Cenizas
Me aterra la muerte, ese vacío infinito, oscuridad sin retorno, invierno eterno. Me aterra el tiempo y su inequívoco destino final, mi fobia en progreso. Intenté rezar al maíz cuando era pequeño, mi madre me dijo que de ahí venía toda vida. A los dioses no les agradaba al parecer, con mi mirada como adormilada, con mi sonrisa como perdida, con mi tristeza como rota.
Cuando comencé a crecer —horrible destino— enfrenté al espejo y su amarga función. Esa de mostrarnos nuestro monstruo en proceso, nuestra vida agotada, nuestra rota mirada en el tiempo. Le rogué a las deidades en piedra, esas que sólo se recuerdan en domingo. De nuevo, silencio.
Desde ese día comencé a inmortalizarme en fotografías, en relaciones y en poemas. Busqué una inmortalidad ajena a mí, una que me llenaba el alma, una que no quería. En llanto me enfrenté a la bestia carnal, a la bestia espiritual, a la farsa intelectual que me cubría, aquella convencida de su inmortalidad. En la oscura batalla volvió mi manía, esa de guardar muertes de instantes, muertes de otros, muertes de mí mismo. Pero la foto sangró falsedad de recuerdo, la relación vomitó traición y descaro; y el poema, mi único fuerte, lloró mentiras en las que no me encontraba.
El azulado vuelo de un cóndor de primavera me dio la respuesta, perdido de los años que tenía —pues no quería contarlos— encontré en la libertad, en el aleteo de un ser ajeno, en su muerte buscada, lo encontré, la resolución de mis miedos.
Supe que la vida nació de la muerte, y que la muerte con su amor maternal le dio el regalo del sentido, pero joven e inmadura la vida, desperdiciándolo nos dejó sin él. Al encontrar una ausencia total de sentido, vi a la muerte como aquella madre que me esperaba con los brazos abiertos, fue por eso que la última vez que recé, fue a ella.
La muerte me sonrió como quien le sonríe a un niño, me dijo que me cuidara y comiera bien, que llorara cuando hiciera falta, que riera cuando no lo necesitase, me dijo “Te amo”. Con todo el odio del mundo me devolvió a la vida, al legítimo reino de su hija.
El diablo se me apareció en verano, habiendo estado en territorio divino me lloró con burla, me besó con celo, me acarició con rencor. A cambio de tu alma, me dijo, la inmortalidad yo te daré. La cruz y el maíz hicieron presencia para suplicar mi negativa, “¿Dónde habían estado?” Pregunté. Silencio de nuevo.
El alma le ofrecí, la inmortalidad me devolvió. Ya libre de mis temores infantiles lo comprendí. Que tonto soy, cuando por fin lo logré, ya sólo era cenizas.

Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.
*Sobre el autor:
Miguel Isaac Zavala Flores
Cuentista y ensayista
Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo.














