Un fantasma en Heathrow
Esteban Martínez Sifuentes
En tránsito hacia Polonia, escala de cuatro horas en Londres. Mi primer vuelo trasatlántico. Mala noche con tiempo tormentoso y aburrida película inglesa nominada al Oscar de ese año. A las diez de la mañana sobrevolábamos los borrosos y ordenados suburbios de la capital del reino, con tanta resonancia en la historia contemporánea.
Descendimos a la pista sin contratiempos. En el gigantesco complejo aeroportuario, enfilamos por pasillos interminables bordeados de anuncios rumbo a los controles de migración, donde confluían otros pasillos y decenas de escaleras mecánicas que subían y bajaban a otros pisos y recordaban una imagen de Escher o, más exacto, a Pink Floyd The Wall. Las colas eran larguísimas pero avanzaban de prisa. En alguna parte había leído que aquel era el aeropuerto con mayor tráfico de personas en el mundo, y esa ala, parecida a un matadero de reses tecnificado, era exclusiva para transbordos, me enteré después.
Salimos avante mi esposa y yo sin preguntas ni trámites excesivos (pronto entendería por qué). En un piso inmenso con bendita luz natural gracias a los inmensos ventanales, buscamos una sala de espera. Más pasillos, anchos como los de un gran almacén, con bares, restaurantes, librerías, casas de cambio y tiendas duty free donde, quisieras o no, te rociaban con promociones de perfumes y te ofrecían vasitos de cremas irlandesas y wiskis.
─¡Compañeros latinos, fíjense: las fragancias las tenemos al tres por dos! ─habló un vendedor en español del Caribe─ Dos for men y una for lady, o como gusten.
─Después volvemos, gracias.
─¿Después cuándo?, compañero latino. No me engañe. Los latinos somos así, todo lo dejamos para después.
─Gracias, no.
Nos instalamos Josefina y yo en la sala de espera, junto a una isla con stands de comida rápida y frente a los monitores de salidas y llegadas. Sentada en las butacas de enfrente, una familia multirracial, ejemplar y fotogénica. Mujer oriental de ojos rasgados; hombre de tez morena, latino, y niño de cuatro o cinco años, pelo ensortijado y mirada de rendija.
─Hola ─me animé a saludar al ver que el adulto nos observaba.
─Hola, buenos días ─respondió con claridad. A la mujer, aburrida o cansada, no le significamos demasiado.
La mayoría de los ingleses en esa ala del aeropuerto eran negros, latinoamericanos, hindúes, algunos de éstos con turbante blanquísimo, barba grisácea y envaramiento de marajás. Caí en la cuenta de que técnicamente estábamos secuestrados. No había resquicio ni para asomarse a respirar un sorbo de aire londinense. Recién descendido, apareció un grupo de jóvenes de apariencia nórdica, uno de ellos con los cigarros y el encendedor en la mano. Quizá fuera sólo una manía. Aun así, saqué mis aditamentos y los seguí. Entraron al baño.
Preguntándome si existía algo tan arcaico como una zona de fumadores, abordé a una mujer policía. Y sí, sí existía tal cosa.
Caminé de prisa hacia el final de la avenida donde me indicara la mujer. Era una especie de jaula de cristal cerrada por todos lados y con un tubo grueso hacia el techo último. Cupo para doce personas, advertía un letrero en la entrada. La gente de adentro duplicaba con soltura ese número. A pesar de los extractores a todo trapo, amarillaban los cristales, los asientos, todo. Llegaron los nórdicos. Dos fumaron, tres permanecieron ahí por solidaridad. Entró la mujer del aseo a vaciar los ceniceros, sacó una cajetilla de extra largos de su vestido blanco, se fumó medio cigarro, lo aplastó dentro de la bolsa negra que arrastraba y se fue.
Paseamos por las tiendas, compramos un pasable café de máquina. En una tienda de discos, una pared entera dedicada a música y memorabilia de los Beatles y otra a los Rolling.
A la hora, otra visita al cubo de la ignominia. Encontré el Daily Mirror abandonado y me puse a hojearlo. Cristiano Ronaldo se había ido de farra y el príncipe Carlos inaugurado no sé qué. Nervioso, con el cigarro desenfundado, entró el moreno que nos saludara, estudió las caras con timidez y se me acercó.
─Hola otra vez.
─Hola de nuevo ─respondí, contento de la compañía─. ¿De dónde eres?
Era de Ecuador y vivía en Yokohama, de donde eran la esposa y el hijo. Después de vacacionar en Praga, volaban a Barcelona, donde él tenía a su madre. Se llamaba Wilson Andrés. Animados, al segundo cigarro ya hablábamos de Gaudí y la Divina Familia, que yo no conocía. “Cuando quieras, hermano; cuando quieres”, me dijo, serio. De pronto apareció la japonesa con el niño y le hizo señas a través del cristal. Parecía molesta, y de armas tomar. Él se levantó de prisa, apagó el cigarro y salió.
Pasamos por otros vasitos de wiski. En la confluencia de las avenidas principales exhibían un Aston-Martin deportivo con las puertas desplegadas. Mi esposa quería un disco de Tracy Chapman.
─Tracy Chapman no es del Reino Unido.
─¿Y qué si no lo es?
El dinero no era mucho. Le prometí que, si nos sobraba, de regreso a México lo compraríamos. Hojeábamos revistas cuando se nos acercó Wilson cariacontecido, con el maletín al hombro. Nos preguntó si habíamos visto a su mujer y su hijo. No, fue la respuesta; ¿te ayudamos a buscarla? Gruñó algo y se fue.
Se acercaba nuestra partida. Una última visita al cubo. En un rincón estaba Wilson prendido a su cigarro.
─¿Encontraste a tu familia? ─le pregunté.
─¿Mi familia? No, ¿la habéis visto vosotros?
No. Pero si la veíamos, le dije, le diríamos que aguardara al pie de los monitores. Murmuró un “gracias” y salió. No sé por qué me dio la sensación de que ya no estaba tan preocupado.
Entré al baño, fui a la sala para que Josefina también lo hiciera antes de abordar. Le conté que Wilson seguía buscando. Dijo que ella había visto levantarse al ecuatoriano y recalcarle a la japonesa, en español nítido, que no se tardaba; no lucían enojados entre sí, aunque ella le pareció malhumorada todo el tiempo.
Apareció en pantalla nuestro vuelo; el de Wilson Andrés y familia, me enteré, estaba por cerrar. Supuse que ya estaría con los suyos. Heathrow es un laberinto imponente pero inofensivo por su señalización y la abundancia de policías amables. Escuchamos por los altavoces:
─Your atention please. Mister Wilson Andrés, you must go to the counter number eleven, go to counter eleven...
Formados en la fila para abordar, de nueva cuenta:
─Your atention please. Mister Wilson Andrés...
Tres semanas después, en el transbordo de regreso a México, mi primera visita al cubo. A lo lejos vi que salía de los sanitarios un hombre idéntico a Wilson; convencido de que era él, le grité por su nombre. Se detuvo un instante, y sin voltear, o como volteando pero menos que a medias, se reacomodó la correa de su maleta de mano y desapareció con paso rápido en el primer recodo. Permanecí en el cubo mucho tiempo; no lo reconocí de cierto, pero me pareció verlo rondar por ahí.

Contacto:
En facebook: Esteban Martínez
*Sobre el autor:
Esteban Martínez Sifuentes
Ensayista, narrador.
Egresado de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), Nació en San Luis Potosí hace varios ayeres, se dice lector compulsivo y fanático del cine, en particular de películas mudas estadounidenses de cómicos tipo Chaplin, Langdon, Lloyd y Keaton.
Obra publicada:
Esteban Martínez Sifuentes ha publicado siete libros; el último, de ensayos, es USA! USA! Mitos y antimitos estadounidenses, publicado por Editorial Almuzara en 2024. La novela negro-policiaca Malmarido, Ediciones Periféricas, 2020.