Con urgencia, a contracorriente de mis viejas convicciones, instalé en el cel la aplicación que me exigía el sistema para ingresar a mi hipocondriaca cuenta bancaria. Abro la app y me advierte que espere porque está inicializando. Ah, mira, me digo con paciencia, seguramente se trata de los mismos genios de la mercadotecnia financiera, una élite de chicos que usan el cel para todo menos para consultar el diccionario, que inauguralizaron el verbo aperturar porque ofrece (o suena con) más prestigio que abrir. Abrir, cualquiera. Aperturar, solo unos cuantos privilegiados. No pasa nada, solo que el lenguaje es sintomático de los tiempos que corren. Peccata minuta, el lenguaje es complejo y la gente más. Los cuentahabientes van a inicializar porque tienen prisa por atender asuntos en verdad importantes. Ni para qué desgastalizarse en fruslerías.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Tiempos de pandemia. Nadie sabe cuándo terminará ni a dónde nos lleva. El trabajo escasea. Con mucho, hay menos gente en las calles que antes de la alerta roja. En estos rumbos de la ciudad, en otros no se nota tanto, o nada. Está por amanecer, como siempre desde que el mundo es mundo; eso no cambia aunque se acabe la raza humana. Estoy sentado en una banca de parada de autobús, esperando y con frío. Los taxis empiezan a menudear por la avenida; y, más esporádicos, los peatones, humildes empleados que entran o salen de sus trabajos con la mochila a cuestas. En otra época y a la misma hora esto ya empezaba a ser un caos infernal de ruido y movimiento. Frente a mí, del otro lado del camellón tupido de agapandos, hay dos locales comerciales que seguramente no abrirán hoy y tal vez nunca. En uno se lee “La piú bella”, sin duda un restaurante. ¿Cuántos empleados se habrán quedado sin trabajo?, me pregunto. Antes del virus, fui maitre patissier por el mismo rumbo, uno de los más bonitos de la ciudad. En la esquina, luego de los locales, está un edificio de departamentos. Con dos franjas verticales de cristal a ambos lados de la puerta, el edificio es nuevo y los departamentos parecen de lujo. Deben de serlo. La mayoría en la colonia lo son, o por lo menos carísimos. Al final del edificio, en línea recta con mi mirada y el eje de mi cuerpo, está la banqueta de una callecita bordeada de autos estacionados y árboles variados no muy altos. Veo de pronto repegado a la puerta a un niño o adolescente delgado, de espalda. ¿Sale o entra? ¿Cierra o abre? No alcanzo a distinguir. En todo caso parece que la cerradura no cede… Ya está. Guarda el llavero en su bolsillo. Se separa de la puerta, se perfila hacia la esquina. Me advierte sin prestarme demasiada atención y empieza a caminar. Hay algo raro en él. No es niño ni adolescente, sino un viejo flaco y algo deforme que camina además apoyado en dos bastones que antes no le vi. Avanza trabajosamente por la banqueta de la callecita, pero no tan despacio como se esperaría dada su condición. Es hábil, quizás está enfermo desde la infancia. No debiera, pero siento lástima por él. Volteo a derecha e izquierda. Imagino que va a detenerse frente a uno de los coches iniciales y lo abrirá para subirse. Pero no, camina, camina oscilante, lento-rápido. Me pregunto a dónde irá tan temprano, ¿a trabajar? No importa, me digo. Trabajo es trabajo, y con el maldito virus rondando por dondequiera no abunda. Volteo de nueva cuenta a mis costados, tiento el arma en la bolsa de la chamarra y me levanto para cruzar la avenida.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Una flor entre las rocas Esteban Martínez Sifuentes
Ángeles cerró su libro y se levantó. Al descender del autobús la maestra Garcés pasó lista y les advirtió que no se alejaran demasiado. En dos horas, antes de que cayera la noche, los quería a todos de regreso, sin excusas de ningún tipo, “¿me oyeron?” Estruendosos y con una pelota por delante, los niños corrieron hacia un manchón de arena. Las niñas se fueron por otros rumbos, a tenderse por ahí panza arriba, a recoger conchas y piedritas interesantes. Detrás de los dos grupos, la apocada Ángeles tomó la senda de los riscos y ascendió unos metros entre las piedras resbalosas para alcanzar la cima y su asiento favorito de frente a la bahía. Le gustaba aislarse. Así podía escuchar con nitidez el canto del viento, conversar con la espuma de las olas y saludar a las gaviotas. Éstas eran algo malhumoradas, pero a la espuma nunca le faltaban respuestas divertidas en sus labios líquidos. Todos conocían secretos de barcos piratas, detalles de naufragios y tenebrosos rituales como los de Próspero en La tempestad. Estaba en eso, más absorta que nunca, cuando gritó la maestra. ¿Ya habían pasado dos horas? Sí. ¿Qué hacer?, en casa parecía estorbar y sus condiscípulos la maltrataban. La maestra Garcés se dirigía a ella con una deferencia falsa e impaciente que la golpeaba como un reproche a su existencia. La maestra volvió a gritar allá a lo lejos. ¿Qué hacer si su deseo era quedarse ahí? Pidió consejo a las olas, al viento, que era un guasón porque entonaba a capricho todo tipo de canciones, blancas y subidas de tono, pero poseía mayor sabiduría que los otros, era muy viejo. Imponente, sonó la bocina del autobús. No pudo reencontrar la voz de sus amigos, ¿se habrían asustado? Les temían a los humanos. A ella no. Condensó rabia, frustraciones y sueños en el meollo de su voluntad, intentando sintonizar con los seres de la bahía, ahora para solicitarles ayuda, estaba decidida. No sucedió nada. Quizá si repitiera el esfuerzo… Los alumnos que la buscaban con impaciencia y gritos vieron aparecer una apocada figura infantil que se movía hacia ellos y empezaron a subir al autobús. Uno de ellos le lanzó arena con el pie; más considerada, una de sus compañeras le espetó: “tenías que ser tú, Ángeles, ¿no te cansas de dar problemas?”. Ella apenas parpadeó y siguió adelante. La mujer realizó el conteo recorriendo el pasillo entre el par de filas de asientos; se detuvo ante la niña problemática. ─No debiste hacer esperar a tus compañeritos, Ángeles. Nos preocupaste. Con claridad advertí que dos horas, ¿lo hice o no? Ángeles bajó la mirada sin contestar. ─Se responde cuando habla un adulto, niña testaruda. Ángeles asintió desde alguna lejanía. Y jamás volvió a hablar. Sus padres la sacaron de la escuela. Murió en breve lapso, en silencio, marchita como las flores en una cripta cerrada por décadas. De la escuela, la maestra Garcés fue la única que acudió al entierro. Compungida, con el peinado correcto y una decente falda hasta las pantorrillas. El doble de uno es idéntico a uno, solo que pierde el don del habla y otros atributos. Erguida y contenta, Ángeles, la verdadera Ángeles, sigue sentada en el risco contemplando el mar, conversando con sus inquietos amigos. De vez en cuando se sumerge en él, trata de saludar de mano a todo el mundo, recoge algo para comer y vuelve, rutilante como la floración de los cardos, a su trono en medio de las piedras. Cuando siente tras ella irrumpir un vehículo, se mete en su escondite y reaparece cuando se va.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Sí, maestro Rebollo: mi pasatiempo es buscar la fórmula para hablar con los muertos, cómo ve. Y es magia negra, prohibida, sí… No, así no. En las sierras de mi estado Zacatecas hay bosques de pino y encino, donde habitan el jabalí, el venado cola blanca y la liebre, los dos primeros en riesgo de extinción. En los llanos y valles crece mezquite, gobernadora, huisache, nopal, lechuguilla, guayule y pastizales, y de fauna están el coyote, la codorniz, el tejón y el pato. Del guayule sacan una goma para fabricar guantes de cirugía mejores que los de hule normal y bastante mejores que los sintéticos… Esto está mejor, ¿no, señor Rebollo? Además, parte de la Sierra Madre Occidental, en el municipio de Sombrerete está la Sierra de Órganos, que es Parque Nacional, un área natural protegida por sus ecosistemas y su belleza de piedras desgastadas por el rigor de los siglos, algunas encimadas en frágil equilibrio como si practicaran patinaje artístico. El órgano es una cactácea elevada, y ahí hay también encino, pino piñonero, palma, huizache, nopal, orégano, sotol, biznaga y tepozán, entre otras plantas. El pozole con su toque de orégano, ¡humm, delicioso! En cuanto a especies animales, hay liebre, güilota, calandria, mapache, zorra gris, coyote, tlacuache, gato montés, venado, cacomixtle y halcón, entre otras. A pesar de su cercanía con la capital, menos de sesenta kilómetros rumbo a Durango, sólo he ido dos veces a la Sierra de Órganos. La primera, cuando aún vivía mi hermano mayor, que murió ahogado en unas vacaciones al mar al caerse de la lancha en una curva; lo extraño y lo busco en todas partes, éramos los mejores amigos. Un sábado madrugamos y fuimos todo el día a celebrar el cumpleaños del fundador de la congregación rectora de nuestro colegio, sacerdote al que promovían para santo y luego resultó que había sido en vida alumno aventajado de Satanás por sus muchos delitos, usted sabe de qué tipo (perdón por escribirlo así, profesor Rebollo, pero eso era). Esa vez éramos padres de familia, alumnos y maestros. Cientos. Carne asada, aguas frescas de limón, horchata y jamaica, pasteles, arroz con leche, alcohol en abundancia encima y bajo la mesa. Juegos y concursos para niños, para adultos, para padres con sus niños, para maestros contra alumnos, cánticos cristianos en la ida y el regreso en autobús. Lo típico, usted sabe. La segunda vez fue hace tres meses. Llegamos una tarde de sábado a domingo, papá y yo (“efecto de compensación” le llaman, según mamá), acompañados por seis de sus amigos industriales de la zona y varios de sus hijos, sólo uno de ellos mujer, Irina, cuatro o cinco años mayor que yo. Llevaban guitarras y toneladas de comida y cerveza. Conversaban, cantaban y comían tumultuariamente, cuando Irina, uno que parecía su pretendiente y yo nos despegamos del grupo para ir a vagabundear por ahí. Por el aire límpido, por la altura con relación al nivel del mar, el cielo era un portento de luminosidad estelar. Nunca había visto y tal vez no volveré a ver uno que se le acerque. Ella y yo habíamos hecho clic apenas nos presentaron, y su acompañante había intervenido con naturalidad en nuestra plática mientras, en una mesa plegable, cortábamos el rabo a las cebollitas cambray y los otros probaban un sofisticado asador del tamaño de una camioneta pequeña o acarreaban ramas secas y piedras para conformar las fogatas. Cuando nos alejábamos, conversamos de preferencias musicales y literarias, de las películas filmadas en la Sierra de Órganos, referencia ineludible en Zacatecas si se quiere pasar por culto. Yo conocía superficialmente un par, Los cañones de Navarone, con Gregory Peck y Anthony Quinn, y El Cavernícola, con Ringo Starr y Barbara Bach, que era y sigue siendo su esposa, qué aguante, ¿no cree? Irina me dijo, “claro, las he visto”, y apuntó algunas otras que me sonaban familiares, como una de la serie Dragonball, pero ni remota idea de que habían sido rodadas en aquel imponente escenario natural. Instalados en una peña en los linderos del monte arbolado y tenebroso, a unos veinte metros de la lumbre mayor, su compañero, Iván, mencionó otras más, mexicanas sobre todo. Sin pedantería, enunció el nombre de sus directores, el año de rodaje y otros pormenores. Pasamos así una, dos, tres horas, yendo de vez en cuando al centro del grupo a recoger una cerveza para Iván o pedazos de chorizo con pan para los tres. Caídos de los astros, ellos eran mis cómplices perfectos, los amigos que buscaba sin saberlo. Con ambos, creí, sería fácil hablar de la vida de ultratumba (resucitar cadáveres y eso), de cualquier cosa. En una de esas veces, papá, que había estado haciéndola de cocinero (el asador era suyo) y agarraba vuelo en la mesa departiendo con sus amigos, me llamó y, poniendo sus manos en mis hombros desde atrás para que me apreciaran los otros, le gritó a uno de los más alborotadores, antiguo conocido de mi familia: ─Eh, Lozano, ¿trajiste tus animalejos venenosos? ─Me ofendes, hombre. ¿Te consta de alguna vez que haya salido de paseo sin ellos? ─¿Podrías sacar uno para que lo pruebe el heredero de mis propiedades en la Costa Azul? Yo sé que es un hombrecito cabal, sólo necesito que se lo demuestre a sí mismo. ─Yo, encantado. Traje cuatro, de los mejores. ¿Cuál crees que le acomode? ─Uno sencillo, para empezar. Lozano, dueño de una constructora con contratos gubernamentales y padrino de mi hermana, se dirigió tambaleante a su vehículo. Volvió con un rifle escondido sin maña tras su espalda. ─¿Está cargado? ─vociferó papá─. Si no, sirve para un carajo. ─¡Clarines al amanecer, hermano! Un arma descargada, decía una canción, es una lámpara sin luz, una Biblia sin Jesús. Se rieron todos, cómo no. En fin, papá me tomó del brazo y trató de conducirme al pie del monte. Deseaba que hiciera mi “bautismo de fuego”, literalmente, disparándole a un blanco móvil, lechuza, liebre, lo que fuera. Me negué. Insistió. ─¿Cómo a un ser vivo, papá? ─repliqué. Desde un montículo cercano, Irina e Iván no perdían detalle, algo tensos. Me ofrecían su aprobación en silencio, eso creí. Allá en las fogatas, divertidos con la escena. ─Bueno, bueno, señor Francisco de Asís. Dejemos a los animalitos del bosque en paz y pongamos unas botellas, ¿te parece? Estaba resignado a obedecer e incluso caminé adelante hacia donde me indicaba. Entonces me detuve y escuché a mí mismo advertir con voz enérgica, en un tono que desconocía: ─No voy a disparar, papá. ¡No me gusta, punto! ─Sí lo vas hacer, claro. Te va a servir para templar el carácter, vas a ver. A mí me sirvió desde los diez años. ─Detesto las armas, ¿puedes entenderlo? ─Es cuestión de sentir su poder, ven… ─¡No voy a moverme de aquí, te lo advierto! ─¿Ah no? ─¡No! Me escrutó por inacabables segundos como si calculara obligarme, incluso a empujones. ¿En algún momento le habría pegado a mamá antes del divorcio?, consideré después. Dio la media vuelta con enojo y regresó con el rifle donde la mayoría, que lo recibió con una granizada de bromas. Eran las once de la noche, y yo caminé con la cabeza baja a integrarme con mis amigos. No comentamos el asunto y tardamos en recuperar el vuelo de la plática interrumpida. O creo que ellos lo hicieron, yo no. El resto de la velada mi padre se hizo el ofendido y los otros adultos me ignoraron con injuriosa contundencia. Alardeando, no sé, el troglodita de Lozano, sus dos hijos y algunos otros se dieron vuelo disparando a latas y botellas, que formaban en fila y destrozaban sin piedad, por fortuna en el lado contrario a donde estábamos nosotros. Al final, sin dejar de beber, se pusieron a jugar a ver quién derribaba una estrella a balazos. En la plática con Irina e Iván, descubrí a uno de los Lozano apuntando hacia mí, también de juego, ¡vaya jueguito idiota! Con nuestra tienda de campaña sin armar, cerca de las cuatro me quedé dormido en una silla de camping alrededor de la fogata menos socorrida. Casi entero, como si no hubiera estado bebiendo con energía de cíclope, llegó papá a despertarme con un suave zarandeo en el hombro, sin duda arrepentido. ─Estaba preocupado porque no te veía, me hubieras avisado ─dijo. Cargaba un gabán en sus manos y me cubrió con él. Sí, estaba arrepentido (ya conocía sus arrepentimientos). Me condujo a su camioneta, y antes de abrir la puerta me abrazó y se soltó a llorar con hondura insospechada. Luego, sin decir nada salvo “descansa”, me ayudó a tenderme a lo largo del asiento y fue a acomodar sus cobijas en la caja del vehículo, a la intemperie. Por la borrachera más que evidente ahora que lo golpeaba el aire, poco faltó para que se cayera por la borda. A diferencia de Edgardo, se hubiera levantado en unas horas cuando mucho, tal vez con un hueso roto y o solo algunos moretones; y hubiera sido, desde luego, un auténtico oso que comentarían por años sus amigos. Semanas después busqué a Irina e Iván para salir a un café y reanudar la charla de aquella noche. ¡Qué desmesurada pretensión la de un mocoso con apenas catorce años cumplidos! Irina, una Irina distinta a la de entonces, me advirtió al teléfono que tenía novio y, a punto de ingresar a la universidad, demasiado que estudiar. Liberé una risita atarantada, no sabía por qué mencionaba aquello si mis intenciones eran otras. Le reiteré: “Se trata de una simple salida a tomar café, no vamos a un aquelarre o a fumar opio…”. Nada. Su agenda, llena. Lo sentía, de veras, remató. Iván estudiaba en Guadalajara, me informó algún miembro de su familia. Lo busqué en Facebook y le envié solicitud de amistad. No ha respondido. Cuando lo haga, si es que lo hace, ya tendré otros intereses. Sin rencores. Pero estoy empezando a percibir a la humanidad en tonos grisáceos con propensión a oscurecerse y eso me disgusta, en principio porque me creo optimista y propositivo. Sigo buscando la fórmula para contactar con los muertos, profesor Rebollo, ¿cómo ve? En especial relacionados con Edgardo, hay avances que tal vez algún día me decida a compartir, jamás con el salón y menos con usted, eso por seguro.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Luces y sombras: el espejo Esteban Martínez Sifuentes
Es tigre herido, gato manso que come de nuestra mano pero jamás renunciará a su lado salvaje y enigmático. Una sucinta Sylvia Plath habla por él: “Soy plateado y exacto. Sin prejuicios”. Un espejismo. Su esencia es la luz y está asociado a belleza y pulcritud, a sosiego íntimo y una pizca de vanidad. Tan de cada mañana y cada noche antes de acostarnos, el espejo encierra resonancias y complejidades inimaginables, terroríficas y telúricas. Como ciertos amores, te arrebata el alma. Sin piedad y tan fresco, nos dice quiénes somos (nos tilda de sosos, viejos, inmaduros, reprimidos, estúpidos y otras lindezas) y eso es todavía más sobrecogedor. Y ¡cuidadito con romperlo que acarrea siete años de mala suerte! En el histórico juego especular de las emociones ha sido reflejado, multiplicado, en la literatura de manera indeleble: Stevenson, Wilde, Valéry, Cocteau, Carroll, Tolkien, el olvidado Asturias, Fuentes, Rowling. No podía ser de otro modo. Atrae como imán, impone con su aparente inocencia, es un poliedro, un pozo abismal. Es decorativo si es gigantesco, antiguo, tiene filos dorados o lo compramos en tal prestigioso almacén, y valioso si nos lo heredó la abuela. Está asociado a las tinieblas, el mal. Es el otro, el extraño, el yo más profundo repentina o paulatinamente revelado. Es el complemento. Es Fausto, el doctor Jekyll y Mr. Hyde, la insufrible madrastra de Blancanieves, el escalofriante y elusivo Horla de Maupassant, el dandi inconforme Dorian Gray. Compasivo y analítico, ese artículo inexcusable confiesa en pluma de Plath, desbordada de desamor como su efímera existencia (1932-1963), en el final de la poesía citada al inicio (“El espejo”):
En mí, ella ahogó a una muchacha, y en mí una vieja se alza hacia ella día tras día, como un pez terrible.
En la pintura existen obras-homenaje y disturbadoras a su irresistible influjo. “El matrimonio Arnolfini” (Van Heyck, 1434), “Las meninas” (Velázquez, 1656), “Chica frente al espejo” (Picasso, 1932). Los que carecen de imaginación, el principal recurso amatorio, revisten su habitación de cristales reflejantes para realizar el acto sexual. Con el deseo ferviente de ambos, basta cualquier ámbito aislado. No necesito decirles que hagan el ensayo. No hay civilización que no lo conozca de antiguo. Sus nombres en inglés (mirror) y francés (miroir) proceden de mirar, acción concreto-abstracta inabarcable; en polaco (lusterko, lustro) es un complejo recorrido de la compleja (e interesante porque es fundacional y reaparece a la menor indagación) cultura romana que dominó Europa; trataré de sintetizar: sacrificio a los dioses, agradar, brillar. Todos vocablos del latín, en alemán (spiegel), italiano (specchio) y español proceden de speculum, emparentada con aspecto, espectro, especulación y oráculo. En la Grecia mitológica, Narciso se ahogó admirando su imagen en el espejo de aguas mansas, habiendo rechazado a las mayores bellezas de su tiempo porque no le llegaban ni a los talones. Una paradoja, los aztecas se reflejaban en obsidiana pulida, negrísima y reluciente. Es un objeto esencialmente humano y, por extensión, de cuasi-humanos. El vampiro “no proyecta sombra ni reflejo en los espejos”, advierte Bram Stoker en boca del experto Van Helsing, cazador de esos entes malignos hijos de la oscuridad y amigos de las ratas. Hablamos aquí de los espejos de casa y si acaso de peluquerías, vestuarios de pasarelas, camarines de artistas, antesalas de edificios, elevadores y baños de oficina, y no de los arquitectónicos, astronómicos, de feria o automovilísticos, que unos no vienen a cuento y de los últimos estamos hartos al conducir a las obligaciones consuetudinarias. Sabias y auténticas, las mujeres cargan uno en el bolso sin ningún rubor, salvo el cosmético para las mejillas que también llevan ahí. Furtivos y como avergonzados, los varones se revisan el bigote, un furúnculo o los dientes en un escaparate o el celular apagado. Para Borges el Inmortal el espejo es la perfección, y eso da miedo; a la vez, los espejos multiplican las imágenes hasta el infinito. Y el infinito, que trasciende el tiempo y el espacio, causa aún más miedo. El azogue multiplica a los hombres, que son imperfectos y cagones pero anhelan parecerse al Perfectísimo, el Arquetipo, y al multiplicarse se alejan más de Él. Ah, pero eso sustenta parte de sus imperecederas ficciones, por ejemplo “Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius”. El mismo Borges revela en una entrevista que de niño no quería estar solo en su cuarto porque le atemorizaban los espejos, y a quién no. Expresa en años posteriores: “Realmente es terrible que haya espejos. Creo que Poe lo sintió también (…). Nos hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de terrible en esa duplicación visual de la realidad”. La prueba del azogue en experimentos con animales no arroja resultados concluyentes. Los que parecen reconocerse a sí mismos no son necesariamente los más inteligentes. Al perro, apreciado por su agudeza y sus incontables servicios a la humanidad, no le interesa su imagen porque sus sentidos primordiales son el olfato y el oído; a los gatos tampoco, por altanería. Con cierto entrenamiento, algunos animales parecen interesarse en el doble de sí mismos, ¿y?, narices chatas. No hay un más allá, es un lapso breve, no se les ve más o menos acongojados ni lo contrario, no se abstienen de comer, dormir y defecar, no modifican su conducta ni acuden al peluquero o el gimnasio. Quizás habría que extraer como lección que, más inteligentes de lo supuesto, medran a gusto así, haciéndonos creer que son inferiores. Juego de espejos. Mala suerte o algo peor es, para mí, aceptar solo aquello que te digan los que te halagan o te dan por tu lado, espejos portátiles con figura humana, rastrerismo. Tezcatlipoca, dios omnipresente de los antiguos nahuas, con autoridad en el cielo, la tierra y el infierno, asociado a las discordias, la guerra y, a la par, la prosperidad, era representado como un espejo de obsidiana y tal significa su nombre, piedra volcánica o “humeante”. El espejo estaba asociado al poder de los gobernantes y las artes adivinatorias. El espejo, mucho ojo, es un portal a otras dimensiones. Verse demasiado en el espejo como hacen niños y adolescentes no evidencia por fuerza ser vanidoso o narcisista, sino explorase y buscarse a sí mismos para actuar en consonancia. Un sutil dechado de esa exploración se encuentra en Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953). Yo no lo creo, pero hay psicólogos que lo sostienen: que alguien llegue a enamorarse de sí mismo a partir del espejo. Yo creo que ya estaba infatuado desde antes. Ni hablar, todos arrastramos algo de eso. Indispensable para la autoestima, es tan común, tan íntimo e insolente, y siempre fiel, aunque también depende de nuestro estado de ánimo y la capacidad de filosofar. Suele ser complaciente con nosotros (el de la madrastra de Blancanieves lo era en exceso); un despiadado crítico o un chismoso irredento. Nos revela un grano, una lagaña, una inesperada arruga. Y que nos parecemos más de lo que queremos admitir a nuestros hermanos o a la odiada tía. Nos restriega en nuestra propia cara la vergüenza de un fracaso, nos hace sonreír mefistofélicamente por una travesura escondida, descorre la cortina del resentimiento contra la vida que no habíamos querido reconocer. ¡El taimado conoce nuestras reconditeces! Es solo una duplicación visual de lo que creemos es la realidad, no hay mucho que temer. Aun así, en algún momento todos hemos tenido o tenemos, como el Argentino, miedo a los espejos: quedarnos atrapados en él, que no nos devuelva nuestra imagen, que descubramos un ente perverso arrastrándose por el piso tras de nosotros o cautivo dentro del cristal, que emerja nuestra muerte en el futuro o en el mismo instante en que el asesino levanta el puñal sobre nuestra espalda, temores que el cine explota hasta el cansancio porque hay sustento, sí. El espejo o luna puede ser humilde mejoría o doppelgänger implacable. Lo cierto sin discusión es que forma parte de nuestra rutina. Si te sientes confiado de ti mismo, no le prestes demasiada atención. Si requieres ser más ligero (digamos sociable y simpático), espejéate en tus cercanos, o a oscuras y decúbito dorsal en tu lecho tras saborear un libro sacudidor o una película perrona. “Arranca tu propia imagen del espejo. Siéntate. Haz con tu vida un festín”, recomienda Derek Walcott en la poesía “El amor después del amor”, idónea para tranquilizar a un suicida. Todo más o menos bien hasta aquí. Pero por favor, por la salvación de tu alma, la de tus hijos y su descendencia en varias generaciones, ¡nunca-nunca voltees hacia el espejo en la penumbra después de la medianoche! “¡Ah chingao!, ¿y quién eres además de un pobre plumífero para impedírmelo…?” Así somos los terrícolas y qué remedio. El espejo es insondable, se reitera, pero yo tengo que ir cerrando el changarro si no deseo colmar la paciencia del lector. En un desolado poema sobre nuestro objeto y la destrucción nazi de Varsovia y Cracovia que le tocó padecer, Maria Wislawa Szymborska plasma a través de las atormentadas teclas de su máquina de escribir:
Ya no reflejaba la cara de nadie, las manos de nadie arreglándose el pelo, ninguna puerta enfrente, nada que pudiera ser llamado lugar. (...)
Y así, como todo objeto bien hecho, funcionaba sin reproche, con una profesional falta de asombro.
Ojalá (palabra sagrada) se vean en el espejo los que idealizan las guerras. Por causa de una ideología mesiánica y aberrante, en la Segunda Guerra Mundial murieron casi 5 millones y medio de polacos, muchos de ellos judíos. Según la ONU 2010, en total cobró la vida de 40 millones de civiles y 20 millones de soldados.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
─Qué bueno que llegaste ─dijo él desde el sofá─. El asesino de las mil caras volvió a atacar. ─Sí, qué miedo. Acabo de enterarme y he venido corriendo ─ella cerró la puerta con llave─. ¿Ya cenaste? ─No tengo hambre. Me he estado preguntando cómo será el verdadero rostro de ese asesino. ¿De veras es tan difícil reconocer sus intenciones? Yo creo que algo siempre se les nota. En los ojos, en el semblante, algo. ─No me pongas más nerviosa y ayúdame a preparar la mesa, ándale, que yo me comería un pollo entero. ─Sí, tal vez sí es muy difícil ─insistió él, levantándose del sofá para ir, con una idea fija en la cabeza y un trozo de cuerda en las manos, donde la mujer se cambiaba los zapatos de calle por unos chanclos.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Por lo que más quieran, por sosiego y propia sanidad mental, no se tomen la vida tan en serio. “Si te quieres suicidar porque te he sacado todo, hazlo, no me interesa. Pero por favor, ¡no lo hagas esta semana que es mi cumpleaños, tienes que cantar las que me gustan!”. Si este personaje, pongamos que masculino de 40 a 50 años, insiste en consumar su plan, recordémosle que hay por ahí “más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras que valen la pena”, y que en Antofagasta o Alaska hay oportunidades de empleo. Y si aun así recalcitra, que realice su acto con discreción para no ofrecer espectáculos deprimentes. Luego fallan y es lamentable. Dicen que el humor negro es el más incomprendido de los humores. Y es que él mismo tiene la culpa, se lleva muy pesado con la gente y a ésta no le gusta que alebresten los pecadillos que oculta dentro (“¡A mí no me engañas, sé que algunos guardas! ¿Por qué, a ver, el otro día…?”). De igual manera, nos espeluzna que refresquen nuestros defectos de carácter o las marcas de herencia imputables al insensible destino, como el tono de piel, la nariz arremangada o la ausencia de pañales de seda en el tendedero de nuestra infancia. En cualquiera de estas situaciones y muchas otras hay que respetar y respetarnos, prudencia. El humor negro busca ser irreverente, provocativo; nos expone, nos arrincona para que tomemos partido desde ya: abandonar la sala de cine o reírnos, que es aceptar, trasladar el mensaje a casa y rumiarlo en la intimidad. El que se ríe del otro, se lleva. Es un cuchillo de doble filo, y sin empuñadura. Es como defender lo indefendible; pero yo no lo inventé, ya era viejísimo cuando mi aparición. Entendido como sátira y mordiente crítica social, en nutridos casos es propinarle una patada en el traste a la sobrevaluada supremacía del yo y burlarnos un poco (o un mucho, depende) de la solemnidad que habita en nosotros mismos para salir fortalecidos. Si testerean nuestras sólidas convicciones, ¿qué nos escuece si las atesoramos en lo más profundo e inatacable? Ignorémoslo. ¿O no son tan sólidas? ¡Fortalécelas, documéntalas, discútelas con palabras que para eso se inventaron, pero no patees el sofá ni pongas bombas contra inocentes! Más apertura, si todo es ficción, accionar y modos de ser del ente humano, que nació para ocultar y revelar, conspirar y departir, solemnizar y juguetear un día sí y otro no, a escondidas en el closet, en el umbral de la puerta o a pleno sol. ¿O acaso te crees impoluto o superior? ¡Cuidado, el nazismo no poseía autocrítica ni sentido del humor y por esas carencias asesinó a millones! El humor negro cuestiona, sazona con chile habanero y limón, con arsénico y encaje (Arsenic and Old Lace, Frank Capra, 1944). Si hay necesidad (y parece que siempre la hay), hurga con quitagrapas en la herida para que sobrevenga la catarsis en el lector o espectador. Está calculado, de otro modo sería comedia hueca, grotesca, sádica y, entonces sí, tal vez ofensiva. Además, en la literatura y el cine recae por lo regular en personajes viciosos, arrogantes, estólidos, pretenciosos, explotadores o matones. A veces aparecen las deformaciones físicas, pero van acompañadas de deformaciones morales. En Un pescado llamado Wanda (Charles A. Crichton, 1988) se pitorrean de un tartamudo y para colmo intentan pegarle a cada rato en su nariz herida. Ah, sucede que es un pillo pertinaz y servil con su jefe. En El quinteto de la muerte (Alexander Mackendrick, 1955), una bondadosa viejecita es asediada por malhechores relapsos que, como Tom-Silvestre-Coyote contra Jerry-Piolín-Correcaminos, siempre muerden el polvo. En El esqueleto de la señora Morales (Rogelio A. González, 1960), una esposa indefensa, y chantajista, parece haber sido asesinada por el cínico-aunque-tolerante esposo subyugado, que funge de taxidermista y detesta a los allegados de su consorte por hipocritones y cotillas; exonerado por la ley, el culpable recibe su merecido de una forma inesperada. Con cantidad de trancazos y sangre (implícita) de por medio, en En Brujas (o Escondidos en Brujas, Martin McDonagh, 2008), los mejores amigos del mundo, ambos católicos y simpaticones y uno con nobles sentimientos, se ven orillados a eliminarse el uno al otro; tenemos patente de corso para carcajearnos, son sicarios y cosechan lo que sembraron. Mucho antes en Grecia, en la comedia clásica los ciudadanos se critican y putean cómicamente unos a otros como un triunfo de la libertad democrática del individuo: Las Nubes. Y, ambas obras de Aristófanes, en Lisístrata las mujeres cierran sus piernas a los maridos tratando de parar el trastorno de la guerra. En la Roma del siglo II, Apuleyo perfila la novela picaresca del Siglo de Oro español con su irreverente Las Metamorfosis o El asno de oro, donde Lucio transformado por artes mágicas en burro es testigo de las injusticias contra los marginados. El picante diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara (1579-1639) levanta los techos de las casas como si fueran de cartón y presencia miserias e intimidades de sus moradores. Inspirada en algún grado en el asesino de opulentas mujeres Henri Désiré Landru, Monsieur Verdoux (Chaplin, 1947) es una polarizante, blanca-negrísima película donde el personaje equipara, al pie de la guillotina, sus crímenes con los que cometen desde mullidos sillones los barones de la guerra a nombre de la patria. El cochecito (Marco Ferreri, 1960) y El verdugo (Luis G. Berlanga, 1963), ¡qué joyas!, ¡y en plena época franquista! A Kieslowski le faltó el negro en su trilogía de colores, que no aparece en la bandera de Francia pero algo de esa tonalidad debe tener ese país. En Un tipo serio (2009) de los incansables mala-leche hermanos Coen, un catedrático ejemplar abrumado por las desgracias cotidianas sube a la montaña a suplicarle clemencia o alguna señal esperanzadora a Yahvé, y Yahvé, con su arcana sabiduría, le manda un rayo que lo pone a temblar aún más. Así se templa el acero. Sin en cambio, no hace muchos años, en un viaje largo en autobús y en pleno mediodía (es relevante el dato), me tocó bancarme una película donde al arranque, cinco minutos, los dos personajes dialogan no importa de qué mientras aprontan su arsenal para el asalto a la joyería que se disponen a cometer en Los Ángeles. Los eméticos 125 minutos restantes (7,500 larguísimos segundos) son un ensordecedor enfrentamiento con las instituciones del orden regulares y especiales y un derroche de lo más explícito de balazos, humo, sangre y muertos; ni un gramo de humor, a excepción del involuntario. Luego, zanganeando en internet, descubrí que la cinta era, hasta ese momento, en la que se soltaban más balas por minuto en la historia de la cinematografía (la página especificaba cuántas pero no recuerdo). ¿Había menester de tremenda apología al plomo y el desprecio por el semejante? Claro que sí. A la brutalidad de los delincuentes por escapar impunes le corresponde la angurria de los productores por hincharse de dólares. ¿Y pasarla en horario infantil en el autobús? Cantor insigne del amor y editor del asceta fray Luis de León, Francisco de Quevedo era un maestro de ese humor filoso y cruel (La vida del Buscón, “érase un hombre a una nariz pegado”). César Vallejo escribe con intención sacudidora, “quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo”, y “también quiero muchísimo lavarle al cojo el pie”. Thomas de Quincey se preguntaba ¿qué impide gozar del hecho estético de un incendio o un asesinato cuando materialmente no se puede hacer nada? Freud el infaltable consideraba el humor, sin tonalidad o de todas las tonalidades, como capaz de aligerar el peso de la rutina y la aflicción que nos ronda con singular constancia. Y aunque no lo hubiera dicho, el humor es artículo de primera necesidad, dispositivo de defensa. “Destapa”, libera al permitir que ciertos contenidos traumáticos salgan a orearse y, si nos descuidamos, a armar un aquelarre. En tal eventualidad, les suplico contención, mesura, que no causen tanta batahola y traten de entender que los otros también tienen derechos. El poeta y teórico del surrealismo André Breton recopiló una impagable Antología del humor negro (1940) y, de paso, incorporó el término “humor negro” a la belicosa y materialista cultura occidental. La obra estuvo vetada cuatro años, lo que duró el gobierno colaboracionista de Vichy en Francia. El humor negro arranca risas en situaciones incorrectas, tristes, trágicas o incluso grotescas, en temas tabú o sagrados. Comodino y entrometido, se aviene a todo. Lo echan a patadas, vuelve. No se burla (bueno, en ocasiones sí) de las religiones ni del auténtico creyente promedio, sino de los que se amparan en alguna de ellas para creerse mejores o cometer atrocidades. Es genérico, no tiene nombre ni apellido, es humor adulto en todas las acepciones. Jamás debe ser dirigido directamente por un niño a otro niño o por un adulto a un niño. Si está bien logrado (y el inglés Alec Guinness era un gran actor ejemplo de ello), no es de mal gusto como sostienen algunos. No es sangre ni vísceras expuestas a diestro y siniestro como el gore. No es ver sufrir hora y media a una mujer indefensa en garras de un psicópata o un maligno ente sobrenatural. No es facilona destrucción de autos, peleas a balazos al menor recoveco de la trama. “Aptas para todo público”, la mitad de la producción de Marvel y Pixar (Disney) son películas belicistas sin ningún embozo. Es cierto, contar un chiste de esa tonalidad funérea puede ofender o herir susceptibilidades, étnicas, socioeconómicas, regionales, sexuales, de género. Por eso, como decían los intérpretes de corridos, para “empezar a cantar, pido permiso primero”. ¿Me permiten…? ¿Por qué los pobres mineros de las compañías canadienses no pueden viajar? Por su alto contenido de metales en las venas, siempre suenan los detectores de los aeropuertos. Les advertí. Es, aparente paradoja, sutileza gruesa, guarra y refinada no apta para tibios, pacatos, ñoños, sensibleros, damas iglesieras o caballeros relamidos. Nada ni nadie se eleva por encima de una carcajada arrancada con frescura y originalidad en, esto sí sacratísimo, la intimidad de la lectura o el solaz de una película. ¿Desterrarlo de los medios?, ¿multarlo? Es muy difícil y resultaría contraproducente. Lo ideal sería tolerar al prójimo, amarlo y, better than better ya que los verbos precedentes causan comezón y escepticismo, entenderlo. Sin visos de elegancia y casi sin advertirlo, a diario empleamos la parodia, la ironía, la sátira, el absurdo, lo grotesco y otras concomitancias. Aprendamos a aplicarlas con refinamiento y contra los verdaderos enemigos de la colectividad. Los demagogos, los corruptos, los violadores, los pederastas, los mafiosos, los narcotraficantes, los prepotentes, los exclusivistas por motivos que incumben a la dignidad humana. “En este establecimiento no se discrimina a nadie en razón de su sexo, su color de piel, su…” Son medidas básicas plasmadas en letreros comunes en la actualidad, pero cuyo trasfondo ha costado y cuesta mucha sangre. V.g., la abolición de la esclavitud y la real vigencia de la no discriminación en Estados Unidos, Sudáfrica y países con culturas originarias intervenidas con pólvora y acero por europeos. No es afán mío fomentar la violencia ni siquiera verbal, pero puede resultar una excelente táctica defensiva: ármate de una selecta dotación de chistes contra el hostil, y cuando él lance uno contra tu sensibilidad, tú encájale otro inapelable contra la suya, por lo menos concluirá en empate. Veneno y contraveneno: ─A los negros Dios los olvidó en el horno, por eso su pigmentación tan tostada. ─Y tus ancestros blancos le tenían tanto pánico al sol que se escondían en cuevas, de ahí el tono crudo del pellejo y por eso nadie los traga. ─Era solo un chascarrillo, calma. No buscaba ofenderte. ─Yo tampoco. Salud. En una definición válida asimismo para el humor del teórico de la cultura e historiador Johan Huizinga (Homo ludens, 1938), el juego como capacidad del ser humano se da (debe darse) siguiendo reglas consentidas en libertad y debe practicarse fuera de lo que pueda considerarse utilidad o ventaja inmediata. Hagámoslo así, es gratis y paga dividendos. Un ejemplo de resiliencia y alegría por vivir “a pesar de todo”: Helen Keller, que era inteligente, activista de izquierda y anti-nazi. Existen muchos otros. Basta aguzar los fanales, y empatía, por favor, si es que les queda alguna... ─Lo que es la mía, no la encuentro desde la otra noche que me la quité para bañarme. Ja, creo que nunca he tenido y no me hace falta desde que una vez, mis padres, siendo yo apenas un chavalillo… El buen standopero o cuentachistes profesional en vivo sabe que un principio básico para enganchar al auditorio es burlarse de sí mismo; y luego, entonces sí, agitar la guadaña del ingenio contra todo lo que se mueva en el universo, TODO: judíos, musulmanes, Testigos de Jehová, gays, ateos, marcianos, afrodescendientes, amorosos que susurran a Jaime Sabines en el oído de la amada en un Burger King, intelectuales, ludópatas, cancerosos, blancos color carne de pescado, tímidos, gandallas, oficinistas, albinos, pelirrojos, el Papa, Donald Trump, potosinos, rusos, asiáticos ojos de rendija, embarazadas, impotentes, cornudos, bígamos, mataditos en el estudio, enclenques, bulímicos, diabéticos, vigoréxicos, vegetarianos o los que manejan grúas en cualquier parte del mundo. Esto es (repetimos sin pizca de humor aunque convencidos), todo lo que se mueva. No siempre funciona, si no pregúntenles a los del semanario satírico francés Charlie Hebdo; no obstante, vale la pena atrever a divertirse sin tanto lastre o gravedad que solo nos hunde más en la noche fría e irremediable personificada por la Flaca Dama.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Fueron escasos cinco minutos, y en un universo donde abundan situaciones y gente que causan tristeza por diversas razones, no había visto y con dificultad veré a una persona que me causara mayor pesar que él. El protagonista era anacrónico, dolorosamente desfasado, de un realismo duro y trágico, en las antípodas de la elegancia y el éxito de Tom Wolfe u Oscar Wilde antes de su absurdo encarcelamiento. Algo así como una obsesión, me sigue doliendo, qué se le va hacer. Era un escritor joven, uno sacado de una novela de Dostoievski. Por ejemplo, el Iván Petróvich de Humillados y ofendidos. O el Jarlsberg de Hambre, de Hamsun. El lumpen proletariado de las ambiciones literarias, que por supuesto tiene derecho a intentarlo tanto como los privilegiados. Si la vida fuera un relato de ciencia ficción juraría que el personaje había sido transportado al presente por una máquina del tiempo. Él, su mujer y sus dos hijos. Porque, a diferencia de aquellos entes de la literatura, éste no corría solo por las calles la aventura de su oficio: arrastraba consigo una familia, por lo menos cuando los vi. ¿De dónde venían?, ¿a dónde iban?, ¿qué fue de él y la familia? Dudo que la realidad siempre sea más cruda que la ficción; en este caso fue apabullante. Ocupado en atender un cliente, no me di cuenta en qué momento entró en mi librería de nuevos y usados. Como a muchos, lo vi escrutar los lomos en los estantes y lo dejé hacer. Se enteró que me desocupaba y se acercó a preguntarme si compraba libros. —Tráemelos y vamos viendo —le respondí. Mala respuesta. Sacó de bajo el brazo izquierdo algo parecido a un cuaderno de apuntes y me lo tendió. —Son poemas. Lo más auténtico, lo único que merece la pena, la poesía. Los escribí yo. Fueron trabajados en el taller de A. Tuve por compañeros a B y C. C publica hoy donde quiere; un arribista, y si lee tres libros al año es exageración. —Ah, qué interesante —dije en mi papel. Algunos nombres me retintinearon. Lucía flaco, angustiado, enfermo; su ropa, vieja y raída. Descarté que me estuviera tomando el pelo. Hojeé el cuadernillo. Apenas se le podía llamar libro a aquello; era más bien una plaqueta, con poco más de cincuenta páginas. La portada, sin imagen ni mayor diseño, era de cartulina satinada, con marcas del manoseo. La impresión era defectuosa; la tipografía, sin gracia. El contenido estaba mejor. No demasiado. —¿Cuánto pides por él? Me dio una cantidad: cien pesos. Era más de lo que podía permitirme. Sin embargo, quise ayudarlo. —Mira, es bastante para mí. La gente ya casi no lee en papel, y menos poesía. Si quieres, puedes dejármelo a consignación, no pido más que el veinte por ciento… No, olvídalo. No te cobro comisión, simplemente lo pongo a la venta en la cantidad que me indicas y en una semana vienes o me llamas a ver si lo compraron. Te doy tu lana íntegra. Sus ojos tristes dudaron. Luchaba en su mente. Su cara reflejaba ansiedad. —Si tienes otros ejemplares, tráemelos —un empujoncito para que se decidiera—. Siempre es mejor que luzcan varios. —Déjeme ver —salió a la calle. Afuera, en la acera y de espaldas al local como si no quisieran atestiguar una respuesta adversa, aguardaban una mujer con un niño que apenas caminaba y otro mayorcito, a quienes yo no había advertido. Poseían la misma estampa abatida del hombre. Aproveché para adentrarme en el contenido; quizá fuera una gran obra y yo estaba cometiendo una injusticia histórica. No. Era poesía con oficio, pero convencional. “Días de otoño”, leí el encabezado y las primeras estrofas en las hojas intermedias. Quizá Rilke. Volvió luego de deliberar unos minutos con la mujer. —Gracias, de veras. No aceptamos —tomó su libro con orgullo y se dirigió a la salida. —Espera. Te doy ahorita mismo ochenta por él. Sonrió con agobio. Escrutó hacia la mujer. —No. Muy agradecido por su atención. Terminó de salir. Se echó al menor en los hombros, la mujer me dirigió una reverencia menos hostil de la esperada y desaparecieron los cuatro. Me sentí culpable. Deprimido. Me asomé a la puerta, dispuesto a darles algún dinero para que comieran. Ya no se veían. A zancada larga fui a la esquina inmediata, que no era muy lejos. Tampoco. Eso tan breve me impactó hasta el alma, y aun ahora... No creí que en el siglo XXI existiera un escritor así, calcado tal cual de una época más esforzada y romántica; un personaje lastimoso y fuera del tiempo. Quizá, no sé, con vida, dignidad y verdadera hambre de artista que desea reflejar pasiones humanas extremas porque las ha experimentado en su monda crudeza. Un relato de ciencia ficción o un sueño que llega sin permiso y se instala en el presente con descaro. ¿Pero así, con tanta viveza?
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
Materialización de la dulzura: las frutas Esteban Martínez Sifuentes
¡Del verano roja y fría carcajada, rebanada de sandía! (Juan José Tablada, 1871-1945)
Son bálsamo, bendiciones de la naturaleza, néctar de los dioses, por el color y el olor, por la sonrisa que nos arrancan la miel y los matices de arco iris de sus sabores, por los nutrientes que aportan al preciso y exigente organismo humano, ¡qué mecanismo de relojería o supercomputadora ni qué nada! No engordan. Si se consumen en sazón y con medida raras veces causan daño, nos ponen de buen talante. Su variedad y colorido son infinitos. Desde el diminuto, oscuro y exquisito capulín, hasta la formidable yaca, un producto intimidante y exótico, de caparazón verde y rugoso como bestia antediluviana, de reciente introducción en el mercado mexicano. Mango: petacón, ataulfo, manila, tommy; plátano o banana: tabasco, dominico, manzano, morado, macho. Más allá de la discusión fruto o fruta (“¿Qué son el aguacate y el jitomate…? ¡Pues no, señor!”) y de otras consideraciones técnicas apasionantes para agrónomos y cultivadores, aquí hablamos de un postre, el snack óptimo, el producto en esencia dulce o agridulce de una planta arbórea o herbácea, cultivada como el lector o silvestre. Bayas o frutos del bosque: mora, arándano, grosella, frambuesa; vainas: mezquite, guamúchil, jinicuil. Lavado a conciencia, el empaque, piel o epicarpio de algunas frutas se puede comer, reciclar o emplearse en la confección del nepente de los quisquillosos dioses aztecas, griegos o del panteón que sea. Con piña, el tepache. Con uva, el venerable vino, que data de la Edad de Piedra (Neolítico), a la par que la agricultura, la ganadería y la alfarería, y escenifica en la Biblia un pasaje milagroso de alegría y celebración y sigue siendo central en la liturgia judaica y católica. Pan y vino. En Egipto, Grecia y Roma se veneraba a Dionisio o Baco. En el mito griego Dionisio le entrega la vid a Ampelo, un sátiro, quien enseña su cultivo a los hombres. La ampelología se encarga de las variedades de la vid (cepas) y su cultivo. Dios olímpico contradictorio que produce placer y dolor, a Baco se le representaba con racimos de uva y hojas de parra, acompañado o no de bacantes, ménades y sátiros. Así lo plasman, entre otros, Miguel Ángel y el aficionado a bacanales y pendencias Caravaggio. Por las prisas, un plátano antes de salir o una manzana para el trayecto es el único alimento durante horas de no pocos estudiantes y trabajadores connacionales y, supongo, de otras latitudes. Una mexicanísima pintora de origen alemán que retrató la fruta con el gusto con que debe de habérsela comido: Olga Costa (n. Olga Kostakowsky). Las sandías de Rufino Tamayo también son célebres. “Una mexicana que fruta vendía, ciruela, chabacano, melón o sandía…” Este popular juego infantil de origen español fue secuestrado por los adultos en sus bodas y los niños ya no lo practican. Despuntan unas comunes en los cinco continentes, la naranja, la uva, la fresa; pero casi en cada país hay variedades aquerenciadas y favoritas. Entre las populares en el mío, además de las mencionadas: papaya, tuna, guayaba, toronja, coco, mandarina, higo, lima, durazno, granada, mamey, pera, guanábana y cereza para coronar el pastel. Igual de sápidas y nutritivas, hay frutas regionales, difícilmente conseguibles fuera de ciertas zonas: chicozapote, zapote blanco y negro, chirimoya, ciricote, garambullo, nanche, pitaya (del semidesierto), pitahaya (del trópico). Algunas que se cree variedades autóctonas proceden de China, Filipinas o así. Qué importa, mi mamá me la daba desde chiquito. La diversidad y la trashumancia son inherentes a la naturaleza y, por ende, al ser humano. Es parte de su fortaleza. El mango ataulfo, melífera hibridación lograda en Chiapas, se exporta a una veintena de países con todo y endocarpio, semilla, carozo o hueso. Qué tiempos aquellos cuando en el patio de las viviendas florecían limoneros, granados, capulines, nopaleras, tejocotes, membrillos. Hoy, si con suerte hay patio: coches, juegos infantiles desairados, un par de arriates con plantas decorativas, derroche de cemento y mosaico (es de buen gusto forrar de mosaico los espacios exteriores). El capulín, endémico del centro de la república, está en peligro de extinción; además de ambrosía, dicen que es bueno para prevenir el cáncer. Lo cierto es que resulta una fiesta incluso recolectarlo a puños a inicios del verano. “¡Y es que son desgreñados y tiran mucha hoja!”, aducen los pragmáticos a ultranza que andan sueltos por ahí. Algunas, muy pocas, huelen mal; la mayoría, delicioso (El olor de la guayaba, de García Márquez). Extractadas o sintetizadas usurpando su nombre, sus fragancias se usan en chicles, pasteles, gelatinas, lápices labiales, aromatizantes de ambiente, desodorantes personales y hasta papel higiénico. Se destilan perfumes carísimos for men and women con destellos afrutados. Por falta de jugo y pulpa o exceso de acidez, unas solo se aprovechan para jaleas, infusiones, licores, aguasfrescas o ponches, caso del semilludo e infaltable en Navidad tejocote, especie de manzanita frustrada si no fuera porque además enriquece la piñata estacional. Secas, de preferencia con el sol, son las pasas y los orejones. Concentración de dulzura, sabor y nutrientes. La modesta fruta es digestiva, inmejorable a cualquier hora, barata si está en temporada. Aportan agua, vitaminas, minerales, fibra, antioxidantes, azúcares y grasas de rápida asimilación. Por bombardeo de publicidad e influjo del cine gringo, los remilgositos de todos los rangos sociales prefieren el vaso de jugo de caja, de sospechoso tinte homogéneo y más atractivo que el natural; los edulcorados cornflakes con leche, añadiéndoles más azúcar y si acaso algunas rodajas de plátano, o el yogurt de frutas industrializado con el mendaz letrero de “cien por ciento natural”. Perdónalos, Señor, sí saben lo que hacen pero les vale gorro. Corroboren, o nieguen, sentados con mente abierta en cualquier plaza o calle de México país: de cada diez personas que pasan, siete u ocho lucen con sobrepeso. ¿Gozo de vivir?, ¿genética nacional? Hábitos alimenticios perniciosos, comida chatarra, conductismo. Duele decirlo (y no creo ser el primero), parecemos un pueblo conformista, fofo, debilucho, enfermo, diabético. Y me abstengo de mencionar lo que vemos, escuchamos, expresamos o (no) leemos en el tiempo libre. Van de la mano. En Ciudad de México, Guadalajara y megalópolis similares el tendido de frutas en la banqueta le infunde vitalidad y lujo a barrios y calles deprimentes. En la pantalla nunca he visto a un gánster o un asesino en serie comerse una fruta; son ácidos, corrosivos. Insectos-flor-fruto logran una delicada simbiosis perfecta desde la noche de los tiempos. Atraídas por sus tonalidades, aves, primates y otras creaturas sabias las comen y desechan sus semillas por selvas y sabanas perpetuando las especies. En la magnífica Short cuts (Robert Altman, 1993), uno de sus tantos protagonistas, un comentarista de televisión superinformado, se dispone a desayunar hojuelas de maíz en un sucinto comedor de hospital; mientras escucha perorar a su egocéntrico padre, pela un plátano para cortarlo en tejos. Es una banana de un amarillo impecable y parejo, como les gustan allá y dondequiera. Pues bien, esas no son las mejores de acuerdo con la ciencia, ya que contienen almidones indigeribles para el estómago. Las más nutritivas y dulces son las oscuras y con pecas, oro viejo. Así con las otras frutas. En el mítico Paraíso Eva tentó a Adán con una manzana, ¿por qué no lo hizo con un manojo de nabos o una hoja de acelga, que seguro también había ya que ahí no faltaba nada? Porque la manzana es deliciosa y sabía que él, aunque era más cervecero y carnívoro que los rancheros de Texas, no iba a rechazarla. Son decorativas, y los chinos nos encasquetan por doquiera de fruteros completos de plástico, cerámica, metal, papel maché, bambú y a saber qué más. La íngrima ventaja, que no se oxidan y no atraen a los mosquitos. A mí tampoco.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.
La frágil brillantez del foco Esteban Martínez Sifuentes
Recuerdos de la infancia, supongo que invaluables pues los estoy rememorando con nostalgia a punto de las lágrimas, no porque ya pasaron y son irrecuperables, sino porque involucran a seres entrañables ya fallecidos, que creo viene siendo lo mismo y más vale ir directo al grano como recomienda el dermatólogo. Eran delicadísimos y había que tratarlos con sumo respeto, con cuidados casi de doctor o comadrona que levanta al cielo el nuevo ser como ofrenda a la vida y lo deposita al lado de la heroica mujer que lo acaba de parir. Se sacaban despacio de la bolsa del mandado, se desempaquetaban conteniendo el aliento y había que enroscarlos en su matriz, el socket, con ayuda de una silla o mesa apuntalada por varios brazos. No a cualquiera le permitían colocarlo, solo a los mayores o más sangre fría. No fueras a romperlo o, algo menos preocupante para los espectadores, quedarte “pegado”, electrocutado. Creo que con bases verídicas (los focos eran preciados y delicadísimos, insisto), se erguía como valla electrificada la tajante prohibición parental de no activar el apagado-encendido varias veces seguidas, so riesgo de echarlos a perder, “fundirlos”, y el consiguiente castigo. Despierto desde chiquillo, mi coetáneo primo Remigio vivía en el rancho que mi familia había abandonado años atrás para radicarse en una localidad mayor. Nosotros teníamos energía eléctrica, luz, él no. Cuatro o cinco de edad, un día por la mañana llegó de visita a casa con sus padres, descubrió en la sala-dormitorio el foco, con la mirada siguió el cable hasta el interruptor, acercó una silla y se puso a activarlo una y otra vez con los ojos arrobados hacia la irradiación que obedecía la voluntad de su mano. Observándolo con escandalizado-pasivo interés, confieso que me sentí orgulloso, en zancos. Yo contaba con el asombro de la luz y él no. Reconocí aquella soberbia en otros y en mí mismo cuando fui a laborar a Estados Unidos. Allá cualquiera se cree con derecho de sentirse superior por cualquier cosa, por nada, así opera el mecanismo. Su filamento incandescente, protegido por una delgada cáscara de vidrio o ampolla en forma de pera (creo que no existían de otros), era el foco de atención, mientras no se fundiera o se interrumpiera el fluido eléctrico, que era muy frecuente. Hay personas y objetos que refulgen por su ausencia, y el foco lo hacía incluso cuando se iba la corriente. ─A ver a qué hora reaparece esa maldita luz, no puedo leer el periódico. ─Paciencia, Melchor. ─Mamá, ¡tengo un resto que estudiar y no viene! ─Usa una vela, hijo, en la alacena hay varias. Pero coge de las cortas no de las largas, que son para el altar a San Francisco. Y el hijo, efectuando una rapidísima ecuación gasto de energía requerido para ir a la alacena + encontrar el objetivo corto + los cerillos y además afianzarla en su mesa sin provocar un desastre = exclamaba como si ella fuera una inconsecuente: “¡Mamá, no es lo mismo!” Sinónimo de hallazgos e ideas brillantes, la citada ampolleta o bombilla fue durante un siglo el solecito nocturno que fue alargando nuestras horas de vigilia y restándole misterio a las radionovelas (radio de pilas) e intimidad a las charlas en la sala hogareña o los centros de reunión colectivos. Es una opinión, hay otras que indican que hizo al mundo más activo y menos sórdido. Ahora, para amenguar el robo de casas, coches o la violencia contra las mujeres, hay profusa iluminación en las calles urbanas a lo largo de la noche; los delitos, empero, no disminuyen. Por lo menos la iluminación electrificada nos liberó del hollín y los gases de la vela y la lámpara de petróleo o aceite, quinqué o mechero, que se concentraban en los espacios cerrados y apestaban la ropa. Las luces artificiales de ahora contaminan casi igual, pero ya no en nuestra propia casa. ¿Un logro? Antes las bombillas eran casi las únicas que coloreaban la grisura, al presente disponemos de infinidad de alternativas, leds, diversos gases, las que se apagan o encienden al paso de un humano o un perro callejero, con una palmada o dos, a distancia, con la fuente dirigible, con efectos, de múltiples formas, tonos e intensidades, ocultas en el techo, el piso o quién sabe dónde. “Sistemas de iluminación” les llaman. Todas requieren, no obstante, de otro prodigio que debemos revalorar, aunque parezca ubicuo e ilimitado: la electricidad, de alto impacto ambiental en su producción, distribución, almacenamiento y despilfarro. La “ciudad de la juerga permanente”, Las Vegas, es el summum de eso. Siempre dispuesto a mejorar las invenciones de otros, Edison, con alguno de los semiesclavos a su servicio, la perfeccionó y se alzó con las primeras ganancias de su comercialización, allá en los penúltimos decenios del XIX. Revelador de la necesidad de luz en nuestras vidas es el verbo inglés to focus, que significa por igual (grados de más o de menos como todos los sinónimos y traducciones) “centrarse”, “poner atención”, “enfocar con la cámara”, “exhibirse”, “iluminar” algo. Elocuente, la etimología latina también arroja su rayito esclarecedor. “Foco”: hoguera, hogar, fuego hogareño, aunque iluminara también el patetismo de la desesperanza en una cantinucha al amanecer, como en The Iceman Cometh del dramaturgo Eugene O´Neill. Emparentado con la bombilla eléctrica, sobre el juego de luces y sombras reales e imaginarias que llegan a desquiciar y consentir la mentira, es obligado colar la cinta “Luz de gas” (George Cukor, 1944); en su origen una obra de teatro, ha dado nombre a un abuso psicológico (gaslighting) en el que se orilla a alguien a cuestionarse su propia cordura. Manipulación de la luz. Parece novela de conspiraciones tipo Dan Brown o así, es veraz: existió un grupo delictivo para controlar las bombillas. El cártel Phoebus lo crearon, entre otras, las empresas europeas Osram y Philips y la estadounidense General Electric en 1924 para mangonear la fabricación y venta de focos. Uno de sus principales acuerdos era que las bombillas no debían durar más de mil horas (42 días aproximados si permaneciera encendida las 24 horas). Dicen que desapareció tras la Segunda Guerra Mundial; sospecho que aún conspira y continúa diversificándose con el seudónimo de “obsolescencia programada”, esto es, consumismo y mayores dividendos para los oligopolios. En el cuartel 6 de bomberos de Livermore, California, perdura una bombilla encendida desde 1901; fue fabricada por una honesta compañía de Ohio sumergida en la oscuridad hace añales.* En esta época quizá sea mejor, mera sugerencia para descentrarse de la aguerrida cotidianeidad, ir a platicar a las montañas libérrimamente, solo o con los allegados, a los únicos resplandores de la titánide Selene de cabellos plateados y las luciérnagas o cocuyos. O, con moderación porque también contamina, al amor de una fogata y si acaso media botella de tequila o lo que os apetezca.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada: Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.