensamiento de Sol Lewitt, porque este dolor, esta ineptitud del Yo, este saber que se sabe, deviene o implica un estar al tanto en la vida, un camino claro por donde tirar). Cuando leí y subrayé este trozo no pude menos de pensar en Jesús, en su sufrimiento, en el inimaginable dolor físico, real; también en el otro dolor, digamos místico, en el sentido trascendente, como trascendente sería en este caso, la visión única y escatológica de la Pasión. Entonces, me pregunto, nos podríamos preguntar si Jesucristo sintió humillada Su conciencia, la máxima expresión del amor que todo hombre puede manifestar. ¿Creía esto Fiódor? ¿Cómo, cuánto, cuándo, dónde, hablaba él con Él? Y he de confesar, como nuestro admirado escritor de almas reconoce de sí mismo, que siento una confusión vital, un desorden del que me cuesta mucho evadirme.
Me duele, me quejo, gimo, grito, y noto una voluptuosa (lo de voluptuosidad lo escribe él) inspiración que me llama a humillar no sólo al otro, sino a mí mismo. Y de esa terrible humillación, de ese tétrico agravio, brota el placer inefable y con sentido (para él).
Podremos o no estar de acuerdo con su pensamiento. Pero la verdad es que, con estas palabras no nos debería extrañar que un hombre como él haya sido capaz de traspasar el tiempo y los mundos con su lectura (transcripción matemática) profunda, diría abisal, de las almas de todos sus personajes. ¡Fascinante!
Estoy con Wittgenstein en que esa voluptuosidad, erotismo o apasionamiento de la que estamos tratando debería ser, tal vez, “el templo que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse con ellas”; usted, sin embargo, diría, con Van Gogh, que lo que busca (con sus rojos y verdes) es “expresar la espantosa pasión de los hombres”.
Para terminar estos comentarios deberíamos hacerlo hablando de la escasa o nula confianza del hombre en sí (mismo) y de la falta imperdonable del amor propio, del que el mismo autor de Apuntes del subsuelo, nos anuncia; sin embargo, no podría acabar sin establecer, ante vosotros, la para mí extrema y extraña relación y solución que Dostoyevski nos proporciona para poder dejar de sufrir. Y lo decimos porque es muy clara la idea que más tarde, nuestras lecturas de Cioran así nos indican. Hablamos del suicidio. Dejar de dolernos eliminando la vida. Asistido o no, pero dándonos por vencidos y con la petulancia henchida al considerar que la vida, nuestra vida, es nuestra, que no hubo ni hay ni habrá esperanza ni trascendencia, que debemos elegir (y para ello nos habríamos de vestir con los ropajes de la cobardía) entre ser o dejar de ser. Ahí está el nicho topográfico de la Conciencia. Habrá que dejar que trabaje, ¿no?
Vale.

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.