Ensayo escolar (nunca entregado)
Esteban Martínez Sifuentes
Sí, maestro Rebollo: mi pasatiempo es buscar la fórmula para hablar con los muertos, cómo ve. Y es magia negra, prohibida, sí… No, así no.
En las sierras de mi estado Zacatecas hay bosques de pino y encino, donde habitan el jabalí, el venado cola blanca y la liebre, los dos primeros en riesgo de extinción. En los llanos y valles crece mezquite, gobernadora, huisache, nopal, lechuguilla, guayule y pastizales, y de fauna están el coyote, la codorniz, el tejón y el pato. Del guayule sacan una goma para fabricar guantes de cirugía mejores que los de hule normal y bastante mejores que los sintéticos… Esto está mejor, ¿no, señor Rebollo?
Además, parte de la Sierra Madre Occidental, en el municipio de Sombrerete está la Sierra de Órganos, que es Parque Nacional, un área natural protegida por sus ecosistemas y su belleza de piedras desgastadas por el rigor de los siglos, algunas encimadas en frágil equilibrio como si practicaran patinaje artístico. El órgano es una cactácea elevada, y ahí hay también encino, pino piñonero, palma, huizache, nopal, orégano, sotol, biznaga y tepozán, entre otras plantas. El pozole con su toque de orégano, ¡humm, delicioso! En cuanto a especies animales, hay liebre, güilota, calandria, mapache, zorra gris, coyote, tlacuache, gato montés, venado, cacomixtle y halcón, entre otras.
A pesar de su cercanía con la capital, menos de sesenta kilómetros rumbo a Durango, sólo he ido dos veces a la Sierra de Órganos. La primera, cuando aún vivía mi hermano mayor, que murió ahogado en unas vacaciones al mar al caerse de la lancha en una curva; lo extraño y lo busco en todas partes, éramos los mejores amigos. Un sábado madrugamos y fuimos todo el día a celebrar el cumpleaños del fundador de la congregación rectora de nuestro colegio, sacerdote al que promovían para santo y luego resultó que había sido en vida alumno aventajado de Satanás por sus muchos delitos, usted sabe de qué tipo (perdón por escribirlo así, profesor Rebollo, pero eso era). Esa vez éramos padres de familia, alumnos y maestros. Cientos. Carne asada, aguas frescas de limón, horchata y jamaica, pasteles, arroz con leche, alcohol en abundancia encima y bajo la mesa. Juegos y concursos para niños, para adultos, para padres con sus niños, para maestros contra alumnos, cánticos cristianos en la ida y el regreso en autobús. Lo típico, usted sabe.
La segunda vez fue hace tres meses. Llegamos una tarde de sábado a domingo, papá y yo (“efecto de compensación” le llaman, según mamá), acompañados por seis de sus amigos industriales de la zona y varios de sus hijos, sólo uno de ellos mujer, Irina, cuatro o cinco años mayor que yo. Llevaban guitarras y toneladas de comida y cerveza. Conversaban, cantaban y comían tumultuariamente, cuando Irina, uno que parecía su pretendiente y yo nos despegamos del grupo para ir a vagabundear por ahí. Por el aire límpido, por la altura con relación al nivel del mar, el cielo era un portento de luminosidad estelar. Nunca había visto y tal vez no volveré a ver uno que se le acerque.
Ella y yo habíamos hecho clic apenas nos presentaron, y su acompañante había intervenido con naturalidad en nuestra plática mientras, en una mesa plegable, cortábamos el rabo a las cebollitas cambray y los otros probaban un sofisticado asador del tamaño de una camioneta pequeña o acarreaban ramas secas y piedras para conformar las fogatas. Cuando nos alejábamos, conversamos de preferencias musicales y literarias, de las películas filmadas en la Sierra de Órganos, referencia ineludible en Zacatecas si se quiere pasar por culto.
Yo conocía superficialmente un par, Los cañones de Navarone, con Gregory Peck y Anthony Quinn, y El Cavernícola, con Ringo Starr y Barbara Bach, que era y sigue siendo su esposa, qué aguante, ¿no cree? Irina me dijo, “claro, las he visto”, y apuntó algunas otras que me sonaban familiares, como una de la serie Dragonball, pero ni remota idea de que habían sido rodadas en aquel imponente escenario natural.
Instalados en una peña en los linderos del monte arbolado y tenebroso, a unos veinte metros de la lumbre mayor, su compañero, Iván, mencionó otras más, mexicanas sobre todo. Sin pedantería, enunció el nombre de sus directores, el año de rodaje y otros pormenores. Pasamos así una, dos, tres horas, yendo de vez en cuando al centro del grupo a recoger una cerveza para Iván o pedazos de chorizo con pan para los tres. Caídos de los astros, ellos eran mis cómplices perfectos, los amigos que buscaba sin saberlo. Con ambos, creí, sería fácil hablar de la vida de ultratumba (resucitar cadáveres y eso), de cualquier cosa.
En una de esas veces, papá, que había estado haciéndola de cocinero (el asador era suyo) y agarraba vuelo en la mesa departiendo con sus amigos, me llamó y, poniendo sus manos en mis hombros desde atrás para que me apreciaran los otros, le gritó a uno de los más alborotadores, antiguo conocido de mi familia:
─Eh, Lozano, ¿trajiste tus animalejos venenosos?
─Me ofendes, hombre. ¿Te consta de alguna vez que haya salido de paseo sin ellos?
─¿Podrías sacar uno para que lo pruebe el heredero de mis propiedades en la Costa Azul? Yo sé que es un hombrecito cabal, sólo necesito que se lo demuestre a sí mismo.
─Yo, encantado. Traje cuatro, de los mejores. ¿Cuál crees que le acomode?
─Uno sencillo, para empezar.
Lozano, dueño de una constructora con contratos gubernamentales y padrino de mi hermana, se dirigió tambaleante a su vehículo. Volvió con un rifle escondido sin maña tras su espalda.
─¿Está cargado? ─vociferó papá─. Si no, sirve para un carajo.
─¡Clarines al amanecer, hermano! Un arma descargada, decía una canción, es una lámpara sin luz, una Biblia sin Jesús.
Se rieron todos, cómo no. En fin, papá me tomó del brazo y trató de conducirme al pie del monte. Deseaba que hiciera mi “bautismo de fuego”, literalmente, disparándole a un blanco móvil, lechuza, liebre, lo que fuera. Me negué. Insistió.
─¿Cómo a un ser vivo, papá? ─repliqué.
Desde un montículo cercano, Irina e Iván no perdían detalle, algo tensos. Me ofrecían su aprobación en silencio, eso creí. Allá en las fogatas, divertidos con la escena.
─Bueno, bueno, señor Francisco de Asís. Dejemos a los animalitos del bosque en paz y pongamos unas botellas, ¿te parece?
Estaba resignado a obedecer e incluso caminé adelante hacia donde me indicaba. Entonces me detuve y escuché a mí mismo advertir con voz enérgica, en un tono que desconocía:
─No voy a disparar, papá. ¡No me gusta, punto!
─Sí lo vas hacer, claro. Te va a servir para templar el carácter, vas a ver. A mí me sirvió desde los diez años.
─Detesto las armas, ¿puedes entenderlo?
─Es cuestión de sentir su poder, ven…
─¡No voy a moverme de aquí, te lo advierto!
─¿Ah no?
─¡No!
Me escrutó por inacabables segundos como si calculara obligarme, incluso a empujones. ¿En algún momento le habría pegado a mamá antes del divorcio?, consideré después. Dio la media vuelta con enojo y regresó con el rifle donde la mayoría, que lo recibió con una granizada de bromas. Eran las once de la noche, y yo caminé con la cabeza baja a integrarme con mis amigos. No comentamos el asunto y tardamos en recuperar el vuelo de la plática interrumpida. O creo que ellos lo hicieron, yo no.
El resto de la velada mi padre se hizo el ofendido y los otros adultos me ignoraron con injuriosa contundencia. Alardeando, no sé, el troglodita de Lozano, sus dos hijos y algunos otros se dieron vuelo disparando a latas y botellas, que formaban en fila y destrozaban sin piedad, por fortuna en el lado contrario a donde estábamos nosotros.
Al final, sin dejar de beber, se pusieron a jugar a ver quién derribaba una estrella a balazos. En la plática con Irina e Iván, descubrí a uno de los Lozano apuntando hacia mí, también de juego, ¡vaya jueguito idiota!
Con nuestra tienda de campaña sin armar, cerca de las cuatro me quedé dormido en una silla de camping alrededor de la fogata menos socorrida. Casi entero, como si no hubiera estado bebiendo con energía de cíclope, llegó papá a despertarme con un suave zarandeo en el hombro, sin duda arrepentido.
─Estaba preocupado porque no te veía, me hubieras avisado ─dijo.
Cargaba un gabán en sus manos y me cubrió con él. Sí, estaba arrepentido (ya conocía sus arrepentimientos). Me condujo a su camioneta, y antes de abrir la puerta me abrazó y se soltó a llorar con hondura insospechada. Luego, sin decir nada salvo “descansa”, me ayudó a tenderme a lo largo del asiento y fue a acomodar sus cobijas en la caja del vehículo, a la intemperie. Por la borrachera más que evidente ahora que lo golpeaba el aire, poco faltó para que se cayera por la borda. A diferencia de Edgardo, se hubiera levantado en unas horas cuando mucho, tal vez con un hueso roto y o solo algunos moretones; y hubiera sido, desde luego, un auténtico oso que comentarían por años sus amigos.
Semanas después busqué a Irina e Iván para salir a un café y reanudar la charla de aquella noche. ¡Qué desmesurada pretensión la de un mocoso con apenas catorce años cumplidos! Irina, una Irina distinta a la de entonces, me advirtió al teléfono que tenía novio y, a punto de ingresar a la universidad, demasiado que estudiar. Liberé una risita atarantada, no sabía por qué mencionaba aquello si mis intenciones eran otras. Le reiteré: “Se trata de una simple salida a tomar café, no vamos a un aquelarre o a fumar opio…”. Nada. Su agenda, llena. Lo sentía, de veras, remató.
Iván estudiaba en Guadalajara, me informó algún miembro de su familia. Lo busqué en Facebook y le envié solicitud de amistad. No ha respondido. Cuando lo haga, si es que lo hace, ya tendré otros intereses. Sin rencores.
Pero estoy empezando a percibir a la humanidad en tonos grisáceos con propensión a oscurecerse y eso me disgusta, en principio porque me creo optimista y propositivo. Sigo buscando la fórmula para contactar con los muertos, profesor Rebollo, ¿cómo ve? En especial relacionados con Edgardo, hay avances que tal vez algún día me decida a compartir, jamás con el salón y menos con usted, eso por seguro.

Contacto:
En facebook: Esteban Martínez
*Sobre el autor:
Esteban Martínez Sifuentes
Ensayista, narrador.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.