Desde la buhardilla. 8. Las cosas que odio. Gabriel Mendoza García


LAS COSAS QUE ODIO
No siempre se puede ser positivo ni mantener el mejor ánimo. Por eso, esta noche he decidido entregarme al arrebato, a la catarsis y a esa indiferencia que reposa en el enojo. Últimamente odio muchas cosas; odio lo que significan en mí, más no lo que son en realidad. Siempre hay que ver el hecho en sí, no en ti ni en mí. Por esa razón, me doy licencia para arrojar zopilotes como letras. No hay nada bueno que decir.
Odio el jodido Metrobús. Odio que cada estación me recuerde nuestros peores momentos. Largos recorridos de incertidumbre, llanto y caras tristes. No niego que extraño los besos robados en tu cuello, recargados sobre el gusano de conexión, mientras los ánimos se volvían más y más impropios. Pero esta noche gana por mucho el mal sabor de boca. Las amargas despedidas, las lágrimas, los sombreros y verte marchar sin siquiera esforzarte en dar la vuelta y regresar a mí. Nunca lo hiciste, porque ese es el papel del hombre, ¿no?
Lo peor del puto Metrobús es pasar por Centro Médico. En cada esquina, una desgracia: en una, la entrada por donde incontables veces recorrí el camino en busca de mi padre, recuperándose de un infarto; en la otra, te vi con él. Me cago en Centro Médico y me recago en el jodido Metrobús.
Odio las motocicletas, esas armas indispensables cuando ya no eres joven y no te queda mejor táctica para seguir buscando el apareamiento. Odio a los más versados, esos orfebres del «tener todo bajo control», que son siempre los primeros en accidentarse. Y peor aun cuando se es mayor y se padecen impedimentos físicos. Odio que no cedan el paso, que les valga verga la situación de los peatones. Así que, en este mismo bolso, me da la gana echar también a los jodidos ciclistas: los dueños de la moral y el civismo urbano.
Odio no tener control de mis emociones, lo cual me lleva a hacer el ridículo con estas demostraciones de visceralidad pura y dura. Odio que se me dé tan bien ser un nervio expuesto, una úlcera encarnizada, una olla exprés a punto de reventar. Odio que mis instintos más básicos se rijan por la pasión, por la profunda depresión, el odio más visceral, la risa más ruidosa (aunque en eso nadie compite con la tuya) o la euforia absoluta. Odio encerrar a mi cerebro bajo cuatro llaves; el pobre siempre pugna por que lo deje hablar, pero solo lo suelto cuando la culpa me carcome.
Odio que te hayas ido de mi vida como si hubieras muerto y yo visitara tu tumba todos los días, gritándote reproches que jamás escucharás. Odio tus oídos sordos y tu vista indiferente, tu cara de culo cuando te enojas. Pero nada, NADA, le gana al odio que le tengo a tu orgullo: ese orgullo mezquino, arraigado bajo el pretexto de que «así me enseñó a ser la vida». Y sí, odio a tus amiguitos. Los odio como ellos me odian a mí. Así que estamos a mano en odios.
Odio que me odies, porque yo no te odio. Solo odio unas cuantas cosas que me recuerdan lo que tuvimos. Y no es que haya sido malo, no. Eso lo atesoro… Odio que ya no lo tenemos. Odio todos los lugares que pisamos: tristes recordatorios del fracaso. Odio la comida y los helados. Odio ir al puto cine. Odio tener que ir a los conciertos de mi grupo favorito porque sé que allí estarás, allí estaremos, y odio saber que, para entonces, me atacarás con la más lapidaria indiferencia que puedas convocar.
Uno: para demostrarte que eres una cabrona, chingona, empoderada, que ya tiró la chancla y que ni loca la recoge.
Dos: para causarme el dolor que yo te haya causado.
Tres: para aparentar que nada de esto puede ser comprobado con hechos y que son solo ideas mías, que nacen, crecen y viven dentro de una batalla contra mí mismo.
Odio tener que recurrir al odio. Odio odiar, como dirían por ahí. Pero prefiero ser honesto conmigo mismo. Al mundo, que le den por culo. A veces se siente bien odiar, exudar la ira y el rencor. Después vendrá el llanto y, probablemente, en algún momento, la serenidad. Pero no será este día.
Hoy es día de dejarse llevar por los senderos de la furia. De sentir el sabor metálico en las encías. De rechinar la dentadura con paroxismo, azotar las manos contra la mesa y largarse a gritarle a la luna que es una mentirosa. No hay promesas que un astro tenga que cumplir.
Odio escribir esto, pero no lo pienso borrar.

Gabriel Mendoza García.

Foto proporcionada por Gabriel Mendoza García.
Foto proporcionada por Gabriel Mendoza García.

Sobre el autor:

Gabriel Mendoza García (Ciudad de México, 1984) escritor y creador de videos y contenido en redes sociales, fundamentalmente en la actualidad a través de la plataforma Alcance Tendencia Mx. Fan acérrimo del dúo musical europeo Lacrimosa, quienes representan su mayor fuente de inspiración, desde niño destacó por centrar sus esfuerzos cognitivos en mundos imaginarios y por valerse de su sensibilidad. Su primer intento literario fue El Oráculo de Gaia, una reinterpretación de El Señor de los Anillos, de la cual no queda ninguna evidencia. Su verdadera encomienda personal con la literatura es la saga Sofía, la única que tiene como epicentro la Ciudad de México, una obra coral, apocalíptica, empapada de misterio, acción, suspenso, drama, mitología, ciencia ficción, acción y aventura que, al modo de la mítica serie de televisión Lost, se centra en sus personajes y que comenzó a fraguarse en el otoño de 2007, cuyo primer fruto es Emanación. Es miembro del comité editorial de Almuzara México.

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