Apuntes del subsuelo (2)
Antonio Florido
LA CONCIENCIA Y OTRAS ENFERMEDADES
Capítulo II
La primera pregunta que uno lee en este capítulo es por qué ni siquiera pudo cambiarse en insecto. Pienso en Kafka, y en su famosa historia. Es normal. Escribir es una cadena que te encadena a lo de antes, a ti mismo, incluso esta misma cadena te aferra a lo que uno supone el porvenir, eso es, dejar un legado, o simplemente escribir como sea porque como sea te da la gana. Aun así, es imposible no pensar en Franz. El autor intentó escapar de sí mismo, convertirse en cualquier cosa, de ahí este ni siquiera. Luego nos habla de la conciencia. No depura, sino que nos saca de pronto este concepto, como si en realidad le importase. Esta experiencia subjetiva del conocimiento, en este caso, de su propio yo, y de los elementos que le rodean en el día a día es, dice, extremadamente sensible, de manera que todo le influye, todo lo percibe, todo le duele, y seguramente experimentará también un deleite (¿exquisito?) en esta realidad suya, en esta mezcla de sufrimiento y gozo, de ser y no ser, en esta lucha singular y única, porque única se nos muestra en cada ser, en este constante dudar (lo vemos notoriamente en el caso de Raskolnikov, ¿recuerdan?), en esta zozobra mareosa en la que intenta, agitando los brazos, como un ser siniestro y angustiado, salvar su alma.
Atención, memoria y pensamiento se condimentan con las palabras de su inseparable Grigorovich, cuando, en la penumbra de ese soberao que a duras penas podían costearse entre los dos, le aconsejaba que dejase de una vez de escribir en revistas de mala muerte. Tal vez Fiódor llevase grapadas esas palabras hasta el final de su vida, quién sabe.
Odia a Petersburgo. No lo digo yo. Así lo ha escrito. “La ciudad más abstracta e intencional de todo el globo terráqueo”. ¿Trabajo en equipo? No. No podría ser de esa forma. Fiódor es individuo. Es solitario. Es pobre. Es sumamente inteligente (más de una y de dos y de tres veces se jacta de ello, con lo que se nos muestra, más allá de toda índole ficcional, un hombre que vive (que sufre) la agonía de saber que es. Al que no le importa, como a la mayoría, afirmar lo que de verdad cree y siente y experimenta, en el lodazal nauseabundo de las gentes de su época.
Me resulta interesante el punto de vista de Dostoievski de que su hipersensibilidad la vea como una enfermedad. La percepción de la propia conciencia, como algún síntoma patológico de algo oculto que le roe y destruye. “Cualquier dosis de conciencia es una enfermedad”.
Compartimos con él esa vergüenza que nace en el momento en que alguien se fija en ti y crees que sabe todo sobre ti. Me sobrevino en la niñez tontuna, cuando te tratan como eso, como si fueses un tontuno niño. Luego leí sus primeras páginas y caí en la cuenta de que no era el único, ni por supuesto el primero, ni tampoco, por supuesto, el último, pero esta afirmación en lo que yo pensaba era lo concreto (no en el sentido latinoamericano) y me daba un asco insoportable. Cuando más tarde noté que los árboles habían cambiado de color y que sus cortezas se me mostraban ahora como más arrugadas, pensé en lo anterior y me dije que nada había cambiado, que el lodazal seguía ahí, siempre en la línea de mi camino, y que ese barro tan plástico me obligaba a cambiar de rumbo, a tomar un atajo (a mentir) constantemente, para conseguir mi propósito, el de vivir con decencia, arrostrando ese lamento quejoso por poder respirar; me cercó también el conocimiento de que debía pedir perdón por decir lo que quería, lo que sentía; pedir perdón por observar más que los demás, por oler el campo sobre el alquitrán de las calles, por imaginar un desnudado pudor y no distinguir el odio anclado en mí desde el inicio. Al hombre que espía de soslayo, al hombre que murmura, al hombre que pierde el tiempo de su vida sin darse cuenta. Odio al simple sonido de las palabras cuando estas palabras están de sobra porque de nada sirve disentir, ni asentir, como un loco, como un loco suelto, como Efímich, como Nejliúdov, como Anna Akímovna, la señorita entre las más señoritas del reino de las mujeres, a la que la avergonzaba depositar sobre la mano borrosa del desarrapado una simple moneda, una limosna; la que sufría porque ellos, los desfavorecidos, los pobres de los pobres, resistían el hambre propia y el hambre de sus buenos hijos.
Por tanto, este hombre vive en un disimulo que fluye como la sangre de sus venas. “Me roía a mí mismo, a dentelladas”. Un poco más adelante nos expresa que tener conciencia de su propia conciencia, de esa hipersensibilidad de la que hablamos al principio, le produce una especie de deleite. Y continúa hablando de su acendrado amor propio, tanto amor hacia sí que estaría alegre si supiese, a ciencia cierta, que se ha convertido, de la noche a la mañana, en un desalmado, en un orgullo de hombre que, perdido, se encontró en el espejo diurno de su realidad. “También la desesperación tiene sus momentos de placer intenso”.
Termina este capítulo segundo con la culpa. ¿La culpa de ser feliz, de ser infeliz, como Tolstoi y Sofía; la culpa de haber nacido, de tener que morir aunque se quiera, sí, esto digo, aunque se quiera; la culpa por haber olvidado que se vive con los demás, en un rebaño disperso, o concentrado; la culpa por qué, por mirar, por hablar, por sentir y saber, por sufrir, por entender que este drama irrisorio de la vida no es más que una mascarada; la culpa por tener que callar, obedientemente; la culpa aun sabiendo que no has hecho nada, que eres y has sido siempre inocente, honrado, pobre, bueno?

Imagen proporcionada por el autor. ***** Edición por entregas del último libro de Antonio Florido.
*Sobre el autor:
Antonio Florido Lozano
Narrador, ensayista y poeta
Carmona, España, 1965.
Desde 2011 ha publicado ocho novelas y tres libros de cuentos. Su obra ha merecido una docena de premios nacionales en España. Su novela Blattaria (2015) fue llevada al cine en 2019 en una coproducción peruana-española. Afirma ser “un autor neoexistencialista que aborda asuntos éticos y de actualidad, como la violencia (interior, de contexto y doméstica), el maltrato a los ancianos, la muerte digna, la intolerancia hacia la homosexualidad, la decadencia moral del ser humano…”, y le gusta ser considerado “un escritor vertical y conceptual”.
Colaborador habitual de numerosas revistas de arte y literatura de varios países hispanoamericanos, desde hace quince años es también columnista en diversos medios de comunicación.