La frágil brillantez del foco
Esteban Martínez Sifuentes
Recuerdos de la infancia, supongo que invaluables pues los estoy rememorando con nostalgia a punto de las lágrimas, no porque ya pasaron y son irrecuperables, sino porque involucran a seres entrañables ya fallecidos, que creo viene siendo lo mismo y más vale ir directo al grano como recomienda el dermatólogo.
Eran delicadísimos y había que tratarlos con sumo respeto, con cuidados casi de doctor o comadrona que levanta al cielo el nuevo ser como ofrenda a la vida y lo deposita al lado de la heroica mujer que lo acaba de parir. Se sacaban despacio de la bolsa del mandado, se desempaquetaban conteniendo el aliento y había que enroscarlos en su matriz, el socket, con ayuda de una silla o mesa apuntalada por varios brazos. No a cualquiera le permitían colocarlo, solo a los mayores o más sangre fría. No fueras a romperlo o, algo menos preocupante para los espectadores, quedarte “pegado”, electrocutado.
Creo que con bases verídicas (los focos eran preciados y delicadísimos, insisto), se erguía como valla electrificada la tajante prohibición parental de no activar el apagado-encendido varias veces seguidas, so riesgo de echarlos a perder, “fundirlos”, y el consiguiente castigo.
Despierto desde chiquillo, mi coetáneo primo Remigio vivía en el rancho que mi familia había abandonado años atrás para radicarse en una localidad mayor. Nosotros teníamos energía eléctrica, luz, él no. Cuatro o cinco de edad, un día por la mañana llegó de visita a casa con sus padres, descubrió en la sala-dormitorio el foco, con la mirada siguió el cable hasta el interruptor, acercó una silla y se puso a activarlo una y otra vez con los ojos arrobados hacia la irradiación que obedecía la voluntad de su mano. Observándolo con escandalizado-pasivo interés, confieso que me sentí orgulloso, en zancos. Yo contaba con el asombro de la luz y él no. Reconocí aquella soberbia en otros y en mí mismo cuando fui a laborar a Estados Unidos. Allá cualquiera se cree con derecho de sentirse superior por cualquier cosa, por nada, así opera el mecanismo.
Su filamento incandescente, protegido por una delgada cáscara de vidrio o ampolla en forma de pera (creo que no existían de otros), era el foco de atención, mientras no se fundiera o se interrumpiera el fluido eléctrico, que era muy frecuente. Hay personas y objetos que refulgen por su ausencia, y el foco lo hacía incluso cuando se iba la corriente.
─A ver a qué hora reaparece esa maldita luz, no puedo leer el periódico.
─Paciencia, Melchor.
─Mamá, ¡tengo un resto que estudiar y no viene!
─Usa una vela, hijo, en la alacena hay varias. Pero coge de las cortas no de las largas, que son para el altar a San Francisco.
Y el hijo, efectuando una rapidísima ecuación gasto de energía requerido para ir a la alacena + encontrar el objetivo corto + los cerillos y además afianzarla en su mesa sin provocar un desastre = exclamaba como si ella fuera una inconsecuente: “¡Mamá, no es lo mismo!”
Sinónimo de hallazgos e ideas brillantes, la citada ampolleta o bombilla fue durante un siglo el solecito nocturno que fue alargando nuestras horas de vigilia y restándole misterio a las radionovelas (radio de pilas) e intimidad a las charlas en la sala hogareña o los centros de reunión colectivos. Es una opinión, hay otras que indican que hizo al mundo más activo y menos sórdido. Ahora, para amenguar el robo de casas, coches o la violencia contra las mujeres, hay profusa iluminación en las calles urbanas a lo largo de la noche; los delitos, empero, no disminuyen.
Por lo menos la iluminación electrificada nos liberó del hollín y los gases de la vela y la lámpara de petróleo o aceite, quinqué o mechero, que se concentraban en los espacios cerrados y apestaban la ropa. Las luces artificiales de ahora contaminan casi igual, pero ya no en nuestra propia casa. ¿Un logro?
Antes las bombillas eran casi las únicas que coloreaban la grisura, al presente disponemos de infinidad de alternativas, leds, diversos gases, las que se apagan o encienden al paso de un humano o un perro callejero, con una palmada o dos, a distancia, con la fuente dirigible, con efectos, de múltiples formas, tonos e intensidades, ocultas en el techo, el piso o quién sabe dónde. “Sistemas de iluminación” les llaman. Todas requieren, no obstante, de otro prodigio que debemos revalorar, aunque parezca ubicuo e ilimitado: la electricidad, de alto impacto ambiental en su producción, distribución, almacenamiento y despilfarro. La “ciudad de la juerga permanente”, Las Vegas, es el summum de eso.
Siempre dispuesto a mejorar las invenciones de otros, Edison, con alguno de los semiesclavos a su servicio, la perfeccionó y se alzó con las primeras ganancias de su comercialización, allá en los penúltimos decenios del XIX. Revelador de la necesidad de luz en nuestras vidas es el verbo inglés to focus, que significa por igual (grados de más o de menos como todos los sinónimos y traducciones) “centrarse”, “poner atención”, “enfocar con la cámara”, “exhibirse”, “iluminar” algo. Elocuente, la etimología latina también arroja su rayito esclarecedor. “Foco”: hoguera, hogar, fuego hogareño, aunque iluminara también el patetismo de la desesperanza en una cantinucha al amanecer, como en The Iceman Cometh del dramaturgo Eugene O´Neill.
Emparentado con la bombilla eléctrica, sobre el juego de luces y sombras reales e imaginarias que llegan a desquiciar y consentir la mentira, es obligado colar la cinta “Luz de gas” (George Cukor, 1944); en su origen una obra de teatro, ha dado nombre a un abuso psicológico (gaslighting) en el que se orilla a alguien a cuestionarse su propia cordura. Manipulación de la luz.
Parece novela de conspiraciones tipo Dan Brown o así, es veraz: existió un grupo delictivo para controlar las bombillas. El cártel Phoebus lo crearon, entre otras, las empresas europeas Osram y Philips y la estadounidense General Electric en 1924 para mangonear la fabricación y venta de focos. Uno de sus principales acuerdos era que las bombillas no debían durar más de mil horas (42 días aproximados si permaneciera encendida las 24 horas). Dicen que desapareció tras la Segunda Guerra Mundial; sospecho que aún conspira y continúa diversificándose con el seudónimo de “obsolescencia programada”, esto es, consumismo y mayores dividendos para los oligopolios. En el cuartel 6 de bomberos de Livermore, California, perdura una bombilla encendida desde 1901; fue fabricada por una honesta compañía de Ohio sumergida en la oscuridad hace añales.*
En esta época quizá sea mejor, mera sugerencia para descentrarse de la aguerrida cotidianeidad, ir a platicar a las montañas libérrimamente, solo o con los allegados, a los únicos resplandores de la titánide Selene de cabellos plateados y las luciérnagas o cocuyos. O, con moderación porque también contamina, al amor de una fogata y si acaso media botella de tequila o lo que os apetezca.
*En Afinidad Eléctrica, “El cartel Phoebus”: https://afinidadelectrica.com/2020/04/29/el-cartel-phoebus/

Contacto:
En facebook: Esteban Martínez
*Sobre el autor:
Esteban Martínez Sifuentes
Ensayista, narrador.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.