Disquisicionario. 12. Dolorosamente anacrónico. Esteban Martínez Sifuentes.


Dolorosamente anacrónico
Esteban Martínez Sifuentes

Fueron escasos cinco minutos, y en un universo donde abundan situaciones y gente que causan tristeza por diversas razones, no había visto y con dificultad veré a una persona que me causara mayor pesar que él. El protagonista era anacrónico, dolorosamente desfasado, de un realismo duro y trágico, en las antípodas de la elegancia y el éxito de Tom Wolfe u Oscar Wilde antes de su absurdo encarcelamiento. Algo así como una obsesión, me sigue doliendo, qué se le va hacer.
Era un escritor joven, uno sacado de una novela de Dostoievski. Por ejemplo, el Iván Petróvich de Humillados y ofendidos. O el Jarlsberg de Hambre, de Hamsun. El lumpen proletariado de las ambiciones literarias, que por supuesto tiene derecho a intentarlo tanto como los privilegiados.
Si la vida fuera un relato de ciencia ficción juraría que el personaje había sido transportado al presente por una máquina del tiempo. Él, su mujer y sus dos hijos. Porque, a diferencia de aquellos entes de la literatura, éste no corría solo por las calles la aventura de su oficio: arrastraba consigo una familia, por lo menos cuando los vi. ¿De dónde venían?, ¿a dónde iban?, ¿qué fue de él y la familia? Dudo que la realidad siempre sea más cruda que la ficción; en este caso fue apabullante.
Ocupado en atender un cliente, no me di cuenta en qué momento entró en mi librería de nuevos y usados. Como a muchos, lo vi escrutar los lomos en los estantes y lo dejé hacer. Se enteró que me desocupaba y se acercó a preguntarme si compraba libros.
—Tráemelos y vamos viendo —le respondí.
Mala respuesta. Sacó de bajo el brazo izquierdo algo parecido a un cuaderno de apuntes y me lo tendió.
—Son poemas. Lo más auténtico, lo único que merece la pena, la poesía. Los escribí yo. Fueron trabajados en el taller de A. Tuve por compañeros a B y C. C publica hoy donde quiere; un arribista, y si lee tres libros al año es exageración.
—Ah, qué interesante —dije en mi papel. Algunos nombres me retintinearon.
Lucía flaco, angustiado, enfermo; su ropa, vieja y raída. Descarté que me estuviera tomando el pelo.
Hojeé el cuadernillo. Apenas se le podía llamar libro a aquello; era más bien una plaqueta, con poco más de cincuenta páginas. La portada, sin imagen ni mayor diseño, era de cartulina satinada, con marcas del manoseo. La impresión era defectuosa; la tipografía, sin gracia. El contenido estaba mejor. No demasiado.
—¿Cuánto pides por él?
Me dio una cantidad: cien pesos. Era más de lo que podía permitirme. Sin embargo, quise ayudarlo.
—Mira, es bastante para mí. La gente ya casi no lee en papel, y menos poesía. Si quieres, puedes dejármelo a consignación, no pido más que el veinte por ciento… No, olvídalo. No te cobro comisión, simplemente lo pongo a la venta en la cantidad que me indicas y en una semana vienes o me llamas a ver si lo compraron. Te doy tu lana íntegra.
Sus ojos tristes dudaron. Luchaba en su mente. Su cara reflejaba ansiedad.
—Si tienes otros ejemplares, tráemelos —un empujoncito para que se decidiera—. Siempre es mejor que luzcan varios.
—Déjeme ver —salió a la calle.
Afuera, en la acera y de espaldas al local como si no quisieran atestiguar una respuesta adversa, aguardaban una mujer con un niño que apenas caminaba y otro mayorcito, a quienes yo no había advertido. Poseían la misma estampa abatida del hombre.
Aproveché para adentrarme en el contenido; quizá fuera una gran obra y yo estaba cometiendo una injusticia histórica. No. Era poesía con oficio, pero convencional. “Días de otoño”, leí el encabezado y las primeras estrofas en las hojas intermedias. Quizá Rilke.
Volvió luego de deliberar unos minutos con la mujer.
—Gracias, de veras. No aceptamos —tomó su libro con orgullo y se dirigió a la salida.
—Espera. Te doy ahorita mismo ochenta por él.
Sonrió con agobio. Escrutó hacia la mujer.
—No. Muy agradecido por su atención.
Terminó de salir. Se echó al menor en los hombros, la mujer me dirigió una reverencia menos hostil de la esperada y desaparecieron los cuatro. Me sentí culpable. Deprimido. Me asomé a la puerta, dispuesto a darles algún dinero para que comieran. Ya no se veían. A zancada larga fui a la esquina inmediata, que no era muy lejos. Tampoco.
Eso tan breve me impactó hasta el alma, y aun ahora... No creí que en el siglo XXI existiera un escritor así, calcado tal cual de una época más esforzada y romántica; un personaje lastimoso y fuera del tiempo. Quizá, no sé, con vida, dignidad y verdadera hambre de artista que desea reflejar pasiones humanas extremas porque las ha experimentado en su monda crudeza. Un relato de ciencia ficción o un sueño que llega sin permiso y se instala en el presente con descaro. ¿Pero así, con tanta viveza?
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*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 11. Materialización de la dulzura: las frutas. Esteban Martínez Sifuentes.



Materialización de la dulzura: las frutas
Esteban Martínez Sifuentes

¡Del verano roja y fría
carcajada,
rebanada
de sandía!
(Juan José Tablada, 1871-1945)

Son bálsamo, bendiciones de la naturaleza, néctar de los dioses, por el color y el olor, por la sonrisa que nos arrancan la miel y los matices de arco iris de sus sabores, por los nutrientes que aportan al preciso y exigente organismo humano, ¡qué mecanismo de relojería o supercomputadora ni qué nada!
No engordan. Si se consumen en sazón y con medida raras veces causan daño, nos ponen de buen talante. Su variedad y colorido son infinitos. Desde el diminuto, oscuro y exquisito capulín, hasta la formidable yaca, un producto intimidante y exótico, de caparazón verde y rugoso como bestia antediluviana, de reciente introducción en el mercado mexicano. Mango: petacón, ataulfo, manila, tommy; plátano o banana: tabasco, dominico, manzano, morado, macho.
Más allá de la discusión fruto o fruta (“¿Qué son el aguacate y el jitomate…? ¡Pues no, señor!”) y de otras consideraciones técnicas apasionantes para agrónomos y cultivadores, aquí hablamos de un postre, el snack óptimo, el producto en esencia dulce o agridulce de una planta arbórea o herbácea, cultivada como el lector o silvestre. Bayas o frutos del bosque: mora, arándano, grosella, frambuesa; vainas: mezquite, guamúchil, jinicuil. Lavado a conciencia, el empaque, piel o epicarpio de algunas frutas se puede comer, reciclar o emplearse en la confección del nepente de los quisquillosos dioses aztecas, griegos o del panteón que sea. Con piña, el tepache. Con uva, el venerable vino, que data de la Edad de Piedra (Neolítico), a la par que la agricultura, la ganadería y la alfarería, y escenifica en la Biblia un pasaje milagroso de alegría y celebración y sigue siendo central en la liturgia judaica y católica. Pan y vino.
En Egipto, Grecia y Roma se veneraba a Dionisio o Baco. En el mito griego Dionisio le entrega la vid a Ampelo, un sátiro, quien enseña su cultivo a los hombres. La ampelología se encarga de las variedades de la vid (cepas) y su cultivo. Dios olímpico contradictorio que produce placer y dolor, a Baco se le representaba con racimos de uva y hojas de parra, acompañado o no de bacantes, ménades y sátiros. Así lo plasman, entre otros, Miguel Ángel y el aficionado a bacanales y pendencias Caravaggio.
Por las prisas, un plátano antes de salir o una manzana para el trayecto es el único alimento durante horas de no pocos estudiantes y trabajadores connacionales y, supongo, de otras latitudes. Una mexicanísima pintora de origen alemán que retrató la fruta con el gusto con que debe de habérsela comido: Olga Costa (n. Olga Kostakowsky). Las sandías de Rufino Tamayo también son célebres. “Una mexicana que fruta vendía, ciruela, chabacano, melón o sandía…” Este popular juego infantil de origen español fue secuestrado por los adultos en sus bodas y los niños ya no lo practican.
Despuntan unas comunes en los cinco continentes, la naranja, la uva, la fresa; pero casi en cada país hay variedades aquerenciadas y favoritas. Entre las populares en el mío, además de las mencionadas: papaya, tuna, guayaba, toronja, coco, mandarina, higo, lima, durazno, granada, mamey, pera, guanábana y cereza para coronar el pastel. Igual de sápidas y nutritivas, hay frutas regionales, difícilmente conseguibles fuera de ciertas zonas: chicozapote, zapote blanco y negro, chirimoya, ciricote, garambullo, nanche, pitaya (del semidesierto), pitahaya (del trópico). Algunas que se cree variedades autóctonas proceden de China, Filipinas o así. Qué importa, mi mamá me la daba desde chiquito. La diversidad y la trashumancia son inherentes a la naturaleza y, por ende, al ser humano. Es parte de su fortaleza. El mango ataulfo, melífera hibridación lograda en Chiapas, se exporta a una veintena de países con todo y endocarpio, semilla, carozo o hueso.
Qué tiempos aquellos cuando en el patio de las viviendas florecían limoneros, granados, capulines, nopaleras, tejocotes, membrillos. Hoy, si con suerte hay patio: coches, juegos infantiles desairados, un par de arriates con plantas decorativas, derroche de cemento y mosaico (es de buen gusto forrar de mosaico los espacios exteriores).
El capulín, endémico del centro de la república, está en peligro de extinción; además de ambrosía, dicen que es bueno para prevenir el cáncer. Lo cierto es que resulta una fiesta incluso recolectarlo a puños a inicios del verano. “¡Y es que son desgreñados y tiran mucha hoja!”, aducen los pragmáticos a ultranza que andan sueltos por ahí.
Algunas, muy pocas, huelen mal; la mayoría, delicioso (El olor de la guayaba, de García Márquez). Extractadas o sintetizadas usurpando su nombre, sus fragancias se usan en chicles, pasteles, gelatinas, lápices labiales, aromatizantes de ambiente, desodorantes personales y hasta papel higiénico. Se destilan perfumes carísimos for men and women con destellos afrutados. Por falta de jugo y pulpa o exceso de acidez, unas solo se aprovechan para jaleas, infusiones, licores, aguasfrescas o ponches, caso del semilludo e infaltable en Navidad tejocote, especie de manzanita frustrada si no fuera porque además enriquece la piñata estacional. Secas, de preferencia con el sol, son las pasas y los orejones. Concentración de dulzura, sabor y nutrientes.
La modesta fruta es digestiva, inmejorable a cualquier hora, barata si está en temporada. Aportan agua, vitaminas, minerales, fibra, antioxidantes, azúcares y grasas de rápida asimilación. Por bombardeo de publicidad e influjo del cine gringo, los remilgositos de todos los rangos sociales prefieren el vaso de jugo de caja, de sospechoso tinte homogéneo y más atractivo que el natural; los edulcorados cornflakes con leche, añadiéndoles más azúcar y si acaso algunas rodajas de plátano, o el yogurt de frutas industrializado con el mendaz letrero de “cien por ciento natural”. Perdónalos, Señor, sí saben lo que hacen pero les vale gorro. Corroboren, o nieguen, sentados con mente abierta en cualquier plaza o calle de México país: de cada diez personas que pasan, siete u ocho lucen con sobrepeso. ¿Gozo de vivir?, ¿genética nacional? Hábitos alimenticios perniciosos, comida chatarra, conductismo. Duele decirlo (y no creo ser el primero), parecemos un pueblo conformista, fofo, debilucho, enfermo, diabético. Y me abstengo de mencionar lo que vemos, escuchamos, expresamos o (no) leemos en el tiempo libre. Van de la mano.
En Ciudad de México, Guadalajara y megalópolis similares el tendido de frutas en la banqueta le infunde vitalidad y lujo a barrios y calles deprimentes. En la pantalla nunca he visto a un gánster o un asesino en serie comerse una fruta; son ácidos, corrosivos. Insectos-flor-fruto logran una delicada simbiosis perfecta desde la noche de los tiempos. Atraídas por sus tonalidades, aves, primates y otras creaturas sabias las comen y desechan sus semillas por selvas y sabanas perpetuando las especies.
En la magnífica Short cuts (Robert Altman, 1993), uno de sus tantos protagonistas, un comentarista de televisión superinformado, se dispone a desayunar hojuelas de maíz en un sucinto comedor de hospital; mientras escucha perorar a su egocéntrico padre, pela un plátano para cortarlo en tejos. Es una banana de un amarillo impecable y parejo, como les gustan allá y dondequiera. Pues bien, esas no son las mejores de acuerdo con la ciencia, ya que contienen almidones indigeribles para el estómago. Las más nutritivas y dulces son las oscuras y con pecas, oro viejo. Así con las otras frutas.
En el mítico Paraíso Eva tentó a Adán con una manzana, ¿por qué no lo hizo con un manojo de nabos o una hoja de acelga, que seguro también había ya que ahí no faltaba nada? Porque la manzana es deliciosa y sabía que él, aunque era más cervecero y carnívoro que los rancheros de Texas, no iba a rechazarla. Son decorativas, y los chinos nos encasquetan por doquiera de fruteros completos de plástico, cerámica, metal, papel maché, bambú y a saber qué más. La íngrima ventaja, que no se oxidan y no atraen a los mosquitos. A mí tampoco.
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*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 10. La frágil brillantez del foco. Esteban Martínez Sifuentes.


La frágil brillantez del foco
Esteban Martínez Sifuentes

Recuerdos de la infancia, supongo que invaluables pues los estoy rememorando con nostalgia a punto de las lágrimas, no porque ya pasaron y son irrecuperables, sino porque involucran a seres entrañables ya fallecidos, que creo viene siendo lo mismo y más vale ir directo al grano como recomienda el dermatólogo.
Eran delicadísimos y había que tratarlos con sumo respeto, con cuidados casi de doctor o comadrona que levanta al cielo el nuevo ser como ofrenda a la vida y lo deposita al lado de la heroica mujer que lo acaba de parir. Se sacaban despacio de la bolsa del mandado, se desempaquetaban conteniendo el aliento y había que enroscarlos en su matriz, el socket, con ayuda de una silla o mesa apuntalada por varios brazos. No a cualquiera le permitían colocarlo, solo a los mayores o más sangre fría. No fueras a romperlo o, algo menos preocupante para los espectadores, quedarte “pegado”, electrocutado.
Creo que con bases verídicas (los focos eran preciados y delicadísimos, insisto), se erguía como valla electrificada la tajante prohibición parental de no activar el apagado-encendido varias veces seguidas, so riesgo de echarlos a perder, “fundirlos”, y el consiguiente castigo.
Despierto desde chiquillo, mi coetáneo primo Remigio vivía en el rancho que mi familia había abandonado años atrás para radicarse en una localidad mayor. Nosotros teníamos energía eléctrica, luz, él no. Cuatro o cinco de edad, un día por la mañana llegó de visita a casa con sus padres, descubrió en la sala-dormitorio el foco, con la mirada siguió el cable hasta el interruptor, acercó una silla y se puso a activarlo una y otra vez con los ojos arrobados hacia la irradiación que obedecía la voluntad de su mano. Observándolo con escandalizado-pasivo interés, confieso que me sentí orgulloso, en zancos. Yo contaba con el asombro de la luz y él no. Reconocí aquella soberbia en otros y en mí mismo cuando fui a laborar a Estados Unidos. Allá cualquiera se cree con derecho de sentirse superior por cualquier cosa, por nada, así opera el mecanismo.
Su filamento incandescente, protegido por una delgada cáscara de vidrio o ampolla en forma de pera (creo que no existían de otros), era el foco de atención, mientras no se fundiera o se interrumpiera el fluido eléctrico, que era muy frecuente. Hay personas y objetos que refulgen por su ausencia, y el foco lo hacía incluso cuando se iba la corriente.
─A ver a qué hora reaparece esa maldita luz, no puedo leer el periódico.
─Paciencia, Melchor.
─Mamá, ¡tengo un resto que estudiar y no viene!
─Usa una vela, hijo, en la alacena hay varias. Pero coge de las cortas no de las largas, que son para el altar a San Francisco.
Y el hijo, efectuando una rapidísima ecuación gasto de energía requerido para ir a la alacena + encontrar el objetivo corto + los cerillos y además afianzarla en su mesa sin provocar un desastre = exclamaba como si ella fuera una inconsecuente: “¡Mamá, no es lo mismo!”
Sinónimo de hallazgos e ideas brillantes, la citada ampolleta o bombilla fue durante un siglo el solecito nocturno que fue alargando nuestras horas de vigilia y restándole misterio a las radionovelas (radio de pilas) e intimidad a las charlas en la sala hogareña o los centros de reunión colectivos. Es una opinión, hay otras que indican que hizo al mundo más activo y menos sórdido. Ahora, para amenguar el robo de casas, coches o la violencia contra las mujeres, hay profusa iluminación en las calles urbanas a lo largo de la noche; los delitos, empero, no disminuyen.
Por lo menos la iluminación electrificada nos liberó del hollín y los gases de la vela y la lámpara de petróleo o aceite, quinqué o mechero, que se concentraban en los espacios cerrados y apestaban la ropa. Las luces artificiales de ahora contaminan casi igual, pero ya no en nuestra propia casa. ¿Un logro?
Antes las bombillas eran casi las únicas que coloreaban la grisura, al presente disponemos de infinidad de alternativas, leds, diversos gases, las que se apagan o encienden al paso de un humano o un perro callejero, con una palmada o dos, a distancia, con la fuente dirigible, con efectos, de múltiples formas, tonos e intensidades, ocultas en el techo, el piso o quién sabe dónde. “Sistemas de iluminación” les llaman. Todas requieren, no obstante, de otro prodigio que debemos revalorar, aunque parezca ubicuo e ilimitado: la electricidad, de alto impacto ambiental en su producción, distribución, almacenamiento y despilfarro. La “ciudad de la juerga permanente”, Las Vegas, es el summum de eso.
Siempre dispuesto a mejorar las invenciones de otros, Edison, con alguno de los semiesclavos a su servicio, la perfeccionó y se alzó con las primeras ganancias de su comercialización, allá en los penúltimos decenios del XIX. Revelador de la necesidad de luz en nuestras vidas es el verbo inglés to focus, que significa por igual (grados de más o de menos como todos los sinónimos y traducciones) “centrarse”, “poner atención”, “enfocar con la cámara”, “exhibirse”, “iluminar” algo. Elocuente, la etimología latina también arroja su rayito esclarecedor. “Foco”: hoguera, hogar, fuego hogareño, aunque iluminara también el patetismo de la desesperanza en una cantinucha al amanecer, como en The Iceman Cometh del dramaturgo Eugene O´Neill.
Emparentado con la bombilla eléctrica, sobre el juego de luces y sombras reales e imaginarias que llegan a desquiciar y consentir la mentira, es obligado colar la cinta “Luz de gas” (George Cukor, 1944); en su origen una obra de teatro, ha dado nombre a un abuso psicológico (gaslighting) en el que se orilla a alguien a cuestionarse su propia cordura. Manipulación de la luz.
Parece novela de conspiraciones tipo Dan Brown o así, es veraz: existió un grupo delictivo para controlar las bombillas. El cártel Phoebus lo crearon, entre otras, las empresas europeas Osram y Philips y la estadounidense General Electric en 1924 para mangonear la fabricación y venta de focos. Uno de sus principales acuerdos era que las bombillas no debían durar más de mil horas (42 días aproximados si permaneciera encendida las 24 horas). Dicen que desapareció tras la Segunda Guerra Mundial; sospecho que aún conspira y continúa diversificándose con el seudónimo de “obsolescencia programada”, esto es, consumismo y mayores dividendos para los oligopolios. En el cuartel 6 de bomberos de Livermore, California, perdura una bombilla encendida desde 1901; fue fabricada por una honesta compañía de Ohio sumergida en la oscuridad hace añales.*
En esta época quizá sea mejor, mera sugerencia para descentrarse de la aguerrida cotidianeidad, ir a platicar a las montañas libérrimamente, solo o con los allegados, a los únicos resplandores de la titánide Selene de cabellos plateados y las luciérnagas o cocuyos. O, con moderación porque también contamina, al amor de una fogata y si acaso media botella de tequila o lo que os apetezca.


*En Afinidad Eléctrica, “El cartel Phoebus”: https://afinidadelectrica.com/2020/04/29/el-cartel-phoebus/
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Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

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Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 9. Los inicios de la civilización y el encendedor. Esteban Martínez Sifuentes.


Los inicios de la civilización y el encendedor
Esteban Martínez Sifuentes

Además de gas, el encendedor de bolsillo o, casi un anacronismo, el mechero, contiene en su reducida escala y bajo costo los heroicos comienzos de la humanidad: la domesticación del fuego. De una u otra forma, palos que se frotan, yesca y pedernal, cerillo o fósforo, la lumbre más o menos instantánea nos ha acompañado con fidelidad canina en periodos de guerra y paz desde hace milenios. Es útil. Lo que es útil tiende a sobrevivir y evolucionar a través de las eras.
El encendedor actual, esa baratija desechable que se adapta al puño y el dedo gordo, lleva implícita la gigantesca gesta del titán Prometeo, amigo de los mortales, de robarles el tesoro del fuego a los dioses para ofrecérnoslo a nosotros. El enojadísimo Zeus se desquitó arrojándonos la maldición del trabajo. Sin duda alguna nos hizo el favor de poner a prueba la resistencia e inventiva de los humanos, corazones ardientes. El ocio prolongado no acarrea nada positivo, las vacaciones saben a gloria tras meses en la cámara de tortura del empleo, aunque te guste y remuneren pasablemente bien.
En varias culturas los sacerdotes y su cohorte de vestales y acólitos fueron los guardianes del fuego sagrado (exactamente el mismo que el profano), los encargados de mantenerlo crepitante. En la Grecia clásica el fuego era uno de los elementos que constituían la materia: tierra, aire, agua y fuego. Un quinto elemento o quintaesencia, el vacío o éter, fue añadido después y era ley en el chisporroteante laboratorio de los alquimistas, quienes fueron sentando las bases de la humilde química moderna persiguiendo, casi nada, la piedra filosofal o fórmula para trasmutar el plomo en oro, y dar con el elíxir de la vida o panacea universal. El doctor Frankenstein, “el moderno Prometeo”, le insufla vida (fuego de fuegos) a una retacería de cadáveres y crea un ser monstruoso; un espantajo o remedo cuya humana sensibilidad y desamparo llegan a despertar compasión y ternura. Tanto como advertencia moral de querer imitar a Dios, debe entenderse como fábula contra los que engendran hijos, por egocentrismo o lo que sea, sin hacerse cargo de ellos. A la par, ni qué decirlo, es una de las novelas cimeras de la ciencia ficción.
Y el encendedor está entre los objetos que más se nos pierden o roban con total impunidad, sobre todo a los fumadores, tanto de tabaco como de marihuana o alguna otra distracción de moda. Y en casa, para encender la estufa, el calentador de agua o una vela de cumpleaños, nunca permanece en el sitio asignado por el alto mando.
En las abarroterías o estanquillos que venden cigarros al menudeo, “sueltos” decimos en México, de plano lo afianzan con un cordel vigoroso y metros de cinta adhesiva. Juro que he visto figones donde lo sujetan con cadena gruesa, capaz de disuadir la fuga de un reo con sentencia capital en Huntsville.
Todo está a punto, ordenado con pulcritud y estética en la parrillada finsemanera en el patio, la azotea o el estrecho balcón en el décimo piso de un minúsculo departamento para dos personas y si acaso un chihuahueño: la música, las chuletas marinadas con receta secreta, el carbón, las bebidas, los invitados, ¿y el encendedor? “Carajo, no lo encuentro, aquí lo puse hace rato, ¿quién tiene un encendedor?”, exclama el anfitrión. Y de inmediato una voz apoyadora: “¡Ey, atención!, ¿alguien aquí tiene un encendedor?” Y otro invitado voluntarioso: “No, yo no, pero Fulano fuma, él seguro carga uno”.
Y Fulano, avergonzado porque así son los fumadores últimamente, busca en ambos lados de su chaqueta, en la camisa, en los bolsillos del pantalón, y contesta, más avergonzado aún: “No lo encuentro, creo que lo dejé en el coche”. “Pues ve por él, rápido, que ya va empezar el partido, y si no, compras uno en la tiendita de la esquina”. El asunto es que va por él, hurga en el carro y tiene que recurrir a la tiendita, que no está en la esquina inmediata sino varias más allá. Cuando vuelve ya huele a carne quemada desde la planta baja; no obstante, le reclaman por su tardanza.
Y la mañana siguiente halla su encendedor en el bolsillo que tanto había fustigado desde el inicio, más otro artilugio ígneo que no era de él, lástima que no sirva. Trastadas de los objetos pequeños, necesarios para ir tirando.
En la perenne lucha contra la naturaleza dependemos de las cosas ínfimas y de discreta pero infalible practicidad más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Mal hecho. La naturaleza y todo lo que hay en medio nos concierne, ¿a quién si no? Somos ella. Hay que tratarla con cortesía y admiración, independientemente del tamaño con que se represente, microscópico, human size o macroscópico.
Si la atmósfera tuviera entre sus componentes una pizca más de hidrógeno, azufre o metano como sucede en casi cualquier otro planeta o satélite fotogénico a la distancia, prender la parrilla nos impediría para siempre disfrutar de un partido, por muy Real Madrid contra el Bayern Múnich que fuera. Habría que inventar entonces un encendedor apropiado, una nueva forma de convivencia o una diferente manera de ser humanidad.
El encendedor, señoras y señores, candela sagrada, fuego aliado, el sueño áureo vuelto materia de puritanos quemabrujas y otros pirómanos, la herramienta básica del honroso despachador de tacos al pastor, ese que cuchillo en mano ejecuta vistosas florituras y malabarismos al tajar la piña en lo alto del asador para atraparla con garbo en la tortilla.
─Comunícame tu ardor, camarada ─te interpelaba en épocas pretéritas un desconocido en la nocturnidad del barrio.
─¿Qué? ─respondías tú, erizado por el inminente asalto.
─Tranquilo, maestro. Paz universal. ¿Tienes llama? ¿Soplete, chispero o fósforos?
─Ah, sí. Claro, claro… Quédatelo, traigo otro.
Tan solo con que le obsequiaras fuego, se convertía en tu aliado para la eternidad; si no llevabas, no había bronca. Sí, fue una buena etapa.


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Disquisicionario. 8. Fitzgerald y Carraway: la realidad en la ficción. Esteban Martínez Sifuentes.

                    

Fitzgerald y Carraway: la realidad en la ficción
Esteban Martínez Sifuentes


Egresado de Yale y empleado en la correduría de acciones, el bonachón Nick Carraway se acaba de mudar del medio oeste, en los “bordes del universo”, a un lujoso barrio en los suburbios de Nueva York. Bahía de por medio, ha alquilado una modesta casa cerca de su prima Daisy y su marido Tom, hombre exitoso y racista aficionado al polo. Carraway no tarda en quedar deslumbrado por la distinción y el enigma de uno de sus vecinos ahí a unos pasos, el de la residencia más fastuosa de la zona. Pronto éste lo invita a una de sus rumbosas fiestas quincenales en la mansión y van trabando amistad. Esto en la novela de Scott Fitzgerald El gran Gatsby (1925), literaria y extraliterariamente con olor a alcohol y dinero y amenizada por el movido jazz de la época.
Es la obra cumbre del autor de Saint Paul, Minnesota (1896-1940), universitario fracasado y alcohólico, y una de las mejores del siglo XX. En ella se contrastan muchas cosas que importan, el amor y el desamor, la riqueza y la pobreza y, en la moral de Carraway, la superficialidad de los poderosos y la virtuosa ingenuidad provinciana contra la decadencia de la megalópolis.
Este joven optimista, el narrador de la historia, no tarda en ser invitado por el encantador Jay Gatsby a almorzar en el centro de Nueva York; aquél acepta complacido. A sugerencia de Gatsby, acuden a un discreto y exclusivo restaurante. Se sientan a la mesa con el viejo Meyer Wolfsheim, quien de entrada le parece al noble Carraway un actor aburrido o un inofensivo dentista. Marginado un tanto en la conversación, no tarda en enterarse que es un apostador, pero no uno amateur o de medio pelo, sino el que amañó la Serie Mundial de Beisbol de 1919 entre los “Medias blancas” de Chicago y los “Rojos” de Cleveland.
A inicios de la instauración de la Ley Seca, eran años de bonanza económica, gran corrupción política y consolidación de los grupos mafiosos italianos, judíos e irlandeses. Un suceso que marcó por décadas la historia de ese deporte en Estados Unidos, The Black Scandal consistió en que el equipo de Chicago se dejó ganar los partidos que definían el campeonato. Para las autoridades, el fraude salió de la cabeza del primera base del equipo. Ambición, pero también una especie de represalia contra la roñosería del propietario de los Medias blancas, que hacía pagar a sus jugadores hasta por los uniformes limpios, por lo cual iniciaron una huelga. Figuras similares de la época eran Henry Ford y William Randolph Hearst. Sobre éste existe una película imperecedera, un tanto sesgada con relación al magnate del periodismo puesto que el personaje a la sazón estaba vivo, amenazó con demandar a Orson Welles y hacerle la vida imposible hasta el último suspiro; sobre el otro, Ford, promotor del nazismo, pocos se han atrevido a retratarlo en una gran producción.
Como cerebro táctico y financiero del garlito deportivo de 1919 se agazapaba el gánster profesional Arnold Rothstein, quien sirvió de inspiración para el Wolfsheim de la novela de Fitzgerald. Al final fueron vetados de por vida de ese deporte ocho jugadores, a quienes se les había prometido una bolsa de cien mil dólares por su fingimiento. Los verdaderos responsables permanecieron impunes, igual que en el Crack bursátil que tardaría pocos años en estallar.
Toda creación literaria (toda creación a secas) se nutre en mayor o menor grado de realidad y mentira, verdad e imaginación, son los dos ventrículos del corazón o, como gustéis, los dos hemisferios del cerebro. Impulsos naturales. Los escritores de ficción suelen embozar sucesos y personajes de la realidad por diversos motivos. Unas veces son fácilmente reconocibles, otras no tanto, y pueden ser un estímulo para el espíritu detectivesco de cualquier lector; si no se descubren no importa tanto, la obra debe funcionar como un todo redondo.
La dosis original depende de la malicia del escritor. En la novela en cuestión, el otro yo de Fitzgerald es Tom Buchanan y, más aun, Carraway. La frágil y caprichosa Daisy, el evanescente amor eterno de Gatsby, es Zelda (1900-1948), la hiperactiva esposa en la vida real de Fitzgerald, quien rechazó varias veces al aspirante a escritor porque “las niñas ricas no se casan con muchachos pobres”, aunque ella no era demasiado rica ni el pretendiente demasiado pobre; cuestión de aspiraciones, y de simulación. Zelda no era la primera que, como Daisy a Gatsby, lo rechazaba por el mismo motivo.
Los Fitzgerald fueron la pareja perfecta unos años, un icono de matrimonio alegre y despreocupado, escandalizante y digno de chismearse en la prensa donde estuvieran, en Hollywood, en la costa Este o fiesteando en París con Hemingway, Stein, Picasso y otros desenfadados rebeldes. Ella hija de un juez de la Suprema Corte de Alabama y bailarina de revista (flapper), y él famoso por su primera novela, A este lado del paraíso (1920). Eran célebres. Sobrevinieron las traiciones mutuas. Zelda, que anhelaba ser artista de ballet, escritora y pintora, terminó en el manicomio. Scott, abrumado por la vida y más alcoholizado que nunca, murió antes a los 46 años, con una hija desatendida y una obra imperecedera. ¿Es el precio de ser escritor? No siempre es así (los bienportados Borges y Bioy Casares, dos ejemplos a mano) y además casos similares e incluso peores se dan donde no hay creatividad.
En el cine, Chaplin usó maravillosamente el recurso del embozo a medias para otorgarle mayor densidad a la sátira y potenciar el escarnio hacia los personajes reales de El gran dictador (1940): cualquiera con mínimas nociones de historia reconoce que la figura Adenoid Hynkel representa a Adolfo Hitler, y Bencino Napolini a Benito Mussolini.
Allá por el 422 a.C., en la disfrutable comedia Las avispas el griego Aristófanes no tuvo empacho en ridiculizar por su nombre a su rival político Cleón, e incluso llama a dos de sus protagonistas Filocleón y Bdelicleón, es decir pro-Cleón y anti-Cleón. Cleón de Atenas, general en la Guerra del Peloponeso y representante de la clase empresarial, no era de los que se tragaban burlas así como así, pero no se conocen sus represalias contra el autor; seguramente las hubo. Se dice que doña Luisa, madre de García Márquez, le reclamaba con sentido del humor al hijo haberla retratado en varias de sus obras y, sobre todo, en Cien años de Soledad (“Úrsula cien años”). De no haberlo externado ella, pocos se hubieran dado cuenta.
Por diversas razones, que a veces llegan a la agresión física, en ocasiones conviene disfrazar la realidad, lo que no significa falsearla o mentir, sino crear. El quid, nada fácil, está en aprovecharla, exprimirla para encontrarle la originalidad, el ángulo diferente, novedoso.
Volviendo a El gran Gatsby, en el capítulo inicial de la obra, Tom Buchanan, interrumpe a Carraway para señalar durante una inocua comida familiar: “La civilización se está cayendo a pedazos. Me he convertido en un terrible pesimista al respecto de las cosas. ¿Has leído El ascenso de los imperios negros de este hombre Goddard?” Carraway, que se precia de ser una persona honesta, reconoce que no. Y Tom aprovecha para añadir: “Bien, es un buen libro, y todo el mundo debería leerlo. La idea es que si no tenemos cuidado, la raza blanca será… terminará completamente subyugada. Todo es científico; incluso está comprobado”.
El ascenso de los imperios negros y su autor Goddard no existieron; sí es verídica, en cambio, la realidad de La caída de la gran raza, de Madison Grant, y La ascendente marea de color contra la supremacía blanca en el mundo, de Theodore Lothrop Stoddard, de cuyos títulos y autores Scott Fitzgerald destiló los suyos. Así, de manera original y sintética, dota de ideología y corporeidad real al ficticio millonario supremacista Tom, el altivo e infiel esposo de Daisy, y se evita posibles reclamos de los influyentes autores Grant y Stoddard y su legión de seguidores, entre los cuales se contaba Theodore Roosevelt. Grant moriría en 1937 y Stoddard en 1950; aún tienen adeptos.
Según el periodista Rich Cohen, el hampón Rothstein fue el primero en vislumbrar que la Ley Seca (1920-1933) significaba una inmejorable oportunidad para los grandes negocios, y actuó en consecuencia. Rothstein fue asesinado por una deuda de póker en 1928. Su alter ego en la ficción Wolfsheim, más que socio, “creador” de Jay Gatsby (al parecer él le ayudó a amasar su fortuna), concluye su breve y significativo paso por la trama negándose a asistir al entierro de Gatsby a pesar de la insistencia de Carraway. “Aprendamos a demostrar nuestra amistad con un hombre cuando está vivo y no después de su muerte”, finaliza ese gánster crepuscular continuador de El padrino de Coppola (primera parte, 1972) y sucesivos pillos de tono patriarcal. Realidad que parece ficción, el mismo Francis Ford escribió el guion de la película epónima de la novela, la de 1974 (Jack Clayton) donde aparecen Redford como Gatsby y Farrow como Daisy, sin duda la mejor de las cinco o seis que se han hecho.
Carraway, que nos ha ido mostrando sutilmente su creciente malestar por la vida vacua e hipócrita y la imposibilidad de recuperar el pasado que deseaba Gatsby con todo el poder de su fortuna, decide acompañar hasta su tumba al hombre corrupto que ha admirado. No obstante, Jay Gatsby le resulta mejor persona que Tom, Daisy y el resto de los ricachos de alcurnia tipo Donald Trump que ha conocido. Asqueado, al final Nick Carraway se vuelve al virtuosismo rural del medio oeste donde cree pertenecer. Allá, mera especulación, se volverá rico con la experiencia adquirida en Nueva York y tendrá hijos que querrán ser como Daisy y Tom. Suele suceder en la realidad.


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*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 7. Alas a la imaginación: la pluma. Esteban Martínez Sifuentes.

                    

Disquisicionario


Alas a la imaginación: la pluma
Esteban Martínez Sifuentes

A otro héroe anónimo de la humanidad se le ocurrió, para desahogar la pesadumbre que rebullía en su alma o recordar la deuda del vecino por las vacas que le vendió semanas atrás, recoger la pluma que había soltado un ganso en una zacapela contra otro ganso. Sucedió así: la observó con detenimiento durante horas (antes sobraba el tiempo), la remojó por la parte delgada en el caldo espeso y negro que por azar tenía a su alcance y, reflexivo, se puso a garrapatear sobre la superficie lisa y receptiva (arcilla, pergamino o papel) que estaba en su mesa…
No estamos seguros de que haya sido así. En todo caso, primero tuvo que haberse inventado la escritura, el alfabeto, ¿o fue al mismo tiempo? En fin, lo relevante aquí es que la pluma, la punta afilada y manipulable de una estaca, cálamo (caña) o hueso, y la escritura se aliaron para inaugurar una revolución más significativa que la invención de la imprenta o el internet. Largando la prehistoria, daban paso nada menos que a la Historia, el registro perdurable de cualquier cosa que acontecía, había acontecido o acontecería en el entorno e incluso, abstracción más abstracción, en las fantasías.
De ahí la importancia de gimnasia cerebral de la lectura, que es descifrar una abstracción (el lenguaje, la escritura) dentro de una abstracción (el escritor) dentro de otra abstracción (el lector). Y puede haber más, sucede que mi capacidad de abstracción no da para tanto. El envite por la lectura es más alto que apoltronarse frente a Netflix o derribar enemigos en los videojuegos, pero paga mejor y siempre se gana, así sea un puñado de relucientes palabras nuevas, una frase luminosa, la hebra de una remembranza, ¿quieren apostar?
La pluma estilográfica es como el pariente rico del lápiz, y el bolígrafo un aspiracionista clasemediero, en apariencia. A condición de que no falle, es el invento perfecto, barato, duradero, democrático.
Dispositivo relativamente reciente y ahora desechable (su producción masiva comenzó a inicios de los 40 del XX en Argentina), el bolígrafo vino a liberarnos de cargar con la pesada pluma fuente o estilográfica, cuya tinta se acababa a mitad del urgente manuscrito, se atascaba o secaba antes de ser usada, aparte de que tenía la maña de derramarse en cualquier paño blanco (como el mar al delfín, le sigue fascinando la tela blanca). A su vez, antes, la estilográfica metálica nos liberó de portar la pluma animal y el engorroso tintero a todas partes, esto a mediados del siglo XIX, si bien los árabes, expertos calígrafos por su religión, empleaban algo similar desde 900 años atrás. Con un cuadernillo en la otra mano pudimos anotar, bosquejar pormenores o ángulos esenciales en cualquier sitio, incluso caminando, como los esforzados reporteros o los secretarios particulares del político trinchón y el importantísimo CEO de algo.
En Argentina y regiones de Suramérica le nombran birome y en otros países biro. Pensé que era lunfardo, un porteñismo. No. Su origen es interesante. Fue una marca comercial, Birome, con los apellidos de sus primeros comercializadores, los hermanos húngaros Biro y su amigo Juan J. Meyne que huyeron del nazismo.
Los socios, uno de ellos Lázló Biro, periodista e inventor definitivo, la llamaron esferográfica. Entre otros atributos que pregonaba su publicidad y hoy nos parecen obvios (salvo el último), estaban: siempre cargada, tinta indeleble y de secado rápido, punta esférica, y “única para la aviación”. Popular tras el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki, se le conoció también como pluma atómica, lo cual me obliga a protestar aunque sea a destiempo. El bombardeo fue un acto de barbarie y la pluma es civilizatoria. Salvo insultos y amenazas, todo lo que tenga que ver con el lenguaje lo es.
En los 50 Lázló Biro se mudó a Francia, donde vendió la patente a un tal Marcel Bich, que simplificó y abarató la producción del esferógrafo, convertido hoy día en el ubicuo y transparente Bic. En conclusión, ¿el bolígrafo se lo debemos al nazismo? No, a esa podrida doctrina no le debemos sino el dolor que causara; sí a la tenacidad de los Biro.
En realidad los tres instrumentos de expresión personal, estilográfica, lápiz y bolígrafo, tienen en la actualidad sus nichos de uso. Aunque el desenlace sea idéntico, impensable con un Bic la firma entre mandatarios nacionales de un pacto comercial de chorrocientos millones. Con un tanto de inspiración y otro de ahínco, cualquiera de los espigados instrumentos le saca alas a nuestra imaginación. Según esto desde Edison, la tradición ordena que el genio, incluyendo al que implica la escritura y el dibujo, sea 99 por ciento de sudor y uno por ciento de susurros de las musas al oído. No hagamos caso y que cada quien aporte lo que Dios le dé a entender.
Que hagan la prueba las nuevas generaciones digitales: nada existe más liberador que tomar un bolígrafo o pluma y ponerse a plasmar sobre una hoja virgen lo que nos dicte nuestro libérrimo albedrío o, como dice la expresividad ibérica, lo que nos salga de los cojones. Por ejemplo, una carta de amor; antaño, desde mucho antes de la novela epistolar Las relaciones peligrosas (1782) y hasta hace unos magros 20 años, tenían impacto y removían corazones empedernidos en sentido favorable o desfavorable.
“No, Martínez, te lo escribo por primera y última vez: aunque tus ʻnoches de invierno y sal sean una agonía en la mísera yacija de condenado al patíbuloʼ, te quiero solo como amigo y no pienso casarme contigo en los próximos 250 años. Ah, y no me llames Estrellita delante de los compañeros, ¿me entiendes? Mi nombre es Estela”.
No me resisto a consignar lo siguiente como curiosidad, maravilla de recursos de internet y homenajeable esfuerzo por promover la creación literaria entre niños y jóvenes: como resultado del primer premio de poesía Estudiantes Poetas, efectuado allá por 2017 en Miami a iniciativa del consulado de España, apareció el volumen colectivo Oda a mi bolígrafo.
¿Cuántas hojas en blanco puede realmente engalanar la tinta de un bolígrafo? Quién sabe, poseen la desconcertante y enfadosa manía de perderse casi nuevos. ¡Bah, al fin y al cabo son desechables y se adquieren en cualquier tiendita! No es inusual ver uno destripado en el arroyo por peatones y coches, y me pregunto yo: ¿por qué nunca se les cae la billetera o siquiera un billete de 500? ¡Ah, claro, eso se cuida, es valioso! Lo otro, no.
En un trámite bancario reciente, le deslicé por el escritorio los documentos que acababa de firmar a la ejecutiva. Los observó y dijo:
─Muy bien, ¿ahora me devuelve mi bolígrafo?
─Es mío, usted no me dio uno ─respondí con enjundia.
─¿Me lo jura?
─Sí, soy escritor. Nunca salgo sin uno y es éste ─no la percibí convencida en lo del bolígrafo ni en lo de escritor; apechugó, no obstante, con una sonrisa profesional.
Para ver qué se siente, desde joven he fantaseado con robar un banco (por supuesto, no voy a cometer tal latrocinio), pero no así.

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*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 6. ¡Habla por Dios! ¡Habla! Esteban Martínez Sifuentes.

                    
¡Habla por Dios! ¡Habla!
Esteban Martínez Sifuentes

A ver, mi reina, di algo, una frase, una palabra, una simple silabita, qué te cuesta, mi preciosa. Habla por favor; mów, prosze; parlez s’il vous plaît; speak please, ¡di algo, animalejo del demonio! Luego de mucho tiempo de exhortarla con infinita paciencia, en varias lenguas, cientos de tonos y el humor más diverso, mi gata por fin habló. ¿Cómo sucedió y qué dijo? Aquí está la historia; prometo contar la verdad y sólo eso.
Estaba de espaldas y con una cerveza en mano siguiendo el partido de basquetbol de la semana, cuando noté con el rabillo del ojo que se trepaba al respaldo del sofá. Seguí clavado en la televisión y al poco rato sentí que posaba y retiraba, posaba y retiraba una de sus patas delanteras en mi hombro, como si tocara a la puerta de un ser querido. Mal momento, el partido estaba en clímax y el caldo de cebada riquísimo.
Voltee a verla, me vio con su mirada eléctrica e insondable de siempre, quizá más insondable que nunca, sacudió su cabecita y habló. Habló de verdad como lo hacemos ustedes y yo, con una dicción bastante aceptable considerando su tamaño y su, digamos, animalidad.
No de buen modo, se quejó de la falta de ratones y pájaros para cazar, me reclamó por las croquetas diarias, sabrosas pero dañinas para su hígado, por la falta de espacio para correr y saltar, por la escasez en los alrededores de árboles para afilarse las uñas y, ¿pueden creerlo?, porque fumaba delante de ella.
─Bueno, carajo, ¿solo sabes sacar aspectos negativos de tu amo? ─intervine yo; mi equipo acababa de fallar un enceste cantado─. ¡Por Dios!, di algo constructivo, que demuestre de una vez por todas que los gatos son inteligentes y no convenencieros por mero instinto de conservación. ¿Acaso te crees sagrada? Eso pasó hace siglos y en otro lugar, ¿te enteras?
─Tú querías que hablara ¿no? Nos la pasábamos aceptablemente bien antes de esto ¿no? Pues es lo único que tengo que decir. Además, por si no lo sabías, el instinto de conservación también incluye tejer alianzas entre diferentes; de hecho, creo que la inteligencia consiste precisamente en eso, en tejer alianzas balanceadas entre diferentes: yo te doy algo, tú me das otra cosa en sincera reciprocidad y vivimos a gusto. No somos convenencieros, ni ladinos, ni diabólicos.
─¿Ah, no? ─ironicé.
─No. En nuestro caso particular tú me pusiste un nombre, complementas mi alimentación y me ofreces seguridad, menos de los perros que de las tormentas eléctricas y los cohetes, a los que sí les tengo verdadero pavor. A cambio, yo te ofrezco compañía, fidelidad, momentos divertidos. No necesito gritos ni patadas, justificados según tú. Me has pateado varias veces, ¿te acuerdas…?
─¡Y dale con los reclamos…! ¡Pásasela a Johnston, está solo, está solo…! ¡Te lo advertí, idiota…! ¿Te gusta el básquet?
─Apesta. Y discúlpame por interrumpirte. Sucede que yo estaba bien antes, pero tú insististe. Decidí que era el momento, tengo que aprovechar la ocasión.
─Está bien, sigue ─mi equipo estaba por remontar.
─Violentando mi esencia y mi cuerpo, me castraste siendo muy joven, ¿por qué no castran también a los de tu estirpe…?
─Eso fue idea del veterinario.
─¡Ah mira, qué buena salida! Es conocido que el veterinario me llevó y me trajo en una jaula, él mismo abrió su cartera y se pagó sus honorarios, él me cuidó un par de días. Bueno, un decir eso de cuidar, porque tengo varios puntillos que reclamarte sobre eso…
─¿Sabes qué?, mejor lárgate de aquí antes de que te corra a zapatazos, ¡zape!
─Ya son muchísimos humanos ─no se largó─ y se están acabando, sobre todo por codicia, un planeta que no es solo de ustedes.
─¡Lo que me faltaba, una gata intelectualoide, comunista! Si detestas las patadas, vete por favor, desaparece. Por cierto que no me he casado para no recibir en casa quejas o reclamos. Aunque casi siempre me veas de ocioso, trabajo duro fuera de aquí.
─Me doy cuenta, no creas que no. Por eso salgo a tu encuentro y me froto en tus piernas con alegría. Con la alegría propia de mi especie, no busques otra cosa. Pero sea como quieras, y espero que no te arrepientas.
─No te preocupes por eso, puedo sobrevivir ─juzgué divertida mi respuesta y me eché a reír a carcajadas.
Se fue contoneando el trasero como de costumbre, disimulando a la perfección su derrota. ¿Cómo se le ocurría que iba a imponerse a un humano?, pensé, levantándome por otra cerveza para seguir disfrutando el partido, se ponía cardiaco a minutos del final. Hacía por lo menos un par de meses que no veía uno tan emocionante, hagan el esfuerzo por comprenderme.
Al día siguiente empecé a dimensionar lo que había dejado escapar. Presentaciones en estadios, cine y televisión, conferencias en auditorios universitarios y empresariales, shows de lujo en teatros principales. “¡Sorprendente, inquietantemente quejumbroso, el único gato, qué digo gato, animal en verdad parlante en la historia de la humanidad!” Una auténtica mina de oro, y la había desaprovechado por idiota. Nada me costaba haberle puesto un poco más de atención. Bueno, me dije, si se había dado una primera vez, vendría sin falta una segunda.
Intenté sobornarla con ratones capeados en aceite de pescado, con suculentos pájaros, con leche de cabra, de camello, de yak, con embutidos finos, y nada. Le puse mi costosa almohada de plumas de ganso en su gatera, me hinqué delante de ella, imploré, ¡habla, sé que sabes hacerlo, habla por favor, por nuestros momentos felices, por aquel día en que te recogí de la calle, una pelotita peluda y chirga, y te ofrecí yogurt en mi propio plato de cereal; habla! Todo inútil. Le apliqué la ley del hielo, la privé de comida y agua por unos días, terminé llamándola estúpida.
Me estoy quedando sin cabello de la exasperación. Los vecinos creen que estoy listo desde ayer para el manicomio; yo estoy empezando a creerlo. ¡Habla por lo que más quieras! Se va, regresa a medianoche de las casas vecinas, me ve con su mirada profunda y da la media vuelta con exasperante orgullo.
¡Di algo, no te vayas así! ¡Quéjate aunque sea y te cumplo por triplicado lo que desees! ¡Putéame si quieres, pero mueve ese hociquito! Hay días enteros en que ni siquiera aparece por aquí, y no salgo a la calle ni a comprar comida por esperarla. Estoy empezando a comer croquetas.
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Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

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Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 5. Una historia redonda: la rueda. Esteban Martínez Sifuentes.

                     

Una historia redonda: la rueda
Esteban Martínez Sifuentes


De modesto círculo inspirado en la luna llena, el centro de una flor, las legendarias piedras rodantes o el gira-gira del torno del alfarero, pasó a facilitarle el destino al ser humano en sus afanes múltiples e interminables, cíclicos: guerra, agricultura, erección de edificios, ir a Acapulco con la señora y los duendecillos. Está en los trenes y los aviones, es símbolo de dinamismo y prisa.
Salvo el invaluable servicio en movilidad que nos brinda, no tiene nada que ver con nuestro sistema motriz, en específico los pies, patas en los animales. Es una pura invención, creatividad. Como el cero, que también es circular y, a velocidad de vértigo, hace avanzar las cifras hasta la orilla del universo.
Pocos prestan atención: en coche alquilado, del vecino o propio, conducen con eficiencia a la madre a nuestro alumbramiento en el hospital público o privado (según las posibilidades económicas de la familia); nos llevan a nuestra última morada. Es la rueda o, en su versión moderna, la llanta o neumático. Se cuenta que su origen está asociado a la alfarería, mucho antes que a movilidad y carga (apenas unos 3,500 años a.C., varios milenios después de iniciadas la agricultura y las sociedades complejas); su tracción, a los bóvidos, los équidos, los esclavos, los motores de vapor, gasolina y eléctricos. Stonehenge y las pirámides de Egipto fueron construidos sin ellas. En la América prehispánica existía la rueda en juguetes infantiles, no así en el trabajo.
Prestas para el combate, las carreras y el boato, en Grecia y conspicuamente en Roma circulaban la biga, la triga, la cuadriga y, para los faustos imperiales, la sestiga, tiradas a su vez por dos, tres, cuatro y seis caballos. Tal vez por su insignificante vocación en las tareas de los estamentos inferiores, poco se menciona a los carros de un solo jamelgo o los jalados por bueyes. En los siglos XVII y XVIII los carruajes o carrozas de la nobleza semejaban auténticos altares barrocos y rococó capeados en oro, incluidos los rayos y los ejes de las ruedas. Aunque en tonos más adustos, algo similar ofrecen aún las empresas de pompas fúnebres para los pudientes de Nueva York y ciudades de Europa. Según las tradiciones de la alta aristocracia, en las ceremonias solo a los reyes se les permitía uncir ocho caballos, seis a los príncipes, cuatro a los duques y tres a los obispos.
En España la llanta es lo que acá llamamos rin, el sostén de la llanta; pero bueeno, allá han estado medio locos desde que al Quijote le dio por acometer molinos con su lanza. Tragar una rueda de molino es soportar a grados extremos un episodio adverso. Salvo que esté gastada en exceso o desinflada (ponchada o pinchada, por distintas vertientes ambos términos derivan de idéntica etimología), raras veces le dedicamos más que una fugaz ojeada. Un pisotón en el pie de una de ellas debe de ser dolorosísimo.
Ruedan por el mundo de cuatro en cuatro, de tres en tres o de dos en dos. Y una heroica y solitaria también, por trabajo o entretenimiento: las carretillas en la industria de la construcción y los monociclos en circos y carnavales, donde también suelen girar la rueda de la fortuna y los caballitos, tiovivo o carrusel, cuyo nombre en inglés es el divertido merry-go-round. Los precavidos guardan una de reserva en la cajuela y existen establecimientos especializados en repararlas. “Todo sobre ruedas”, se dice cuando los asuntos marchan con fluidez. Metáfora automovilística, una persona “todoterreno” es aquella con capacidad para cruzar airosa por autopistas y trochas pantanosas en sus actividades.
Como la domesticación del fuego, la cultura y época exactas de su invención son desconocidas; no importa, es de todos y de nadie, universal. Es la perfección, el no principio y el no fin, la eternidad, el eterno retorno que se muerde la cola del uróboro y de la salamandra que renace de sus cenizas. El sustantivo “llanta” proviene del francés jante y “neumático” del griego soplo, espíritu, aliento. Aire. Es el anima de los latinos.
Menos metafísico, a la grasa acumulada en la cintura por el buen comer y el escaso ejercicio se le denomina llanta en México y otros países latinoamericanos; en España, michelín. Pero, ¿es aire lo que escribo? Sí, pretende ser levedad. El aire no se ve, es el soplo vital, igual que el alma o el espíritu en las religiones y la filosofía. No se ve pero vibra, se siente, como la música. La primera notación musical de Occidente se llamaba “pneuma”, allá por el siglo IX; pretendía aprehender lo inaprehensible. Como todo lo que se realiza con pasión y razonamiento, lo logró en buena medida.
Luego la música fue capturada en discos (la llanta es un disco), y rotaron y rotaron en el tornamesa aligerando los trabajos y los días que describiera Hesíodo. Dos potentes fábulas sobre la ascendencia de la música, ambas desarrolladas en la selva (la incultura): el cuento del salvadoreño Salarrué “Semos malos” y la cinta Fitzcarraldo del alemán Werner Herzog.
Hasta la masificación de la televisión, los niños pasaban horas divertidas con el cándido y exigente pasatiempo (me tocó practicarlo) de hacer correr por el piso una rueda impulsada con una horqueta. Los patines y patinetas ofrecen una impagable sensación de libertad, tanto si los ves pasar como si los montas. Esto último siempre es preferible. No que sea censurable estar al borde de la vereda viendo discurrir la vida; al contrario, es una necesidad del espíritu. Lo que sí, renunciar como maratonista desinflado al sexto kilómetro o no atreverse a subir en ella por timidez, por cobardía al qué dirán, por lo que sea.
La bicicleta que no va a ningún sitio es un invento desaprovechado; en realidad no requiere ruedas (solo las de los engranes), sino pedales. Sirve para generar energía; en Guatemala la ONG Maya Pedal es un modelo a seguir en dotación de electricidad a comunidades pobres o apartadas. En ese sentido, no estaría mal que pedalear fuera obligatorio para los que padecen de estrés de oficina y se aburren al llegar a casa. Además, la cuenta de luz aparecería ligerísima a fin de mes en el buzón.
─¿Cómo estás?
─Pues aquí muy contento y sano pedaleándole a la vida.
─Ah, me alegra. Yo estoy en lo mismo. Pero te llamo para preguntarte si tú también has notado la disminución de cadáveres en la calle estos últimos meses a causa de…
Una anécdota leída hace tiempo sobre la inauguración de una de las primeras escaleras mecánicas (que también son circulares) en un gran almacén estadounidense, allá a principios del XX: como los compradores no se atrevían a usarlas, la gerencia contrató a un cojo con muletas para que subiera y bajara, dale que dale, de la apertura al cierre; funcionó. “Rodar y rodar”, grita a pulmón herido la jactancia en el himno mexicano de las fiestas, El rey.
La llanta es resistente y confiable como nuestra paciencia al salir cada mañana al tripalium o trabajo. Y si te sientes abrumado, recuerda estas líneas de John Lennon, una oda a la rueda y a la levedad:

I´am just sitting here
Watching the wheels go round and round
I really love to watch them roll
No longer riding on the merry-go-round
I just had to let it go.

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Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

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Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 4. Un fantasma en Heathrow. Esteban Martínez Sifuentes.

                     
Un fantasma en Heathrow
Esteban Martínez Sifuentes

En tránsito hacia Polonia, escala de cuatro horas en Londres. Mi primer vuelo trasatlántico. Mala noche con tiempo tormentoso y aburrida película inglesa nominada al Oscar de ese año. A las diez de la mañana sobrevolábamos los borrosos y ordenados suburbios de la capital del reino, con tanta resonancia en la historia contemporánea.
Descendimos a la pista sin contratiempos. En el gigantesco complejo aeroportuario, enfilamos por pasillos interminables bordeados de anuncios rumbo a los controles de migración, donde confluían otros pasillos y decenas de escaleras mecánicas que subían y bajaban a otros pisos y recordaban una imagen de Escher o, más exacto, a Pink Floyd The Wall. Las colas eran larguísimas pero avanzaban de prisa. En alguna parte había leído que aquel era el aeropuerto con mayor tráfico de personas en el mundo, y esa ala, parecida a un matadero de reses tecnificado, era exclusiva para transbordos, me enteré después.
Salimos avante mi esposa y yo sin preguntas ni trámites excesivos (pronto entendería por qué). En un piso inmenso con bendita luz natural gracias a los inmensos ventanales, buscamos una sala de espera. Más pasillos, anchos como los de un gran almacén, con bares, restaurantes, librerías, casas de cambio y tiendas duty free donde, quisieras o no, te rociaban con promociones de perfumes y te ofrecían vasitos de cremas irlandesas y wiskis.
─¡Compañeros latinos, fíjense: las fragancias las tenemos al tres por dos! ─habló un vendedor en español del Caribe─ Dos for men y una for lady, o como gusten.
─Después volvemos, gracias.
─¿Después cuándo?, compañero latino. No me engañe. Los latinos somos así, todo lo dejamos para después.
─Gracias, no.
Nos instalamos Josefina y yo en la sala de espera, junto a una isla con stands de comida rápida y frente a los monitores de salidas y llegadas. Sentada en las butacas de enfrente, una familia multirracial, ejemplar y fotogénica. Mujer oriental de ojos rasgados; hombre de tez morena, latino, y niño de cuatro o cinco años, pelo ensortijado y mirada de rendija.
─Hola ─me animé a saludar al ver que el adulto nos observaba.
─Hola, buenos días ─respondió con claridad. A la mujer, aburrida o cansada, no le significamos demasiado.
La mayoría de los ingleses en esa ala del aeropuerto eran negros, latinoamericanos, hindúes, algunos de éstos con turbante blanquísimo, barba grisácea y envaramiento de marajás. Caí en la cuenta de que técnicamente estábamos secuestrados. No había resquicio ni para asomarse a respirar un sorbo de aire londinense. Recién descendido, apareció un grupo de jóvenes de apariencia nórdica, uno de ellos con los cigarros y el encendedor en la mano. Quizá fuera sólo una manía. Aun así, saqué mis aditamentos y los seguí. Entraron al baño.
Preguntándome si existía algo tan arcaico como una zona de fumadores, abordé a una mujer policía. Y sí, sí existía tal cosa.
Caminé de prisa hacia el final de la avenida donde me indicara la mujer. Era una especie de jaula de cristal cerrada por todos lados y con un tubo grueso hacia el techo último. Cupo para doce personas, advertía un letrero en la entrada. La gente de adentro duplicaba con soltura ese número. A pesar de los extractores a todo trapo, amarillaban los cristales, los asientos, todo. Llegaron los nórdicos. Dos fumaron, tres permanecieron ahí por solidaridad. Entró la mujer del aseo a vaciar los ceniceros, sacó una cajetilla de extra largos de su vestido blanco, se fumó medio cigarro, lo aplastó dentro de la bolsa negra que arrastraba y se fue.
Paseamos por las tiendas, compramos un pasable café de máquina. En una tienda de discos, una pared entera dedicada a música y memorabilia de los Beatles y otra a los Rolling.
A la hora, otra visita al cubo de la ignominia. Encontré el Daily Mirror abandonado y me puse a hojearlo. Cristiano Ronaldo se había ido de farra y el príncipe Carlos inaugurado no sé qué. Nervioso, con el cigarro desenfundado, entró el moreno que nos saludara, estudió las caras con timidez y se me acercó.
─Hola otra vez.
─Hola de nuevo ─respondí, contento de la compañía─. ¿De dónde eres?
Era de Ecuador y vivía en Yokohama, de donde eran la esposa y el hijo. Después de vacacionar en Praga, volaban a Barcelona, donde él tenía a su madre. Se llamaba Wilson Andrés. Animados, al segundo cigarro ya hablábamos de Gaudí y la Divina Familia, que yo no conocía. “Cuando quieras, hermano; cuando quieres”, me dijo, serio. De pronto apareció la japonesa con el niño y le hizo señas a través del cristal. Parecía molesta, y de armas tomar. Él se levantó de prisa, apagó el cigarro y salió.
Pasamos por otros vasitos de wiski. En la confluencia de las avenidas principales exhibían un Aston-Martin deportivo con las puertas desplegadas. Mi esposa quería un disco de Tracy Chapman.
─Tracy Chapman no es del Reino Unido.
─¿Y qué si no lo es?
El dinero no era mucho. Le prometí que, si nos sobraba, de regreso a México lo compraríamos. Hojeábamos revistas cuando se nos acercó Wilson cariacontecido, con el maletín al hombro. Nos preguntó si habíamos visto a su mujer y su hijo. No, fue la respuesta; ¿te ayudamos a buscarla? Gruñó algo y se fue.
Se acercaba nuestra partida. Una última visita al cubo. En un rincón estaba Wilson prendido a su cigarro.
─¿Encontraste a tu familia? ─le pregunté.
─¿Mi familia? No, ¿la habéis visto vosotros?
No. Pero si la veíamos, le dije, le diríamos que aguardara al pie de los monitores. Murmuró un “gracias” y salió. No sé por qué me dio la sensación de que ya no estaba tan preocupado.
Entré al baño, fui a la sala para que Josefina también lo hiciera antes de abordar. Le conté que Wilson seguía buscando. Dijo que ella había visto levantarse al ecuatoriano y recalcarle a la japonesa, en español nítido, que no se tardaba; no lucían enojados entre sí, aunque ella le pareció malhumorada todo el tiempo.
Apareció en pantalla nuestro vuelo; el de Wilson Andrés y familia, me enteré, estaba por cerrar. Supuse que ya estaría con los suyos. Heathrow es un laberinto imponente pero inofensivo por su señalización y la abundancia de policías amables. Escuchamos por los altavoces:
Your atention please. Mister Wilson Andrés, you must go to the counter number eleven, go to counter eleven...
Formados en la fila para abordar, de nueva cuenta:
Your atention please. Mister Wilson Andrés...
Tres semanas después, en el transbordo de regreso a México, mi primera visita al cubo. A lo lejos vi que salía de los sanitarios un hombre idéntico a Wilson; convencido de que era él, le grité por su nombre. Se detuvo un instante, y sin voltear, o como volteando pero menos que a medias, se reacomodó la correa de su maleta de mano y desapareció con paso rápido en el primer recodo. Permanecí en el cubo mucho tiempo; no lo reconocí de cierto, pero me pareció verlo rondar por ahí.
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Contacto:

En facebook: Esteban Martínez

*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.

Disquisicionario. 3. Masoquismo puro. Esteban Martínez Sifuentes.

                     
Masoquismo puro
Esteban Martínez Sifuentes


Tu esposa toca comedidamente para preguntar: “¿Ya vas a venir, cariño?”, y tú: “Sí, sí, bombón, otro ratito y estoy contigo”. Tachas, rompes, reniegas y el Meollo, seductor y resbaloso, no se concreta. En la cima del desaliento frente a la hoja en blanco, asoma la Idea Brillante, paradójicamente pálida e inasible como todas las ideas brillantes en ciernes. Te entusiasmas, cómo no. Camina hacia ti con la gracia prometedora de siempre, finge que va a acariciarte, te muestra con descaro su dedo medio y se esfuma entre risas de escarnio por un resquicio de la ventana. Te quedas viendo hacia allá hasta que todo pierde sentido.
La insatisfacción, transitar la cuerda floja con un ropero en la cabeza, es el sino del escritor, qué duda cabe. Tienes que asumirlo si estás ahí por tenacidad, una palabra de prestigio pero con agridulce carga de masoquismo y dudosa rebeldía contra el mundo.
A punto de levantarte, vuelve la Idea con nuevos ropajes y hasta diferente peinado. Pero ¿es la misma u otra? Qué importa con tal que sea brillante. Le coqueteas, se van acercando, tratas de asirla de los cabellos. Es dura cuando quiere. Forcejeas con ella para que se siente, le aplicas una llave y cae desmayada al piso como un costal de nada.
Sigues haciendo que piensas en el Meollo y sus implicaciones. Entra sin tocar la puerta el Personaje Principal, tímido, apenas corpóreo; sin abrir la boca, ves cómo se agazapa en un rincón como si no valiera nada. De la misma manera ingresa otro Personaje, un poco más acuerpado y decidido; esquiva a la Idea en el piso, llega hasta tu revuelto escritorio y pega engallado un manotazo exigiendo alcohol. La Idea vuelve en sí, se levanta para apoyar los reclamos de bebida del otro. Contagiado de rebeldía, petulante, se les une el Personaje del rincón y vislumbras que no es Principal sino Secundario o incluso Sacrificable. Tampoco importa, tú vas a rescatar algo, estás decidido. Aparece el Meollo, increpando. Amenazan con amotinarse, patalean. Tratas de argüir, alguien amaga con sacar una pistola. Terminas cediendo a regañadientes, con cierto placer secreto, y les sirves ron barato, lo único que tienes. Brindan. Demandan hielo, cacahuates.
Mientras los otros bailan y gritan, tu trabajo empieza a fluir, a fluir... “Es lo mejor que he escrito hasta ahora”, te dices, cansado pero satisfecho, con severa euforia de crítico académico. Al día siguiente te das cuenta que no es así, que el Meollo necesita otros ángulos, quizá diferentes personajes, ideas menos trilladas (“¡ya chole con citas y paráfrasis borgeanas o de Raymond Chandler!, ¡atrévete por otras sendas!), y vuelves a empezar otra vez. Tachas, rompes, te deprimes un rato frente a la hoja en blanco, aparece la Idea, ya no tan brillante pero más sosegada y amigable, te entusiasmas, y sigues y sigues, masoquismo puro, como si nada más importara en el mundo.
Años o, si bien te va, meses después, aparece el Lector con tu libro en la mano, lo lanza de pésimo modo en el escritorio, te da la espalda y se larga por donde llegó sin emitir una palabra. Sonríes desvalidamente y, tras un lapso de cavilaciones variopintas, sientes la necesidad acuciante de ponerte a escribir. Tu esposa te reclama del otro lado de la puerta que abras ya o si no…, y tú gritas que hasta la una o dos de la mañana no estás para nadie. Y nadie, hay que hacerle caso al Escritor cuando se percibe embalado, es Nadie.
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*Sobre el autor:

Esteban Martínez Sifuentes

Ensayista, narrador.

Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.

Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.