Valle de tinta 8. Pájaros de arcilla. Miguel Isaac Zavala Flores

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Pájaros de arcilla

El viento de oeste rompía contra las rocas del pueblo de San Juan, el árido suelo junto al calor sofocante parecía formar el carácter de las personas que vivían ahí. Los habitantes se dedicaban a la alfarería, por lo que los hombres eran fornidos, acostumbrados a cargar grandes cantidades de materia prima.
José, por el contrario, era un joven escuálido, nacido con dificultades en su habla prefería quedarse callado la mayoría del tiempo. Era un observador innato y le gustaban las aves. A veces, se imaginaba a sí mismo en esas parvadas sincronizadas volando al ritmo de la vida. Sus padres decían que era medio tonto, sus amigos lo apodaban como “el mudito” y sus maestros se habían cansado ya de su silencio.
El padre de José le enseñaba en casa la importancia del oficio de la alfarería, le mostraba cómo uno era capaz de moldear el destino de la arcilla con los finos toques de sus manos. Hacía especial hincapié en la fuerza, esa que era tan necesaria para cargar con el barro y para llevar a buen puerto cada pieza terminada. Le mostraba los beneficios obvios del trabajo, como una casa de dos pisos, como un cuarto propio para él mismo.
Él estaba interesado en otras cosas, parecía divertirse mirando las nubes y de vez en cuando corría agitando sus manos como si se emocionara. Observaba los pájaros por horas e incluso se sabía de memoria las características distintivas de cada especie. La hermosa ventana en su cuarto, aunado a que se encontraba en el segundo piso, le permitían disfrutar de su pasión en plenitud.
—Nació mal el niño —decían las hermanas de su madre—. Lo cuidarás toda la vida.
José no hablaba mucho pero su oído era fino, prestaba suma atención a cada palabra, por eso le dolían sus apodos, por eso se sentía una carga para su padre, por eso no saludaba a sus tías. José no lloraba, no sabía cómo hacerlo, razón por la cual las lágrimas se le iban al pulmón, razón por la que tosía todas las noches tratando de sacarse la tristeza de dentro.
En mitad de una sesión de alfarería José fue demasiado brusco con el barro y ensució todo el taller. Su padre furioso comenzó a gritarle con intensidad mientras señalaba la falta de seriedad y de interés por parte de José, comenzó a recriminarlo y a desahogarse de todas esas veces que deseó no haberlo tenido en su vida, que deseó tener a un hijo normal. José sólo tapaba sus oídos, le molestaban los ruidos fuertes.
Una noche sin tos José se escabulló al taller de su padre, sacando las fuerzas más grandes de toda su vida comenzó a cargar con la arcilla y, usando la finura más perfecta, comenzó a moldear sus sueños en el barro. Pasaron una, dos, tres horas. Pasaron las risas de sus compañeros por su mente, el desprecio de su familia, los aleteos limpios y gráciles de los corvatos.
Una vez terminada su obra decidió usarla, mostrarle al mundo de lo que realmente era capaz, enseñarles la belleza que llevaba por dentro.
Cuando la madre de José sacó la basura aquella mañana dio un grito ensordecedor, su cara tenía una mueca de horror. Ante ella se encontraba la imagen del cadáver de José junto a un par de hermosas alas de barro.
Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 7. Mis gritos ahogados en rojo. Miguel Isaac Zavala Flores

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Mis gritos ahogados en rojo
Miguel Isaac Zavala Flores

Cuando la bala perforó mi esófago, no tuve oportunidad de gritar, reír o llorar. Me atraganté con la sangre que poco a poco se coagulaba. Mis gritos ahogados en rojo reclamaban una vida a medias, sin amores suficientes, con odios excesivos.
Mi madre me advirtió, me dijo que dejara este camino de pastillas y pistolas. Ahora soy un cadáver más, uno que no extrañarán, uno que, de hecho, celebrarán en mi agonía. Tal vez mi padre llore un poco, tal vez mi madre sea la única que realmente pueda recordarme. ¿Quién más lo haría? ¿Quién derramaría sus lágrimas por un criminal?
El tiempo pasa y mi cuerpo se siente frío, curioso, puesto que yo ya me creía en el infierno. Las almas de mis muertos me arrastrarán a su sufrimiento infinito, a su rencor insano. No pasa nada, el tiempo se detiene y empiezo a flotar, soy una gota de rocío, una mota de polvo, un átomo inestable.
Veo el surgir de las eras y los imperios, veo mis electrones ser onda y sonido, ser míos e impropios. ¿Qué soy? La muerte. Soy la fisión que igualó a los soles, soy el arma del soldado, soy el hambre de los pobres, soy la enfermedad del mundo. ¿Qué soy? La vida. Soy la reconstrucción de las ciudades, soy la hierba en el cemento, soy la unión de gentilezas, soy la cura de los pecados.
De repente veo vacío, veo el espacio inmaterial que nos habita, veo la sombra de la ausencia, el persistente deseo de existir. Veo el choque universal, veo la estrella de la que nací, de la que nació mi padre y su padre y su padre… Veo sin ojos y sin nervios, soy la nada, el todo, lo mucho y lo poco. Soy los distintos planos de existencia. Una estrella de protones, una sonrisa de amor. Un miedo absurdo, una onda gravitacional. Soy el tiempo y el espacio curvo, soy la carta que escribió Neruda.
Me paseo por las probabilidades infinitas, por el curso de las galaxias. Veo a la humanidad doliente y me creo un dios, veo los desiertos de bondad y me creo un demonio. Miro los secretos de la existencia, el polvo del polvo, los engranajes del destino. Intento encajarme en la escala universal y me doy cuenta, yo ya no existo.
Dejé de ser parte del cosmos, soy un extranjero de la realidad, un nómada de tiempos, un muerto para la vida. Los pedazos de mí vagan por el mundo. Mis órganos ahora son larvas, mis cabellos son polen, mi carne es abono, mi vida es un recuerdo de mi madre.
Con la tristeza del abandono me proclamo huérfano del existir. La oscuridad me cubre con su manto orfanatorio y me susurra “ven”. Me limpia las lágrimas y la mente, comienza a borrar mis recuerdos y mi voz. Todo es oscuridad, soy sólo un punto, un punto y final.

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*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 6. El ladrón de cuerpos. Miguel Isaac Zavala Flores

Foto de Anna-Louise: https://www.pexels.com/es-es/foto/cementerio-bajo-el-cielo-nublado-674732/

 
El ladrón de cuerpos
Miguel Isaac Zavala Flores


Según lo que leí, era una vieja costumbre que tenía. En ocasiones le molestaba, lo consideraba una adicción. A veces era por una sonrisa, por una lágrima, incluso por un suspiro, razones simples pero suficientes para llevárselos, para robarse su cuerpo. Le encantaban, tan diversos en sus formas, en sus experiencias, en su vivir. Todos tenían algo que aportar, tenían algo de él escondido en sus vidas, en su futuro.
Se creía merecedor de todo lo vivo sobre su tierra, por eso es que, a pesar del dolor de una familia rota, del llanto del infante, del miedo helado, de las oraciones de cristal, de la súplica eterna, a pesar de ello, se los robaba. Los traía consigo para admirarlos en otro plano, para decirles los secretos del existir, para enseñarles su muerte.
Llevaba demasiados años ya con esa insana necesidad, la edad no jugaba a su favor y se notaba más compasivo que antes. Dejaba llegar a la vejez a los que antaño habría matado cumplidos los treinta. Se consideraba a sí mismo misericorde, pero lo cierto es que el ansia lo carcomía. Por eso por cada viejo que dejaba llegar a sus noventa, tomaba en intercambio a un bebé en sus primeros meses; por eso la guerra no paraba; por eso la enfermedad azotaba al mundo.
Algunos huyen de él, otros lo rechazan e incluso existen quienes lo alaban, pero sin importar qué, llegado el momento, se los lleva, ya sea por accidente o por destino, siempre se van con él. Las risas, esas que no se pueden mantener, las convierte en brisa, los odios en alimento para gusanos, los miedos en frío invernal, el amor en recuerdos.
Desde que se llevó a papá, intento hablar con él para pedirle que pare con su locura. Nunca me responde. Interpreto sus silencios como advertencias, como esa amenaza de que pronto me robará también. Mamá dice que Dios es bueno, que papá está mejor con él. Para mí sólo es un ladrón, un ladrón de cuerpos.

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Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 5. Donde mis lágrimas fueron raíz. Miguel Isaac Zavala Flores

Foto de Eliezer Muller: https://www.pexels.com/es-es/foto/tocon-de-arbol-blanco-y-negro-en-el-bosque-34684951/

 
Donde mis lágrimas fueron raíz

Mi madre era mesera, el dueño la dejaba dormir en el lugar a cambio de acostarse con él. Nunca conocí a mi padre, tal vez por eso me golpeaban hasta que sangrara por mi boca, tal vez por eso el dueño de vez en cuando me encerraba en forma de castigo, quizá por eso mamá tenía tantas cicatrices en la espalda.
A los diez años los descubrí en mitad de su acto carnal, vi cómo las lágrimas salían de los ojos de mamá, su vergüenza y dolor, su pasión apagada y sus intentos por no romperse. Aquel hombre me gritó que me largara, cansado de sangrar, decidí seguir su orden y al día siguiente me fui de aquel bar.
Le pedí a mamá que viniera conmigo, que juntos viviríamos mejor. Sólo respondió que me dejara de tonterías y volviera al cuarto. Le prometí que le compraría una casa, que cuando volviera le daría las flores más hermosas del mundo. Ella me miró con una sonrisa y un par de lágrimas, esta vez eran de amor.
—Vuelve antes de las diez —dijo.
Me metí entre los matorrales y comencé a deambular, sin rumbo, sin golpes, sin miedo. Pasaron los días y las noches, mi cuerpo acostumbrado a la inanición comenzó a tener hambre, agotado me rendí ante el camino y caí de rodillas, de entre la tierra brotaron gusanos y, sin pensarlo, me los comí. Dicen que las madres deben dar alimento a sus hijos y yo, al ver el regalo que me brindaba, comencé a llamarla mamá Tierra.
Ella me dio insectos para mi hambre, ríos para mi sed, camino para mis pasos. Mamá Tierra cuidó bien de mí. Tenía diez años.
En algún punto del tiempo llegué a un pequeño pueblo de sembradores. Ellos, al ver mi condición, decidieron adoptarme en su comuna. Me alimentaban con raíces, maíz y tomates, a cambio yo les ayudaba a las labores del campo. Sol a sol araba, sembraba, regaba, cuidaba y cosechaba. Luna a luna soñaba, a veces despierto y en otras dormido, con una casa, con un futuro, con una flor.
A mis veinte años era comerciante, los sembradores me integraron a sus viajes por los pueblos cercanos, me enseñaron a leer y a contar, a reír y a cantar. Los caminos eran largos y el sol quemaba como los infiernos. Nos recostábamos bajo los árboles y silbábamos canciones. En una ocasión cayó sobre mí una pequeña fruta, me invitaron a comerla y, al probarla, vi la vida dentro de sí, inevitablemente recordé que la madre tiene consigo a su fruto. Desde entonces la llamé Mamá Árbol, pareció agradarle pues ahora me seguía, podía verla en los robles y los abedules, en los manzanos y los limoneros.
A los treinta años me enamoré. Era una mujer bonita con muchos pretendientes y paciencia corta. Un carácter duro como las raíces y fuerte como la roca. Intenté conquistarla en múltiples ocasiones, le regalaba muestras de la cosecha y flores de la plaza. Le silbaba canciones y de vez en cuando le cantaba dos versos. Nunca conseguí que me quisiera. Sí conseguí que uno de sus pretendientes se pusiera celoso, tanto que un día me dio una paliza. Me tomó desprevenido e intentó ahogarme en un barril. El resto de la gente lo detuvo y cuando ya me sentía al borde de la muerte, la bocanada de aire se sintió como volver a la vida. La madre por el hijo da la vida. Me comí a Mamá Aire y ella la vitalidad me devolvió, desde entonces la acompaño a las flores para darles brisa, a los fuegos para darles fuerza.
Ante la falta de amor, mi vida desde entonces se centró en acumular. Acumulaba agradecimientos de los pueblerinos, insultos de los comerciantes, vegetales de mis cosechas y, lo más importante, acumulaba riquezas sin parar. Con la vida solitaria que llevaba y mi cuerpo acostumbrado a la hambruna, comencé a ahorrar en demasía. Al no caberme más dinero en los bolsillos, decidí volver. Llegué con la mujer bonita, ahora ya madre de tres hijos y de carácter triste, y le di una moneda a manera de gratitud por hacerme feliz, aunque sólo fuera de pensamiento.
Llegué con los sembradores, ahora ya ancianos retirados, y les di el dinero suficiente para que no tuvieran de qué preocuparse por el resto de su vida. Tanto había acumulado.
Por último, caminé tras las huellas borradas del pequeño niño hambriento entre los matorrales y con direcciones que apenas entendí, llegué al cementerio. Allí estaba mamá. No era mamá Tierra, mamá Árbol o mamá Viento. Era sólo mamá, mamá Llanto, mamá Cicatrices. Su epitafio estaba maltratado, así que apenas pude leerlo. Mi cuerpo se arrodilló ante la lápida y entregándole las flores más bonitas que compré, le sonreí. A media promesa yo, huérfano de una madre, también lloré cantidades enormes de lágrimas. Tantas había acumulado.

Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 4. Extraño amanecer. Miguel Isaac Zavala Flores

Foto de Tuur Tisseghem: https://www.pexels.com/es-es/foto/fotografia-en-primer-plano-de-la-mano-izquierda-humana-159333/

 
Extraño amanecer
Miguel Isaac Zavala Flores

Hoy me encuentro extraño, no hablo de desconocimiento de mi ser o de cambios de las pieles a las vísceras, me refiero a una extrañeza perversa, de esas que se te quedan en la lengua sin terminar de aventarse al vacío en forma de palabra. Al despertar me di cuenta que mis ojos eran luminosos cómo bengalas, mi boca amarga como detergente, mi corazón inquieto como drogadicto. Pero no de una forma física, ni de un sentir especial, era una corazonada, un instinto primario que me gritaba mirar mi reflejo, morar mi alma, murmurar mis incendios, maullar mis perdones, mellar mis principios.
Y así fue, en el espejo encontré un "extraño", uno que no supe distinguir. Mi mente estaba tan confusa al verlo que no sabía si se refería al extraño de quererlo encontrar o al de no saber de quien se trataba. Ante tal incógnita decidí desdibujarme en letras, repartir pedazos de mí en un papel medio arrugado.
Primero fueron las ideas, caóticas e intencionadas, pobres de ellas, con un futuro tan brillante y tan alto, pero, de dueño me tienen a mí, un sombrío ser incapaz de acompañarlas por mi miedo a las alturas. Después llegó el físico, uno débil, con sobrepeso, necesitado de cariño, de deseo, de calor. Un cuerpo simple y complejo, funcionando al ritmo de las hormonas, las feromonas, de la sangre misma, pedazos de carne y de hueso bailando sin música, sin sentido.
Cuando pensé que por fin había plasmado todo de mí en el papel encontré algo nuevo, tal vez esa era la extrañeza, tal vez ese pequeño borrón medio invisible era el culpable de todo. No lo fue, más bien debía de agradecerle por volver, encontré dentro, en lo más profundo, un grito, no sé si eufórico o asustadizo, no sé si grave o agudo, no sé si existió en realidad, era un grito de vida y de muerte, un movimiento circular y linear, un eterno viaje por mi ser que unía con suma delicadeza a mi mente y a mi cuerpo.
Comenzó a abrazarme como un nido a su huevo, como una sombra. Recorrió los espacios imposibles, enlazó las conexiones inexistentes, encendió la chispa de los mil incendios y empezó a bailar, al ritmo de un tambor, al ritmo de una armónica, al ritmo de los tiempos y espacios, de los qué y los por qué. Las letras comenzaron a tomar vida, se unieron en grupo formando palabras, se intercambiaron en ideas, se vendieron en temas, incluso hicieron la guerra, el amor y un poema.
Después de días en eterna estática, la electricidad fluctuaba por lo que soy. Ese borrón de la existencia, que apenas y podía apreciar, me lloraba en salamandra, y regenerando mis últimos intentos renací.
No lo llamé alma, ni sentido, ni vida, ni siquiera le puse mi nombre. Para mí era un "extraño", uno que no supe identificar, uno que quería volver a ver.
Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 3. Mal de altura. Miguel Isaac Zavala Flores

Foto de Fernando Paleta: https://www.pexels.com/es-es/foto/ciudad-hombre-azotea-tejado-18399512/

 
Mal de altura

Recuerdo cuando subía a escondidas a la azotea, me asustaban las alturas, pero por alguna razón me sentía seguro en aquel lugar. El ruido de los coches pasando, la brisa de un mañana todavía sin existir, el silencio citadino.
El mundo se sentía enano cuando subía, mi torre de Babel personal, mi fortaleza de solitaria comprensión, mi miedo constante a caer, a estar vivo.
Por qué subía nunca lo supe contestar, así como no podía contestar por qué mamá lloraba algunas noches, por qué papá prefirió no volver aquella tarde. Estaba acostumbrado a la vida sin respuestas, al silencio de los adultos, a la soledad que todo infante vive alguna vez al no sentirse perteneciente al mundo, a la madurez intrínseca que implica vivir en mitad de una guerra entre el miedo y la esperanza.
Dejé de creer en el futuro a una corta edad, pasé del miedo a la oscuridad al constante terror de la existencia. Fue la ausencia de sentido, el eterno caminar sin rumbo, la burla de la eternidad, la piedad de los mortales, el infinito abismo del tiempo, su interminable castigo impuesto en nosotros por estar vivos.
Casi caigo dos veces de mi azotea, una por gusto y la otra por accidente. En mitad de mis ideas suicidas resbalé y me arrepentí, en mitad de mi esperanza por vivir quise desperdiciarla al vacío.
Tal vez subía para sentirme más cerca de los dioses, para poder hablar con las estrellas, para callar el ruido del submundo, de mi mundo. Tal vez no había razón, quizá era el instinto primigenio llamándome a los cielos, a los vientos libres que me hacían imaginarme como un ave, como una mosca, como una nube.

Hoy la azotea ya no está, mamá murió el mes pasado y papá apareció para vender aquella casa. Hoy la tristeza volvió, pero en esta ocasión no tengo un lugar seguro al que acudir, en esta ocasión no me puedo sentir un gigante con un mundo enano a mi alrededor.
Hoy el viento es más frío, la ciudad más ruidosa, la vida más oscura.
Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 2. Amor paternal. Miguel Isaac Zavala Flores

Foto de Rene Terp: https://www.pexels.com/es-es/foto/muneca-ojos-cerrados-cuna-enfoque-selectivo-13036796/

 
Amor paternal

Mi hijo es un ser especial, como iluminado por los santos, como bendecido por los dioses, como escapado del infierno. Se la pasa llorando todo el tiempo, taladrando mis oídos con esos coros angelicales, tan bonitos al inicio, tan cansinos al final. Se llama Felipe, un bebé simpático, un bebé de esos que pueden mirar a la muerte y no temerle sino saludarla, no llorarle sino reírle, no seguirla sino burlarla.
Se dice que el sueño y la muerte son hermanas, por eso él se la pasa soñando todo el día, me pregunto con qué. Es tan pequeño, aún no conoce el mundo, la oscuridad y la luz, el sol y su sombra.
Mi esposa ya no está, murió poco antes de que naciera, me duele tanto su partida, tal vez por eso ya no me gusta mirar la tele, el reloj o las hojas. Tal vez por eso ya no sonríe mi espejo, por eso mi sombra se esconde de mí, por eso mi cara me mira con tristeza, con compasión. Pero debo ser fuerte, por Felipe debo de seguir, es tan frágil, tan distraído, tan complicado.
Me recuerda a mí en su terquedad, se aferra tanto a vivir a pesar de lo que pasó, se aferra tanto a la vida. No sé qué hacer con él, en el fondo me aterra, no debería de hacerlo, es mi hijo, pero de verdad me asusta.
Ese llanto espectral es tan fuerte, tan oscuro, como buscando su venganza, no sé si de él mismo o de su madre, lo único que sé es que me tortura. Me comienza a comer por dentro, penetrando mi cerebro y saliendo por mis ojos, siempre por mis ojos en forma de gotas, en forma de llanto.
Le supliqué a la muerte no se los llevara, pasaron dos años, pasaron dos muertes. Y al final fue verdad, él regresó, fue tan distraído que se perdió en su camino hacia la luz, tan distraído que prefirió la vida antes que la muerte. Pero trajo consigo una maldición: la de no poder verlo, no poder tocarlo, no poder besarlo. La maldición de temerle.
Amo a mi hijo, por eso de vez en cuando reviso su cuna vacía. Por eso aún escucho su llanto, sus intentos desesperados por vivir, sus intentos de asustarme, su amor en mi miedo, su muerte en mi culpa.
Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Valle de tinta 1. Cenizas. Miguel Isaac Zavala Flores

Cenizas

Me aterra la muerte, ese vacío infinito, oscuridad sin retorno, invierno eterno. Me aterra el tiempo y su inequívoco destino final, mi fobia en progreso. Intenté rezar al maíz cuando era pequeño, mi madre me dijo que de ahí venía toda vida. A los dioses no les agradaba al parecer, con mi mirada como adormilada, con mi sonrisa como perdida, con mi tristeza como rota.
Cuando comencé a crecer —horrible destino— enfrenté al espejo y su amarga función. Esa de mostrarnos nuestro monstruo en proceso, nuestra vida agotada, nuestra rota mirada en el tiempo. Le rogué a las deidades en piedra, esas que sólo se recuerdan en domingo. De nuevo, silencio.
Desde ese día comencé a inmortalizarme en fotografías, en relaciones y en poemas. Busqué una inmortalidad ajena a mí, una que me llenaba el alma, una que no quería. En llanto me enfrenté a la bestia carnal, a la bestia espiritual, a la farsa intelectual que me cubría, aquella convencida de su inmortalidad. En la oscura batalla volvió mi manía, esa de guardar muertes de instantes, muertes de otros, muertes de mí mismo. Pero la foto sangró falsedad de recuerdo, la relación vomitó traición y descaro; y el poema, mi único fuerte, lloró mentiras en las que no me encontraba.
El azulado vuelo de un cóndor de primavera me dio la respuesta, perdido de los años que tenía —pues no quería contarlos— encontré en la libertad, en el aleteo de un ser ajeno, en su muerte buscada, lo encontré, la resolución de mis miedos.
Supe que la vida nació de la muerte, y que la muerte con su amor maternal le dio el regalo del sentido, pero joven e inmadura la vida, desperdiciándolo nos dejó sin él. Al encontrar una ausencia total de sentido, vi a la muerte como aquella madre que me esperaba con los brazos abiertos, fue por eso que la última vez que recé, fue a ella.
La muerte me sonrió como quien le sonríe a un niño, me dijo que me cuidara y comiera bien, que llorara cuando hiciera falta, que riera cuando no lo necesitase, me dijo “Te amo”. Con todo el odio del mundo me devolvió a la vida, al legítimo reino de su hija.
El diablo se me apareció en verano, habiendo estado en territorio divino me lloró con burla, me besó con celo, me acarició con rencor. A cambio de tu alma, me dijo, la inmortalidad yo te daré. La cruz y el maíz hicieron presencia para suplicar mi negativa, “¿Dónde habían estado?” Pregunté. Silencio de nuevo.
El alma le ofrecí, la inmortalidad me devolvió. Ya libre de mis temores infantiles lo comprendí. Que tonto soy, cuando por fin lo logré, ya sólo era cenizas.
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Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.

*Sobre el autor:

Miguel Isaac Zavala Flores

Cuentista y ensayista

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Liminar 4. Colores inexistentes. Miguel Isaac Zavala Flores

Fotografía: Alwin Suhas: https://www.pexels.com/photo/close-up-of-a-banded-peacock-butterfly-with-a-broken-wing-19863834/

Colores inexistentes
Miguel Isaac Zavala

Tuvo que cortar sus alas, su futuro.

Cuando conocí a Valentín, las luces eran entre azules y doradas, en un invierno a medio calentar, se iluminaba aquel salón de clases. Había llegado a Guadalajara por el trabajo de su padre, que estuviera en la misma escuela que yo, fue decisión del azar. Era un muchacho libre, tanto de voluntad como de pensamiento, a veces, cuando lo observaba sin que él notara mi presencia, lo veía mirar las ventanas, como si quisiera salir, como si pudiera volar. Tenía en los ojos un temor extraño, una lágrima que nunca salía, un recuerdo que no lo dejaba.
Era un genio en la escuela, sus calificaciones eran las más altas de todos y parecía no costarle esfuerzo alguno, pero más brillante que su cerebro era su presencia, como si viniera del sol, calentaba el alma del resto sólo con su ser. Era amable con todos, tenía una empatía abrumadora, una preocupación genuina por el mundo, un deseo de ayudar.
Daba tutorías en los recesos para aquellos a los que nos costaba entender. Yo era su alumna infalible, no me perdía ni una sola sesión, era bastante mala en la escuela y mis padres me presionaban. Pasé tantos días con él, a veces hablábamos de cosas ajenas al estudio, como de la familia, del dolor, de la vida. Fue en esa aula empolvada, en ese discurso y silencio, en esos ojos cafés, fue en ese instante en el que ciega me di cuenta, me había enamorado.
Nuestra amistad era hermosa, no quería arruinarla, no quería romper aquella luz en mi vida, distanciar su presencia solar, interrumpir su vuelo. Pero el corazón es cosa seria, con su ejército de mariposas, te invade por completo. Sin darme cuenta, comencé a pensar en él por accidente, a encontrarlo en un verso, a mirarlo en el viento, en las nubes, en los sueños. No pude soportarlo más y un día me armé de valor. Le di una carta con mala ortografía, un pequeño chocolate y una queja por los mil y un suspiros que me arrebató. Con el terror más grande de mi vida esperé su respuesta por minutos, por horas, por días.
Una mañana como cualquier otra se me acercó para decirme que lo acompañara, yo lo seguí al aula de siempre, ahí, en una temerosa valentía me sonrió, me dijo que fuera su novia. Yo, con el rubor que tanto había guardado, acerqué mis labios a los suyos. Él, con su mano tersa, tomó mi mejilla e impulsando al destino, rozando nuestras bocas, sellamos el pacto.
Los días a su lado eran más soleados que el verano, más tranquilos que el invierno, más vivos que la primavera. Fue en otoño cuando todo empezó, cuando mis paisajes se llenaron de colores inexistentes, de risas infinitas, de palabras de amor.
En marzo, con la llegada de los atardeceres violeta, llegó una oscura verdad. Valentín dejó de asistir a clases, un golpe duro ante lo que yo creía que era perfecto. Al enterarme de la razón, mi corazón se rompió, me dolió tanto imaginarlo a él, que amaba las clases, que amaba enseñar, perdiéndolo todo. Su padre había enfermado y ante la difícil situación económica que atravesaban, él tuvo que salirse de la escuela para meterse a trabajar. Debía aportar dinero a su familia, lo necesitaban, en verdad lo necesitaban y Valentín, con el corazón de oro, sólo pudo aceptar.
Extrañaba tanto su vida, por eso llorando me confesó que quería volver, que quería estudiar, que el mundo afuera era cruel, era duro, estaba vacío. En sus ojos almendrados vi tristeza, vi frío, vi su presencia solar congelarse.
Valentín comenzó a cambiar, se volvió más indiferente ante la vida, más reservado, menos brillante. Él sabía lo que ocurría, él sabía en lo que se estaba convirtiendo, por eso fue que me terminó. Con el corazón en la boca y con su lágrima, esa que siempre guardaba celoso, fue que me dijo que lo mejor era terminar, acabar con todo antes de que me hundiera junto a él. Al principio no lo entendí, le dije que no me importaba, que quería una vida juntos. Sólo me respondió que respetara su decisión, con una mueca de súplica, acepté.

Ahora, varios años después, sigo pensando en Valentín, sigo recordando su brillo especial, sus versos de miel, su sonrisa de luz. Me sigue doliendo el recuerdo de no verlo llegar a la escuela, de su sol apagándose, de sus alas ya rotas, aquellas que se cortaron, aquellas con las que yo también volé.
Liminar es una puerta de entrada para escritores emergentes que nos han brindado sus escritos para colaborar con este ejercicio de generosidad que implica la escritura. Bienvenidos.

*Sobre la autora:

Miguel Isaac Zavala Flores

Escritor emergente

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo. 

Liminar 3. El andador. Miguel Isaac Zavala Flores

Fotografía: Fernando Paleta: https://www.pexels.com/photo/colorful-day-of-the-dead-parade-in-mexico-city-29243528/

El andador
Miguel Isaac Zavala Flores


Ahora soy un axolotl

Julio Cortázar en “Axolotl”


Hace tiempo ya que desconozco lo que hago, es rara la ocasión en la que me puedo ver. Sé que es extraño, pero ya sólo soy un peatón, una persona caminando en mitad de sí mismo, de su centro.
Comenzó cuando era joven, estaba en bachillerato, con mi uniforme verde con blanco, con mis esperanzas a flor de piel. Era el camino por el que regresaba de la escuela, ese encantador sitio lleno de historia y futuro, de vida y de muerte. El Paseo Alcalde, un sitio hermoso a mi parecer, uno que me absorbía cada vez más, uno que terminó por comerme.
Cuando apenas era ese joven soñador, el paisaje era completamente amarillo, un amarillo pálido y brillante, uno que reflejaba un sol de mañana, un sol de tarde. Los árboles, esos que adornan el andador central, apenas eran brotes. Un andador cualquiera rodeado por dos carriles para autos, uno a cada lado, donde los pitidos distraían del pensar, de la vida. Un andador simple, sin embargo, yo veía en él un futuro atronador, fue por eso que me obsesioné. Lo utilicé como un santuario, como un fluir de ideas, como el sitio perfecto de mi expresión, de mi escritura.
Como el destino me hacía cruzar por aquel sitio casi todos los días, mi obsesión fue creciendo hasta hacerse dependencia, a veces, los fines de semana me escapaba buscando cualquier excusa para regresar. Veía los brotes crecer, las calles pintarse, a la gente vivir. En ese andador la vida era extraña, como brumosa. La vida era un punto medio entre la desolación y la esperanza, entre el pasado y el futuro. Pasaron los veranos por mi vida y el andador seguía ahí. Me miraba y me observaba, no al revés, era él quien sentía curiosidad, era él quien me veía crecer.
Los árboles brotaron y el amarillo se acompañó del verde, mi dependencia parecía llegar a su fin, con el andador completo en belleza y estructura, mi expectativa parecía morirse, pero el andador era especial, como la vida misma comenzaba a crear formas nuevas. Por sus banquetas comencé a observar frases de poetas, de escritores. Por su centro, unas pequeñas fuentes comenzaban a brotar, como hierbas de cristal. En sus calles, unos topes regulaban el tráfico, a la gente. En invierno, los árboles pintados de luz parecían acariciarme.
El andador estaba vivo, me tocaba, me olía, me miraba. Comencé a aterrarme, es como si el andador supiera de mí, de lo mucho que me obsesionaba. A veces cerraba los ojos y él aparecía en mis recuerdos; en otras tocaba mis manos y se sentían como sus banquetas; a veces lloraba y salían hojas, a veces reía y nacía brisa; el andador me estaba consumiendo.
Pronto comencé a pensar como él, en colectivo. Vi el sufrimiento andante, la alegría corriendo, el miedo del indigente, la felicidad del niño. Esa combinación entre desastre y esperanza, entre desolado y vivo, me recordaba a mí. A veces, cuando era yo y por fin tenía el control, iba al andador, sólo así lo sabía.
Una mañana el terror se hizo tangible. En mi abdomen comencé a sentir una presión aplastante, una fuerza bruta pisando con intensidad. Era mi madre, iba de camino a su trabajo. Estaba ahí, entre mis costillas flotantes, entre Angulo y Garibaldi. Por mis brazos sentía cosquilleos, eran un par de chiquillos jugando a atraparse. En mi cerebro sentí tristeza, eran los niños con hambre, la gente sin techo, las familias rotas, los miedos del mañana. En mi sonrisa sentí un rubor, era la esperanza del día, la juventud rebelde, la ayuda de corazón, la felicidad de estar vivo.
La vida de un andador es extraña, uno debe acostumbrarse. A veces le salen matorrales en las axilas, baches en la piel, basura en la nariz. El tiempo a veces es pasado, en otras futuro, pero muy rara vez presente. Para poder ser un andador a tiempo completo uno debe desprenderse de sí mismo, por eso sólo conozco lo que es de mí cuando cruzo por el andador, por mi ser, cuando en mi extraño azar decido mirarme, olerme, tocarme.
Siempre me veo pasar por el pecho, donde las farolas están medio fundidas, donde la tragedia y la esperanza se confluyen; buscando letras en el aire, buscando textos invisibles. A veces me encuentro en mí, escribiendo.

Liminar es una puerta de entrada para escritores emergentes que nos han brindado sus escritos para colaborar con este ejercicio de generosidad que implica la escritura. Bienvenidos.

*Sobre la autora:

Miguel Isaac Zavala Flores

Escritor emergente

Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo.