Donde mis lágrimas fueron raíz
Mi madre era mesera, el dueño la dejaba dormir en el lugar a cambio de acostarse con él. Nunca conocí a mi padre, tal vez por eso me golpeaban hasta que sangrara por mi boca, tal vez por eso el dueño de vez en cuando me encerraba en forma de castigo, quizá por eso mamá tenía tantas cicatrices en la espalda.
A los diez años los descubrí en mitad de su acto carnal, vi cómo las lágrimas salían de los ojos de mamá, su vergüenza y dolor, su pasión apagada y sus intentos por no romperse. Aquel hombre me gritó que me largara, cansado de sangrar, decidí seguir su orden y al día siguiente me fui de aquel bar.
Le pedí a mamá que viniera conmigo, que juntos viviríamos mejor. Sólo respondió que me dejara de tonterías y volviera al cuarto. Le prometí que le compraría una casa, que cuando volviera le daría las flores más hermosas del mundo. Ella me miró con una sonrisa y un par de lágrimas, esta vez eran de amor.
—Vuelve antes de las diez —dijo.
Me metí entre los matorrales y comencé a deambular, sin rumbo, sin golpes, sin miedo. Pasaron los días y las noches, mi cuerpo acostumbrado a la inanición comenzó a tener hambre, agotado me rendí ante el camino y caí de rodillas, de entre la tierra brotaron gusanos y, sin pensarlo, me los comí. Dicen que las madres deben dar alimento a sus hijos y yo, al ver el regalo que me brindaba, comencé a llamarla mamá Tierra.
Ella me dio insectos para mi hambre, ríos para mi sed, camino para mis pasos. Mamá Tierra cuidó bien de mí. Tenía diez años.
En algún punto del tiempo llegué a un pequeño pueblo de sembradores. Ellos, al ver mi condición, decidieron adoptarme en su comuna. Me alimentaban con raíces, maíz y tomates, a cambio yo les ayudaba a las labores del campo. Sol a sol araba, sembraba, regaba, cuidaba y cosechaba. Luna a luna soñaba, a veces despierto y en otras dormido, con una casa, con un futuro, con una flor.
A mis veinte años era comerciante, los sembradores me integraron a sus viajes por los pueblos cercanos, me enseñaron a leer y a contar, a reír y a cantar. Los caminos eran largos y el sol quemaba como los infiernos. Nos recostábamos bajo los árboles y silbábamos canciones. En una ocasión cayó sobre mí una pequeña fruta, me invitaron a comerla y, al probarla, vi la vida dentro de sí, inevitablemente recordé que la madre tiene consigo a su fruto. Desde entonces la llamé Mamá Árbol, pareció agradarle pues ahora me seguía, podía verla en los robles y los abedules, en los manzanos y los limoneros.
A los treinta años me enamoré. Era una mujer bonita con muchos pretendientes y paciencia corta. Un carácter duro como las raíces y fuerte como la roca. Intenté conquistarla en múltiples ocasiones, le regalaba muestras de la cosecha y flores de la plaza. Le silbaba canciones y de vez en cuando le cantaba dos versos. Nunca conseguí que me quisiera. Sí conseguí que uno de sus pretendientes se pusiera celoso, tanto que un día me dio una paliza. Me tomó desprevenido e intentó ahogarme en un barril. El resto de la gente lo detuvo y cuando ya me sentía al borde de la muerte, la bocanada de aire se sintió como volver a la vida. La madre por el hijo da la vida. Me comí a Mamá Aire y ella la vitalidad me devolvió, desde entonces la acompaño a las flores para darles brisa, a los fuegos para darles fuerza.
Ante la falta de amor, mi vida desde entonces se centró en acumular. Acumulaba agradecimientos de los pueblerinos, insultos de los comerciantes, vegetales de mis cosechas y, lo más importante, acumulaba riquezas sin parar. Con la vida solitaria que llevaba y mi cuerpo acostumbrado a la hambruna, comencé a ahorrar en demasía. Al no caberme más dinero en los bolsillos, decidí volver. Llegué con la mujer bonita, ahora ya madre de tres hijos y de carácter triste, y le di una moneda a manera de gratitud por hacerme feliz, aunque sólo fuera de pensamiento.
Llegué con los sembradores, ahora ya ancianos retirados, y les di el dinero suficiente para que no tuvieran de qué preocuparse por el resto de su vida. Tanto había acumulado.
Por último, caminé tras las huellas borradas del pequeño niño hambriento entre los matorrales y con direcciones que apenas entendí, llegué al cementerio. Allí estaba mamá. No era mamá Tierra, mamá Árbol o mamá Viento. Era sólo mamá, mamá Llanto, mamá Cicatrices. Su epitafio estaba maltratado, así que apenas pude leerlo. Mi cuerpo se arrodilló ante la lápida y entregándole las flores más bonitas que compré, le sonreí. A media promesa yo, huérfano de una madre, también lloré cantidades enormes de lágrimas. Tantas había acumulado.

Valle de tinta es el espacio donde crecen las historias que Miguel Isaac Zavala Flores cultiva.
*Sobre el autor:
Miguel Isaac Zavala Flores
Cuentista y ensayista
Miguel Isaac Zavala Flores, nacido en el año 2003 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Es un escritor mexicano, ávido lector y amante de las letras desde chico. Fue ganador de un par de concursos literarios en su bachillerato y desde muy pequeño encontró un amor por la literatura, tan grande, que no puede parar de escribir. Hechizado por libros clásicos y contemporáneos, busca constantemente devolverle el favor a la literatura, el favor que le hizo al salvarlo.